....::: Merritt :::...
Los habitantes del pozo
Hacia nuestro norte, un
dardo de luz se alzaba hasta casi llegar el cenit. Surgía por detrás de la
áspera montaña hacia la que nos habíamos estado dirigiendo durante todo el día.
El dardo atravesaba una columna de niebla azul cuyos costados estaban tan bien
delimitados como la lluvia que cae de los bordes de una nube tormentosa. Era
como el haz de un proyector que atravesase una nube azul, y no creaba sombras.
Mientras subía a lo alto recortaba con aristas duras y fijas
las cinco cimas, y vimos que la montaña, en su conjunto, estaba modelada en
forma de mano. Y, mientras la luz los silueteaba, los gigantescos picos que eran
los dedos parecían extenderse, y la tremenda masa que formaba la palma empujar.
Era como si se moviese para rechazar algo. El haz brillante permaneció así
durante unos momentos, luego se dispersó en una multitud de pequeños globos
luminosos que se movían de uno a otro lado y caían suavemente. Parecían estar
buscando algo.
El bosque se había quedado muy silencioso. Cada uno de los
ruidos que antes lo llenaban contenía la respiración. Noté como los perros se
apretaban contra mis piernas. También ellos estaban silenciosos, pero cada uno
de los músculos de sus cuerpos temblaba; tenían el pelo de los lomos erizado, y
sus ojos, clavados fijamente en las chispas fosforescentes que caían, estaban
cubiertos por una fina película de terror.
Me volví hacia Starr Anderson. Estaba mirando al Norte, por
donde, una vez más, había aparecido el rayo de luz, subiendo a lo alto.
- ¡La montaña con forma de mano! -
hablé sin mover los labios. Mi garganta estaba tan seca como sí Lao T'zai la
hubiera llenado con su polvo de terror.
- Es la montaña que hemos estado
buscando - me contestó en el mismo tono.
- Pero... ¿qué es esa luz? Seguro que
no es la aurora boreal - dije.
- ¿Quién ha oído hablar de una aurora
boreal en esta época del año?
Había expresado el pensamiento que yo tenía en mente.
- Algo me hace pensar que ahí arriba
están persiguiendo a alguien prosiguió -. Esas luces están buscando... llevan a
cabo alguna terrible persecución... es bueno que estemos fuera de su alcance.
- La montaña parece moverse cada vez
que ese haz se alza comenté -. ¿Qué es lo que trata de mantener alejado, Starr?
Me hace recordar la mano de nubes heladas que Shan Nadour colocó frente a la
Puerta de los Ogros para mantenerlos en las madrigueras que les había excavado
Eblis.
Alzó una mano, mientras escuchaba algo.
De lo alto, desde el Norte, llegó un susurro. No era el roce
de la aurora boreal, ese sonido, crujiente y quebradizo, que parece hecho por
los fantasmas de los vientos que soplaron durante la Creación mientras corren
por entre las hojas que dieron cobijo a Lilith. No, este susurro contenía una
orden. Era autoritario. Nos llamaba para que fuéramos hacia donde brillaba la
luz. ¡Nos... atraía!
Había en él una nota de inexorable insistencia. Aferraba mi
corazón con un millar de minúsculos dedos con uñas de miedo, y me llenaba de una
tremenda ansia por correr hasta fundirme en la luz. Era algo similar a lo que
debió sentir Ulises cuando se debatía contra el mástil para tratar de obedecer
al canto de cristal de las sirenas.
El susurro se hizo más fuerte.
- ¿Qué demonios les pasa a los
perros? - gritó salvajemente Starr Anderson -. ¡Míralos!
Los perros esquimales, aullando lastimeramente, estaban
corriendo hacia la luz. Los vimos desaparecer entre los árboles. Hasta nosotros
llegó un gemido lleno de tristeza. Luego esto también murió, y solo dejó tras de
sí el insistente murmullo en lo alto.
El claro en el que acampamos miraba directamente al Norte.
Supongo que habíamos llegado al primer gran meandro del río Kuskokwim, a unos
quinientos kilómetros en dirección al Yukon. Lo que era seguro es que nos
hallábamos en una parte inexplorada de los bosques. Habíamos partido de Dawson
al iniciarse la primavera, siguiendo una pista bastante convincente que prometía
llevarnos a una montaña perdida entre cuyos cinco picos - al menos eso nos había
asegurado aquel hechicero de la tribu Athabascana - el oro corre como el agua
por entre una mano extendida.
No conseguimos que ningún indio aceptase venir con nosotros. Decían que la
tierra de la Montaña con forma de Mano estaba maldita.
Habíamos visto la montaña por primera vez la noche anterior, con su recortada
cima dibujada sobre un resplandor pulsante. Y ahora, iluminados por la luz que
nos había guiado, veíamos que realmente era el lugar que andábamos buscando.
Anderson se puso rígido. Por entre el susurro se dejaba oír
un curioso sonido apagado y un roce. Sonaba como si un oso pequeño se estuviera
acercando a nosotros.
Eché una brazada de leña al fuego y, mientras la llama se
alzaba, vi como algo aparecía entre los matorrales. Caminaba a cuatro patas,
pero no parecía ser un oso. De repente, una imagen se formó en mi mente: era
como un niño subiendo unas escaleras a gatas. Las extremidades delanteras se
alzaban en un movimiento grotescamente infantil. Era grotesco, pero también
era... horrible. Se acercó. Tomamos nuestras armas... y las dejamos caer.
¡Súbitamente, supimos que aquella cosa que gateaba era un hombre!
Era un hombre. Se acercó al fuego con aquel mismo apagado
forcejeo. Se detuvo.
- A salvo - susurró el hombre, con
una voz que era un eco del susurro que se oía por sobre nuestras cabezas -.
Estoy bastante a salvo aquí. No pueden salir del azul ¿saben? No pueden cogerle
a uno... a menos que uno les responda...
- Está loco - dijo Anderson; y luego,
con suavidad, dirigiéndose a aquella piltrafa de lo que había sido un hombre -:
- Tiene razón... nadie le persigue.
- No les respondan - repitió el
hombre -. Me refiero a las luces.
- Las luces - grité, olvidándome
hasta de mi compasión -. ¿ Qué son esas luces?
- ¡Los habitantes del pozo! -
murmuró. Luego se desplomó sobre un costado.
Corrimos a atenderle. Anderson se arrodilló a su lado.
- ¡Dios mío! gritó - ¡Mira esto,
Frank!
Señaló a las manos del desconocido. Las muñecas estaban
cubiertas por jirones desgarrados de su gruesa camisa. Sus manos... ¡solo eran
unos muñones! Los dedos se habían pegado a las palmas, y la carne se había
desgastado hasta que el hueso sobresalía. ¡Parecían las patas de un diminuto
elefante! Mis ojos recorrieron su cuerpo. Alrededor de su cintura llevaba una
pesada banda de metal dorado de la que colgaba una anilla y una docena de
eslabones de una brillante cadena blanca.
- ¿Quién puede ser? ¿De dónde vendrá?
- preguntó Anderson -. Mira, está profunddamente dormido... y, aún en sueños, sus
brazos tratan de escalar y sus piernas se alzan una tras la otra. Y sus
rodillas... ¿Cómo, en el nombre de Dios, ha podido moverse sobre ellas?
Era como él decía. Hasta en el profundo sueño en que había
caído el desconocido, sus brazos y piernas continuaban alzándose en un
deliberado y aterrador movimiento de escalada. Era como si tuvieran vida
propia... realizaban sus movimientos con independencia del cuerpo inerte. Eran
unos movimientos de semáforo. Si ustedes han ido en alguna ocasión en la cola de
un tren y mirado como suben y bajan los brazos de los semáforos sabrán a lo que
me refiero.
De pronto, el susurro en lo alto cesó. El chorro de luz cayó
y no volvió a alzarse. El hombre que gateaba se quedó quieto. A nuestro
alrededor comenzó a aparecer un suave resplandor: la corta noche del verano de
Alaska había terminado. Anderson se frotó los ojos y volvió hacia mi un rostro
trasnochado.
- ¡Chico! exclamó -. Parece que hayas
estado enfermo.
- ¡Pues si te vieras tu mismo, Starr!
repliqué - ¡Ha sido algo realmente horroroso! ¿Qué sacas en claro de todo ello?
- Estoy creyendo que la única
respuesta la tiene ese individuo - me contestó, señalando a la figura que yacía,
completamente inmóvil, bajo las mantas con que la habíamos arropado -. Sea lo
que fuese eso... lo perseguía a él. Esas luces no eran una aurora boreal, Frank.
Eran como la abertura a algún infierno del que nunca nos hablaron los
predicadores.
- Ya no seguiremos adelante hoy dije
-. No lo despertaría ni por todo el oro qque corre por entre los dedos de los
cinco picos... ni por todos los demonios que puedan estar persiguiéndolo.
El hombre yacía en un sueño tan profundo como la laguna
Estigia. Le lavamos y vendamos los muñones que antes habían sido sus manos. Sus
brazos y piernas estaban tan rígidos que más parecían muletas. No se movió
mientras hacíamos esto. Yacía tal como se había desplomado, con los brazos algo
alzados y las rodillas dobladas.
Comencé a limar la banda que rodeaba la cintura del
durmiente. Era de oro, pero de un oro distinto a todo otro oro que yo jamás
hubiera visto. El oro puro es blando. Este también lo era... pero tenía una vida
sucia y viscosa que le era propia.
Embotaba la lima y hubiera podido jurar que se retorcía como
un ser vivo cuando lo cortaba. Lo hendí, lo doblé arrancándolo del cuerpo, y lo
lancé a lo lejos. Era... ¡repugnante!
Durante todo el día, el hombre durmió. Llegó la oscuridad, y
seguía durmiendo. Pero aquella noche no hubo ninguna columna de luz azulada
detrás de los picos, ni escudriñantes globos luminosos, ni susurros. Parecía que
aquella horrible maldición se hubiera retirado... aunque no muy lejos. Tanto a
Anderson como a mí nos parecía que la amenaza estaba allí, tal vez oculta, pero
acechante.
Ya era mediodía de la jornada siguiente cuando el hombre se
despertó. Di un salto cuando oí sonar su placentera pero insegura voz.
- ¿Cuánto tiempo he dormido? -
preguntó. Sus pálidos ojos azules se poblaron de ansiedad mientras yo lo
contemplaba.
- Una noche... y casi dos días - le
respondí.
- ¿Hubo luces allá arriba la pasada
noche? - señaló con la cabeza, ansiosamente, hacia el Norte - ¿ Se oyeron
susurros?
- Ninguna de las dos cosas - le
contesté.
Su cabeza cayó hacia atrás y se quedó mirando al cielo.
- Entonces, ¿han abandonado la
persecución? - preguntó al fin.
- ¿Quién le perseguía? - preguntó
Anderson.
Y, una vez más, nos contestó:
- ¡Los habitantes del pozo!
Nos quedamos mirándole y de nuevo, débilmente, sentí aquel
deseo enloquecedor que había parecido acompañar a las luces.
- Los habitantes del pozo repitió -.
Unas cosas que algún dios malvado creó antes del Diluvio y que, en alguna forma,
escaparon a la venganza del Dios del Bien. ¡Me estaban llamando! - añadió
simplemente.
Anderson y yo cruzamos las miradas, con el mismo pensamiento
en nuestras mentes.
- No - intervino el hombre,
adivinando cual era -, no estoy loco. Denme algo de beber. Pronto moriré. ¿Me
llevarán tan al Sur como puedan antes de que esto suceda? Y después, ¿elevarán
una pira y me quemarán en ella? Quiero quedar en una forma en la que ninguna
infernal vileza que intenten pueda arrastrar a mi cuerpo de vuelta hasta ellos.
Estoy seguro que lo harán cuando les haya hablado de ellos - finalizó, cuando
vio que dudábamos.
Bebió el coñac y el agua que le llevamos a los labios.
- Tengo los brazos y las piernas
muertos -comentó -, tan muertos como yo mismo lo estaré pronto. Bueno,
cumplieron bien con su misión. Ahora les diré lo que hay allá arriba, detrás de
aquella mano: ¡Un infierno!
- Escuchen. Mi nombre es Stanton...
Sinclair Stanton, de la promoción de 1900 en Yale. Explorador. Salí de Dawson el
año pasado para buscar cinco picos que formaban una mano en una tierra embrujada
y por entre los cuales corría el oro puro. ¿Es lo mismo que ustedes andan
buscando? Ya me lo pensé. A finales del pasado otoño, mi compañero se puso
enfermo, y lo mandé de vuelta con unos indios. Poco después, los que seguían
conmigo averiguaron lo que perseguía. Huyeron, abandonándome. Decidí proseguir.
Me construí un refugio, lo llené de provisiones y me dispuse a pasar el
invierno. No me fue muy mal... recordarán que fue un invierno poco riguroso. Al
llegar la primavera, empecé de nuevo la búsqueda. Hace unas dos semanas divisé
los cinco picos. Pero no desde este lado, sino del otro. Denme algo más de
coñac.
Había dado una vuelta demasiado grande prosiguió -. Había
llegado demasiado al Norte: tuve que regresar. Desde este lado no ven más que
bosques hasta la base de la mano. Por el otro lado...
Estuvo callado un momento.
- Allí también hay bosques, pero no
llegan muy lejos. ¡No! Salí de ellos. Ante mí se extendía, por muchos
kilómetros, una llanura. Se veía tan rota y gastada como el desierto que rodea
las ruinas de Babilonia. En su extremo más lejano se alzaban los picos. Entre
ellos y el lugar en que me hallaba se alzaba, muy a lo lejos, lo que parecía ser
un farallón de rocas de poca altura. Y entonces... me encontré con el sendero.
- ¡El sendero! - gritó asombrado
Anderson.
- El sendero - afirmó el hombre -. Un
buen sendero, liso, que se dirigía recto hacia la montaña. Oh, seguro que era un
sendero... y se veía gastado como si por él hubieran pasado millones de pies
durante millares de años. A cada uno de sus lados se veía arena y montones de
piedras. Al cabo de un tiempo comencé a fijarme en esas piedras. Estaban
talladas, y la forma de los montones me hizo venir la idea de que, tal vez,
hacía un centenar de millares de años, hubieran sido casas. Parecían así de
antiguas. Notaba que eran obra del hombre, y al mismo tiempo las veía de una
inmemorable antigüedad.
Los picos se fueron acercando. Los
montones de ruinas se hicieron más frecuentes. Algo inexplicablemente desolador
planeaba sobre ellas, algo siniestro; algo que me llegaba desde las mismas y
golpeaba mi corazón como si fuera el paso de unos fantasmas tan viejos que solo
podían ser fantasmas de fantasmas. Seguí adelante.
Vi entonces que lo que había tomado
por unas colinas bajas situadas al pie de los picos era en realidad un
amontonamiento más grande de ruinas. La Montaña de la Mano estaba, en realidad,
mucho más lejos. El sendero pasaba por entre esas ruinas, enmarcado por dos
rocas altas que se alzaban como un arco. - El hombre hizo una pausa. Sus manos
comenzaron a golpear rítmicamente de nuevo. En su frente se formaron pequeñas
gotitas de sudor sangriento.- Tras unos momentos, se quedó tranquilo de nuevo.
Sonrió.
- Formaban una entrada. continuó -.
Llegué hasta ella. La atravesé. Me tiré al suelo, aferrándome a la tierra con
pánico y asombro, pues me hallaba en una amplia plataforma de piedra. Ante mí se
extendía... ¡el vacío! Imagínense el Gran Cañón del Colorado, pero tres veces
más ancho, más o menos circular y con el fondo hundido. Así tendrán una idea de
lo que yo estaba contemplando.
-Era como mirar hacia abajo, por el
borde de un mundo hendido, allí a la infinidad en donde ruedan los planetas. En
el extremo más alejado se alzaban los cinco picos. Se veían como una gigantesca
mano irguiéndose hacia el cielo en un signo de advertencia. La boca del abismo
se apartaba en curva a ambos lados de donde yo estaba.
Podía ver hasta unos trescientos
metros más abajo. Entonces comenzaba una espesa niebla azul que cortaba la
visión. Era como el azul que se acumula en las altas colinas al atardecer. Pero
el pozo... ¡era aterrador! Aterrador como el Golfo de Ranalak de los maories,
que se alza entre los vivos y los muertos y que tan solo un alma recién salida
del cuerpo puede cruzar de un salto... aunque ya no le queden fuerzas para
volverlo a saltar hacia atrás.
Me arrastré, alejándome del borde, y
me puse en pie, débil y estremeciéndome. Mi mano descansaba sobre una de las
rocas de la entrada. Había en ella una talla. En un bajorrelieve profundo se
veía la silueta heroica de un hombre. Estaba vuelto de espaldas y tenía los
brazos extendidos sobre la cabeza, llevando entre ellos algo que parecía el
disco del sol, del que irradiaban líneas de luz. En el disco estaban grabados
unos símbolos que me recordaban el antiguo lenguaje chino. Pero no era chino.
¡No! Habían sido realizados por manos convertidas en polvo eones antes de que
los chinos se agitasen en el seno del tiempo.
Miré a la roca opuesta. Tenía una
figura similar. Ambas llevaban un extraño sombrero aguzado. En cuanto a las
rocas, eran triangulares, y las tallas se encontraban en los lados más próximos
al pozo. El gesto de los hombres parecía ser el de estar echando hacia atrás
algo, el de estar impidiendo el paso. Miré las figuras de más cerca. Tras las
manos extendidas y el disco, me parecía entrever una multitud de figuras
informes y, claramente, una hueste de globos.
Los resegui vagamente con los dedos.
Y, al pronto, me sentí inexplicablemente descompuesto. Me había venido la
impresión, no puedo decir que lo viese, la impresión de que eran enormes babosas
puestas en pie. Sus henchidos cuerpos parecían disolverse, luego aparecer a la
vista, y disolverse de nuevo... excepto por los globos que formaban sus cabezas
y que siempre permanecían visibles. Eran... inenarrablemente repugnantes.
Atacado por una inexplicable y avasalladora náusea, me recosté contra el pilar
y, entonces... ¡Vi la escalera que descendía al pozo!
- ¿Una escalera? - coreamos.
- Una escalera - repitió el hombre
con la paciencia de antes -. No parecía tallada en la roca, sino más bien
construida sobre ella. Cada escalón tendría aproximadamente siete metros de
largo y dos de ancho. Surgían de la plataforma y desaparecían en la niebla azul.
- Una escalera - dijo incrédulo
Anderson - construida en la pared de un precipicio y que lleva hacia las
profundidades de un pozo sin fondo...
- No es sin fondo - interrumpió el
hombre -. Hay un fondo. Sí. Yo lo alcancé - prosiguió desmayadamente -. Bajando
las escaleras... bajando las escaleras.
Pareció aferrar su mente, que se le escapaba.
- Sí - continuó con más firmeza -.
Descendí por la escalera, pero no aquel día. Acampé junto a la entrada. Al
amanecer llené mi mochila de comida, mis dos cantimploras con agua de una fuente
que brota cerca de las ruinas, atravesé los monolitos tallados y crucé el borde
del pozo.
Los escalones bajan a lo largo de las
paredes del pozo con un declive de unos cuarenta grados. Mientras bajaba, los
estudié. Estaban tallados en una roca verdosa bastante diferente al granito
porfírico que formaban las paredes del pozo. Al principio pensé que sus
constructores habrían aprovechado un estrato que sobresaliese, tallando la
colosal escalinata en él, pero la regularidad del ángulo con que descendía me
hizo dudar de esta teoría.
Después de haber bajado tal vez un
kilómetro, me hallé en un descansillo. Desde él, las escaleras formaban un
ángulo en V y descendían de nuevo, aferrándose al despeñadero con el mismo
ángulo que las anteriores. Después de haber hallado tres de esos ángulos, me di
cuenta de que la escalera caía recta hacia abajo, fuera cual fuese su destino,
en una sucesión de ángulos. Ningún estrato podía ser tan regular. ¡No, la
escalera había sido erigida totalmente a mano! Pero, ¿por quién? ¿Y para qué? La
respuesta está en esas ruinas que rodean el borde del pozo... aunque no creo que
jamás sea hallada.
"Hacia el mediodía ya había perdido de vista el borde del abismo. Por encima de
mi, por debajo de mi> no había sino la niebla azul. No sentía mareos, ni miedo,
tan solo una tremenda curiosidad. ¿Qué era lo que iba a descubrir? ¿Alguna
antigua y maravillosa civilización que había florecido cuando los polos eran
jardines tropicales? ¿Un nuevo mundo? ¿La clave de los misterios del Hombre
mismo? No hallaría nada viviente, de eso estaba seguro... todo era demasiado
antiguo para que quedase nada con vida. Y, sin embargo, sabía que una obra tan
maravillosa debía de llevar a un lugar igualmente maravilloso. ¿Cómo sería?
Continué.
A intervalos regulares había cruzado las bocas de unas pequeñas cavernas. Debían
de haber unos tres mil escalones y luego una entrada, otros tres mil escalones y
otra entrada... así continuamente. Avanzada ya la tarde, me detuve frente a uno
de esos huecos. Supongo que habría bajado entonces a unos cinco kilómetros de la
superficie, aunque, debido a los ángulos, habría caminado unos quince
kilómetros. Examiné la entrada. A cada uno de sus lados estaban talladas las
mismas figuras que en la entrada del borde del pozo, pero esta vez se hallaban
de frente, con los brazos extendidos con sus discos, como reteniendo algo que
viniese del pozo mismo. Sus rostros estaban cubiertos con velos y no se veían
figuras repugnantes tras ellos.
Me introduje en la caverna. Se
extendía unos veinte metros, como una madriguera. Estaba seca y perfectamente
iluminada. Podía ver, fuera, la niebla azul alzándose como una columna. Noté una
extraordinaria sensación de seguridad, aunque anteriormente no había
experimentado, conscientemente, miedo alguno. Notaba que las figuras de la
entrada eran guardianes, pero... ¿contra qué me guardaban? Me sentía tan seguro
que hasta perdí la curiosidad sobre este punto.
La niebla azul se hizo más espesa y
algo luminescente. Supuse que allá arriba seria la hora del crepúsculo. Comí y
bebí algo y me eché a dormir. Cuando me desperté, el azul se había aclarado de
nuevo, e imaginé que arriba habría despuntado el alba. Continué. Me olvidé del
golfo que bostezaba a mi costado. No sentía fatiga alguna y casi no notaba el
hambre ni la sed, aunque había comido y bebido bien poco. Esa noche la pasé en
otra de las cavernas y, al amanecer, descendí de nuevo.
Fue cuando ya terminaba aquel día
cuando vi la ciudad por primera vez...
Se quedó silencioso durante un rato.
- La ciudad - dijo al fin - ¡La
ciudad del pozo! No una ciudad como las que ustedes han visto habitualmente...
ni como la haya visto ningún otro hombre que haya podido vivir para contarlo.
Creo que el pozo debe de tener la forma de una botella: la abertura que se
encuentra frente a los cinco picos es el cuello de la misma. Pero no sé lo
amplia que es su base... puede que tenga millares de kilómetros. Y tampoco
conozco lo que pueda haber más allá de la ciudad.
Allá abajo, entre lo azul, se habían
empezado a ver ligeros destellos de luz. Luego contemplé las copas de los...
árboles, pues supongo que eso es lo que eran. Aunque no eran como nuestros
árboles, estos eran repugnantes, reptiloides. Se erguían sobre altos troncos
delgados y sus copas nidos de gruesos tentáculos con feas hojuelas parecidas a
cabezas estrechas... cabezas de serpientes.
Los árboles eran rojos, de un
brillante rojo airado. Aquí y allá comencé a entrever manchas de amarillo
intenso. Sabía que eran agua porque podía ver cosas surgiendo en su superficie,
o al menos podía ver los chapoteos y salpicones, aunque nunca logré ver lo que
los producía.
Justamente debajo mío se hallaba la
ciudad. Kilómetro tras kilómetro de cilindros apretujados que yacían sobre sus
costados, apilados en pirámides de tres, de cinco o de docenas de ellos. Es
difícil lograrles explicar a ustedes cómo se veía la ciudad. Miren, imagínense
que tienen cañerías de una cierta longitud y que colocan tres sobre sus costados
y sobre esas colocan otras dos, y sobre estas otra; o supongan que toman como
base cinco y sobre esas colocan cuatro y luego tres, dos y una. ¿Lo imaginan?
Así es como se veía.
Y estaban rematadas por torres,
minaretes, ensanchamientos, voladizos y monstruosidades retorcidas. Brillaban
como si estuviesen recubiertas con pálidas llamas rosas. A su costado se alzaban
los árboles rojos como si fueran las cabezas de hidras guardando manadas de
gigantescos gusanos enjoyados.
Unos metros más abajo de donde me
hallaba, la escalera llegaba a un titánico arco, irreal como el puente que
sobrevuela el Infierno y lleva a Asgard. Se curvaba por encima de la cumbre del
montón más alto de cilindros tallados y desaparecía en él. Era anonadador... era
demoniaco...
El hombre se detuvo. Sus ojos se pusieron en blanco. Tembló,
y de nuevo sus brazos y piernas comenzaron aquel horrible movimiento de
arrastre. De sus labios surgió un susurro que era un eco del murmullo que
habíamos oído en lo alto la noche en que llegó hasta nosotros. Puse mi mano
sobre sus ojos. Se calmó.
- ¡Execrables cosas! dijo - ¡Los
habitantes del pozo! ¿He susurrado? Si... ¡pero ya no pueden cogerme ahora... ya
no!
Al cabo de un tiempo continuó, tan tranquilo como antes:
- Crucé aquel arco. Me introduje por
el techo de aquel... edificio. La oscuridad azul me cegó por un momento, y noté
cómo los escalones se curvaban en una espiral. Bajé girando y me hallé en lo
alto de... no sé como decírselo. Tendré que llamarle habitación. No tenemos
imágenes para reflejar lo que hay en el pozo. A unos treinta metros por debajo
mío se hallaba el suelo. Las paredes bajaban, apartándose de donde yo me hallaba
en una serie de medias lunas crecientes. El lugar era colosal... y estaba
iluminado por una curiosa luz roja moteada. Era como la luz del interior de un
ópalo punteado de oro y verde.
Las escaleras en espiral seguían por
debajo. Llegué hasta el último escalón. A lo lejos, frente a mí, se alzaba un
altar sostenido por altas columnas. Sus pilares estaban tallados en monstruosas
volutas, cual si fuesen pulpos locos con un millar invisible que se hallaba
sobre el altar, y me arrastré por el suelo, al lado de los pilares. Imagínense
la escena: solo en aquel lugar extrañamente iluminado y con el horror arcaico
acechando encima mío... una Cosa monstruosa, una Cosa inimaginable... una Cosa
invisible que emanaba terror...
AI cabo de algún tiempo recuperé el
control de mí mismo. Entonces vi, al costado de uno de los pilares, un cuenco
amarillo lleno con un líquido blanco y espeso. Lo bebí. No me importaba si era
venenoso; pero mientras lo estaba tragando noté un sabor agradable, y al
acabarlo me volvieron instantáneamente las fuerzas. Veía a las claras que no me
iban a matar de hambre. Fueran lo que fuesen aquellos habitantes del pozo,
sabían bien cuales eran las necesidades humanas.
Y otra vez comenzó a espesarse el
rojizo brillo moteado. Y de nuevo se alzó allá afuera el zumbido, y por el
círculo que era la puerta entró un torrente de globos. Se fueron colocando en
hileras hasta llenar totalmente el templo. Su murmullo creció hasta
transformarse en un canto, un susurrante canto cadencioso que se alzaba y caía,
mientras los globos se alzaban y caían al mismo ritmo, se alzaban y caían.
Las luces fueron y vinieron toda la
noche, y toda la noche sonaron los cantos mientras ellas se alzaban y caían. Al
final, me noté como un solitario átomo de conocimiento en aquel océano de
susurros, un átomo que se alzaba y caía con los globos de luz.
¡Les aseguro que hasta mi corazón
latía a ese mismo ritmo! Pero por fin se aclaró el brillo rojo, y las luces
salieron; murieron los murmullos. De nuevo estaba solo, y supe que, en mi mundo,
se había iniciado un nuevo día.
Dormí. Cuando me desperté, hallé
junto al pilar otro cuenco del líquido blanquecino. Volví a estudiar la cadena
que me ataba al altar. Comencé a frotar dos de los eslabones entre sí. Lo hice
durante horas. Cuando comenzó a espesarse el rojo, se veía una muesca desgastada
en los eslabones. Comencé a sentir una cierta esperanza. Existía una posibilidad
de escapar.
Con el espesamiento regresaron las
luces. Durante toda aquella noche sonó el canto susurrado, y los globos se
alzaron y cayeron. El canto se apoderó de mí. Pulsó a través de mi cuerpo hasta
que cada músculo y cada nervio vibraban con él. Se comenzaron a agitar mis
labios. Palpitaban como los de un hombre tratando de gritar en medio de una
pesadilla. Y por último, también ellos estuvieron murmurando... susurrando el
infernal canto de los habitantes del pozo. Mi cuerpo se inclinaba al unísono con
las luces.
Me había identificado, ¡Dios me
perdone!, en el sonido y el movimiento, con aquellas cosas innombrables,
mientras mi alma retrocedía, enferma de horror, pero impotente. Y, en tanto
susurraba... ¡los vi!
Vi las cosas que había bajo las luces: Grandes cuerpos
transparentes parecidos a los de caracoles sin caparazón, de los que crecían
docenas de agitados tentáculos; con pequeñas bocas redondas y bostezantes
colocadas bajo los luminosos globos visores. ¡Eran como los espectros de babosas
inconcebiblemente monstruosas! Y, mientras las contemplaba, aún susurrando e
inclinándome, llegó el alba y se dirigieron hacia la entrada, atravesándola. No
caminaban ni se arrastraban... ¡flotaban! Flotaron, y se fueron.
No dormí, sino que trabajé durante
todo el día en frotar mi cadena. Para cuando se espesó el rojo, ya había
desgastado un sexto de su espesor. Y toda la noche, bajo el maleficio, susurré y
me incliné con los habitantes del pozo, uniéndome a su canto, a aquella cosa que
acechaba encima mío.
De nuevo, por dos veces, se espesó el
rojo y el canto se apoderó de mí. Y finalmente, en la mañana del quinto día,
rompí los eslabones desgastados. ¡Estaba libre! Corrí hacia la escalera, pasando
con los ojos cerrados al lado del horror invisible que se hallaba más allá del
borde del altar, y llegando hasta el puente. Lo crucé, y Comencé a subir por la
escalera de la pared del pozo.
¿Pueden imaginarse lo que representa
subir por el borde de un mundo hendido... con el infierno a la espalda? Bueno...
a mi espalda quedaba algo peor aún que el infierno, y el terror corría conmigo.
Para cuando me di cuenta de que ya no
podía subir más, hacia ya tiempo que la ciudad del pozo había desaparecido entre
la niebla azul. Mi corazón batía en mis oídos como un martillo pilón. Me
desplomé ante una de las pequeñas cavernas, notando que allí lograría, al fin,
refugio. Me metí hasta lo más profundo y esperé a que la neblina se hiciese más
densa. Esto ocurrió casi al momento, y de muy abajo me llegó un vasto e irritado
murmullo. Apretándome contra el fondo de la caverna, vi como un rápido haz de
luz se elevaba entre la niebla azul, desapareciendo en pedazos poco después; y
mientras se apagaba y descomponía, vi miradas de los globos que constituyen los
ojos de los habitantes del pozo cayendo hacia lo más profundo del abismo. De
nuevo, una y otra vez, la luz pulsó, y los globos se alzaron con ella para caer
luego.
¡Me estaban persiguiendo! Sabían que
debía encontrarme todavía en alguna parte de la escalera o, si es que me
ocultaba allá abajo, que tendría que usarla en algún momento para escapar. El
susurro se hizo más fuerte, más insistente.
A través mío comenzó a latir un deseo
aterrador por unirme al murmullo, tal como lo había hecho en el templo. Algo me
dijo que, silo hacia, las figuras esculpidas ya no podrían guardarme; que
saldría y bajaría para regresar al templo del que ya no escaparía nunca. Me
mordí los labios hasta hacerme sangre para acallarlos, y durante toda aquella
noche el haz de luz surgió desde el abismo, los globos planearon, y el susurró
sonó... mientras yo rezaba al poder de las cavernas y a las figuras esculpidas
que todavía tenían la virtud de poder guardarlas.
Hizo una pausa, se estaban agotando sus energías.
Luego, casi inaudiblemente, prosiguió:
- Me pregunté cuál habría sido el
pueblo que las habría tallado, por qué habrían edificado su ciudad alrededor del
borde, y para qué habrían construido aquella escalera en el pozo. ¿Qué habrían
sido para las cosas que vivían en el fondo, y qué uso habrían hecho de ellas
para tener que vivir junto a aquel lugar? Estaba seguro de que tras de todo
aquello se escondía un propósito. En otra forma, no se hubiera llevado a cabo un
trabajo tan asombroso como era la erección de aquella escalera. Pero, ¿cuál era
ese propósito? Y, ¿por qué aquellos que habían vivido sobre el abismo habían
fenecido hacía eones, mientras que los que habitaban en su interior seguían aún
con vida?
Nos miró.
- No pude hallar respuesta. Me
pregunto si lo sabré después de muerto, aunque lo dudo.
Mientras me interrogaba sobre todo
ello, llegó la aurora y, con ella, se hizo el silencio. Bebí el líquido que
restaba en mi cantimplora, me arrastré fuera de la caverna y comencé a subir
otra vez. Aquella tarde cedieron mis piernas. Rompí mi camisa y me hice unas
almohadillas protectoras para las rodillas y unas envolturas para las manos.
Gateé hacia arriba. Gateé subiendo y subiendo. Y una vez más me introduje en una
de las cavernas y esperé que se espesase el azul, que surgiese de él el haz de
luz? y que empezase el murmullo.
Pero había ahora una nueva tonalidad
en el susurro. Ya no me amenazaba. Me llamaba y me tentaba. Me... atraía.
El terror se apoderó de mí. Me había
invadido un tremendo deseo por abandonar la caverna y salir a donde se movían
las luces, por dejar que me hicieran lo que deseasen, que me llevasen donde
quisieran. El deseo se hizo más insistente. Ganaba fuerza con cada nuevo impulso
del haz luminoso, hasta que al fin todo yo vibraba con el deseo de obedecerlo,
tal y como había vibrado con el canto en el templo.
Mi cuerpo era un péndulo. Se alzaba
el haz, y yo me inclinaba hacia él. Tan solo mi alma permanecía inconmovible,
manteniéndome sujeto contra el suelo de la caverna, y colocando una mano sobre
mis labios para acallarlos. Y toda la noche luché con mi cuerpo y con mis labios
contra el hechizo de los habitantes del pozo.
Llegó la mañana. Otra vez me arrastré
fuera de la caverna y me enfrenté con la escalera. No podía ponerme en pie. Mis
manos estaban desgarradas y ensangrentadas, mis rodillas me producían un dolor
agónico. Me obligué a subir, milímetro a milímetro.
Al rato dejé de notar mis manos, y el
dolor abandonó mis rodillas. Se entumecieron. Paso a paso, mi fuerza de voluntad
llevó a mi cuerpo hacia arriba sobre mis muertos miembros. Y en diversas
ocasiones caía en la inconsciencia... para volver en mí al cabo de un tiempo y
darme cuenta de que, a pesar de ello, había seguido subiendo sin pausa.
Y luego... tan solo una pesadilla de
gatear a lo largo de inmensas extensiones de escalones... recuerdos del abyecto
terror mientras me agazapaba en las cavernas, mientras millares de luces
pulsaban en el exterior, y los susurros me llamaban y tentaban... memorias de
una ocasión en que me desperté para hallar que mi cuerpo estaba obedeciendo a la
llamada y que ya me había llevado a medio camino por entre los guardianes de los
portales, al tiempo que millares de globos luminosos flotaban en la niebla azul
contemplándome. Visiones de amargas luchas contra el sueño y, siempre, una
subida... arriba, arriba, a lo largo de infinitas distancias de escalones que me
llevaban de un perdido Abbadon hasta el paraíso del cielo azul y el ancho mundo.
Al fin tuve conciencia de que sobre
mí se alzaba el cielo abierto, y ante mí el borde del pozo. Recuerdo haber
pasado entre las grandes rocas que forman el portal y de haberme alejado de
ellas. Soñé que gigantescos hombres que llevaban extrañas coronas aguzadas y los
rostros velados me empujaban hacia adelante, y adelante y adelante, al tiempo
que retenían los pulsantes globos de luz que buscaban atraerme de vuelta a un
golfo en el que los planetas nadan entre las ramas de árboles rojos coronados de
serpientes.
Y más tarde un largo, largo sueño...
solo Dios sabe cuán largo, en la hendidura de unas rocas; un despertar para ver,
a lo lejos, hacia el Norte, el haz elevándose y cayendo, a las luces todavía
buscando y al susurro, muy por encima mío, llamando... con el convencimiento de
que ya no podía atraerme.
"De nuevo gatear sobre brazos y piernas muertos que se movían... que se movían
como la nave del Antiguo Marino... sin que yo lo ordenase. Y, entonces, su
fuego, y esta seguridad.
El hombre nos sonrió por un momento, y luego cayó
profundamente dormido.
Aquella misma tarde levantamos el campo y, llevándonos al
hombre, iniciamos la marcha hacia el Sur. Lo llevamos durante tres días, en los
que siguió durmiendo. Y, al tercer día, sin despertarse, murió. Hicimos una gran
pira con ramas y quemamos su cadáver, como nos había pedido. Desparramamos sus
cenizas, mezcladas con las de la madera que le habla consumido, por el bosque.
Se necesitaría una poderosa magia para desenmarañar esas
cenizas y llevarlas, en una nube, hacia el pozo maldito. No creo que ni sus
habitantes tengan un tal encantamiento. No.
Pero Anderson y yo no volvimos a los cinco picos para
comprobarlo. Y, si el oro corre por entre las cinco cimas de la Montaña de la
Mano como el agua por entre una mano extendida, bueno... por lo que a nosotros
se refiere, puede seguir así.