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La parroquia de Verducido, situada escasamente a 5 kms. al norte de Pontevedra, está dominada por un alto coto conocido por los vecinos del lugar como Outeiro do Castro,Monte do Castro, o sencillamente, O Castro.
Torre de Marce, antaño glorioso castillo, hoy en día convertido en una palleira (lugar donde se guarda la paja), o la Iglesia de Atán (Pantón), que ya lleva doce años sostenida por vigas de hierro, se ven relegados a un deshonesto presente, no es sin embargo ésta una razón de peso para despreciarlos, pues su digna existencia revelará a quien se preocupe de estudiarlas, las voces, la vida y los hechos de nuestros antepasados; en fin, los cimientos de nuestra cultura actual, por mucho que pese a alagunos.
Como ya hemos señalado el yacimiento que vamos a estudiar en esta ocasión recibe localmente el nombre de Outeiro do Castro, Monte do Castro, o más abreviadamente O Castro. Se trata de un alto coto de sustrato rocoso que desde el N. domina la amplia vega agraria de la parroquia de Verducido, extendida a sus pies.
Su altitud total es de 295 m. sobre el nivel del mar, pero su relevancia respecto al valle agrícola de Verducido es muy ostensible, pues éste no supera en su centro los 130 m. sobre el nivel del mar. En consecuencia, el control visual del territorio es inmejorable.
A la cumbre del coto se asciende perfectamente con un coche cualquiera por la cómoda pista abierta recientemente. En el punto más alto de la cima, la comunidad de Montes de Verducido levantó en el 1999 un gran monumento en tributo a los canteros. Las obras de arrasamiento del lugar todavía no han concluido, y están muy ligadas al pantano existente abajo denominado Pontillón do Castro, donde además de practicarse todo tipo de deportes náuticos se han realizado merenderos, un recinto de fiestas, y varias explanaciones para aparcamientos. Como no podía ser menos en la cultura rural actual, era obligatorio construir un mirador, y evidentemente, no podía faltar una estatua, que a a falta de un prohombre local se dedicó genéricamente a un oficio, para embellecimiento de un paraje agreste.
Toda esta parafernalia de ordenación territorial de enclaves de gran valor paisajístico no es privativo de esta parroquia, siendo posible mencionar muchos más ejemplos. De todos modos, en ningún lugar hemos podido asisitir a tanta furia destructiva como en el rural de Vigo. Para ello no se duda en modificar groseramente, o incluso destruir, no sólo parajes naturales de gran belleza, sino también, ¿por que no? yacimientos arqueológicos, o unidades etnográficas, se sepa o no de su existencia y valor. En algunas ocasiones hemos podido comprobar que los intereses personales de algunos individuos que ocupan las juntas directivas de las Comunidades de Montes o de las Asociaciones de Vecinos está en la raiz de este sorprendente proceso. Evidentemente, esto muchas veces se lleva a cabo con pleno conocimiento de las administraciones locales, que no sólo a veces las animan y las impulsan, sino que también las subvencionan. Son innumerables los yacimientos arqueológicos desaparecidos gracias a estas insensatas iniciativas, no obstante tan valoradas popularmente.
A pesar de las explanaciones realizadas en la cumbre del Outeiro do Castro de Verducido, todavía se pueden adivinar las formas naturales de la cumbre, pues a causa de la naturaleza rocosa del enclave, el impacto de los trabajos apenas se ha limitado a una somera limpieza en superficie. Hemos contado además con la inestimable ayuda de varios vecinos que conocían el lugar previamente a su arrasamiento por haber estado allí. Nota curiosa que no queremos dejar de mencionar es la anécdota que nos refirió uno de estos informantes. Según vio él de niño, hacia los años cincuenta, en lo alto del coto se había establecido un puesto de mando del ejército para controlar unas maniobras militares practicadas en la zona. El objeto de este establecimiento era observar la trayectoria de los proyectiles enviados por una batería situada varios kilómetros hacia el sur y que impactaban en la ladera serrana al norte del coto.
Pero centrémonos en el yacimiento en cuestión. aún en la actualidad se aprecia con claridad que la cumbre del coto era sumamente rocosa, con gran abundancia de peñascos desprendidos en superficie. Así nos lo hicieron constar aquéllos vecinos.
La cumbre mide en total unos 50 m. de longitud por unos 20 m. de anchura. Está integrada por un sector ovalado más elevado hacia el NE. y una terraza prolongada hacia el SO., apenas 1,5 m. más abajo. Las tareas realizadas con las palas excavadoras han despojado el lugar de los abundantes peñascos móviles del entorno, pero han dejado las lajas del subsuelo, con lo cual se confirma lo relatado por los testimonios. Según estas fuentes, la terraza era la que mostraba mayor cantidad de peñascos. En el extremo NE. del sector elevado hemos podido identificar a ambos lados de unos grandes peñascos, naturales piedras hincadas intencionadamente delimitando su perímetro, e incluso cascotes sueltos, sin duda, restos de un antiguo muro. Es difícil saber si se trata de un muro de contención, o si son los cimientos de una línea de muralla. Desde luego, caídas en sus proximidades, ya en la pendiente, se observan grandes peñascos como diseñando una alineación, quizás fruto del derrumbe de una muralla. Uno de los vecinos nos dijo que de joven había visto en la periferia de esta cumbre "paredes como de división de fincas". El testigo asocia estas construcciones con las cerradas muy abundantes en los parajes de monte para delimitar propiedades particulares, y a la vez proteger el manto vegetal del interior de la incursión de animales ajenos. Pero, sea como fuere, él mismo lo reconoció, estos muros no tenian propiamente este fin, como tampoco definían a su juicio ruinas de viviendas. Probablemente lo visto eran restos de líneas defensivas, pues recordaba, que más bien su situación era periférica en la cima.
A pesar de la intensa remoción de tierras, y de la atenta observación que aplicamos en varias visitas al lugar, no hemos podido identificar ni un sólo fragmento cerámico que nos permitiese manejar cronologías para este yacimiento. Ahora bien, no nos cabe la menor duda de que estamos ante un lugar arqueológico. Lo prueba tanto los elementos descritos como el mismo topónimo.
En consecuencia estamos ante un castro. Cuando se menciona este término arqueológico, rápida e inconscientemente nuestra mente se dirige hacia la Edad del Hierro, la época de la cultura castreña galaica. Pero aparte del topónimo, en el yacimiento de Verducido, nada nos permite pensar que en este lugar haya habido un poblado castreño de aquella época. Ni la tipología y características del enclave, ni la ausencia absoluta de material arqueolígico en superficie nos pueden llevar a concluir tal expectativa.
Ahora bien, si dudamos de su naturaleza como poblado de la Edad del Hierro, obviamente estaremos obligados a aportar una hipótesis cronológica diferente. Pero llegados a este punto nos encontramos con que las investigaciones relativas a fortificaciones de época posterior exceptuando torres y castillos han progresado muy poco, o no han recibido la necesaria atención. Así, fortalezas como las del Galiñeiro (Gondomar) o del Aloia (Tui), sin presentar una tipología encuadrable entre las típicas fortificaciones medievales (torres y castillos), lo son sin lugar a dudas, pues además se ven respaldadas por documentación de su época.
Una línea de investigación que necesitará un tratamiento serio en el futuro será el comprobar minuciosamente si bajo el topónimo castro yace siempre un poblado de la Edad del Hierro. Todo el mundo sabe que el vocablo medieval castrum, por otra parte de amplia difusión, dentro de su vaguedad aludía tanto a lugares fortificados, como a posiciones militares, o a poblados amurallados. Esta época de elevada inseguridad vio formarse numerosos burgos fortificados, con el castillo en la cima de una elevación, y la aldea extendida en las laderas.
Está lejos de nuestro ánimo forzar con esta disgresión la existencia de un castillo en el Outeiro do Castro de Verducido, pues tampoco disponemos de datos fehacientes más allá de los parcos restos arqueológicos descritos. Nos preguntamos si del mismo modo que la aristocracia medieval decidió instalar castillos en puntos clave de defensa y control del territorio, los habitantes de las aldeas alejadas de estos puestos fortificados no habrían recurrido a medidas parecidas por iniciativa propia. De hecho, los historiadores que se han ocupado de las épocas oscuras de la transición de la tardoantigüedad en Galicia y la Alta Edad Media coinciden generalmente en que en momentos de peligro, en las zonas más desprotegidas, del mismo modo que los habitantes de los burgos buscaban su seguridad en los castillos inmediatos, aquéllos podrían haber puesto en uso los antiguos castros protohistóricos. Tal vez haya sido así, pero también es posible que se hubieran habilitado cotos que con anterioridad no habrían sido ocupados. Serían también castros, pero no en el sentido de ocupación permanente o prolongada, sino de uso ocasional, y en una época distinta a la protohistórica.
De todos modos, son necesarios más trabajos sobre este tema, pues tampoco se han aportado las suficientes e incontestables pruebas arqueológicas que sustenten esta hipótesis. Lo que sí parece evidente, es que el vocablo castro y su consecuente, cultura castreña, se tambalean como acepción circunscrita a la protohistoria de Galicia, pues como vemos, su impropiedad semántica es obvia por imprecisa.
Vigo, a 14 de Mayo del 2001.
© Julio Fernández Pintos, 2001