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Jairo Andrade, que ya había visitado la zona nos distrae con tres relatos: Primera noche Sabía que era el paraíso de la sorpresa, y cuando separó
sus párpados de acero, una luz violeta alucinó cada uno
de mis huesos.
Sesenta kilos de piel Tiquetes a mitad de precio en cines, teatros y salas de strip-tease. Una buena silla de ruedas y una enfermera. Poco dinero, pero nada de trabajo. Diez horas sagradas de sueño. Televisión por toneladas. Agradables tertulias de época. Patio con árbol. Nutricionista. Sexo cada bisisesto. Ambulancia y paramédicos por si las moscas. Visita al museo los domingos. ¿Por qué entonces me dejas estos sesenta kilos fríos de piel colgando de un nudo corredizo?
Sólo mi cabeza sobre la almohada Ni siquiera lo recuerdo. Sé que iba demasiado rápido. Después sé que todo se astilló, todo cambió de rumbo. Ahora estoy aquí, después de toneladas de yeso, mirando unas fotos que no me dicen nada. Una señora muy amable las pasa una a una frente a mí y no sé qué se supone que deba decirle. Mejor le pido que abra la ventana. De nuevo tengo sueño. En mi cabeza todo se reduce a una papilla de sensaciones que no tengo la intención de descifrar. Cuando estoy dentro del sueño veo las luces de una autopista correr como una adolescente perseguida por un violador. Abro los ojos y veo paredes blancas e inocentes que no me interesan. Me gustaría saber cómo me llamo y de dónde vengo; aunque, ¿no es fabuloso empezar de nuevo cada vez que abres los ojos? Han pasado dos semanas, me dice la señora amable, que se llama Rita o Roberta o algo así. Como sea, es la doctora que me atiende. Quiere que recuerde y la palabra suena bien, pero no me dice mucho. Esta vez ha traído unos cartones con manchas de colores, afuera hace sol y por eso prefiero los cartones llenos de manchas de colores. Digo lo que se me ocurre hasta que los párpados me obligan a dejarla. Dentro del sueño sigo viendo uno de los pedazos de cartón, el que parecía un murciélago azul, metiéndose entre las luces despiadadas de la autopista. Después un desierto blanco y duro extendiéndose hasta el horizonte. Al desayuno me trajeron granola embadurnada de yogurt sin dulce. Un viejo con cara de ebrio empedernido dice que es mi abuelo, una señora muy bonita dice que es mi madre, yo los trato lo mejor que puedo, tratando de disimular mi total indiferencia. Luego la doctora vuelve con lo de las fotos. Prueba un rato y después se va, cuando finjo dormir. Me gustaría saber qué demonios pasa con toda esta gente preocupada que no me importa. Estuve viendo la tele toda la tarde y aquí viene de nuevo la
sesión de fotos. No me importa seguirle la corriente a esto, afuera
el sol no podrá arreglárselas para colarse. Me deslizo bien por el asfalto sobre cuatro ruedas, pero descubro que
es mejor volar a dos centímetros sobre el hielo. Voy sigiendo un
par de muescas veloces dejadas por un trineo sobre el piso blanco del
ártico. No puedo detenerme. Un oso polar deja de mirar por un momento
su agujero dibujado en la superficie del hielo, el viento quema. Los torpedos
rojos de Transmilenio me escoltan, debí haberla llevado con más
calma. Las colinas blancas resplandecen, el blanco resplandor me ciega,
es imposible llevarla con calma. ¿Porqué no apartas de mi
camino ese estúpido semáforo? Vuelo más de lo que
nunca esperé, ya ni me veo a mí mismo. |