...::: Edgar Allan Poe :::...
La caída de la casa Usher 1
Su corazón es un laúd colgado; no bien lo tocan, resuena. (De Béranger.)
Durante un día entero de otoño, oscuro, sombrío, silencioso,
en que las nubes se cernían pesadas y opresoras en los cielos, había yo cruzado
solo, a caballo, a través de una extensión singularmente monótona de campiña, y
al final me encontré, cuando las sombras de la noche se extendían, a la vista de
la melancólica Casa de Usher. No sé cómo sucedió; pero, a la primera ojeada
sobre el edificio, una sensación de insufrible tristeza penetró en mi espíritu.
Digo insufrible, pues aquel sentimiento no estaba mitigado por esa emoción
semiagradable, por ser poético, con que acoge en general el ánimo hasta la
severidad de las naturales imágenes de la desolación o del terror. Contemplaba
yo la escena ante mí la simple casa, el simple paisaje característico de la
posesión, los helados muros, las ventanas parecidas a ojos vacíos, algunos
juncos alineados y unos cuantos troncos blancos y enfermizos con una completa
depresión de alma que no puede compararse apropiadamente, entre las sensaciones
terrestres, más que con ese ensueño posterior del opiómano, con esa amarga
vuelta a la vida diaria, a la atroz caída del velo. Era una sensación glacial,
un abatimiento, una náusea en el corazón, una irremediable tristeza de
pensamiento que ningún estímulo de la imaginación podía impulsar a lo sublime.
¿Qué era aquello me detuve a pensarlo , qué era aquello que me desalentaba así
al contemplar la Casa de Usher? Era un misterio de todo punto insoluble; no
podía luchar contra las sombrías visiones que se amontonaban sobre mí mientras
reflexionaba en ello. Me vi forzado a recurrir a la conclusión insatisfactoria
de que existen, sin lugar a dudas, combinaciones de objetos naturales muy
simples que tienen el poder de afectarnos de este modo, aunque el análisis de
ese poder se base sobre consideraciones en que perderíamos pie. Era posible,
pensé, que una simple diferencia en la disposición de los detalles de la
decoración, de los pormenores del cuadro, sea suficiente para modificar, para
aniquilar quizá, esa capacidad de impresión dolorosa. Obrando conforme a esa
idea, guié mi caballo hacia la orilla escarpada de un negro y lúgubre estanque
que se extendía con tranquilo brillo ante la casa, y miré con fijeza hacia abajo
pero con un estremecimiento más aterrador aún que antes las imágenes
recompuestas e invertidas de los juncos grisáceos de los lívidos troncos y de
las ventanas parecidas a ojos vacíos.
Sin embargo, en aquella mansión lóbrega me proponía residir
unas semanas. Su propietario, Roderick Usher, fue uno de mis joviales compañeros
de infancia; pero habían transcurrido muchos años desde nuestro último
encuentro. Una carta, empero, habíame llegado recientemente a una alejada parte
de la comarca una carta de él , cuyo carácter de vehemente apremio no admitía
otra respuesta que mi presencia. La letra mostraba una evidente agitación
nerviosa. El autor de la carta me hablaba de una dolencia física aguda de un
trastorno mental que le oprimía y de un ardiente deseo de verme, como a su mejor
y en realidad su único amigo, pensando hallar en el gozo de mi compañía algún
alivio a su mal. Era la manera como decía todas estas cosas y muchas más, era la
forma suplicante de abrirme su pecho, lo que no me permitía vacilación y, por
tanto, obedecí desde luego, lo que consideraba yo, pese a todo, como un
requerimiento muy extraño.
Aunque de niños hubiéramos sido camaradas íntimos, bien
mirado, sabía yo muy poco de mi amigo. Su reserva fue siempre excesiva y
habitual. Sabía, no obstante, que pertenecía a una familia muy antañona que se
había distinguido desde tiempo inmemorial por una peculiar sensibilidad de
temperamento, desplegada a través de los siglos en muchas obras de un arte
elevado, y que se manifestaba desde antiguo en actos repetidos de una generosa
aunque recatada caridad, así como por una apasionada devoción a las
dificultades, quizá más bien que a las bellezas ortodoxas y sin esfuerzo
reconocibles de la ciencia musical. Tuve también noticia del hecho muy notable
de que del tronco de la estirpe de los Usher, por gloriosamente antiguo que
fuese, no había brotado nunca, en ninguna época, rama duradera; en otras
palabras: que la familia entera se había perpetuado siempre en línea directa,
salvo muy insignificantes y pasajeras excepciones. Semejante deficiencia, pensé
mientras revisaba en mi imaginación la perfecta concordancia de aquellas
aserciones con el carácter proverbial de la raza, y mientras reflexionaba en la
posible influencia que una de ellas podía haber ejercido, en una larga serie de
siglos, sobre la otra , era acaso aquella ausencia de rama colateral y de
consiguiente transmisión directa, de padre a hijo, del patrimonio del nombre, lo
que había, a la larga, identificado tan bien a los dos, uniendo el título
originario de la posesión a la arcaica y equívoca denominación de "Casa de Usher",
denominación empleada por los lugareños, y que parecía juntar en su espíritu la
familia y la casa solariega.
Ya he dicho que el único efecto de mi experiencia un tanto
pueril contemplar abajo el estanque fue hacer más profunda aquella primera
impresión. No puedo dudar que la conciencia de mi acrecida superstición ¿por qué
no definirla así? sirvió para acelerar aquel crecimiento. Tal es, lo sabía desde
larga fecha, la paradójica ley de todos los sentimientos basados en el terror. Y
aquélla fue tal vez la única razón que hizo, cuando mis ojos desde la imagen del
estanque se alzaron hacia la casa misma, que brotase en mi mente una extraña
visión, una visión tan ridícula, en verdad, que si hago mención de ella es para
demostrar la viva fuerza de las sensaciones que me oprimían. Mi imaginación
había trabajado tanto, que creía realmente que en torno a la casa y la posesión
enteras flotaba una atmósfera peculiar, así como en las cercanías más
inmediatas; una atmósfera que no tenía afinidad con el aire del cielo, sino que
emanaba de los enfermizos árboles, de los muros grisáceos y del estanque
silencioso; un vapor pestilente y místico, opaco, pesado, apenas discernible, de
tono plomizo.
Sacudí de mi espíritu lo que no podía ser más que un sueño, y
examiné más minuciosamente el aspecto real del edificio. Su principal
característica parecía ser la de una excesiva antigüedad. La decoloración
ocasionada por los siglos era grande. Menudos hongos se esparcían por toda la
fachada, tapizándola con la fina trama de un tejido, desde los tejados. Por
cierto que todo aquello no implicaba ningún deterioro extraordinario. No se
había desprendido ningún trozo de la mampostería, y parecía existir una violenta
contradicción entre aquella todavía perfecta adaptación de las partes y el
estado especial de las piedras desmenuzadas. Aquello me recordaba mucho la
espaciosa integridad de esas viejas maderas labradas que han dejado pudrir
durante largos años en alguna olvidada cueva, sin contacto con el soplo del aire
exterior. Aparte de este indicio de ruina extensiva, el edificio no presentaba
el menor síntoma de inestabilidad. Acaso la mirada de un observador minucioso
hubiera descubierto una grieta apenas perceptible que, extendiéndose desde el
tejado de la fachada, se abría paso, bajando en zigzag por el muro, e iba a
perderse en las tétricas aguas del estanque.
Observando estas cosas, seguí a caballo un corto terraplén
hacia la casa. Un lacayo que esperaba cogió mi caballo, y entré por el arco
gótico del vestíbulo. Un criado de furtivo andar me condujo desde allí, en
silencio, a través de muchos corredores oscuros e intrincados, hacia el estudio
de su amo. Muchas de las cosas que encontré en mi camino contribuyeron, no sé
por qué, a exaltar esas vagas sensaciones de que he hablado antes. Los objetos
que me rodeaban las molduras de los techos, los sombríos tapices de las paredes,
la negrura de ébano de los pisos y los fantasmagóricos trofeos de armas que
tintineaban con mis zancadas eran cosas muy conocidas para mí, a las que estaba
acostumbrado desde mi infancia, y aunque no vacilase en reconocerlas todas como
familiares, me sorprendió lo insólitas que eran las visiones que aquellas
imágenes ordinarias despertaban en mí. En una de las escaleras me encontré al
médico de la familia. Su semblante, pensé, mostraba una expresión mezcla de baja
astucia y de perplejidad. Me saludó con azoramiento, y pasó. El criado abrió
entonces una puerta y me condujo a presencia de su señor.
La habitación en que me hallaba era muy amplia y alta; las
ventanas, largas, estrechas y ojivales, estaban a tanta distancia del negro piso
de roble, que eran en absoluto inaccesibles desde dentro. Débiles rayos de una
luz roja abríanse paso a través de los cristales enrejados, dejando lo bastante
en claro los principales objetos de alrededor; la mirada, empero, luchaba en
vano por alcanzar los rincones lejanos de la estancia, o los entrantes del techo
abovedado y con artesones. Oscuros tapices colgaban de las paredes. El
mobiliario general era excesivo, incómodo, antiguo y deslucido. Numerosos libros
e instrumentos de música yacían esparcidos en torno, pero no bastaban a dar
vitalidad alguna a la escena. Sentía yo que respiraba una atmósfera penosa. Un
aire de severa, profunda e irremisible melancolía se cernía y lo penetraba todo.
A mi entrada, Usher se levantó de un sofá sobre el cual
estaba tendido por completo, y me saludó con una calurosa viveza que se
asemejaba mucho, tal vez fue mi primer pensamiento, a una exagerada cordialidad,
al obligado esfuerzo de un hombre de mundo ennuyé. Con todo, la ojeada que lancé
sobre su cara me convenció de su perfecta sinceridad. Nos sentamos, y durante
unos momentos, mientras él callaba, le miré con un sentimiento mitad de piedad y
mitad de pavor. ¡De seguro, jamás hombre alguno había cambiado de tan terrible
modo y en tan breve tiempo como Roderick Usher! A duras penas podía yo mismo
persuadirme a admitir la identidad del que estaba frente a mí con el compañero
de mis primeros años. Aun así el carácter de su fisonomía había sido siempre
notable.
Un cutis cadavérico, unos ojos grandes, líquidos y luminosos
sobre toda comparación; unos labios algo finos y muy pálidos, pero de una curva
incomparablemente bella; una nariz de un delicado tipo hebraico, pero de una
anchura desacostumbrada en semejante forma; una barbilla moldeada con finura, en
la que la falta de prominencia revelaba una falta de energía; el cabello, que
por su tenuidad suave parecía tela de araña; estos rasgos, unidos a un
desarrollo frontal excesivo, componían en conjunto una fisonomía que no era
fácil olvidar. Y al presente, en la simple exageración del carácter predominante
de aquellas facciones, y en la expresión que mostraban, se notaba un cambio tal,
que dudaba yo del hombre a quien hablaba. La espectral palidez de la piel y el
brillo ahora milagroso de los ojos me sobrecogían sobre toda ponderación, y
hasta me aterraban. Además, había él dejado crecer su sedoso cabello sin
preocuparse, y como aquel tejido arácneo flotaba más que caía en torno a la
cara, no podía yo, ni haciendo un esfuerzo, relacionar a aquella expresión
arabesca con idea alguna de simple humanidad.
Me chocó lo primero cierta incoherencia, una contradicción en
las maneras de mi amigo, y pronto descubrí que aquello procedía de una serie de
pequeños y fútiles esfuerzos por vencer un azoramiento habitual, una excesiva
agitación nerviosa.
Estaba ya preparado para algo de ese género, no sólo por su
carta, sino por los recuerdos de ciertos rasgos de su infancia, y por las
conclusiones deducidas de su peculiar conformación física y de su temperamento.
Sus actos eran tan pronto vivos como indolentes. Su voz variaba rápidamente de
una indecisión trémula (cuando su ardor parecía caer en completa inacción) a esa
especie de concisión enérgica, a esa enunciación abrupta, pesada, lenta una
enunciación hueca , a ese habla gutural, plúmbea, muy bien modulada y
equilibrada, que puede observarse en el borracho perdido o en el incorregible
comedor de opio, durante los períodos de su más intensa excitación.
Así, pues, habló del objeto de mi visita, de su ardiente
deseo de verme, y de la alegría que esperaba de mí. Se extendió bastante rato
sobre lo que pensaba acerca del carácter de su dolencia. Era, dijo, un mal
constitucional, de familia, para el cual desesperaba de encontrar un remedio;
una simple afección nerviosa, añadió acto seguido, que, sin duda, desaparecía
pronto. Se manifestaba en una multitud de sensaciones extranaturales... Algunas,
mientras me las detallaba, me interesaron y confundieron, aunque quizá los
términos y gestos de su relato influyeron bastante en ello. Sufría él mucho de
una agudeza morbosa de los sentidos; sólo toleraba los alimentos más insípidos;
podía usar no más que prendas de cierto tejido; los aromas de todas las flores
le sofocaban, una luz, incluso débil, atormentaba sus ojos, y exclusivamente
algunos sonidos peculiares, los de los instrumentos de cuerda, no le inspiraban
horror.
Vi que era el esclavo forzado de una especie de terror
anómalo.
Moriré dijo , debo morir de esta lamentable locura. Así, así
y no de otra manera, debo morir. Temo los acontecimientos futuros, no en sí
mismos, sino en sus consecuencias. Tiemblo al pensamiento de cualquier cosa, del
más trivial incidente que pueden actuar sobre esta intolerable agitación de mi
alma. Siento verdadera aversión al peligro, excepto en su efecto absoluto: el
terror. En tal estado de excitación, en tal estado lamentable, presiento que
antes o después llegará un momento en que han de abandonarme a la vez la vida y
la razón, en alguna lucha con el horrendo fantasma, con el miedo.
Supe también a intervalos, por insinuaciones interrumpidas y
ambiguas, otra particularidad de su estado mental. Estaba él encadenado por
ciertas impresiones supersticiosas, relativas a la mansión donde habitaba, de la
que no se había atrevido a salir desde hacía muchos años, relativas a una
influencia cuya supuesta fuerza expresaba en términos demasiado sombríos para
ser repetidos aquí, una influencia que algunas particularidades en la simple
forma y materia de su casa solariega habían, a costa de un largo sufrimiento,
decía él, logrado sobre su espíritu un efecto que lo físico de los muros y de
las torres grises, y del oscuro estanque en que todo se reflejaba, había al
final creado sobre lo moral de su existencia.
Admitía él, no obstante, aunque con vacilación, que gran
parte de la especial tristeza que le afligía podía atribuirse a un origen más
natural y mucho más palpable, a la cruel y ya antigua dolencia, a la muerte sin
duda cercana de una hermana tiernamente amada, su sola compañera durante largos
años, su última y única parienta en la tierra.
Su fallecimiento dijo él con una amargura que no podré nunca
olvidar me dejará (a mí, el desesperanzado, el débil) como el último de la
antigua raza de los Usher.
Mientras hablaba, lady Madeline (así se llamaba) pasó por la
parte más distante de la habitación, y sin fijarse en mi presencia, desapareció.
La miré con un enorme asombro no desprovisto de terror, y, sin embargo, me
pareció imposible darme cuenta de tales sentimientos. Una sensación de estupor
me oprimía conforme mis ojos seguían sus pasos que se alejaban. Cuando al fin se
cerró una puerta tras ella, mi mirada buscó instintivamente la cara de su
hermano, pero él había hundido el rostro en sus manos, y sólo pude observar que
una palidez mayor que la habitual se había extendido sobre los descarnados
dedos, a través de los cuales goteaban abundantes lágrimas apasionadas.
La enfermedad de lady Madeline había desconcertado largo
tiempo la ciencias de sus médicos. Una apatía constante, un agotamiento gradual
de su persona, y frecuentes, aunque pasajeros ataques de carácter cataléptico
parcial, eran el singular diagnóstico. Hasta entonces había ella soportado con
firmeza la carga de su enferme, sin resignarse, por fin, a guardar cama; pero,
al caer la tarde de mi llegada a la casa, sucumbió (como su hermano me dijo por
la noche con una inexpresable agitación) al poder postrador del mal, y supe que
la mirada que yo le había dirigido sería, probablemente, la última, que no vería
ya nunca más a aquella dama, viva al menos.
En varios días consecutivos no fue mencionado su nombre ni
por Usher ni por mí, y durante ese período hice esfuerzos ardosos para aliviar
la melancolía de mi amigo. Pintamos y leímos juntos, o si no, escuchaba yo, como
un sueño, sus fogosas improvisaciones en su elocuente guitarra. Y así, a medida
que una intimidad cada vez más estrecha me admitía con mayor franqueza en las
reconditeces de su alma, percibía yo más amargamente la inutilidad de todo
esfuerzo para alegrar un espíritu cuya negrura, como una cualidad positiva que
le fuese inherente, derramaba sobre todos los objetos del universo moral u
físico una irradiación incesante de tristeza.
Conservaré siempre el recuerdo de muchas horas solemnes que
pasé solo con el dueño de la Casa de Usher. A pesar de todo, intentaría en balde
expresar el carácter exacto de los estudios o de las ocupaciones en que me
complicaba o cuyo camino me mostraba. Una idealidad ardiente, elevada,
enfermiza, arrojaba su luz sulfúrea por doquiera. Sus largas improvisaciones
fúnebres resonarán siempre en mis oídos. Entre otras cosas, recuerdo
dolorosamente cierta singular perversión, amplificada, del aria impetuosa del
último vals de Weber. En cuanto a las pinturas que incubaba su laboriosa
fantasía que llegaba, trazo a trazo, a una vaguedad que me hacía estremecer con
mayor conmoción, pues temblaba sin saber por qué , en cuanto a aquella pinturas
(de imágenes tan vivas, que las tengo aún ante mí), en vano intentaría yo
extraer de ellas la más pequeña parte que pudiese estar contenida en el ámbito
de las simples palabras escritas. Por la completa sencillez, por la desnudez de
sus dibujos, inmovilizaba y sobrecogía la atención. Si alguna vez un mortal
pintó una idea, ese mortal fue Roderick Usher. Para mí, al menos, en las
circunstancias que me rodeaban, de las puras abstracciones que el hipocondríaco
se ingeniaba en lanzar sobre su lienzo, se alzaba un terror intenso,
intolerable, cuya sombra no he sentido nunca en la contemplación de los sueños,
sin duda, refulgentes, aunque demasiado concretos, de Fuseli.
Una de las concepciones fantasmagóricas de mi amigo, en que
el espíritu de abstracción no participaba con tanta rigidez, puede ser esbozada,
aunque apenas, con palabras. Era un cuadrito que representaba el interior de una
cueva o túnel intensamente largo y rectangular, de muros bajos, lisos, blancos y
sin interrupción ni adorno. Ciertos detalles accesorios del dibujo servían para
hacer comprender la idea de que aquella excavación estaba a una profundidad
excesiva bajo la superficie de la tierra. No se veía ninguna salida a lo largo
de su vasta extensión, ni se divisaba antorcha u otra fuente artificial de luz,
y, sin embargo, una oleada de rayos intensos rodaba de parte a parte, bañándolo
todo en un lívido e inadecuado esplendor.