Nuestra escuela simboliza lo mejor y lo más caro al sentimiento de la población. Es un verdadero templo del saber. Ubicada en la zona alta, integra el barrio cívico, que forman los edificios públicos que rodean la hermosa plaza arbolada. En el lado noroeste se yergue la iglesia, con una pretención de estilo gótico. En su contra frente está la policía; al costado norte tenemos el Palacete Municipal, y al sur nuestra querida escuela que ocupa una manzana entera.
El edificio tiene una presencia vulnerable, de tipo clásico, alambrado en todo su contorno. Un portón que da a un antejardín permite el acceso a la entrada central donde un amplio corredor divide en dos partes al inmenso edificio. Al costado derecho una sala que oficia de oficina secretaria y una dependencia contigua que es el gabinete del Diretor. Al lado opuesto que se encuentran las salas de clase, amplias, bien aireadas, gracias a dos altas ventanas. Un ancho corredor bordea el edificio. El patio, donde todo el alumnado se forma en fila para que al frente de cada curso su profesora vigile la formación y el comportamiento, está en un nivel más bajo. Unos altos árboles de paraíso cubren y dan sombra con sus frondosas ramas.
Una bien nivelada y empastada cancha de deportes bordea un costado del edificio, y en el otro extremo se hallan unos paneles o cuadros de verduras; lugar donse se prática los rudimentos de la plantación. La campana está sujeta de una cadena que cuelga de una viga del techo al lado de la oficina Todas las mañanas a las 6:00 a.m., verano o invierno, sus sonetos obliga a saltar de la cama. Las clases comienzan exactamente a las siete en punto. No había perdón para el que llegaba atrasado. Los que tenían sus casas en el monte lejos, en las compañias que hacían el trayecto a pie o a caballo, a estos niños se les otorgaba un trato de especial consideración.
En esos días había cumplido siete años, Marzo de 1930. Con qué viva nitídez recuerdo aquel primer día de clase. Una parte de esa niñez despreocupada, libre como el viento, indócil como un animalito debia de quedar relegada, guardada en el albúm de los recuerdos...para incursionar en una atmósfera nueva, parecida a la del freno que se le coloca al caballo salvaje para domarlo. Elementos inéditos como puntualidad, deberes, horarios, etc. debemos asimilarlos. Poco a poco los juegos de la coloridad infancia pierden el encendido interés que desgranaron nuestras lágrimas......
En la casa había gran ajetreo en la víspera de la iniciación de clase. Mis hermanas pasaban probándose frente al espejo sus bruñidos guardapolvos, mi madre le daba los últimos toques a la confección del mío. Yo estaba inquieto, atento a su lado, ya que la manga le había resultado un poco larga y una vez más debía verificar de que me quedara bien. Mamá era un experta modista, ella era la que confeccionaba todos los trajes y vestidos para la familia. Su longeva máquina Singer trabajava horas extras. Todas las tardes de todos los días la veía pegada a su máquina, cosiendo o bordando. A veces me parecía que eran como dos amigas que no podían estar la una sin la otra y siempre me quedó grabado en el pensamiento la idea que ese armado de hierro cobraba vida cuando el pedal bajaba y subía, ritmicamente, según la velocidad que le imprimía la presión del pie; era algo así como un ser mágico. Me gustaba pasarle la mano, suavemente, como una caricia, sobre su espalda torneada, como que me iría a sentir y agradecer... La niñez vive en la fantasía que a veces es más fuerte que la misma realidad.
Mi madre se hizo de tiempo para llevarme hasta el gran negocio de los hermanos García (Rafael y Domingo) para comprarme un par de zapatos. Era el primero. Ella quería que yo me iniciara en la escuela con la mayor elegancia. Me sentí dichoso. Era mi primer par de zapatos... La primera vez que mis piecesitos sentirían la opresión que causa la vanidad.... Eran de charol negro, brillaban como un espejo. Tal vez los caballos chúcaros sintieran el mismo pavor cuando les clavan las herraduras. Mis pies, salvajes, libres, estaban acostumbrados al pleno goce de los movimientos, de sentir la dulce caricia del rocío que la aurora esparce sobre el pasto. Les agradaba sentir ese runroneo de las hojas caídas y que forman un alfombra blanda como si fueran plumas. Mis pies que fueron siempre como dos niños traviesos ahora quedarán aprisionados, presos como delinquentes castigados por su indocilidad. Deben cluadicar, humillarse ante la soberbia de una civilización que es expresión de un mundo que se desvive por darnos agrado y bienestar. Sin duda alguna, ese humilde hecho, que a nadie le significa nada, constituya para mi un hito de la más fundamental importancia. Parecida emoción experimenté cuando muchos años después me obligaron a vestirme el primer pantalón largo. Era el cambio, la metarmofosis que ocasiona el ciclo biológico.
La noche de la víspera no veía la hora de que llegara la mañana. El reloj de la oficina de papá se dejaba escuchar con una monotonía tan enervante como la de los grillos. Al fin después de tanto esperar, los gallos de la casa y del vecindario rivalizaban cantando y cacareando como feliz anuncio del amanecer.
Y llegó la hora de ir a la escuela!!, tanto había soñado con ese instante, sin embargo me dominaba un terrible pavor. Era inmensamente tímido. Nadie antes me había visto calzado. Y yo, iluso, creía que todo el mundo estaría con la mirada fija en mis pies. Esa idea me avergonzaba de antemano. Dos acontecimientos históricos: Mi primera experiencia de asistir a clases de una escuela y la primera vez que calzaba zapatos. Era mucha emoción para un solo día. Mi corazón saltaba como una rana asustada. El guardapolvo almidonado, me quedaba un poco largo, tanto que parecía un sacristanán de iglesia. Me tapaba las rodillas. Mi padre me ayudó con una cuchara, que ofició de calzador, a meter el pie dentro de esa caja negra de cuero titilante de luz que era el zapato. Qué rara sensación de opresión sentí en mis pies que con gran dignidad aceptaban ese destino cruel e injusto. Sentí una enorme pena, pero las reglas sociales son inapelables. Hay que someterse a ellas o quedarse en el monte. La civilización o la barbarie. El animal que llevamos adentro sensitivo e espontáneo, debe ser domesticado, amaestrado.
Mi padre me acompañó a la escuela. Me llevó tomado de la mano, yo caminaba con dificultad. Perdía el equilibrio. La falta de costumbre, el zapato del lado izquierdo chirriaba como hace la visagra de una puerta. Cuando llegamos a nuestro destino ya me sentía más seguro, hasta me desprendí de la mano de mi padre en señal que dominaba la situación... Un mundo de gente estaba ahí, niños con sus padres esperaban el momento de la iniciación de la ceremonia. Las profesoras empezaron a reunir a sus alumnos, por curso, pidiéndoles que se formen en fila. La confusión del principio desapareció para observar la formación de hileras que iba de menor a mayor, por estatura. Fué cuando el Director don Pastor Ortiz se acercó a saludar a mi padrey me dedicó una sonrisa, rozandóme la cabeza que la tenía rasurada al rape - como un gesto de cariño o simpatía. Me tomó de la mano y me separó de mi padre para conducirme al curso que me correspondía. Felizmente estaban unos niños conocidos que al igual que yo se sentían confundidos y temerosos en su primera experiencia, entre ellos distinguí a Sinecio Gamarra, hijo del herrero del pueblo.Esa etérea amistad me dió confianza y juntos capeamos la larga alternativa de la Ceremonia que se inició con el canto del Himno Nacional y del izamiento de la bandera. Todo me resultaba novedoso, fascinante, miraba con atención y respetuosa admiración a ese símbolo de nuestra nacionalidad, la que iba elevándose a medida del manejo que hacia del cordel el alumno Astolfo Dávalos tratanto de que llegue a lo alto, a la punta del asta, coincidiendo con el coro de voces en la finalización del canto del himno cargado de marcialidad y enaltecida emoción. Fuertes aplausos, mucho entusiasmo despertó en todos los presentes la forma vibrante y cargada de patriotismo como cantaron los niños la canción Nacional. Una breve pausa, posición de descanso. El Director se adelantó del grupo de autoridades e invitados, se detuvo al borde de la plataforma, frente al alumnado - yo estaba tan cerca de él - serio, sin ser adusto, lanzó una mirada abarcando a todos. Un solemne silencio y comenzó su disertación. Fué la oportunidad de mirarlo, de conocer como era este gran señor don Pastor Ortiz. Su presencia se imponía por la autoridad que transcendía de su porte sobrio, distinguido, elegante. Empezó su oratoria con voz firme y bien modulada, sus manos gesticulaban como pájaros inducidos a emprender el vuelo. Paulatinamente fué cobrando una tonalidad más vibrante cuando recordaba a los pro-hombres de la Revolución de Mayo, siguió con un itinerario glorioso para detenerse en los hechos épicos de la gran guerra. Una bella lección de nuestra historia, su pecho se agitaba, sus ojos abarcaban el infinito, como que en ese espacio azul estuviera repitiéndose las imágenes que evocaba. Maravilloso, un orador vibrante, un tribuno digno de los más encumbrados estrados.Mientras hablaba este gran hombre, me dominaba un halo de íntimo orgullo, y deseaba intensamente llegar alguna vez a ser como él.
No solamente por su arte oratoria, sino que también por la naturaleza de su personalidad: sencilla, distinguida y de sólidos principios. Cuando terminó su encendida disertación, un aplauso cerrado y entusiasta premió esa clase magistral, que nos dejó a todos emocionados, excitados de un nacionalismo febril.
Por mucho tiempo duró en mi espíritu la resonancia, el eco de esas palabras ardorosas, de tanto elocuencia y fuerza emocianal, como cuando se evocó los episodios hazañosos de la gran guerra en una lucha cruel y despiadada, de tal manera incruenta que debieron en última instancia, pelear las mujeres y los niños en los postreros bastiones de Yatay ty Corá.... A medida que pasaron los años la figura de ese gran maestro fué agrandándose en mi estimación, y aún más sabiendo de su enorme sacrificio y amor a su escuela.
El vivía en la Compañia de San Rafael, a varios kilómetros del pueblo, en pleno monte. Todos los días, hiciera frío o calor, a pie o a caballo, al clarear la mañana debia hacer ese largo trayecto. Siempre el primero en llegar y el último en retirarse. El sentido de la responsabilida y el cumplimiento estricto de sus obligaciones guiaron siempre su vida de ciudadano.
Nos dejamos llevar por un entusiasmo afectivo en homenaje de unos de los pro-hombres de nuestra cultura local. Retomemos el hilo de las alternativas de aquel primer día de clase. La bandera que ondeaba a la suave caricia del viento tenía ahora otro significado para mí. Es el símbolo de mi patria, y sus colores, en cintas imaginarias, se enroscaban alrededor de mi corazón donde he guardado siempre, como el más sagrado tesoro, mi amor incomensurable a mi pueblo: YEGROS...
Esa mañana fué memorable. Alegre, espléndida y feliz. Las niñas se veían hermosas con sus guardapolvos bruñidos y coloridas cintas colgándoles de las largas trenzas. Me encontré con algunos amiguitos, que en años posteriores cimentariamos esa noble cordialidad: Avelino Ortiz, Saúl y Roberto Romero, Reti y Roberto Ortiz, Leonardo Baez, Luis Jimenez, Luis Moulard, Aristídes Real, Rubio Cassignol, Samuel Patino, Tailo Jimenez, Mario Julián, Marcelo Menoret y tantos otros que la memoria ha ido apagando.
La escuela fué desde entonces como un santuario donde debía ir todas las mañanas con estricta puntualidad. La disciplina y el respecto fueron las normas que debían estar siempre vigente en la conducta del alumno. A tráves del los años, y a medida que iba escalando grado tras grado iba tomando consciencia de la admirable organización que imperaba en nuestra escuela, gracias al celo y autoridad del Director y a su maravilloso plantel de profesores. Fué una suerte contar con nivel de tan alta calidad, de tal manera que los alumnos se sentían comodamente en los estudios del Bachillerato tanto en los Colegios de Asunción, Villarrica, Encarnación o Concepción, y sin pecar de soberbia se podía decir con entera autoridad que se sentían mejor preparados que los de esas grandes ciudades... Nuestras maestras eran todas profesionales recibidas, tituladas, con vocación de pedagogas. Eran estrictas en sus clases y accesibles y amistosas en los recreos. Existía una grata relación entre maestro y alumno. Pero, sin embargo, dentro del sistema existía el castigo corporal. El Director aunque combatía el uso del látigo no podía prohibirlo. Era la costumbre, esa metodología intimidatoria lo practicaban las profesoras "arribeñas" las que venían de otras ciudades. Recuerdo a una bella y simpatiquísima maestra: Deolinda Zaldivar, creo que todos los niños estábamos enamorados de ella. Pero a la hora del castigo se convertía en una especia de bruja aborrecible. Disponía de una vara, hecha de un fino gajo de guayabo. A la victíma le hacía pasar al frente de todos - una vez me tocó a mí - debía doblar el tronco y, ahí , en las nalgas, aplicacaba dos fuertes varillazos, que sacaban gritos de dolor.. Algunos, de piel muy sensibles, se largaban a llorar inconteniblemente. En cuanto a mí soporté con gran dignidad - en estos casos la timídez oficia de escudo para no dar rienda suelta a las lágrimas - además yo tenía acumulado años de entrenamiento intensivo... en mi casa el látigo era la autoridad máxima. El símbolo inequívoco del respecto. Era la época con sus costumbres ancestrales, ellos, nuestros padres, venían de soportar idéntico método de educación. Algunos sociólogos atribuyen a los europeos el uso de ese elemento de tortura, los historiadores nos narran que los españoles en sus conquistas de nuevas tierras trajeron con ellos el uso del látigo como elemento de autoridad y castigo para aplicarlos en el nuevo mundo, ya que los indios guaraníes eran más, mucho más humanos y pacíficos y nunca praticaron la barbarie pues desconocían su práctica como procedimiento de adoctrinamiento.
Volviendo a las profesora, la mayoría de ellas procedían de rancias familias de intelectuales y estudiosos. Abrazaban con verdadera pasión ese noble arte de enseñar. Una de mis pofesoras fué doña Barbarita Villalba, a quién recuerdo por sus dotes excepcionales de mujer en que la moderación, la fina elegancia, su voz de una grata tonalidad musical, hacían que sus clases resultaran amenas y en que el intéres del alumno estuviera siempre alerta, además manejaba un vocabulario muy colorido. Disponía de una paciencia infinita y de una voluntad de sublime generosidad. Cuando algún alumno demostraba su incapacidad de comprender una lección, volvía a empezar, a explicar usando métodos didácticos de los más gráfico posible. A la distancia, ahora, evoco con especial simpatía y cariño a aquel grupo de profesoras, de quienes aprendimos tanto y que hicieron de su profesión un arte, en que pusieron de sí todas sus energias y sus impulsos subjectivos. No me quiero apartar del recuerdo de mi profesora doña Barbarita sin antes mencionar una imagen que fuera tan familiar y querida a todos los Yegreños de esa época feliz e inolvidable. Quiero referirme a la pareja que formaban dona Barbarita y su esposo don Benito Villalba. Este señor era para mí algo muy especial. Me despertó siempre la atención su presencia sobria, pulcra y elegante. Alto, bien parecido, de cabellos ondulados y finos bigotes, vestía siempre impecable, de traje de excelente corte, bien planchado como que recién saliera de la sastreria. Fumaba cigarrillos en una larga boquilla que manejaba en su mano como un juego más en su arte de distinción. Usaba sombrero de pajilla en verano y de fieltro en invierno. Sin lugar a dudas era el hombre más elegante del pueblo. Su saludo constituía una ceremonia de colorido relieve. Me encantaba pasar frente a este señor por el solo hecho de provocar esa acción de galana mundanidad que correspondía a un rito más propio de las costumbres orientales. Cuando lo venía venir, tomaba yo la vereda opuesta y pasaba atento a su mirada, y era entonces cuando iniciaba su saludo sacándose el sombrero e inclinándose como una venia de sutileza y respecto. Los Domingos por la tarde era frecuente ver esa pareja en actitud de dulce arrobamiento, tomados de la manos, paseando por los jardines del Club 14 de Mayo. Estas visiones de amable cálidez enriquecen las hojas de nuestros albúnes del pasado y nos deja una estela de inefable complacencia.
Es de justicia señalar que la presencia de la Srta. Rosa Godoy, y su incorporación como profesora titular en nuestra escuela - trasladada desde la ciudad de Encarnación - constituyó un suceso muy significativo. Esta mujer de buena y graciosa presencia, de hablar suave, peinada siempre a la moda con su pelo negro que llegaba hasta el nacimiento de la nuca, vistiendose siempre de guardapolvo blanco almidonado. Tenía el aspecto respetable de una doctora. De dicción clara, académica, serena, estaba dotada de excepcionales condiciones de una pedagoga moderna. Con ella aprendimos a manejar los cuadernos como si cada hoja fuera un documento de escribanía, limpio y ordenado. No permitía un solo borrón. Sumamente severa en su control de la ortografía y puntuaciones. Su clase de arítmetica lo aprendimos de inmediato; su sistema didáctico, los dibujos geométricos y el desarrollo de las fórmulas que las enunciaba con tanta brillantez, que el curso completo acusaba un rápido aprendizaje. En su clase estaba prohibido hasta toser, requería un silencio casi sepulcral, y todo el curso le respondía observando una conducta digna de seminaristas. Ella despertó en el alumnado tanta admiración que todos queríamos tener algún motivo para consultarla. Hizo de la enseñanza un apostolado, vivió pegada a los aleros de la escuelas.... Y así como tuvimos maestras que brillaron con luces propias, hubo niños sobresalientes que representaron con elevada calidad, inteligencia y dedicación a su humilde Escuela Campesina. Se puede citar con singular satisfacción y orgullo a los alumnos Benito Menoret y Hernán Godoy