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"Por esta ventana usted tiene una
vista maravillosa de la ciudad," me escuché decir, mientras
abría las cortinas. El posible comprador, un calvo flemático con
la amabilidad melancólica de los padres de familia inspeccionaba el
panorama vienés, suspirando.
"Hay una línea del tren urbano. Se escuchará en el 4to piso?"
"Nó, casi no, prácticamente no se oye," aseguré
apresuradamente, rezándole al santo de los ferrocarriles que ningún
tren inoportuno me desmintiera.
A pesar de su actitud flemática el hombre estaba bien despierto y
sumamente interesado. Sus dedos que parecían salchichas manejaban
el lápiz rápidamente, sus ojos eslavos relampagueaban en todas las
direcciones como una polaroid enloquecida. Sus preguntas inocentes
sonaban como respuestas, pero yo sabía que había picado el anzuelo.
Yo hubiera podido reír y llorar de la alegría de hallar finalmente
un comprador para mi apartamento y yo tenía mis razones.
Le seguía nerviosamente de cuarto en cuarto y percibía como él le
estaba dando a cada espacio su destino y aspecto final. No es que
haya habido mucho que renovar. Empapelar algunas paredes, colocar
alfombras, llenar el salón de cuadros kitsch, era fácil imaginarme
sus gustos. A nuestra derecha se abrió un cuarto especialmente
agradable e inundado de luz. No vacilaba en jugarme esta carta:
"... y aquí ve el cuarto ideal para los niños ..."
".. que nunca tendremos," me interrumpió con voz amarga.
Mi desliz me hizo sonrojar, tanto más que el tono del otro parecía
indicar que sufría por la esterilidad de su matrimonio.
Por otra parte yo dije para mis adentros que bajo las circunstancias
existentes era mejor así. Para no dejar morir la dinámica de la
visita, casi empuje al hombre al dormitorio. Apenas nos encontramos
en el cuarto oscurecido por cortinas pesadas, surgió en mí la
sensación de haber cometido un error fatal. Aún habría podido
salvar la situación, aprovechar la penumbre artificial, pero nó,
algo me obligó a acercarme al ventanal y abrir las cortinas pesadas.
El polvo levantado bailó en los rayos de un atardecer otoñal. El
comprador examinaba el dormitorio con la amibilidad trágica de los
que no pueden tener hijos, abrió el ventanal, alabó el panorama,
cerró y se dispuso a abandonar el cuarto.
Ya yo me iba a felicitar, cuando de repente ocurrió lo que tanto
había temido y que era - yo lo sabía - inevitable. Él se detuvo,
su mirada se fijó en la pared al frente de la ventana y preguntó
con curiosidad: "Dígame qué significan estas manchas extrañas!
Si casi parece la huella de una mano ..."
Todavía nada se había perdido, aún habría podido satisfacer su
curiosidad con una anécdota inocente, que este seguramente esperaba
- o desilusionarlo con un simple "Ni idea!". Sin embargo,
algo había dentro de mí, algo que no se dejaba callar y que
luchaba por salir de mi garganta.
"Mire, estas manchas tienen su historia. Son por decirlo así
las huellas de mi existencia o inexistencia, más bien de esta última
para serle sincero ..."
El señor me miró sin comprender.
"... sabe, cuando usted habla de estas manchas es como si
pusiera un hierro candente en una herida abierta. A pesar de ello
quiero, debo ..."
Como pidiendo auxilio hundí mi mirada en la del comprador perplejo.
Aún habría podido callar, echando la culpa de mis insinuaciones
confusas a un trastorno mental pasajero, pero ya había ido muy
lejos, muy lejos.
Enérgicamente, casi faltándole el respeto, obligué al señor a
tomar asiento en un sofá desteñido, le serví una copa de Sherry y
me quedé con la botella, de la que tomé de vez en cuando un gran
sorbo sin hacerle caso a la expresión estupefacta del visitante.
Mariposas de recuerdos rompieron los capullos y palabras negras y
aterciopeladas salían de mi boca.
"Imagínese a un joven autor, que acaba de publicar su primera
novela en una pequeña editorial dudosa, una novela chapucera además
con personas y situaciones robadas. Imagínese pues, a mí pero con
cinco años menos, o más bien con diez, porque cada año vivido
desde entonces pesaba por dos, y cada día cuelga de mi piel. Figúrese
mi cara rosada y suave, fuera de una barba de dos días que
cultivaba "a lo bohemio". Imagínese a mí corriendo de un
recital desastroso a otro. Qué me importaba la ausencia de un eco
calificado, mi decisión era firme y mi paso de vencedor.
Fue en el Café Zartl en la Calle Rasumofsky, donde seguramente ningún
poeta había leído antes y nadie leería después de mí. Debido a
mi amor al billar el café se había convertido en mi segundo hogar
y el propietario no tenía nada en contra de un recital, quizás
esperaba nueva clientela. Esperó en vano.
Un abril tardío llovía contra las ventanas nocturnas. Detrás de
una mesa de mármol entre dos columnas inestables formadas con
ejemplares de mi obra, estaba yo sentado, fumando y algo frustrado.
El local se encontraba vacío fuera de una pareja de lesbianas de
maquillaje oscuro que cada par de minutos hundían unas bolas
perezosas en la mesa de billar. El camarero ya se había retirado a
la cocina para leer su periódico sensacionalista. De vez en cuando
apareció sacudiendo la cabeza y pestañeando como un topo.
Ya me había levantado para aplanar la arquitectura absurda
levantada sobre mi mesa, cuando se abrió la puerta y entró una
mujer que con paso decidido se acercó a mí. Me paralicé en mi
movimiento, mis ojos se ahogaron en el rojo místico de su melena
adornada de perlas de lluvia. Su mirada era oscura y prometedora,
mas aún no sabía interpretar su promesa. Su nombre Karla, su voz
llena y un poco borrosa como el primer tono de una flauta traversa.
Que esta mujer - como única - había real y exclusivamente ido al
Café a escuchar mi recital me embriagaba y pronto cada una de mis
fibras ardía en amor por ella. Era uno de aquellos casos donde dos
seres son destinados uno para el otro, o por lo menos lo creen así.
Mientras el camarero limpiaba las mesas y las bolas de billar
chocaban esporádicamente en la distancia, nosotros ya tejíamos un
diálogo sin fin.
Karla era secretaria en una editorial. Su pensamiento no era siempre
lógico, sin embargo ella me sorprendía a menudo con opiniones
originales. Parecíamos completarnos de manera ideal. Cuando mi
racionalidad cerraba el acceso directo a las fuentes, Karla confiaba
en su instinto para sacar agua de pozos oscuros. Cuando Karla se
perdía en telarañas irracionales, yo separaba los hilos y le enseñaba
los misterios de la geometría intelectual. Pero todo esto se
desarrollaba a la sombra de la atracción física, que ya había
sentido desde el primer momento, primero con temor, después con
alegría. Cada frase se torcía anticipando el placer, cada palabra
era un preludio sensual.
Cuando el camarero nos sacó al aire oloroso a lluvia, Karla sabía
casi todo de mí. Ella parecía absorberme en cada poro, lo que a mí
me llenó de vanidad. Sin embargo yo, que también la había
sonsacado según mi leal saber y entender, llegué a la conclusión
que la verdadera Karla no se dejaba atrapar con hechos y cifras.
En la misma noche caímos presa uno del otro, gimiendo nos cazabamos
a través del apartamento - este apartamento - y no había tregua
hasta que el sol primaveral alumbró el dormitorio.
Pensará usted que todo esto se había dado de manera precipitada y
falta de amor. No le niego la precipitación, pero nada de lo que
hacíamos, nos hacíamos, era falto de amor. Si nos dejamos encerrar
de noche en el Volksgarten para buscarnos entre los rosales, si un
bote de remo en un charco sucio del Prater se volvió escenario de
nuestros juegos, el aire temblaba de sentimiento.
Así pasó una semana, un mes, un año. Aún no me explico cuándo
podía respirar, y cómo mi segunda novela crecía y crecía a pesar
de aquel cuerpo blanco.
Todavía no vivíamos juntos, pero nos juntábamos casi a diario y
Karla tenía llaves de mi apartamento.
Una noche de abril, yo volvía tarde de un paseo. Tenía mucho en la
cabeza, también algunos pensamientos más oscuros que de costumbre.
A dónde iba este viaje y dónde tendría su final? En las últimas
semanas había constatado en Karla una creciente incoherencia. Al
mismo tiempo su intensidad física aumentaba. Se agarraba de mí con
una desesperación que yo malinterpretaba como pasión extrema.
Cuando abrí la puerta todo me olía a Karla. El apartamento estaba
en oscuras, solamente del dormitorio irradiaba una luz oscilante.
Preocupado entré y vi a Karla. Su magnífico cuerpo yacía desnudo
sobre el suelo desnudo, en el centro de un círculo de candelas,
como una víctima en un altar pagano.
Un terror sin límites se apoderó de mí, pero de repente sus ojos
se abrieron y sus brazos se estiraron hacia mí. ‚Hace un año
exactamente te conocí,' susurró ‚amo los aniversarios.'
Aquella noche le pedí casarse conmigo y ser mi esposa y compañera
por los siglos de los siglos, amén. Con gran sorpresa mía, ella
reaccionó a mi propuesta con miedo y resistencia sin poder definir
la razón de su actitud. Yo la califiqué de irracional y me volví
irracional yo mismo al reprocharle que no me amaba, que nunca me había
amado de verdad y que solamente jugaba con mis sentimientos. Karla
se echó en mis brazos, sacudida por sollozos arcáicos. Su
resistencia estaba vencida, se hizo mi voluntad.
Cuando el sacerdote pronunció las palabras mágicas, yo no sabía
que con mi insistencia había condenado a Karla y con ella a mí
mismo. Aún todo parecía volver a la normalidad. Llenos de
entusiasmo decidimos ser anticuados y salimos de viaje de boda. En
el sur de Francia mi mujer parecía haber perdido casi todas las
corrientes oscuras de su ser. Con orgullo infantil se balanceaba en
los muros asoleados de la fortaleza de Carcasonne. La abundancia de
su cabello encendido nos perseguía en las noches. Pero nunca podía
dejarla sola ni por un momento, y si lo intentaba ella se agarraba
de mí con cada fibra.
Regresamos y el viento cambió. Algo estaba pasando con Karla, algo
inexplicable y alarmante. Inmediatamente después de nuestra llegada
ella había renunciado a su puesto, lo que a pesar de la situación
financiera precaria me llenó de alegría y placer anticipado. Sin
embargo, en lugar de tomar parte en mi vida o de abrirme la suya,
ella se retiraba a un letargo sombrío. Pero apenas me ponía los
zapatos de calle, ella me imploraba que me quedara con ella. Cuando
cedía a sus deseos ella me llevaba al dormitorio, con la sonrisa
satisfecha de un niña que ha conseguido un chocolatín. Cuando no,
ella insistía en acompañarme, no importaba a donde. Y a quien yo
veía o encontraba, éste o esta se convertían en su rival. Karla
interrumpía mis conversaciones, abría mi correos, ahuyentaba a mis
amigos a fuerza de su silencio agresivo. Se acabaron los contactos
porque me cansaba de este juego. Ya no salía a la calle. A cambio
de una propina considerable, la portera se ocupaba de nuestras
compras cada vez más escasas. Ella no provocaba los celos de mi
esposa, probablemente vio en ella una especie de robot.
No tenía sentido discutir con ella. Apenas desaparecía el motivo
directo, ella se deshacía en lágrimas, pidiéndome perdón,
estrechándose tibia y olorosa contra mí. No obstante sentía sus lágrimas
como reproche, su cambio de conducta como acusación y su cuerpo
como condena.
Así pasaron los días y las noches y cada día era como una noche,
pero mil veces más largo. ¿Acaso no era comprensible que el
alcohol se volviera mi amigo y confidente? Mientras Karla seguía
tejiendo sus manías detrás de su velo rojo, yo trabajaba de manera
febril y constantemente algo intoxicado en mi máquina de escribir,
luchando con mi novela. Sin consideración ni misericordia amputaba
e implantaba. Si el amor inmerecido había sido la clave de la
primera versión, la segunda giraba alrededor de la culpa inmerecida
y de la perdición sin culpa. No escribía para la editorial, ni
para el lector, escribía contra la locura.
El verano produjo el otoño. El otoño fue rebautizado invierno. Se
derritió la nieve en el alféizar. Las mirlas despertaron.
Primavera. Vino marzo, vino abril.
Karla también parecía despertar. Con confianza renovada observaba
sus ojos que se fundían con los míos. ¿Había ella superado su
crisis? Mi tímida esperanza crecía. Entretanto yo había terminado
mi novela. Su atmósfera lúgubre me asustaba, sin embargo yo estaba
seguro que superaba con creces mi primera obra. Me llamó un amigo,
preocupado por mi largo silencio. Se dió el caso que había
comenzado a trabajar como lector en una editorial alemana y me invitó
a visitarle en Würzburg y de mostrarle mi nuevo producto.
Embriagado por la expectativa de publicar en una casa renombrada,
acepté en seguida su oferta. Apenas colgué me di cuenta que no había
gastado un solo pensamiento en Karla. Antes de poder llamar a mi
amigo para cancelar mi visita, mi esposa que todo lo había
escuchado se me acercó sonriente y aseguró poder pasar sin
problemas unos días sola, reprochándome porque yo no había
aprovechado esta posibilidad antes.
Poco después puse el manuscrito en mi maletín, compré un tiquete
de segunda clase y viajé a Alemania. Cinco días más tarde y al
cabo de una visita exitosa volví a mi ciudad. El amigo se había
mostrado alarmado por mi cambio exterior e interior, pero la novela
- que no lo chocaba menos - era sin duda alguna una obra maestra. Qué
pesar que yo ya había publicado una obra primeriza, además de tan
pobre calidad, de manera que no era posible lanzar la nueva novela
como debut espectacular.
Mi vida volvía a tomar un rumbo y con fuerza renovada tenía que
ser capaz de sacar a Karla de su aislamiento y de liberarme de su
obsesión posesiva. En una convivencia de amantes y compañeros cada
uno debía vivir su propia vida. Ella lo comprendería, ya había
pasado lo peor.
Abrí la puerta. Algo crujía en la oscuridad. Con cuidado pero a
tientas avanzaba por el pasillo. De pronto sentí como un cuerpo
chocó contra el mío y manos ardientes me agarraron. Grité pero al
instante reconocí la carne y el olor de Karla. ‚¿Te acuerdas cuál
día tenemos?' murmuraba una y otra vez. Yo estaba desconcertado y
desprevenido. La situación me inquietó. Finalmente encontré el
interruptor y se encendió la luz. Retrocedí un paso. Delante de mí
estaba Karla en su arrugado vestido de novia. Su mirada me desafiaba
con un fuego verde. Se sacó el pelo de la frente y me ofreció la
mano. Sin pensarlo la tomé, siguiéndole al dormitorio, este
dormitorio.
No se desvistió para hacer el amor. Y cómo lo hacíamos! Los
encajes se rompían, rizos sudados tapaban su cara. Gemíamos
nuestros nombres hasta perder la noción de quienes éramos.
La mañana atisbaba a través de las cortinas y Karla se acercó a
la ventana, la abrió de par en par. A contraluz yo admiraba su
cuerpo flexible, en el que aún revoloteaban tristemente los
relictos de su traje de boda. ‚Te amo,' susurré. Karla dio la
vuelta, fijando en mí una mirada de un dolor sin nombre. Yo no podía
devolverle su mirada y bajé los ojos. Karla salió del cuarto.
Alcé la vista cuando volví a escuchar sus pasos. Mis ojos lo
vieron pero mi razón tardó en comprender.
‚Para que nunca, nunca olvides nuestro aniversario de boda,' me
gritó con voz ronca. La última palabra se perdió en un chorro de
sangre. Su mano soltó la navaja, buscó sorprendida la garganta, se
apoyó en la pared, hasta que el cuerpo cayó lentamente de rodillas
y se desplomó de un lado."
Respiré profundamente y bebí con ansiedad para disolver los
recuerdos, pero ellos resistían como resisten las manchas en la
pared. El señor comenzó a tartamudear cosas sin sentido, regó su
Sherry y se dispuso a marcharse. Le rogué que se quedara. No quiso.
Lo agarré de los hombros y a la fuerza lo senté. Ahí se calmó,
solamente su mano derecha se agitaba como un pescado en tierra.
"Escúcheme hasta el final, se lo pido, se lo ruego, se lo
exijo. ¿Usted cree que la historia termina ahí? Se equivoca, como
yo me equivoqué. ¿Que si era difícil olvidar a Karla? Su muerte
lo hizo imposible. Y sin embargo su muerte a pesar de lo trágico
también fue un alivio. Convirtió a Karla en parte de mi pasado. Su
mala estrella alumbraba misteriosamente en el firmamento de mi
memoria. En el transcurso de los meses despertaba de mi pesadilla
para retomar mi vida anterior. Pinté encima de la pared salpicada
de sangre, pero las huellas oxidadas surgían a la superficie,
empapelé el cuarto más de una vez, pero la sangre buscaba su
camino para no permitir el olvido. Comprendí el mensaje, pero a
medida que los hechos macabros desaparecían en el pasado, yo me
negaba a aceptar el poder de Karla sobre mi presente. ¿Aún me poseía?
¿Es que su amor despiadado debía defender por siempre su
monopolio? Yo mismo me contestaba y cada vez mi ‚nó' se iba
volviendo más decidido.
Pasaron los meses y más y más yo buscaba compañía. La charla
inocente, el amor inofensivo tenían un efecto inmensamente
bienhechor. La risa sin motivo de las mujeres cubría el ayer como
una cortina y sus ofertas eran siempre bienvenidas.
Finalmente caí en los lazos de una tal Cristina, caliente y
caritativa, que se había puesto la meta de salvarme del trago y de
la tormenta. Al principio era inevitable comparar las dos mujeres.
Después simplemente lo acepté. Karla era sueño y pesadilla,
Cristina una realidad y no la peor. No traía nada de mística, pero
mucha comprensión.
¿Acaso traicionaba a Karla cuando le propusé a Cristina vivir
conmigo, provisionalmente? Cristina conocía mi pasado, talvez esto
me hacía más interesante en sus ojos compasivos. En marzo apareció
en mi casa con energía y detergente. Solamente las manchas en el
dormitorio se burlaban de su habilidad, lo que me llenó de
presentimientos. Cristina vio eso como un problema meramente
material. Cubrió este pedazo de pared con un espejo y eso fue todo.
Nuestras noches conocían placer y cariño, de amor no se hablaba.
Una tarde yo estaba en la ventana, pensativo y con cara culpable.
Cristina preguntó qué me pasaba. ‚Hace un año, exactamente hoy
hace un año ...'
Cristina adivinó inmediatamente mi pensamiento. Me llevó a la cama
y me abrazó. Sentí el calor humano que irradiaba de ella y por
primera vez me atreví a pensar en un amor.
Un estrépito me despertó. Con ojos dolorosamente abiertos miré a
donde normalmente estaba el espejo. En la luz verdosa de la luna
Karla exhibía su cuerpo resplandeciente, parcialmente cubierto con
los jirones del traje de boda. Su sonrisa era de triunfadora. Detrás
de mí Cristina gritaba, hundiendo su cara en la almohada. Con una
sonrisa Karla me mostró la navaja y sonriente ... ‚¡Nó, Karla,
no lo hagas!' pero ya era tarde. Cuando prendí la luz, con la mano
temblando, solamente vi el espejo que estaba regado en mil pedazos y
la huella fresca y sangrienta de una mano en la pared.
Cristina lanzaba gritos estridentes. Quise tranquilizarla, pero ella
retrocedía de mí con los ojos inflados de horror, saltó de la
cama, corría descalza a la puerta sin reparar en los fragmentos de
vidrio y huyó en camisa de dormir. No intenté detenerla.
Mi suerte estaba echada. Karla jamás me dejaría libre. Quizás no
quiero serlo. Quizás aún la amo, por los siglos de los siglos y de
año en año espero impaciente su retorno fatal hasta que nos
bendiga la muerte..."
Enmudecí.
Sobra decir que el calvo que durante todo el relato había clavado
la vista en mí, se disculpó con una mirada ciega al reloj, saltó
de pie, abandonó el apartamento sin despedirse y probablemente no
se topará conmigo en esta vida.
El hecho de que en este momento el tren urbano hubiera sacudido la
casa como un terremoto ya no era trágico ni para él ni para mí.
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