...::: Edgar Allan Poe :::...
La caída de la casa Usher 2
Acabo de hablar de ese estado morboso del nervio auditivo que hacía toda música intolerable para el paciente, excepto ciertos efectos de los instrumentos de cuerda. Eran, quizá, los límites estrechos en los cuales se había confinado él mismo al tocar la guitarra los que habían dado en gran parte aquel carácter fantástico a sus interpretaciones. Pero en cuanto a la férvida facilidad de sus impromptus, no podía uno darse cuenta así. Tenían que ser, y lo eran, en las notas lo mismo que en las palabras de sus fogosas fantasías (pues él las acompañaba a menudo con improvisaciones verbales rimadas), el resultado de ese intenso recogimiento, de esa concentración mental a los que he aludido antes, y que se observan sólo en los momentos especiales de la más alta excitación artificial. Recuerdo bien las palabras de una de aquellas rapsodias. Me impresionó acaso más fuertemente cuando él me la dió, porque bajo su sentido interior o místico me pareció percibir por primera vez que Usher tenía plena conciencia de su estado, que sentía cómo su sublime razón se tambaleaba sobre su trono. Aquellos versos, titulados El palacio hechizado, eran, poco más o menos, si no al pie de la letra, los siguientes:
En el más verde de nuestros valles,
habitado por los ángeles buenos,
antaño un bello y majestuoso palacio
un radiante palacio alzaba su frente.
En los dominios del rey Pensamiento,
¡allí se elevaba!
Jamás un serafín desplegó el ala
sobre un edificio la mitad de bello.
Banderas amarillas, gloriosas doradas
sobre su remate flotaban y ondeaban
(esto, todo esto, sucedía hace mucho,
muchísimo tiempo);
y a cada suave brisa que retozaba
en aquellos gratos días,
a lo largo de los muros pálidos y empenachados
se elevaba un aroma alado.
Los que vagaban por ese alegre valle,
a través de dos ventanas iluminadas, veían
espíritus moviéndose musicalmente
a los sones de un laúd bien templado,
en torno a un trono donde, sentado
(¡porfirogénito!)
con un fausto digno de su gloria,
aparecía el señor del reino.
Y refulgente de perlas y rubíes
era la puerta del bello palacio
por la que salía a oleadas, a oleadas, a oleadas
y centelleaba sin cesar,
una turba de Ecos cuya grata misión
era sólo cantar,
con voces de magnífica belleza,
el talento y el saber de su rey.
Pero seres malvados, con ropajes de luto,
asaltaron la elevada posición del monarca;
(¡ah, lloremos, pues nunca el alba
despuntará sobre él, el desolado!)
Y en torno a su mansión, la gloria
que rojeaba y florecía
es sólo una historia oscuramente recordada
de las viejas edades sepultadas.
Y ahora los viajeros, en ese valle,
a través de las ventanas rojizas, ven
amplias formas moviéndose fantásticamente
amplias formas moviéndose fantásticamente
en una desacorde melodía;
mientras, cual un rápido y horrible río,
a través de la pálida puerta
una horrenda turba se precipita eternamente,
riendo, mas sin sonreír nunca más.
Recuerdo muy bien que las sugestiones suscitadas por esta
balada nos sumieron en una serie de pensamientos en la que se manifestó una
opinión de Usher que menciono aquí, no tanto en razón de su novedad (pues otros
hombres han pensado lo mismo) (2), sino a causa de la tenacidad con que él la
mantuvo. Esta opinión, en su forma general, era la de la sensibilidad de todos
los seres vegetales. Pero en su trastornada imaginación la idea había asumido un
carácter más atrevido aún, e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino
inorgánico. Me faltan palabras para expresar toda la extensión o el serio
abandono de su convencimiento. Esta creencia, empero, se relacionaba (como ya
antes he sugerido) con las piedras grises de la mansión de sus antepasados. Aquí
las condiciones de la sensibilidad estaban cumplidas, según él imaginaba, por el
método de colocación de aquellas piedras, por su disposición, así como por los
numerosos hongos que las cubrían y los árboles enfermizos que se alzaban
alrededor, pero sobre todo por la inmutabilidad de aquella disposición y por su
desdoblamiento en las quietas aguas del estanque. La prueba la prueba de aquella
sensibilidad estaba, decía él (y yo le oía hablar, sobresaltado), en la gradual,
pero evidente condensación, por encima de las aguas y alrededor de los muros, de
una atmósfera que les era propia. El resultado se descubría, añadía él, en
aquella influencia muda, aunque importuna y terrible, que desde hacía siglos
había moldeado los destinos de su familia, y que le hacía a él tal como le veía
yo ahora, tal como era. Semejantes opiniones no necesitan comentarios, y no los
haré.
Nuestros libros los libros que desde hacía años formaban una
parte no pequeña de la existencia espiritual del enfermo estaban, como puede
suponerse, de estricto acuerdo con aquel carácter fantasmal. Estudiábamos
minuciosamente obras como el Vertvert et Chartreuse, de Gresset; el Belphegor,
de Maquiavelo; El cielo y el infierno, de Swedenborg; el Viaje subterráneo, de
Nicolás Klimm de Holberg; la Quiromancia, de Roberto Flaud, de Jean d'Indaginé y
de De la Chambre; el Viaje por el espacio azul, de Tieck, y la Ciudad del Sol,
de Campanella. Uno de sus volúmenes favoritos era una pequeña edición in octavo
del Directorium Inquisitorium, por el dominico Eymeric de Gironne; y había
pasajes, en Pomponius Mela, acerca de los antiguos sátiros africanos o egipanes,
sobre los cuales Usher soñaba durante horas enteras. Su principal delicia, con
todo, la encontraba en la lectura atenta de un raro y curioso libro gótico in-quarto
el manual de una iglesia olvidada , las Vigiliae Mortuorum Secundum Chorum
Ecclesiae Maguntinae.
Pensaba a mi pesar en el extraño ritual de aquel libro, y en
su probable influencia sobre el hipocondríaco, cuando, una noche, habiéndome
informado bruscamente de que lady Madeline ya no existía anunció su intención de
conservar el cuerpo durante una quincena (antes de su enterramiento final) en
una de las numerosas criptas situadas bajo los gruesos muros del edificio. La
razón profana que daba sobre aquella singular manera de proceder era de esas que
no me sentía yo con libertad para discutir. Como hermano, había adoptado aquella
resolución (me dijo él) en consideración al carácter insólito de la enfermedad
de la difunta, a cierta curiosidad importuna e indiscreta por parte de los
hombres de ciencia, y a la alejada y expuesta situación del panteón familiar.
Confieso que, cuando recordé el siniestro semblante del hombre con quien me
había encontrado en la escalera el día de mi llegada a la casa, no sentí deseo
de oponerme a lo que consideraba todo lo más como una precaución inocente, pero
muy natural.
A ruegos de Usher, le ayudé personalmente en los preparativos
de aquel entierro temporal. Pusimos el cuerpo en el féretro, y entre los dos lo
transportamos a su lugar de reposo. La cripta en la que lo dejamos (y que estaba
cerrada hacía tanto tiempo, que nuestras antorchas, semiacabadas en aquella
atmósfera sofocante, no nos permitían ninguna investigación) era pequeña, húmeda
y no dejaba penetrar la luz; estaba situada a una gran profundidad, justo debajo
de aquella parte de la casa donde se encontraba mi dormitorio. Había sido
utilizada, al parecer, en los lejanos tiempos feudales, como mazmorra, y en días
posteriores, como depósito de pólvora o de alguna otra materia inflamable, pues
una parte del suelo y todo el interior de una larga bóveda que cruzamos para
llegar hasta allí estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de
hierro macizo, estaba también protegida de igual modo. Cuando aquel inmenso peso
giraba sobre sus goznes producía un ruido singular, agudo y chirriante.
Depositamos nuestro lúgubre fardo sobre unos soportes en
aquella región de horror, apartamos un poco la tapa del féretro, que no estaba
aún atornillada, y miramos la cara del cadáver. Un parecido chocante entre el
hermano y la hermana atrajo en seguida mi atención, y Usher, adivinando tal vez
mis pensamientos, murmuró unas palabras, por las cuales supe que la difunta y él
eran gemelos, y que habían existido siempre entre ellos unas simpatías de
naturaleza casi inexplicables. Nuestras miradas, entre tanto, no permanecieron
fijas mucho tiempo sobre la muerta, pues no podíamos contemplarla sin espanto.
El mal que había llevado a la tumba a lady Madeline en la plenitud de su
juventud había dejado, como suele suceder en las enfermedades de carácter
estrictamente cataléptico, la burla de una débil coloración sobre el seno y el
rostro, y en los labios, esa sonrisa equívoca y morosa que es tan terrible en la
muerte. Volvimos a colocar y atornillamos la tapa, y después de haber asegurado
la puerta de hierro, emprendimos de nuevo nuestro camino hacia las habitaciones
superiores de la casa, que no eran menos tristes.
Y entonces, después de un lapso de varios días de amarga
pena, tuvo lugar un cambio visible en los síntomas de la enfermedad mental de mi
amigo. Sus maneras corrientes desaparecieron. Sus ocupaciones ordinarias eran
descuidadas u olvidadas. Vagaba de estancia en estancia con un paso precipitado,
desigual y sin objeto. La palidez de su fisonomía había adquirido si es posible,
un color más lívido; pero la luminosidad de sus ojos había desaparecido por
completo. No oía ya aquel tono de voz áspero que tenía antes en ocasiones, y un
temblor que se hubiera dicho causado por un terror sumo, caracterizaba de
ordinario su habla. Me ocurría a veces, en realidad, pensar que su mente,
agitada sin tregua, estaba torturada por algún secreto opresor, cuya divulgación
no tenía el valor para efectuar. Otras veces me veía yo obligado a pensar, en
suma, que se trataba de rarezas inexplicables de la demencia, pues le veía
mirando al vacío durante largas horas en una actitud de profunda atención, como
si escuchase un ruido imaginario. No es de extrañar que su estado me aterrase,
que incluso sufriese yo su contagio. Sentía deslizarse dentro de mí, en una
gradación lenta, pero segura, la violenta influencia de sus fantásticas, aunque
impresionantes supersticiones.
Fue en especial una noche, la séptima o la octava desde que
depositamos a lady Madeline en la mazmorra, antes de retirarnos a nuestros
lechos, cuando experimenté toda la potencia de tales sensaciones. El sueño no
quería acercarse a mi lecho, mientras pasaban y pasaban las horas. Intenté
buscar un motivo al nerviosismo que me dominaba. Me esforcé por persuadirme de
que lo que sentía era debido, en parte al menos, a la influencia trastornadora
del mobiliario opresor de la habitación, a los sombríos tapices desgarrados que,
atormentados por las ráfagas de una tormenta que se iniciaba, vacilaban de un
lado a otro sobre los muros y crujían penosamente en torno a los adornos del
lecho. Pero mis esfuerzos fueron inútiles. Un irreprimible temblor invadió poco
a poco mi ánimo, y a la larga una verdadera pesadilla vino a apoderarse por
completo de mi corazón. Respiré con violencia, hice un esfuerzo, logré
sacudirla, e incorporándome sobre las almohadas y clavando una ardiente mirada
en la densa oscuridad de la habitación, presté oído no sabría decir por que me
impulsó una fuerza instintiva a ciertos ruidos vagos, apagados e indefinidos que
llegaban hasta mí a través de las pausas de la tormenta. Dominado por una
intensa sensación de horror, inexplicable e insufrible me vestí de prisa (pues
sentía que no iba a serme posible dormir en toda la noche) y procuré, andando a
grandes pasos por la habitación, salir del estado lamentable en que estaba
sumido.
Apenas había dado así unas vueltas, cuando un paso ligero por
una escalera cercana atrajo mi atención. Reconocí muy pronto que era el paso de
Usher. Un instante después llamó suavemente en mi puerta y entró, llevando una
lámpara. Su cara era, como de costumbre, de una palidez cadavérica; pero había,
además, en sus ojos una especie de loca hilaridad, y en todo su porte, una
histeria evidentemente contenida. Su aspecto me aterró; pero todo era preferible
a la soledad que había yo soportado tanto tiempo, y acogí su presencia como un
alivio.
¿Y usted no ha visto esto? dijo él bruscamente, después de
permanecer algunos momentos en silencio mirándome . ¿No ha visto usted esto?
¡Pues espere! Lo verá.
Mientras hablaba así, y habiendo resguardado cuidadosamente
su lámpara, se precipitó hacia una de las ventanas y la abrió de par en par a la
tormenta.
La impetuosa furia de la ráfaga nos levantó casi del suelo.
Era, en verdad, una noche tempestuosa; pero espantosamente bella, de una rareza
singular en su terror y en su belleza. Un remolino había concentrado su fuerza
en nuestra proximidad, pues había cambios frecuentes y violentos en la dirección
del viento, y la excesiva densidad de las nubes (tan bajas, que pasaban sobre
las tordillas de la casa) no nos impedía apreciar la viva velocidad con la cual
acudían unas contra otras desde todos los puntos, en vez de perderse a
distancia. Digo que su excesiva densidad no nos impedía percibir aquello, y aun
así, no divisábamos ni la luna ni las estrellas, ni relámpago alguno proyectaba
su resplandor. Pero las superficies inferiores de aquellas vastas masas de
agitado vapor, lo mismo que todos los objetos terrestres muy cerca alrededor
nuestro, reflejaban la claridad sobrenatural de una emanación gaseosa que se
cernía sobre la casa y la envolvía en una mortaja luminosa y bien visible.
¡No debe usted, no contemplará usted esto! dije, temblando, a
Usher, y le llevé con suave violencia desde la ventana a una silla . Esas
apariciones que le trastornan son simples fenómenos eléctricos, nada raros, o
puede que tengan su horrible origen en los fétidos miasmas del estanque.
Cerremos esta ventana; el aire es helado y peligroso para su organismo. Aquí
tiene usted una de sus novelas favoritas. Leeré, y usted escuchará: y así
pasaremos esta terrible noche, juntos.
El antiguo volumen que había yo cogido era el Mad Trist, de
sir Launcelot Canning; pero lo había llamado el libro favorito de Usher por
triste chanza, pues, en verdad, con su tosca y pobre prolijidad, poco atractivo
podía ofrecer para la elevada y espiritual idealidad de mi amigo. Era, sin
embargo, el único libro que tenía inmediatamente a mano, y me entregué a la vaga
esperanza de que la excitación que agitaba al hipocondríaco podría hallar alivio
(pues la historia de los trastornos mentales está llena de anomalías semejantes)
hasta en la exageración de las locuras que iba yo a leerle. A juzgar por el
gesto de predominante y ardiente interés con que escuchaba o aparentaba escuchar
las frases de la narración, hubiese podido congratularme del éxito de mi
propósito.
Había llegado a esa parte tan conocida de la historia en que
Ethelredo, el héroe del Trist, habiendo intentado en vano penetrar pacíficamente
en la morada del ermitaño, se decide a entrar por la fuerza. Aquí, como se
recordará, dice lo siguiente la narración:
"Y Ethelredo que era por naturaleza
de valeroso corazón, y que ahora sentíase, además, muy fuerte, gracias a la
potencia del vino que había bebido no esperó más tiempo para hablar con el
ermitaño quien tenía de veras el ánimo propenso a la obstinación y a la malicia;
pero, sintiendo la lluvia sobre sus hombros y temiendo el desencadenamiento de
la tempestad, levantó su maza, y con unos golpe abrió pronto un camino, a través
de las tablas de la puerta, a su mano enguantada de hierro; y entonces tirando
con ella vigorosamente hacia sí, hizo crujir, hundirse y saltar todo en pedazos,
de tal modo, que el ruido de la madera seca y sonando a hueco repercutió de una
parte a otra de la selva."
Al final de esta frase me estremecí e hice un pausa, pues me
había parecido (aunque pensé e seguida que mi excitada imaginación me engañaba)
que de una parte muy alejada de la mansión llegaba confuso a mis oídos un ruido
que se hubiera dicho, a causa de su exacta semejanza de tono, el eco (pero
sofocado y sordo, ciertamente de aquel ruido real de crujido y de arrancamiento
descrito con tanto detalle por sir Launcelot. Era sin duda, la única
coincidencia lo que había atraído tan sólo mi atención, pues entre el golpeteo
de las hojas de las ventanas y los ruidos mezclados de la tempestad creciente,
el sonido en sí mismo no tenía, de seguro, nada que pudiera intrigarme o
turbarme.
Continué la narración:
"Pero el buen campeón Ethelredo,
franqueando entonces la puerta, se sintió dolorosamente furioso y asombrado al
no percibir rastro alguno del malicioso ermitaño, sino, en su lugar, un dragón
de una apariencia fenomenal y escamosa, con una lengua de fuego, y que estaba de
centinela ante un palacio de oro, con el suelo de plata, y sobre el muro
aparecía colgado un escudo brillante de bronce, con esta leyenda encima:
El que entre aquí, vencedor será; el que mate al dragón, el escudo ganará.
Ethelredo levantó su maza y golpeó sobre la cabeza del dragón, que cayó ante él
y exhaló su aliento pestilente con un ruido tan horrendo, áspero y penetrante a
la vez, que Ethelredo tuvo que taparse los oídos con las manos para resistir
aquel terrible estruendo como no lo había él oído nunca antes."
Aquí hice de súbito una nueva pausa, y ahora con una
sensación de violento asombro, pues no cabía duda de que había yo oído esta vez
(érame imposible decir de qué dirección venía) un ruido débil y como lejano,
pero áspero, prolongado, singularmente agudo y chirriante, la contrapartida
exacta del rito sobrenatural del dragón descrito por el novelista y tal cual mi
imaginación se lo había ya figurado.
Oprimido como lo estaba, sin duda, por aquella segunda y muy
extraordinaria coincidencia, por mil sensaciones contradictorias, entre las
cuales predominaban un asombro y un terror extremos, conservé, empero, la
suficiente presencia de ánimo para tener cuidado de no excitar con una
observación cualquiera la sensibilidad nerviosa de mi compañero. No estaba
seguro en absoluto de que él hubiera notado los ruidos en cuestión, siquiera, a
no dudar, una extraña alteración habíase manifestado, desde hacía unos minutos,
en su actitud. De su posición primera enfrente de mí había él hecho girar
gradualmente su silla de modo a encontrarse sentado con la cara vuelta hacia la
puerta de la habitación; así, sólo podía yo ver parte de sus rasgos, aunque noté
que sus labios temblaban como si dejasen escapar un murmullo inaudible. Su
cabeza estaba caída sobre su pecho, y, no obstante, yo sabía que no estaba
dormido, pues el ojo que entreveía de perfil permanecía abierto y fijo. Además,
el movimiento de su cuerpo contradecía también aquella idea, pues se balanceaba
con suave, pero constante y uniforme oscilación. Noté, desde luego, todo eso, y
reanudé el relato de sir Launcelot, que continuaba así:
"Y ahora el campeón, habiendo escapado de la terrible furia
del dragón, y recordando el escudo de bronce, y que el encantamiento que sobre
él pesaba estaba roto, apartó la masa muerta de delante de su camino y avanzó
valientemente por el suelo de plata del castillo hacia el sitio del muro de
donde colgaba el escudo; el cual, en verdad, no esperó a que estuviese él muy
cerca, sino que cayó a sus pies sobre el pavimento de plata, con un pesado y
terrible ruido. "
Apenas habían pasado entre mis labios estas últimas sílabas,
y como si en realidad hubiera caído en aquel momento un escudo de bronce
pesadamente sobre un suelo de plata, oí el eco claro, profundo, metálico,
resonante, si bien sordo en apariencia. Excitado a más no poder, salté sobre mis
pies, en tanto que Usher no había interrumpido su balanceo acompasado.
Sus ojos estaban fijos ante sí, y toda su fisonomía,
contraída por una pétrea rigidez. Pero cuando puse la mano sobre su hombro, un
fuerte estremecimiento recorrió toda su ser, una débil sonrisa tembló sobre sus
labios, y vi que hablaba con un murmullo apagado, rápido y balbuciente, como si
no se diera cuenta de mi presencia. Inclinándome sobre él, absorbí al fin el
horrendo significado de sus palabras
¿No oye usted? Sí, yo oigo, y he oído. Durante mucho, mucho
tiempo, muchos minutos, muchas horas, muchos días, he oído; pero no me atrevía.
¡Oh, piedad para mí, mísero desdichado que soy! ¡No me atrevía, no me atrevía a
hablar! ¡La hemos metido viva en la tumba! ¿No le he dicho que mis sentidos
están agudizados? Le digo ahora que he oído sus primeros débiles movimientos
dentro del ataúd. Los he oído hace muchos, muchos días, y, sin embargo, ¡no me
atreví a hablar! Y ahora, esta noche, Ethelredo, ¡ja, ja! ¡La puerta del
ermitaño rota, el grito de muerte del dragón y el estruendo del escudo, diga
usted mejor el arrancamiento de su féretro, y el chirrido de los goznes de
hierro de su prisión, y su lucha dentro de la bóveda de cobre! ¡Oh! ¿Adónde
huir? ¿No estará ella aquí en seguida? ¿No va a aparecer para reprocharme mi
precipitación? ¿No he oído su paso en la escalera? ¿No percibo el pesado y
horrible latir de su corazón? ¡Insensato! y en ese momento se alzó furiosamente
de puntillas y aulló sus sílabas como si en aquel esfuerzo exhalase su alma :
Insensato. ¡Le digo a usted que ella está ahora detrás de la puerta!
En el mismo instante, como si la energía sobrehumana de sus
palabras hubiese adquirido la potencia de un hechizo, las grandes y antiguas
hojas que él señalaba entreabrieron pausadamente sus pesadas mandíbulas de
ébano. Era aquello obra de una furiosa ráfaga, pero en el marco de aquella
puerta estaba entonces la alta y amortajada figura de lady Madeline de Usher.
Había sangre sobre su blanco ropaje, y toda su demacrada persona mostraba las
señales evidentes de una enconada lucha. Durante un momento permaneció trémula y
vacilante sobre el umbral; luego, con un grito apagado y quejumbroso, cayó a
plomo hacia adelante sobre su hermano, y en su violenta y ahora definitiva
agonía le arrastró al suelo, ya cadáver y víctima de sus terrores anticipados.
Huí de aquella habitación y de aquella mansión, horrorizado.
La tempestad se desencadenaba aún en toda su furia cuando franqueé la vieja
calzada. De pronto una luz intensa se proyectó sobre el camino y me volví para
ver dónde podía brotar claridad tan singular, pues sólo tenía a mi espalda la
vasta mansión y sus sombras. La irradiación provenía de la luna llena, que se
ponía entre un rojo de sangre, y que ahora brillaba con viveza a través de
aquella grieta antes apenas visible, y que, como ya he dicho al principio, se
extendía, zigzagueando, desde el tejado del edificio hasta la base. Mientras la
examinaba, aquella grieta se ensanchó con rapidez; hubo de nuevo una impetuosa
ráfaga, un remolino; el disco entero del satélite estalló de repente ante mi
vista; mi cerebro se alteró cuando vi los pesados muros desplomarse, partidos en
dos; resonó un largo y tumultuoso estruendo, como la voz de mil cataratas, y el
estanque profundo y fétido, situado a mis pies, se cerró tétrica y
silenciosamente sobre los restos de la Casa de Usher.