...::: Edgar Allan Poe :::...
La máscara de la Muerte Roja
La "Muerte Roja" había
devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y
tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la
sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros
sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara
de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda
simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media
hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz.
Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y
damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus
abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido
creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y
altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una
vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los
cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los
súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente
aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el
contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era
una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los
placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y
vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la
Muerte Roja.
Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los
más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile
de máscaras de la más insólita magnificencia.
Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitidme
que antes os describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie
imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones
forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta
adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la
galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor
del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal
irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o
treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A
derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica
daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las
ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la
decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental
tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda
estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran
púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta
había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la
sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de
colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en
pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara
el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran
escarlata, tenían un color de sangre.
A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían
aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había
lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas.
Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana se
alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se
proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada
estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como
fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a
través de los cristales de color de sangre, se derramaba sobre las sombrías
colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración
tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo
bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del
poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con
un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su
circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un
tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales
que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir
momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes
cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre
sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del
reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más
edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una
confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo,
livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como
sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el
siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al
cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj
daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la
meditación.
Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe
tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los
colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran
audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos
podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era
necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El
príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las
siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de
los disfraces.
Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo
picante y lo fantasmagórico. Veíanse figuras de arabesco, con siluetas y
atuendos incongruentes, veíanse fantasías delirantes, como las que aman los
locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una
multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes,
cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música
de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.
Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de
terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz
del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del
tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias
sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los
sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los
rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se
aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de
color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para
aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un
ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras
entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.
Congregábase densa multitud en estas últimas, donde
afiebradamente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su
torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj
anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las
evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en
todo una sensación angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce
campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor
número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud
entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los
últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los
concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura
enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y,
habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, alzóse al
final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto,
horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de
describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado
semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero
la figura en cuestión lo ultrapasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal
criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay en
cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres,
para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con
las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo
que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro.
Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja.
La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un
cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habrían visto en
dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia
podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había
atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada
de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el
horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la
espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar
relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines), convulsionóse en el primer
momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su
frente enrojeció de rabia. -¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los
cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla
blasfematoria? ¡Apoderaos de él y desenmascaradlo, para que sepamos a quién
vamos a ahorcar al alba en las almenas!
Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba
en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y
claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y
robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.
Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado hallábase el príncipe en el
aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en
dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se
acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que
la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió
que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un
metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo
impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando ininterrumpidamente pero con
el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la
cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la
anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se
hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por
la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través
de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera Por el mortal terror que a
todos paralizaba. Puñal en mano, acercóse impetuosamente hasta llegar a tres o
cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el
extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su
perseguidor. Oyóse un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre
1 negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el
terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento
negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e
inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al
descubrir que el sudario y la máscara cadavérico que con tanta rudeza habían
aferrado no contenían ninguna figura tangible.
Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había
venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las
salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de
su caída. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos
alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la
corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.