REBELIÓN

LA ÚLTIMA AVENTURA

ANIVERSARIOS

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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La primera advertencia había sido el movimiento involuntario de sus manos pálidas al cortar el pan. Sentía en su espalda la mirada escrutadora de Margret mientras chupaba la sangre aguada de su dedo. No fue nada grave, no justificaba ninguna preocupación. Sin embargo, Tomás se quedó observando el dedo con desconfianza pues recordaba perfectamente como éste, en súbita rebeldía, se había deslizado con espíritu suicida debajo del cuchillo del pan. En efecto fue la primera advertencia y en vista de lo que iba a suceder más tarde, fue una advertencia seria.

Tomás tenía prisa; su agenda prometía un día repleto de cosas desagradables. Guardó tres disquetes en el bolsillo del abrigo y bajó ruidosamente las escaleras sin decir adiós.

Al cruzar la calle, el sol matutino lo cegó, probablemente aún no estaba del todo despierto. Cuando escuchó el chirriar de los frenos no le quedó tiempo de asustarse. Solamente cuando el mercedes blanco se detuvo patinando e increíblemente cerca, Tomás se dió cuenta del peligro del que había escapado y sin hacerle caso al conductor, comprensiblemente histérico, se dijo: despierta!, este día es de tener cuidado.

El suceso le había ablandado las piernas y tuvo que detenerse varias veces antes de recobrar un paso decidido. De todos modos sentía una confusión irritante, porque sus miembros -sin rehusar abiertamente la obediencia- no funcionaban con la precisión acostumbrada. Como músicos de una orquesta mal coordinada, sus músculos se salían del compás y no volvían a encontrarlo.

La construcción acristalada de la estación del metro recibió a Tomás como un puerto salvador. Le regaló una rápida sonrisa a la chica de las pizzas rápidas, saludó al estanquero de melancolía estancada y no vaciló en confiarse a la escalera mecánica que lo llevaría al andén subterráneo.

Un viento helado perseguía un tren que acababa de salir. Tomás abrochó el botón más alto de su abrigo. Su mano se deslizó al bolsillo y descubrió un libro olvidado. Distraído, comenzó a pasar las hojas gastadas y se sumergió en el París de Maupassant. Cuando alzó la mirada del libro quedó pasmado. Inconscientemente se había acercado hasta pocos centímetros del borde del andén. Un paquistaní de gruesas gafas le gritó algo, gesticulando absurdamente.

Tomás se retiró algunos pasos del peligro y guardó el libro en el abrigo ya que temía la distracción. De pronto, su pie se levantó y dio un paso hacia adelante. Se asustó porque su pie había procedido sin orden, y enseguida, Tomás dio un paso para atrás. Sin embargo no podía negar que el pie había ejecutado el movimiento obligado, con cierta resistencia, aguardando cualquier descuido de su dueño.

Tomás hizo acopio de toda su concentración -que, por lo general, a aquellas horas tempranas no era muy impresionante- intentando recuperar el control. Mas su pie rebelde se levantó y descendió. Un paso. El otro pie. Otro paso. Tomás tenía su mirada fija en el abismo que le estaba invitando, luchaba por poder dar unos cuantos pasos para atrás, solamente para volver a perder terreno en seguida. Su grito de auxilio no se formó sino en su cabeza, los labios renitentes no dejaban escapar ningún sonido. La lucha le agotaba más y más, el sudor bañaba su frente y le enceguecía. Trató de limpiarse los ojos, pero su mano solamente le tumbó la gorra.

En este instante su mirada nublada se desprendió del abismo para fijarse en una mujer morena, con corte de pelo al estilo de los años veinte. A pesar de un gran esfuerzo, Tomás no logró controlar sus ojos y mientras se acercaba entre triunfos pobres y derrotas repetidas a la catástrofe, su mirada se quedó pegada al maquillaje arriesgado de la dama. Y pegada estaba todavía cuando su voluntad se derrumbó como la tensión de un luchador vencido y se entregó sin reservas al impulso fatal de su cuerpo.

Sus pies no mostraban prisa, daban solamente un paso tras otro y Tomás escuchaba el trueno del metropolitano, la voz histérica de los parlantes, los gritos de los testigos, solamente la dama nostálgica parecía ignorar la tragedia inminente. Tomás le sonreía aún, cuando cruzó el borde.

El paquistaní trató de agarrarlo, pero sus manos se encontraron con el vacío, mientras el tren frenaba con ruedas chirriantes, venciendo muchos metros más tarde el impacto de su inercia 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Pintura es aventura, esto rima y es tan cierto como es trivial. Sin embargo, hasta en la época de las computadoras y las sensaciones exóticas que provocan en muchos descarriados, sigue siendo una aventura sensual inigualable acompañar el pincel en su camino mojado sobre el lienzo flexible. Todo fluye, nada es definitivo antes de que yo lo diga. Mi criterio o mi capricho determinarán el momento exacto. Hasta entonces mi vanidad ególatra se desahoga en arranques, erupciones y resbalones poderosos, tímidos, traviesos, fluidos o convulsivos. Me gusta.

La noche se acercó sigilosamente a la ventana, mutilando sus dedos sombríos en la luz neón. Un sofá rojo encarnado. Una grabadora de proveniencia japonesa, salpicada de pintura. Humo de cigarrillo contra olor a trementina. Seis lienzos color de nieve anhelando mi mano, mientras que yo le daba duro a un séptimo lienzo, al compás de un oscuro conjunto rockero. La música me impulsaba, yo impulsaba el pincel y este impulsaba la pintura, tragando un vacío aquí, mimando una forma allá, violando dulzuras exageradas.

De esta manera nos dejábamos llevar por los impulsos bajo la luz fría, y del caos poco a poco se desprendía una figura enigmática en el primer plano, una mujer desnuda acostada de lado, cuya fragilidad patética pronto se transformaba en exuberancia ansiosa bajo los trazos flameantes del pincel. Apenas sentía su mirada fascinadora hundiéndose en la mía con franqueza chocante, cerré sus ojos y decidí dedicarme más tarde a esta parte del cuadro. Sin embargo vacilaba en borrar esta figura que había aparecido tan de repente y contra mi voluntad.

Preferí apagar la luz brutal del neón para contemplar mi obra en la luz más suave de una lámpara vertical. Mi mirada seguía el pincel que avanzaba en un camino crepuscular hacia el centro del cuadro, donde lo frenó un punto oscuro, una sombra que se acercaba hasta que pude reconocer la cara de un caminante. Instintivamente mi mirada cayó sobre la carne blanca de la mujer que ahora dormía, respirando suavemente, y en seguida una sábana tirada por mi pincel ocultó su desnudez.

Entretanto el caminante se acercaba más y su sonrisa cínica me dijo que no se le había escapado este gesto inocente. La grabadora se apagó, el silencio agarró mi corazón. Escuchaba claramente los pasos del desconocido que evitaba con movimientos indiferentes los trazos cada vez más tímidos del pincel. Su avance imperturbable se combinaba con el crescendo de los latidos de mi corazón y el gemido inconsciente de mi pecho, marcando un ritmo apagado.

Unté mi instrumento del negro más negro porque ya no quería tolerar a este personaje sospechoso. Alcé mi mano para sobreprintarlo, pero él se me adelantó, me arrebató el pincel y antes de que yo pudiera recuperarme de mi sorpresa él me atacó con dos golpes feroces. Cuando me miré mis brazos habían desaparecido.

Me vi condenado a presenciar pasivamente como el malvado desnudó a la mujer ante mis ojos y con cara de triunfo se hundió en su cuerpo, que parecía haber esperado este momento con ansiedad y para mi terror se agitaba en convulsiones tan violentas que la carne se desprendía de los huesos. Hubiera querido gritar pero los músculos faciales estaban paralizados y no me quedó sino observar con mirada rígida como el desconocido se levantó con risa sardónica y me clavó el pincel en el corazón.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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"Por esta ventana usted tiene una vista maravillosa de la ciudad," me escuché decir, mientras abría las cortinas. El posible comprador, un calvo flemático con la amabilidad melancólica de los padres de familia inspeccionaba el panorama vienés, suspirando.

"Hay una línea del tren urbano. Se escuchará en el 4to piso?" "Nó, casi no, prácticamente no se oye," aseguré apresuradamente, rezándole al santo de los ferrocarriles que ningún tren inoportuno me desmintiera.

A pesar de su actitud flemática el hombre estaba bien despierto y sumamente interesado. Sus dedos que parecían salchichas manejaban el lápiz rápidamente, sus ojos eslavos relampagueaban en todas las direcciones como una polaroid enloquecida. Sus preguntas inocentes sonaban como respuestas, pero yo sabía que había picado el anzuelo. Yo hubiera podido reír y llorar de la alegría de hallar finalmente un comprador para mi apartamento y yo tenía mis razones.

Le seguía nerviosamente de cuarto en cuarto y percibía como él le estaba dando a cada espacio su destino y aspecto final. No es que haya habido mucho que renovar. Empapelar algunas paredes, colocar alfombras, llenar el salón de cuadros kitsch, era fácil imaginarme sus gustos. A nuestra derecha se abrió un cuarto especialmente agradable e inundado de luz. No vacilaba en jugarme esta carta: "... y aquí ve el cuarto ideal para los niños ..."

".. que nunca tendremos," me interrumpió con voz amarga. Mi desliz me hizo sonrojar, tanto más que el tono del otro parecía indicar que sufría por la esterilidad de su matrimonio.

Por otra parte yo dije para mis adentros que bajo las circunstancias existentes era mejor así. Para no dejar morir la dinámica de la visita, casi empuje al hombre al dormitorio. Apenas nos encontramos en el cuarto oscurecido por cortinas pesadas, surgió en mí la sensación de haber cometido un error fatal. Aún habría podido salvar la situación, aprovechar la penumbre artificial, pero nó, algo me obligó a acercarme al ventanal y abrir las cortinas pesadas. El polvo levantado bailó en los rayos de un atardecer otoñal. El comprador examinaba el dormitorio con la amibilidad trágica de los que no pueden tener hijos, abrió el ventanal, alabó el panorama, cerró y se dispuso a abandonar el cuarto.

Ya yo me iba a felicitar, cuando de repente ocurrió lo que tanto había temido y que era - yo lo sabía - inevitable. Él se detuvo, su mirada se fijó en la pared al frente de la ventana y preguntó con curiosidad: "Dígame qué significan estas manchas extrañas! Si casi parece la huella de una mano ..."

Todavía nada se había perdido, aún habría podido satisfacer su curiosidad con una anécdota inocente, que este seguramente esperaba - o desilusionarlo con un simple "Ni idea!". Sin embargo, algo había dentro de mí, algo que no se dejaba callar y que luchaba por salir de mi garganta.

"Mire, estas manchas tienen su historia. Son por decirlo así las huellas de mi existencia o inexistencia, más bien de esta última para serle sincero ..."

El señor me miró sin comprender.

"... sabe, cuando usted habla de estas manchas es como si pusiera un hierro candente en una herida abierta. A pesar de ello quiero, debo ..."

Como pidiendo auxilio hundí mi mirada en la del comprador perplejo. Aún habría podido callar, echando la culpa de mis insinuaciones confusas a un trastorno mental pasajero, pero ya había ido muy lejos, muy lejos.

Enérgicamente, casi faltándole el respeto, obligué al señor a tomar asiento en un sofá desteñido, le serví una copa de Sherry y me quedé con la botella, de la que tomé de vez en cuando un gran sorbo sin hacerle caso a la expresión estupefacta del visitante. Mariposas de recuerdos rompieron los capullos y palabras negras y aterciopeladas salían de mi boca.

"Imagínese a un joven autor, que acaba de publicar su primera novela en una pequeña editorial dudosa, una novela chapucera además con personas y situaciones robadas. Imagínese pues, a mí pero con cinco años menos, o más bien con diez, porque cada año vivido desde entonces pesaba por dos, y cada día cuelga de mi piel. Figúrese mi cara rosada y suave, fuera de una barba de dos días que cultivaba "a lo bohemio". Imagínese a mí corriendo de un recital desastroso a otro. Qué me importaba la ausencia de un eco calificado, mi decisión era firme y mi paso de vencedor.

Fue en el Café Zartl en la Calle Rasumofsky, donde seguramente ningún poeta había leído antes y nadie leería después de mí. Debido a mi amor al billar el café se había convertido en mi segundo hogar y el propietario no tenía nada en contra de un recital, quizás esperaba nueva clientela. Esperó en vano.

Un abril tardío llovía contra las ventanas nocturnas. Detrás de una mesa de mármol entre dos columnas inestables formadas con ejemplares de mi obra, estaba yo sentado, fumando y algo frustrado. El local se encontraba vacío fuera de una pareja de lesbianas de maquillaje oscuro que cada par de minutos hundían unas bolas perezosas en la mesa de billar. El camarero ya se había retirado a la cocina para leer su periódico sensacionalista. De vez en cuando apareció sacudiendo la cabeza y pestañeando como un topo.

Ya me había levantado para aplanar la arquitectura absurda levantada sobre mi mesa, cuando se abrió la puerta y entró una mujer que con paso decidido se acercó a mí. Me paralicé en mi movimiento, mis ojos se ahogaron en el rojo místico de su melena adornada de perlas de lluvia. Su mirada era oscura y prometedora, mas aún no sabía interpretar su promesa. Su nombre Karla, su voz llena y un poco borrosa como el primer tono de una flauta traversa. Que esta mujer - como única - había real y exclusivamente ido al Café a escuchar mi recital me embriagaba y pronto cada una de mis fibras ardía en amor por ella. Era uno de aquellos casos donde dos seres son destinados uno para el otro, o por lo menos lo creen así. Mientras el camarero limpiaba las mesas y las bolas de billar chocaban esporádicamente en la distancia, nosotros ya tejíamos un diálogo sin fin.

Karla era secretaria en una editorial. Su pensamiento no era siempre lógico, sin embargo ella me sorprendía a menudo con opiniones originales. Parecíamos completarnos de manera ideal. Cuando mi racionalidad cerraba el acceso directo a las fuentes, Karla confiaba en su instinto para sacar agua de pozos oscuros. Cuando Karla se perdía en telarañas irracionales, yo separaba los hilos y le enseñaba los misterios de la geometría intelectual. Pero todo esto se desarrollaba a la sombra de la atracción física, que ya había sentido desde el primer momento, primero con temor, después con alegría. Cada frase se torcía anticipando el placer, cada palabra era un preludio sensual.

Cuando el camarero nos sacó al aire oloroso a lluvia, Karla sabía casi todo de mí. Ella parecía absorberme en cada poro, lo que a mí me llenó de vanidad. Sin embargo yo, que también la había sonsacado según mi leal saber y entender, llegué a la conclusión que la verdadera Karla no se dejaba atrapar con hechos y cifras.

En la misma noche caímos presa uno del otro, gimiendo nos cazabamos a través del apartamento - este apartamento - y no había tregua hasta que el sol primaveral alumbró el dormitorio.

Pensará usted que todo esto se había dado de manera precipitada y falta de amor. No le niego la precipitación, pero nada de lo que hacíamos, nos hacíamos, era falto de amor. Si nos dejamos encerrar de noche en el Volksgarten para buscarnos entre los rosales, si un bote de remo en un charco sucio del Prater se volvió escenario de nuestros juegos, el aire temblaba de sentimiento.

Así pasó una semana, un mes, un año. Aún no me explico cuándo podía respirar, y cómo mi segunda novela crecía y crecía a pesar de aquel cuerpo blanco.

Todavía no vivíamos juntos, pero nos juntábamos casi a diario y Karla tenía llaves de mi apartamento.

Una noche de abril, yo volvía tarde de un paseo. Tenía mucho en la cabeza, también algunos pensamientos más oscuros que de costumbre. A dónde iba este viaje y dónde tendría su final? En las últimas semanas había constatado en Karla una creciente incoherencia. Al mismo tiempo su intensidad física aumentaba. Se agarraba de mí con una desesperación que yo malinterpretaba como pasión extrema.

Cuando abrí la puerta todo me olía a Karla. El apartamento estaba en oscuras, solamente del dormitorio irradiaba una luz oscilante. Preocupado entré y vi a Karla. Su magnífico cuerpo yacía desnudo sobre el suelo desnudo, en el centro de un círculo de candelas, como una víctima en un altar pagano.

Un terror sin límites se apoderó de mí, pero de repente sus ojos se abrieron y sus brazos se estiraron hacia mí. ‚Hace un año exactamente te conocí,' susurró ‚amo los aniversarios.'

Aquella noche le pedí casarse conmigo y ser mi esposa y compañera por los siglos de los siglos, amén. Con gran sorpresa mía, ella reaccionó a mi propuesta con miedo y resistencia sin poder definir la razón de su actitud. Yo la califiqué de irracional y me volví irracional yo mismo al reprocharle que no me amaba, que nunca me había amado de verdad y que solamente jugaba con mis sentimientos. Karla se echó en mis brazos, sacudida por sollozos arcáicos. Su resistencia estaba vencida, se hizo mi voluntad.

Cuando el sacerdote pronunció las palabras mágicas, yo no sabía que con mi insistencia había condenado a Karla y con ella a mí mismo. Aún todo parecía volver a la normalidad. Llenos de entusiasmo decidimos ser anticuados y salimos de viaje de boda. En el sur de Francia mi mujer parecía haber perdido casi todas las corrientes oscuras de su ser. Con orgullo infantil se balanceaba en los muros asoleados de la fortaleza de Carcasonne. La abundancia de su cabello encendido nos perseguía en las noches. Pero nunca podía dejarla sola ni por un momento, y si lo intentaba ella se agarraba de mí con cada fibra.

Regresamos y el viento cambió. Algo estaba pasando con Karla, algo inexplicable y alarmante. Inmediatamente después de nuestra llegada ella había renunciado a su puesto, lo que a pesar de la situación financiera precaria me llenó de alegría y placer anticipado. Sin embargo, en lugar de tomar parte en mi vida o de abrirme la suya, ella se retiraba a un letargo sombrío. Pero apenas me ponía los zapatos de calle, ella me imploraba que me quedara con ella. Cuando cedía a sus deseos ella me llevaba al dormitorio, con la sonrisa satisfecha de un niña que ha conseguido un chocolatín. Cuando no, ella insistía en acompañarme, no importaba a donde. Y a quien yo veía o encontraba, éste o esta se convertían en su rival. Karla interrumpía mis conversaciones, abría mi correos, ahuyentaba a mis amigos a fuerza de su silencio agresivo. Se acabaron los contactos porque me cansaba de este juego. Ya no salía a la calle. A cambio de una propina considerable, la portera se ocupaba de nuestras compras cada vez más escasas. Ella no provocaba los celos de mi esposa, probablemente vio en ella una especie de robot.

No tenía sentido discutir con ella. Apenas desaparecía el motivo directo, ella se deshacía en lágrimas, pidiéndome perdón, estrechándose tibia y olorosa contra mí. No obstante sentía sus lágrimas como reproche, su cambio de conducta como acusación y su cuerpo como condena.

Así pasaron los días y las noches y cada día era como una noche, pero mil veces más largo. ¿Acaso no era comprensible que el alcohol se volviera mi amigo y confidente? Mientras Karla seguía tejiendo sus manías detrás de su velo rojo, yo trabajaba de manera febril y constantemente algo intoxicado en mi máquina de escribir, luchando con mi novela. Sin consideración ni misericordia amputaba e implantaba. Si el amor inmerecido había sido la clave de la primera versión, la segunda giraba alrededor de la culpa inmerecida y de la perdición sin culpa. No escribía para la editorial, ni para el lector, escribía contra la locura.

El verano produjo el otoño. El otoño fue rebautizado invierno. Se derritió la nieve en el alféizar. Las mirlas despertaron. Primavera. Vino marzo, vino abril.

Karla también parecía despertar. Con confianza renovada observaba sus ojos que se fundían con los míos. ¿Había ella superado su crisis? Mi tímida esperanza crecía. Entretanto yo había terminado mi novela. Su atmósfera lúgubre me asustaba, sin embargo yo estaba seguro que superaba con creces mi primera obra. Me llamó un amigo, preocupado por mi largo silencio. Se dió el caso que había comenzado a trabajar como lector en una editorial alemana y me invitó a visitarle en Würzburg y de mostrarle mi nuevo producto.

Embriagado por la expectativa de publicar en una casa renombrada, acepté en seguida su oferta. Apenas colgué me di cuenta que no había gastado un solo pensamiento en Karla. Antes de poder llamar a mi amigo para cancelar mi visita, mi esposa que todo lo había escuchado se me acercó sonriente y aseguró poder pasar sin problemas unos días sola, reprochándome porque yo no había aprovechado esta posibilidad antes.

Poco después puse el manuscrito en mi maletín, compré un tiquete de segunda clase y viajé a Alemania. Cinco días más tarde y al cabo de una visita exitosa volví a mi ciudad. El amigo se había mostrado alarmado por mi cambio exterior e interior, pero la novela - que no lo chocaba menos - era sin duda alguna una obra maestra. Qué pesar que yo ya había publicado una obra primeriza, además de tan pobre calidad, de manera que no era posible lanzar la nueva novela como debut espectacular.

Mi vida volvía a tomar un rumbo y con fuerza renovada tenía que ser capaz de sacar a Karla de su aislamiento y de liberarme de su obsesión posesiva. En una convivencia de amantes y compañeros cada uno debía vivir su propia vida. Ella lo comprendería, ya había pasado lo peor.

Abrí la puerta. Algo crujía en la oscuridad. Con cuidado pero a tientas avanzaba por el pasillo. De pronto sentí como un cuerpo chocó contra el mío y manos ardientes me agarraron. Grité pero al instante reconocí la carne y el olor de Karla. ‚¿Te acuerdas cuál día tenemos?' murmuraba una y otra vez. Yo estaba desconcertado y desprevenido. La situación me inquietó. Finalmente encontré el interruptor y se encendió la luz. Retrocedí un paso. Delante de mí estaba Karla en su arrugado vestido de novia. Su mirada me desafiaba con un fuego verde. Se sacó el pelo de la frente y me ofreció la mano. Sin pensarlo la tomé, siguiéndole al dormitorio, este dormitorio.

No se desvistió para hacer el amor. Y cómo lo hacíamos! Los encajes se rompían, rizos sudados tapaban su cara. Gemíamos nuestros nombres hasta perder la noción de quienes éramos.

La mañana atisbaba a través de las cortinas y Karla se acercó a la ventana, la abrió de par en par. A contraluz yo admiraba su cuerpo flexible, en el que aún revoloteaban tristemente los relictos de su traje de boda. ‚Te amo,' susurré. Karla dio la vuelta, fijando en mí una mirada de un dolor sin nombre. Yo no podía devolverle su mirada y bajé los ojos. Karla salió del cuarto.

Alcé la vista cuando volví a escuchar sus pasos. Mis ojos lo vieron pero mi razón tardó en comprender.

‚Para que nunca, nunca olvides nuestro aniversario de boda,' me gritó con voz ronca. La última palabra se perdió en un chorro de sangre. Su mano soltó la navaja, buscó sorprendida la garganta, se apoyó en la pared, hasta que el cuerpo cayó lentamente de rodillas y se desplomó de un lado."

Respiré profundamente y bebí con ansiedad para disolver los recuerdos, pero ellos resistían como resisten las manchas en la pared. El señor comenzó a tartamudear cosas sin sentido, regó su Sherry y se dispuso a marcharse. Le rogué que se quedara. No quiso. Lo agarré de los hombros y a la fuerza lo senté. Ahí se calmó, solamente su mano derecha se agitaba como un pescado en tierra.

"Escúcheme hasta el final, se lo pido, se lo ruego, se lo exijo. ¿Usted cree que la historia termina ahí? Se equivoca, como yo me equivoqué. ¿Que si era difícil olvidar a Karla? Su muerte lo hizo imposible. Y sin embargo su muerte a pesar de lo trágico también fue un alivio. Convirtió a Karla en parte de mi pasado. Su mala estrella alumbraba misteriosamente en el firmamento de mi memoria. En el transcurso de los meses despertaba de mi pesadilla para retomar mi vida anterior. Pinté encima de la pared salpicada de sangre, pero las huellas oxidadas surgían a la superficie, empapelé el cuarto más de una vez, pero la sangre buscaba su camino para no permitir el olvido. Comprendí el mensaje, pero a medida que los hechos macabros desaparecían en el pasado, yo me negaba a aceptar el poder de Karla sobre mi presente. ¿Aún me poseía? ¿Es que su amor despiadado debía defender por siempre su monopolio? Yo mismo me contestaba y cada vez mi ‚nó' se iba volviendo más decidido.

Pasaron los meses y más y más yo buscaba compañía. La charla inocente, el amor inofensivo tenían un efecto inmensamente bienhechor. La risa sin motivo de las mujeres cubría el ayer como una cortina y sus ofertas eran siempre bienvenidas.

Finalmente caí en los lazos de una tal Cristina, caliente y caritativa, que se había puesto la meta de salvarme del trago y de la tormenta. Al principio era inevitable comparar las dos mujeres. Después simplemente lo acepté. Karla era sueño y pesadilla, Cristina una realidad y no la peor. No traía nada de mística, pero mucha comprensión.

¿Acaso traicionaba a Karla cuando le propusé a Cristina vivir conmigo, provisionalmente? Cristina conocía mi pasado, talvez esto me hacía más interesante en sus ojos compasivos. En marzo apareció en mi casa con energía y detergente. Solamente las manchas en el dormitorio se burlaban de su habilidad, lo que me llenó de presentimientos. Cristina vio eso como un problema meramente material. Cubrió este pedazo de pared con un espejo y eso fue todo. Nuestras noches conocían placer y cariño, de amor no se hablaba. Una tarde yo estaba en la ventana, pensativo y con cara culpable. Cristina preguntó qué me pasaba. ‚Hace un año, exactamente hoy hace un año ...'

Cristina adivinó inmediatamente mi pensamiento. Me llevó a la cama y me abrazó. Sentí el calor humano que irradiaba de ella y por primera vez me atreví a pensar en un amor.

Un estrépito me despertó. Con ojos dolorosamente abiertos miré a donde normalmente estaba el espejo. En la luz verdosa de la luna Karla exhibía su cuerpo resplandeciente, parcialmente cubierto con los jirones del traje de boda. Su sonrisa era de triunfadora. Detrás de mí Cristina gritaba, hundiendo su cara en la almohada. Con una sonrisa Karla me mostró la navaja y sonriente ... ‚¡Nó, Karla, no lo hagas!' pero ya era tarde. Cuando prendí la luz, con la mano temblando, solamente vi el espejo que estaba regado en mil pedazos y la huella fresca y sangrienta de una mano en la pared.

Cristina lanzaba gritos estridentes. Quise tranquilizarla, pero ella retrocedía de mí con los ojos inflados de horror, saltó de la cama, corría descalza a la puerta sin reparar en los fragmentos de vidrio y huyó en camisa de dormir. No intenté detenerla.

Mi suerte estaba echada. Karla jamás me dejaría libre. Quizás no quiero serlo. Quizás aún la amo, por los siglos de los siglos y de año en año espero impaciente su retorno fatal hasta que nos bendiga la muerte..."

Enmudecí.

Sobra decir que el calvo que durante todo el relato había clavado la vista en mí, se disculpó con una mirada ciega al reloj, saltó de pie, abandonó el apartamento sin despedirse y probablemente no se topará conmigo en esta vida.

El hecho de que en este momento el tren urbano hubiera sacudido la casa como un terremoto ya no era trágico ni para él ni para mí.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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