La matanza del cerdo. Año
195O.
Recogiendo la sangre, que entre
otras cosas se utilizará para hacer las morcillas.
LA MATANZA
Matanza, un vocablo tan
ligado a la muerte y tan cercano a la vida. Muerte en la destrucción
del ser humano y en la de tantos seres vivos que son extinguidos sin razón.
Vida en la fuente de sustento que a lo largo del año alimenta y
reconforta.
Hay oficios para el recuerdo
y recuerdo para oficios; la matanza, sin ser ni lo uno ni lo otro, tal
vez sean ambas cosas. Se recuerda desde épocas remotas y sigue vigente
en la actualidad, no con ese significado de supervivencia en un medio económicamente
hostil, pero sí de apoyo y disfrute en la alimentación de
tantas zonas.
Nuestro pueblo La Redonda, mermado de habitantes, sigue repitiendo cada año aquellas jornadas que se iniciaban por San Martín patrón del lugar, y tenían como protagonista indiscutible al "cebón" engordado durante el año con bellotas, berzas, patatas de cosecha, y tantos desperdicios como hollando encontrara por las callejas cercanas.
El acontecimiento, era todo
un ritual desde la misma decisión de su fecha, buscando la bonanza
del tiempo pues ni las abundantes lluvias ni las fuertes heladas favorecerían
la curación. Sal, pimentón, cuerdas y especias iban engrosando
el ajuar matancero. Artesas, cuchillos y peroles bajaban de los "sobraos"
para alinearse en los corrales a la espera de un buen fregado que los liberara
de polvo y arañas. Las cocinas huérfanas de añejas
chacinas, se disponían a recibir en sus humeros varales de chorizos,
farinatos y morcillas.
Para muchas familias eran
días casi sagrados, únicas fechas en que padres se juntaban
con hijos, y éstos con hermanos; ni si quiera la nochebuena lograría
tales encuentros.
Los gruñidos del
cerdo al amanecer atronaban el pueblo, rompiendo el silencio de la noche.
Un reconfortante aguardiente templaba el cuerpo y animaba el comienzo.
El infeliz, como presintiendo su final se resistía al abandono de
su pocilga, eran necesarias muchas manos para tumbarlo en el tajo y un
pulso firme que evitara una larga agonía.
La sangre espesa
y caliente se removía en el barreño, llegando a la cocina
como ingrediente básico de negras morcillas de pan y manteca.
Inerte el animal, un lecho
de paja acogía su volumen; la leve humareda que ascendía
por los tejados dejaba el paso libre a los que habían permanecido
en la casa ocultándose de los lastimosos gruñidos. El fuego,
antídoto contra las pilosidades, chamuscaba su piel; un trozo de
teja o pizarra serían buenas herramientas para rasparla, y el agua
reparadora arrastraba la suciedad, dejándola blanca y reluciente.
La visita al veterinario
de buena mañana se hacía imprescindible, con su ciencia dictaminaba
si estaba libre de la temida triquinosis. Posteriormente vendría
el gran "almuerzo": sopas de ajo, asadura, jamón frito, lomo y algún
trozo de magro asado en las brasas, como cata de la nueva cosecha.
Despiezar el animal, lavar
y encallar las tripas, serían alguna de las muchas tareas que se
habían de acometer. El segundo día se picaba la carne que
una vez fría se aderezaba convenientemente, dejándola reposar
en las artesas hasta el día siguiente en que se embutiría
en longanizas, longos y morcones. No olvidándonos de los sabrosos
farinatos que acompañados de un huevo frito se convertirían
en un sustancioso manjar.
Nosotros los niños, liberados de la escuela esos días, cercano el mediodía nos ocupábamos de guiar el rebaño de ovejas hacia los pastos. Aprendices aplicados íbamos descubriendo los misterios de la vida en la rueda de la naturaleza. Frente a la crudeza del cerdo en el tajo, la ternura del corderillo que indefenso y remolón seguía a la madre a través de valles encanecidos por la escarcha invernal. Aligerando el paso le animábamos a reemprender la marcha con cariñosas palabras, sabiendo que también para él llegaría su momento cuando se acercara la Navidad. Al atardecer de común acuerdo con otros chiquillos del lugar recorríamos las solitarias calles, gastando bromas a algún vecino desprevenido, pretendiendo asustarlos con las ruidosas "tandas"
De regreso a casa, troncos
de encina chispeantes calentaban nuestras ateridas manos, no faltando nunca
castañas y membrillos para asar.
Los mayores, ansiosos también
de descanso y diversión, se agrupaban en las cocinas al abrigo de
rachos encendidos, entonando canciones y recordando anécdotas hasta
la hora de la cena. Los abuelos, nostálgicos de sus tiempos hablaban,
entre otras cosas, de aquellas fiestas que se celebraban el segundo día
de matanza. Después de tener todo organizado y disfrutar de una
buena comida, los jóvenes organizaban un partido de pelota y los
mayores asistían de espectadores. Por la tarde los mozos iban de
casa en casa invitando a las mozas al baile y en todas se les obsequiaba
con dulces y un buen vino de cosecha. Ya de noche, después
de cenar, todos se agrupaban en el salón, disfrutando a los sones
del tamboril o el acordeón.
Testigos locuaces de tantas
batallas, hilvanaban historias abruptas y alegres, hasta que rendidos por
la larga jornada se retiraban a descansar.
Agotados los días de matanza, recogidas las artesas y preparados los chicharrones, solo cabría esperar que el tiempo fuera benigno y ayudara en la curación de tan exquisitas viandas.
María S. Miguel Rodríguez
( Texto).
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