...::: Edgar Allan Poe :::...
Ligeia
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Y allí adentro yace la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad su vigor? Porque Dios no es más que una gran voluntad que penetra todas las cosas por la esencia de su intensidad. El hombre no se doblega ante los ángeles, ni se entrega por completo a la muerte, sino por la flaqueza de su débil voluntad. (Joseph Glanvill).
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Por mi alma que no logro
recordar cómo, cuándo, ni siquiera precisamente dónde conocí a Lady Ligeia.
Desde entonces han transcurrido largos años y los profundos sufrimientos
debilitaron mi memoria. O tal vez no pueda ahora recordar esos detalles porque,
en verdad, el carácter de mi amada, su rara erudición, su singular pero plácida
belleza y la emocionante y avasalladora elocuencia de su lenguaje profundo y
musical se abrieron camino hasta mi corazón con pasos tan constantes, tan
cautelosamente progresivos, que me pasaron inadvertidos e ignorados. Sin
embargo, creo haberla conocido y visto con más frecuencia, en una vasta, antigua
y ruinosa ciudad cerca del Rin. Seguramente la oí hablar de su familia. No cabe
duda de que su estirpe era de antiquísima data. ¡Ligeia, Ligeia!
Enfrascado en estudios de una naturaleza tal que aíslan como
ninguna otra cosa las impresiones del mundo exterior, sólo por esa dulce palabra
-Ligeia- surge ante los ojos de mi fantassía la imagen de aquella que ya no
existe. Y ahora, mientras escribo, me asalta como un relámpago el recuerdo de
que nunca conocí el apellido de aquella que fuera mi amiga y prometida, que se
convirtiera en mi compañera de estudios y por último, en la esposa de mi
corazón. ¿Fue una juguetona orden por parte de mi Ligeia? O para poner a Prueba
la fuerza de mi afecto que me estaba prohibido interrogar sobre ese tema? ¿O fue
más bien un capricho mío, una ofrenda locamente romántica en el altar de la
devoción más apasionada? Sólo recuerdo confusamente el hecho en sí... ¿por qué
va a sorprender que haya olvidado por completo las circunstancias que lo
originaron o lo acompañaron? Y en efecto si alguna vez ese espíritu llamad
Romance, si alguna vez ella, la pálida Ashtophet del Egipto idólatra, con sus
alas brumosas, había presidido como dicen, los matrimonios fatídicos, entonces
sin duda alguna presidieron el mío.
Sin embargo existe un tema muy precioso, en el cual mi
memoria no falla. Es la persona de Ligeia. Era de alta estatura, algo delgada y,
en sus últimos días, casi descarnada. Sería en vano tratar de pintar la
majestad, la silenciosa serenidad de su porte, y la impenetrable ligereza y
elasticidad de su paso. Entraba y salía como una sombra. Yo nunca advertía su
llegada a mi estudio cerrado hasta que no oía la querida música de su voz
profunda y dulce, cuando apoyaba su mano marmórea sobre mi hombro. Ningún rostro
de mujer igualó jamás la belleza del suyo. Era el resplandor de un sueño de
opio, una visión etérea y exaltante, más salvajemente divina que las fantasías
que se cernían sobre las almas adormecidas de las hijas de Delos. Sin embargo
sus facciones carecían de esa forma regular que falsamente nos han enseñado a
adorar en las obras clásicas de los paganos. "No hay belleza exquisita" dice
Bacon, lord Verulam, hablando con veracidad de todas las formas genera de la
hermosura, sin algo extraño en las proporciones . Sin embargo, pese a que yo
veía que las facciones de Ligeia no poseían una regularidad clásica pese a que
percibía que su belleza era, en verdad, exquisita y que veía mucho de "extraño"
en ella, en vano he tratado de detectar la irregularidad y de rastrear mi propia
percepción de lo "extraño". Examiné el contorno de su frente, alta y pálida: era
impecable -¡qué fría es en realidad, esa palabra cuando se aplica a una majestad
tan divina!- por la piel que rivalizaba con el más puro marfil, por la soberbia
amplitud y la calma, la suave prominencia de las zonas por encima de las sienes;
y después el cabello, negro como ala de cuervo, brillante, tupido, y
naturalmente ondulado que demostraba toda la fuerza del epíteto homérico:
"cabellera de jacinto". Miraba las delicadas líneas de la nariz y sólo en los
graciosos medallones de los hebreos he visto una perfección semejante. Allí veía
la misma superficie suave , la misma tendencia casi imperceptible a ser
aguileña, las mismas aletas armoniosamente curvas que exteriorizaban la libertad
de su espíritu. Observaba la dulce boca. Allí estaba, por cierto, el triunfo de
todas las cosas celestiales: la espléndida ondulación del breve labio superior,
la suave, voluptuosa quietud del inferior, los hoyuelos juguetones y el color
expresivo, los dientes que reflejaban con un brillo casi sorprendente cada rayo
de luz bendita que caía sobre ellos en una sonrisa serena y plácida y sin
embargo la más radiante y alborozada de todas las sonrisas. Estudiaba la forma
del mentón, y ahí también encontraba la noble generosidad, la suavidad y la
majestad, la plenitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno que el
dios Apolo sólo reveló en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense. Y entonces
escudriñaba los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no existen modelos en la remota antigüedad.
Pudo haber sido, también, que en esos ojos de mi bienamada yaciera el secreto al
que alude Lord Verulam. Debo creer que eran mucho más grandes que los ojos
comunes en la gente de nuestra raza. Eran aún más grandes que los de las gacelas
de la tribu del valle de Nourjahad. Pero sólo a intervalos, en los momentos de
intensa excitación, se hacía más notable esa peculiaridad de Ligeia. Y en esos
momentos, su belleza -tal vez eso me pareciera en mi ardiente fantasía- era la
belleza de los seres que están por encima o fuera de la tierra, la belleza de la
fabulosa hurí de los turcos. Las pupilas eran de un negro brillante y azabache,
y por sobre ellos, pendían pestañas muy largas y oscuras. Las cejas, de dibujo
levemente irregular, eran del mismo color. Sin embargo, lo "extraño" que
encontraba en sus ojos no tenía relación con la forma, ni con el color, ni con
el brillo, y en definitiva debía referirse a la expresión. ¡Ah, palabra sin
sentido, tras cuya vasta latitud de simple sonoridad atrincheramos nuestra
ignorancia de lo espiritual! ¡La expresión de los ojos de Ligeia! ¡Cuántas horas
he meditado sobre ella! ¡Cómo he luchado, a lo largo de noches enteras de
verano, por desentrañarla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de
Demócrito, que yacía en lo hondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Estaba
poseído por la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes,
aquellas resplandecientes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser para mí las
estrellas gemelas de Leda, y yo, para ellas, el más devoto de los astrólogos.
Entre las muchas anomalías incomprensibles de la psicología,
no hay punto más emocionantemente excitante que el hecho -nunca, creo, advertido
en las escuelas- de que en nuestros esfuerzos por traer a la memoria algo largo
tiempo olvidado, con frecuencia nos encontramos al borde mismo del recuerdo, sin
poder, al fin, recordar. Y así, cuántas veces, al estudiar con intensidad los
ojos de Ligeia sentí que me acercaba al conocimiento total de su expresión,
sentí que se me acercaba, sin embargo aún no era totalmente mío, y así al fin
desaparecía por completo. Y extraño (¡Oh, el más extraño de todos los
misterios!) encontraba en los objetos más comunes del universo un círculo de
analogías con esa expresión. Quiero decir que, después del período en que la
belleza de Ligeia pasó a mi espíritu, donde moraba como en un santuario, yo
extraía de muchos objetos del mundo material, un sentimiento parecido al que
provocaban en mi interior sus grandes y luminosas pupilas. Pero no por ello pude
definir ese sentimiento, ni analizarlo, ni verlo con perspectiva. Lo reconocía a
veces, permítaseme repetirlo, en una viña de rápido crecimiento, en la
contemplación de una polilla, una mariposa, una crisálida, un arroyo. Lo he
sentido en el océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de
personas particularmente ancianas. Y hay una o dos estrellas en el cielo
(especialmente una, de sexta magnitud, doble y cambiante, que puede ser
encontrada cerca de la gran estrella de Lira) que, al mirarlas por el
telescopio, me han inspirado el mismo sentimiento. He sido colmado por él con
ciertos sonidos de instrumentos de cuerdas y, con cierta frecuencia, por pasajes
de ciertos libros. Entre otros innumerables ejemplos, recuerdo bien algo de un
volumen de Joseph Glanvill, que (quizás simplemente por su exquisitez, ¿quién
sabe?) nunca ha dejado de inspirarme ese sentimiento. "Y allí dentro yace lo que
no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad, y su vigor? Pues Dios no
es sino una gran voluntad que ocupa todas las cosas por obra de su intensidad.
El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por completo a la muerte, sino
salvo por la flaqueza de su débil voluntad .
Largos años y subsecuentes reflexiones, me han permitido
rastrear, sin duda, cierta remota conexión entre este pasaje del moralista
inglés y una fase del carácter de Ligeia. Una intensidad de pensamiento, acción
o palabra fue posiblemente, en ella, el resultado, o por lo menos un indicio de
esa gigantesca voluntad que, durante nuestras prolongadas relaciones, no dio
otras y más inmediatas pruebas de su existencia. De entre todas las mujeres que
he conocido jamás ella, la de apariencia tranquila, la siempre plácida Ligeia,
era la presa más violenta de los buitres tumultuosos de la dura pasión. Y tal
pasión no tenía yo manera de medir, salvo por el milagroso dilatarse de aquellos
ojos que tanto me deleitaban y aterrorizaban a la vez, por la melodía casi
mágica, la modulación, la claridad y la placidez de su voz tan profunda, y por
la ardiente energía (doblemente eficaz por contraste con su manera de
articularlas) de las palabras vehementes que por lo general pronunciaba.
He hablado de la cultura de Ligeia: era inmensa, tal como
nunca la he conocido en una mujer. Era una experta en lenguas clásicas y, en la
medida de mis conocimientos sobre los dialectos modernos de Europa, nunca la
encontré en falta. En verdad, en cualquier tema de la más admirada (simplemente
por ser la más abstrusa) erudición académica, ¿descubría alguna vez en falta a
Ligeia? ¡Qué singular! ¡Qué emocionante que este aspecto de la naturaleza de mi
esposa, recién haya llamado mi atención en el último período! Dije que su
cultura era tal como jamás la he conocido en mujer alguna, ¿pero dónde está el
hombre que ha cruzado, y con éxito, todo el amplio espectro de las ciencias
morales, físicas y matemáticas? No vi entonces lo que ahora percibo con
claridad: que las adquisiciones de Ligeia eran gigantescas, eran asombrosas; sin
embargo yo tenía suficiente conciencia de su infinita superioridad para
someterme, con una confianza infantil , a su guía a través del caótico mundo de
la investigación metafísica, de la cual me ocupé activamente durante los
primeros años de nuestro matrimonio. Con qué enorme sensación de triunfo, con
qué vívido deleite, con cuánto de todo lo que tiene de etéreo la esperanza,
sentía yo, cuando ella emprendía conmigo estudios poco frecuentes, poco
conocidos; esa deliciosa perspectiva que se expandía lentamente ante mí, por
cuyas largas, espléndidas y no holladas sendas donde podía al fin alcanzar la
meta de una sabiduría demasiado divina, demasiado preciosa para no ser una
sabiduría prohibida!
¡Qué punzante, entonces, debe haber sido el dolor con que,
después de algunos años, vi que mis bien fundadas expectativas cobraban alas y
emprendían vuelo! Sin Ligeia yo era apenas un niño a tientas en la oscuridad. Su
sola presencia, sus conocimientos, arrojaban una vívida luminosidad sobre los
muchos misterios del trascendentalismo en los cuales estábamos inmersos. Con la
ausencia del brillo radiante de sus ojos, esas páginas, ligeras y doradas, se
tornaron más opacas que el plomo saturnino. Y ahora aquellos ojos brillaban cada
vez con menos frecuencia sobre esas páginas en las que yo meditaba. Ligeia cayó
enferma. Sus ojos vehementes brillaban con un fulgor demasiado, demasiado
glorioso; los dedos pálidos adquirieron la transparencia cerúlea de la tumba y
las venas azules de su frente alta latían impetuosamente ante los altibajos de
la más ligera emoción. Vi que debía morir, y luché desesperadamente en espíritu
con el torvo Azrael. Y las luchas de la apasionada esposa eran, para mi
sorpresa, aún más enérgicas que las mías. Muchos atributos de su carácter severo
me habían convencido de que, para ella, la muerte llegaría sin sus terrores;
pero no fue así. Las palabras son impotentes para transmitir una leve idea de la
salvaje resistencia con que luchó contra la Sombra. Yo gemía de angustia ante el
lamentable espectáculo. Hubiera querido tranquilizarla, hubiera querido razonar
pero en la intensidad de su deseo de vivir, de vivir, sólo de vivir, el consuelo
y la razón eran el colmo de la locura. Sin embargo, recién en la última
instancia, en medio de las convulsiones más violentas de su espíritu indómito,
se conmovió la placidez exterior de su semblante. Su voz se tomó más suave, más
profunda, sin embargo yo no quería demorarme en el extraño significado de las
palabras pronunciadas con tranquilidad. Mi mente vacilaba al escuchar, como en
un trance, una melodía sobrehumana, conjeturas y aspiraciones hasta entonces
desconocidas por la humanidad.
No debía haber dudado de que me amaba; y fácilmente pude
haber comprendido que en un pecho como el suyo, el amor no reinaría como una
pasión ordinaria. Pero sólo en la muerte, llegué al completo conocimiento de la
fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo mi mano, volcaba ante mí
el desborde de un corazón cuya devoción más que apasionada, llegaba a la
idolatría. ¿Cómo había merecido yo ser así bendecido por tales confesiones?
¿Cómo había merecido la maldición de que mi amada me fuese arrebatada en el
momento de hacérmelas? Pero no soporto extenderme en este tema. Sólo permítaseme
decir que, en el abandono más que femenino de Ligeia al amor, ¡ay! completamente
inmerecido indignamente otorgado, recién reconocí el origen de su anhelo, tan
impetuosamente sincero de una vida que ahora se le escapaba con tanta rapidez.
Ese anhelo salvaje, esa ansiosa vehemencia con que deseaba la vida, por la vida
misma, es lo que no soy capaz de pintar, lo que no tengo palabras para expresar.
La medianoche de su partida, me llamó perentoriamente a su
lado y me pidió que repitiera ciertos versos compuestos por ella pocos días
antes. La obedecí. Eran éstos:
¡Mirad! ¡Es una noche de gala
en los últimos años solitarios!
La multitud de ángeles alados,
con velos, y en lágrimas bañados,
en un teatro se sientan y contemplan
un drama de esperanzas y temores,
mientras toca la orquesta a suaves intervalos
la música sin fin de las esferas.
Mimos con la imagen de Dios en lo alto
susurran y murmuran con tenue voz,
y vuelan pasando de aquí para allá
meros títeres ellos, que entran y salen
al ruego de enormes cosas informes
que mueven sin cesar el extraño decorado,
agitando, desplegando sus alas de cuervo,
¡vertiendo invisible aflicción y pesar!
¡Abigarrado drama! ¡Oh, sin duda,
jamás quedará olvidado!
Con su fantasma siempre perseguido
por una multitud que no lo alcanza
en un círculo que gira y vuelve
siempre al eterno lugar.
Y mucho de locura y más pecado
y horror... el alma de la intriga.
¡Pero mirad! Entre el tumulto de mimos
una forma se arrastra, se insinúa,
roja como la sangre serpentea,
¡y sale de la dramática soledad!
¡Se retuerce! ¡Se retuerce! Con dolores mortales
transforma a los mimos en alimento
y los serafines lloran ante horribles colmillos
de sangre humana manchados.
¡Apagadas están las luces, todas apagadas!
Y sobre cada forma temblorosa
el telón, un paño mortuorio,
cae con furia de tormento,
y los ángeles todos pálidos y tristes,
levantados ya, sin velos, afirman
que el drama es la tragedia "Hombre"
y su héroe el Vencedor Gusano.
-¡Oh, Dios! aulló casi
Ligeia poniéndose de pie de un salto y tendiendo los brazos al cielo con un
movimiento espasmódico, al llegar yo al final de esos versos-. ¡Oh, Dios! ¡Oh,
Padre Celestial! ¿Estas cosas serán constantemente así? ¿El Vencedor no será
alguna vez vencido? ¿No somos una parte, una parcela en Ti? ¿Quién, quién conoce
los misterios de la voluntad y su vigor? El hombre no se doblega ante los
ángeles, ni se entrega por completo a la muerte, sino por la flaqueza de su
débil voluntad.
Y entonces, como extenuada por la emoción, dejó caer sus
blancos brazos y regresó solemnemente a su lecho de muerte. Y mientras lanzaba
sus últimos suspiros, mezclado con ellos, de sus labios surgió un suave
murmullo. Acerqué el oído y distinguí de nuevo las palabras finales del pasaje
de Glanvill: "El hombre no se doblega ante los ángeles, ni se entrega por
completo a la muerte, sino por la flaqueza de su débil voluntad".
Murió; y yo, desplomado por el dolor no pude soportar más la
solitaria desolación de mi morada en la sombría y ruinosa ciudad a orillas del
Rin. No me faltaba aquello que el mundo llama fortuna. Ligeia me había legado
más, mucho más de lo que por lo común le toca en suerte a los mortales. Por lo
tanto, después de unos meses de tedioso vagabundeo, sin rumbo, compré y restauré
en parte una abadía, que no nombraré, en una de las zonas más agrestes y menos
frecuentadas de la dulce Inglaterra. La sombría y triste grandeza del edificio,
el aspecto casi salvaje de la propiedad, los numerosos recuerdos, melancólicos y
venerables vinculados con ambos, tenían mucho en común con la sensación de
absoluto abandono que me había llevado a esa remota y solitaria región del país.
Sin embargo, aunque el exterior de la abadía con su aspecto ruinoso y cubierto
de musgo sufrió pocas alteraciones, me dediqué con infantil perversidad y tal
vez con la débil esperanza de aliviar mis penas, a decorar su interior con
magnificencias plenas de realeza. Desde la infancia, siempre había sentido gusto
por esas tonterías que entonces volvieron a mí como una compensación para el
dolor. ¡Ay, ahora comprendo cuánta incipiente locura podía haberse percibido en
los suntuosos y fantásticos tapices, en las solemnes tallas egipcias, en las
extrañas comisas y muebles, en los vasánicos diseños de las alfombras recamadas
en oro! Me había convertido en un esclavo preso en las redes del opio y mis
trabajos y mis procedimientos adquirieron el color de mis sueños. Pero no debo
detenerme en detallar esos absurdos. Permítaseme hablar tan solo de esa única
habitación, por siempre maldita, donde en un momento de enajenación mental
conduje al altar como mi esposa, -como sucesora de la inolvidable Ligeia- a Lady
Rowena Trevanion, de Tremaine, la de rubios cabellos y ojos azules.
No hay detalle de la arquitectura y la decoración de esa
cámara nupcial que no aparezca ahora claramente visible ante mis ojos. ¿Dónde
estaba el alma de la orgullosa familia de la novia, cuando por su sed de oro,
permitió que una doncella, una hija tan querida transpusiera el umbral de un
aposento tan adornado? He dicho que recuerdo minuciosamente los detalles del
cuarto -yo, el tristemente olvidadizo de cosas de profunda importancia- y allí
no existía sistema, no existía orden en la fantástica exhibición para permitirme
retenerla en la memoria. La habitación estaba en una alta torre de la abadía
fortificada, era espaciosa y de forma pentagonal. La única ventana ocupaba toda
la pared sur del pentágono -un inmenso paño de cristal de Venecia- de una sola
pieza y de un tono plomizo, de modo que los rayos del sol o de la luna, al
atravesarlo, caían con un brillo horrible sobre los objetos del interior. Por
sobre la parte superior de esa ventana inmensa, se extendía el enrejado de una
antigua vid que trepaba por los macizos muros de la torre. El techo, de roble de
sombrío aspecto, era excesivamente alto, abovedado y elaboradamente decorado con
los motivos más extravagantes y grotescos, de un estilo semigótico, semidruídico.
Del mismo centro de esa melancólica bóveda colgaba, de una sola cadena de oro de
largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, de estilo sarraceno,
con múltiples perforaciones distribuidas de modo tal que a través de ellas, como
dotadas de la vitalidad de una serpiente, entraban y salían, en sucesión
continua, una serie de llamas multicolores.
Algunas otomanas y candelabros dorados, de diseño oriental,
se hallaban distribuidos por el cuarto, y también había un lecho -el lecho
nupcial- de modelo indio, bajo, esculpido en ébano macizo, cubierto por un
baldaquino en forma de manto mortuorio. En cada uno de los ángulos del cuarto se
veía un gigantesco sarcófago de granito negro, procedente de las tumbas de los
reyes erigidas frente a Luxor, con sus antiguas tapas cubiertas por arcaicas
tallas. Pero la fantasía más importante de todas se hallaba, ¡ay! en las
colgadura del cuarto. Los elevados muros, de altura gigantesca -hasta el punto
de ser desproporcionados-, estaban cubiertos de techo a piso, en vastos
pliegues, por una pesada e imponente tapicería, tapicería de un material
idéntico al de la alfombra que cubría el piso, el tapizado de las otomanas, a la
colcha del lecho de ébano, del baldaquino y de las espléndidas volutas de los
cortinados que oscurecían parcialmente la ventana. Este material era el más
suntuoso paño de oro, íntegramente cubierto, a intervalos irregulares, por
figuras de arabescos de alrededor de un pie de diámetro y trabajados sobre la
tela en dibujos de un negro azabache. Pero esas figuras sólo adquirían el
verdadero carácter de arabescos cuando se las miraba desde un ángulo
determinado. Por medio de un procedimiento hoy común, que en verdad puede
rastrearse ya en períodos muy antiguos su aspecto era variable. Para aquél que
entraba en la habitación adquirían la apariencia de simples monstruosidades,
pero, al ir avanzando, esta apariencia se esfumaba gradualmente; y paso a paso,
a medida que el visitante se movía por el cuarto, se hallaba rodeado por una
interminable sucesión de formas horrendas, pertenecientes a la superstición de
los normandos o nacidos en los sueños culpables de los monjes. El efecto
fantasmagórico se veía enormemente intensificado por la introducción artificial
de una fuerte y continua corriente de aire detrás de las colgaduras, que
producía una odiosa e inquietante animación al conjunto.
Entre esos muros, en una cámara nupcial corno ésa, pasé con
Lady de Tremaine las licenciosas horas del primer mes de nuestro matrimonio, y
las pasé sin mucha inquietud. No pude menos que percibir que mi esposa temía mi
carácter violentamente malhumorado, que me evitaba y me amaba muy poco; pero me
daba más placer que otra cosa. Yo la detestaba con un odio más digno de un
demonio que de un hombre. Mis recuerdos retrocedían (¡oh, con qué intensa
pesadumbre!) hacia Ligeia, la bienamada, la augusta, la hermosa, la sepultada.
Me deleitaba en el recuerdo de su pureza, de su sabiduría, de su elevada y
etérea naturaleza, de su amor apasionado, de su idolatría. Ahora mi espíritu
ardía plena y libremente, con más intensidad que el suyo. En la excitación de
mis sueños de opio (pues me hallaba habitualmente encadenado por los grillos de
la droga) gritaba su nombre en el silencio de la noche, o de día en el santuario
del valle estrecho y encerrado, como si, a través de esa salvaje ansiedad, con
la solemne pasión, con el fuego devorador de mi deseo por la desaparecida,
pudiera restituirla a la senda que había abandonado -¡ah! ¿sería posible que
fuese para siempre? sobre la tierra.
A comienzos del segundo mes de nuestro matrimonio, Lady
Rowena fue atacada por una repentina enfermedad, de la que se repuso con
lentitud. La fiebre que la consumía desasosegaba sus noches, y en su inquieto
estado de entresueño hablaba de sonidos, de movimientos, que se producían dentro
y en los alrededores de la habitación de la torre. Llegué a la conclusión que no
tenían otro origen que los extravíos de su imaginación, o tal vez la
fantasmagórica influencia de la habitación misma. Por fin entró en la
convalecencia, y finalmente sanó. Sin embargo, después de un breve período, un
segundo y más violento trastorno la arrojó nuevamente a su lecho de dolor; y de
este ataque, su cuerpo, en todo momento débil, nunca se recuperó por completo.
Después de esta época, sus enfermedades fueron de carácter alarmante, y de una
recurrencia más alarmante aún, que desafiaban los conocimientos y los grandes
esfuerzos de los médicos. Con el recrudecimiento de una enfermedad crónica, que
parecía haber invadido de tal modo su organismo -hasta el punto de que no era
posible erradicarla por medios humanos- no pude menos que observar un similar
aumento en la irritación nerviosa de su temperamento y en su excitación causada
por motivos triviales de miedo. Volvió a hablar, y ahora con más frecuencia y
pertinacia, de los sonidos, de los leves sonidos y de los movimientos insólitos
de las colgaduras, a los cuales aludí anteriormente.
Una noche, cerca de fines de setiembre, insistió en hablarme
sobre ese tema angustioso con más énfasis que de costumbre. Acababa de despertar
de un inquieto sopor y yo había estado observando, con una mezcla de ansiedad y
de vago terror, los gestos de su semblante descamado. Me senté junto a su lecho
de ébano, en una de las otomanas de la India. Se incorporó a medias y habló, en
un susurro sincero y bajo, de los sonidos que estaba oyendo y yo no alcanzaba a
oír, de los movimientos que estaba viendo y yo no alcanzaba a percibir. El
viento soplaba con fuerza detrás de las colgaduras, y quise demostrarle (lo que,
permítaseme confesar, yo mismo no creía del todo) que aquellos suspiros casi
inarticulados y aquellas muy leves variaciones de las figuras de la pared, no
eran más que los efectos naturales de las habituales corrientes de aire. Pero la
mortal palidez que se extendía por su rostro, me demostró que mis esfuerzos por
tranquilizarla serían infructuosos. Parecía a punto de desmayarse y no había
criados a quienes recurrir. Recordé dónde guardaba un botellón de vino ligero
que le había sido recetado por el médico, y me apresuré a cruzar el cuarto en su
busca. Pero al pasar bajo la luz del incensario, dos circunstancias de índole
sorprendente me llamaron la atención. Sentí que algún objeto palpable, aunque
invisible, acababa de rozar levemente mi cuerpo y en la alfombra dorada, en el
centro mismo del rico resplandor que arrojaba el incensario, vi una sombra, una
leve e indefinida sombra, de aspecto angelical, lo que en la fantasía sería la
sombra de una sombra. Pero yo estaba enloquecido de excitación a causa de una
inmoderada dosis de opio; hice poco caso de estas cosas y no hablé de ellas con
Rowena. Una vez que encontré el vino, volví a cruzar la habitación, y llené un
vaso que llevé a los labios de la dama al borde del desvanecimiento. Sin embargo
ella ya se había recobrado un poco y tomó el vaso en sus manos, mientras yo me
dejaba caer en la otomana más próxima, con la mirada clavada en ella. Fue
entonces cuando tuve clara conciencia de un paso suave sobre la alfombra y cerca
del lecho; y un instante después, cuando Rowena se llevaba el vaso a los labios,
vi, o pude haber soñado que vi caer dentro del vaso, como brotados de un
invisible surtidor en la atmósfera del cuarto, tres o cuatro grandes gotas de un
fluido brillante, color rubí. Si esto vi, no sucedió lo mismo con Rowena. Bebió
el vino sin vacilar, y yo me abstuve de hablarle de una circunstancia que no
debía ser, consideré, más que fruto de la sugestión de una mente excitada, cuya
mórbida actividad era aumentada por el terror de mi mujer, el opio y la hora.
Sin embargo no pude ocultarme que había percibido que
inmediatamente después de la caída de las gotas color rubí, se producía un
rápido agravamiento en la enfermedad de mi esposa; tanto que a la tercera noche
sus doncellas la prepararon para la tumba, y la cuarta permanecí solo con el
cadáver amortajado en esa fantástica habitación a la que llegara como recién
casada. Fantásticas visiones, engendradas por el opio, revoloteaban como sombras
delante de mí. Observé con inquietud los sarcófagos de los ángulos de la
habitación, las variables figuras de las tapicerías, y las contorsiones de las
llamas multicolores en el incensario. Entonces, mientras recordaba las
circunstancias de una noche anterior, clavé la mirada en el sitio donde, bajo el
fulgor del incensario, había visto los débiles trazos de la sombra. Sin embargo,
ya no estaba allí, y respirando con más libertad, miré la figura pálida y
rígida, tendida en la cama. Entonces me asaltaron mil recuerdos de Ligeia y
volvió a caer sobre mi corazón, con la turbulencia de un torrente, todo el
indecible dolor con que había mirado su cuerpo amortajado. La noche declinaba; y
todavía, con el pecho lleno de amargos pensamientos de mi único y supremo amor,
permanecía mirando fijo el cuerpo de Rowena.
Tal vez fuese medianoche, quizás más temprano o más tarde,
pues no había prestado atención al tiempo transcurrido, cuando un sollozo débil,
suave, pero muy claro, me sacó abruptamente de mi ensueño. Sentí que venía del
lecho de ébano, del lecho de muerte. Escuché, en el paroxismo de una angustia de
supersticioso terror, pero el sonido no se repitió. Agucé la vista para detectar
algún movimiento en el cadáver, pero nada advertí. Sin embargo, era imposible
que me hubiera equivocado. Por débil que fuese, había oído el ruido, y, en mi
interior, mi alma estaba despierta. Con resolución y perseverancia, mantuve la
atención fija en el cuerpo. Transcurrieron varios minutos antes de que alguna
circunstancia arrojara luz sobre el misterio. Por fin resultó evidente que un
leve, un muy débil y apenas perceptible color se extendía por las mejillas y a
lo largo de las pequeñas y hundidas venas de los párpados. Con una especie de
horror, de espanto inenarrable, que el lenguaje del mortal no pose expresión
suficientemente enérgica para describir, sentí que mi corazón cesaba de latir,
que mis miembros se ponían rígidos en la silla. Sin embargo, el sentimiento del
deber por fin me devolvió la sangre fría. Ya no ponía en duda que nos habíamos
precipitado en nuestros preparativos, que Rowena todavía vivía. Era necesario
hacer algo de inmediato; sin embargo la torre estaba completamente apartada de
la parte de la abadía destinada a la servidumbre, no había nadie en las
cercanías, yo no tenía manera de llamar en mi auxilio sin abandonar durante
muchos minutos la habitación, y eso era algo que no me podía aventurar a hacer.
Así pues, luché sólo en mi intento de llamar de regreso al espíritu que todavía
se cernía sobre el cuerpo. Sin embargo, al cabo de un corto rato, la recaída fue
clara; el color desapareció tanto de los párpados corno de las mejillas,
dejándolos más pálidos que el mármol; los labios quedaron apretados y contraídos
en la espantosa expresión de la muerte; una viscosidad y un frío repulsivos se
extendieron rápidamente sobre el cuerpo y de inmediato sobrevino la habitual
rigidez cadavérica. Me desplomé con un estremecimiento sobre el diván, del que
había sido tan bruscamente arrancado, y de nuevo me entregué a mis apasionados
sueños de vigilia con Ligeia como protagonista.
Así transcurrió una hora, cuando (¿sería posible?) por
segunda vez tuve conciencia de un sonido vago que me llegaba desde la cama.
Escuché, en el colmo del horror. El sonido se repitió: era un suspiro. Me
precipité hacia el cadáver y vi ? vi con toda claridad que le temblaban los
labios. Un instante después se abrieron, dejando al descubierto una línea
brillante de dientes como perlas. En mi pecho, ahora, la estupefacción luchaba
con el profundo espanto que antes sólo reinaba en él. Sentí que se me empañaba
la vista, que mi razón se extraviaba, y sólo gracias a un violento esfuerzo, por
fin conseguí enfrentar la tarea que el deber me señalaba una vez más. Ahora
había algo de color en la frente, en las mejillas y en la garganta; una calidez
perceptible invadía todo el cuerpo; hasta latía levemente el corazón. Mi mujer
vivía, y con renovado ímpetu, me aboqué a la tarea de resucitarla. Froté y mojé
las sienes y las manos, y empleé todas las prácticas que la experiencia y
numerosas lecturas de temas médicos me sugerían. Fue en vano. De repente el
color huyó, cesaron las pulsaciones, los labios recuperaron el gesto de la
muerte, e instantes después, el cuerpo íntegro adquirió el frío del hielo, el
color lívido, la intensa rigidez, el perfil hundido, y todas las odiosas
peculiaridades de quien ha sido, durante muchos días, habitante de la tumba.
Y de nuevo me hundí en visiones de Ligeia, y de nuevo (¿a
quién puede sorprender que me estremezca al escribirlo?) de nuevo llegó a mis
oídos un leve sollozo que venía de la cama de ébano. Pero, ¿para qué detallar
minuciosamente el horror inenarrable de esa noche? ¿Para qué detenerme a relatar
como, vez tras vez, hasta que se acercó el alba gris, se repitió este odioso
drama de resurrección; de qué modo cada espantosa recaída terminaba en una
muerte más rígida y aparentemente más irredimible; de qué modo cada agonía
adquiría el aspecto de una lucha contra algún enemigo invisible; y cómo cada
lucha era sucedida por no sé qué terrible cambio en la apariencia del cuerpo?
Permitidme que me apresure a concluir.
Había transcurrido la mayor parte de la noche terrible, y la
que estuviera muerta, una vez más se movió, ahora más vigorosamente que antes,
aunque surgiera de una disolución más espantosa e irreparable que las demás.
Hacía rato que yo había cesado de luchar y de moverme y permanecía rígidamente
sentado en la otomana, víctima indefensa de un torbellino de violentas emociones
de las cuales el temor reverente era quizás, la menos terrible, la menos
desgastante. El cuerpo, repito, se movió y ahora más vigorosamente que antes.
Los colores de vida florecieron con Insólita energía en el semblante, los
miembros se aflojaron, y salvo por los párpados todavía pesadamente apretados, y
por las vendas y paños mortuorios que daban un aspecto sepulcral a su figura,
pude haber soñado que Rowena había, sin duda, sacudido por completo las cadenas
de la Muerte. Pero si ni siquiera entonces acepté del todo esa idea, ya no pude
dudar más cuando aquel ser amortajado se levantó de la cama, a tientas, con paso
débil, los ojos cerrados, y el aspecto del que está confundido en un sueño y
avanzó con osadía, palpablemente, hasta el centro del cuarto.
No temblé, no me moví, porque una multitud de ideas
inexplicables vinculadas con el aspecto, la estatura, el porte, cruzaban
velozmente por mi cerebro, petrificándome impidiéndome todo movimiento. Inmóvil,
contemplé la aparición. En mis pensamientos reinaba un loco desorden, un tumulto
implacable. ¿La que me enfrentaba, podía ser, en verdad, Rowena viva? ¿Podía ser
realmente Rowena Lady Rowena Trevanion de Trernaine, la de cabellos rubios y
ojos azules? ¿Por qué, por qué debía yo dudar? Los vendajes le ceñían
pesadamente la boca, pero entonces, ¿podía no ser la boca de Lady Tremaine viva?
Y las mejillas ?rosadas como en la plenitud de su vida? si, ésas sin duda podían
ser las hermosas mejillas de la viviente Lady Tremaine ¿Y el mentón, con sus
hoyuelos, como cuando gozaba de plena salud, podía no ser el suyo ¿Pero entonces
había ella crecido durante su enfermedad? ¿Qué locura increíble se posesionó de
mí con ese pensamiento? De un salto estuve a sus pies. Evitó mi contacto, dejó
caer de la cabeza, sueltas, las espantosas vendas que la confinaban y entonces,
en la atmósfera estremecida del cuarto, cayó una enorme masa de cabellos largos
Y desordenados; ¡eran más negros que las alas del cuervo de medianoche! Y se
abrieron lentamente los ojos de la figura parada ante mí.
-¡En esto, Por lo menos -grité-, nunca, nunca podré
equivocarme!. Estos son los grandes, los negros, los apasionados ojos de mi amor
perdido... los de Lady... ¡los de LADY LIGEIA!