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Saer Por Leonel Giacometto "Que me la corten en rebanadas si
se me ocurre algo acerca de qué cuernos puede ser el deseo, y sin
embargo sé todavía menos por qué razón se
extingue. Si es la disponibilidad del objeto como dicen lo que lo apaga,
es lo imposible entonces lo que atrae -nunca está demás
lo que sirve para pisotear la economía- y lo aceptaría de
buena gana si no estuviese seguro, lo que por otra parte me importa un
rábano, de que imposibilidad y posesión se contagian, recíprocas,
la existencia. Por transferencia como dicen a otro objeto es que desaparece
tal vez -lo que cambia el objeto, pero no el problema. Tal vez lo que
llamamos deseo es análogo al brillo de una estrella muerta -el
espasmo de algo inhumano que deja de existir en el momento mismo en que
se encarna y cuyos últimos sacudimientos en su lugar de paso, nosotros,
nos inducen, maquinales, a descargarlo en lo exterior. De modo que son
aquellos que creen poseer los poseídos, y los buscadores de objeto
el objeto por excelencia." No sé por qué, al recordarlo, sólo viene a mi cabeza un nombre. No el suyo, sino el de su escritor favorito. A través de él, de Isaac, supe de la existencia de un escritor que nació en un pueblo de la provincia de Santa Fe y que luego se fue a vivir a París, Francia. Aunque me gusta leer, el hecho en sí, el de leer, no lo considero relevante en mi vida. Prefiero el cine, o la música. En cambio a él, a Isaac, leer se le presentaba como una actividad vital. Al recordarse, él decía que no había pasado un día de su vida -por entonces, hace tres años, él tenía veintiocho años y estudiaba Medicina- sin, al menos, leer un cuento breve. Cuando nos conocimos, en nuestras primeras citas, deambulando de bar en bar, entre cafés y cervezas, y a manera de regalo, me dio varios papelitos escritos a mano. El primero, escrito en un papelito amarillo, decía: "Existe siempre durante el acto de leer un momento, intenso y plácido a la vez, en el que la lectura se trasciende a sí misma, y en el que, por distintos caminos, el lector, descubriéndose en lo que lee, abandona el libro y se queda absorto en la parte ignorada de su propio ser que la lectura le ha revelado: desde cualquier punto, próximo o remoto, del tiempo o del espacio, lo escrito llega para avivar la llamita oculta de algo que, sin él saberlo tal vez, ardía ya en el lector" J. J. Saer. Las dos jotas, supe inmediatamente después, correspondían a Juan José. Juan José Saer, decía siempre Isaac, el mejor escritor argentino; y agregaba, después de un pequeño, escueto silencio: "vivo". Supongo que aún debe estarlo. Realmente hoy, o sea, ahora, mientras lo recuerdo a él, a Isaac, no me importa saber si Saer está vivo o muerto, o si dejó París, Francia, y volvió a su pueblo y, todas las mañanas, quizás en compañía de algún perro famélico, se va pescar cerca de las islas. Innumerables fueron, y son, las veces que me contuve de ingresar a una de esas librerías del centro y averiguar si él, Juan José Saer, publicó algún nuevo libro. La única vez que compré uno suyo, una mañana fría de hace tres años, fue para el cumpleaños de Isaac. Había ingresado a "El Ateneo", una librería que, además de libros y compactos de música, ofrece un pequeño servicio de bar donde, teniendo en cuenta el esnobismo propio de la acción que se realiza, uno puede sentarse, tomar un café, o una gaseosa, y leer cualquiera de los libros que están exhibidos. Como no me gusta leer fuera de mi casa, y como esa mañana fría de hace tres años yo, Leandro Bazán, tenía poco tiempo, me dirigí rápido a una de las vendedoras y le pregunté por algún libro del escritor argentino residente, aún creo, en París. "Ah, Saer", dijo la vendedora de no más de veinte años y con aires de modelo frustrada devenida a vendedora de libros. "Sí, Saer", dije yo. Después de mirar varias veces a su alrededor, como buscando algún estante, se dirigió a la computadora y buscó, allí, cuáles eran los libros disponibles. "Hay muchos... Cómo escribe este hombre", dijo la vendedora mordiéndose delicada pero compulsivamente la uña roja del dedo pulgar de su mano derecha. "El último", dije yo. Y lo compré. Después, por la tarde de esa mañana fría de hace tres años, supe que la vendedora sabía tanto de Saer y de libros, como yo de astrofísica y agujeros negros. Ella me había vendido "Cicatrices", en una reimpresión de la editorial Seix Barral pero, en realidad, esa novela tenía, al menos, treinta años. Pero a Isaac, que me puso al tanto, con una sutileza propia de él, del error de la vendedora, la edición le encantó. Al otro día, por la noche, me regaló otro papelito escrito a mano con un fragmento de "Cicatrices": "Viene de golpe. Es un sacudón -pero no es un sacudón- brusco -pero no es brusco-, y viene de golpe. Por medio de él sé que estoy vivo, que esto -y ninguna otra cosa- es la realidad y yo estoy dentro de ella enteramente, con mi cuerpo, atravesándola como un meteoro. Sé que ahora estoy completamente vivo, y no puedo eludir eso. Pero no es nada de eso tampoco, porque eso ya ha sido dicho, muchas veces, y si ha sido dicho no es esto. Me va venido muchas veces el extrañamiento, y éste no podía venirme sino ahora. Porque cada milímetro del tiempo está desde el principio en su lugar, cada estría en su lugar, y todas las estrías alineadas una junto a la otra, estrías de luz que se encienden y apagan súbitamente en perfecto orden en algo semejante a una dirección y nunca más vuelven a encenderse, ni a apagarse". Para ser franco, hoy, o sea, ahora, mientras una tormenta arrasa la ciudad, y yo, Leandro Bazán, no teniendo en qué entretenerme, sin saber exactamente qué hacer, si escuchar música, si ver televisión, o si chatear, me puse, de repente, a hojear, como esperando encontrar algo que en realidad no sé que era, el único libro de Saer que tengo, que, como no podía ser de otra manera, me lo regaló Isaac, en un gesto, según sus palabras, de absoluta entrega, ya que es un ejemplar de "El limonero real" muy ajado, muy estropeado y todo subrayado con birome azul por él, por Isaac, que prefirió, repito en un gesto de absoluta entrega, regalarme uno suyo -"el primer libro de Saer que tuve entre mis manos"- en lugar de ir a una librería y comprar uno nuevo, como hice yo hace tres años con "Cicatrices". Pero bueno, aquí estoy, mientras diluvia sobre la ciudad hojeo "El limonero real", y pienso, con absoluta franqueza, que, definitivamente, Saer me aburre. Tal es mi pensamiento hoy, o sea, ahora, mientras hojeo esta novela que dura un día y que, durante noches Isaac, con la cabeza apoyada en mi estómago, desnudos los dos en mi cama, me leía fragmentos sueltos que, según él, fluían, se dejaban, decía siempre, decir; devenían. Todavía recuerdo, ya que a veces leía una y otra vez el mismo fragmento que pasaba corriendo a través del patio, viniendo desde el rancho, cada mañana, en dirección al río, con el pantaloncito descolorido y la piel quemada y vuelta a quemar por el sol de enero; pasaba cerca del paraíso, seguido por su sombra, y desaparecía por el senderito de arena hasta que desde el patio se oía por fin el golpe seco de la zambullida y después el chapoteo de las brazadas. Volvía media hora después, chorreando agua, la piel oscura quemada y vuelta a quemar por el sol, el pecho flaco listado por la presión de las costillas, y se quedaba parado, casi en el mismo lugar en el que ahora está el brasero, riéndose y mostrando una doble hilera de dientes blancos que brillaban y brillaban. Por entonces, por el tiempo en que Isaac me leía los fragmentos de Saer, a mí me sonaban hermosos éstos. Sonaban irrepetibles, inmensos, sentía ese fluir de las palabras, ese "devenir Saer" del que hablaba Isaac, y veía a algún chiquito de no más de tres o cuatro años que pasaba corriendo a través del patio, desde el rancho, en dirección al río, con el pantaloncito azul descolorido y la piel requemada por el sol árido; pasaba seguido por su sombra que se fundía un momento con la sombra del paraíso y después cobraba de nuevo nitidez y lo seguía deslizándose delgada y rápida; al rato desde el patio se oían el golpe seco de zambullida y el chapoteo de las brazadas. Volvía chorreando agua y mostrando los dientes blancos que brillaban y brillaban. Hoy me aburre. Estábamos enamorados, aunque poco sabíamos uno del otro. Nos habíamos conocido de noche, merodeando un parque. Caminando en sentidos opuestos, nuestras miradas, ávidas de reconocimiento, a esa hora y en ese lugar, en ese parque, cerca de una jaula enorme y vacía a la que llamaban "la pajarera", fugaz pero intensamente, se encontraron. Aunque ninguno de los dos se detuvo, a los poco pasos, él, Isaac, que por entonces sólo era un hombre que me había mirado, giró su cabeza y yo, que ya la había girado segundos antes, esbocé una casi imperceptible sonrisa que produjo, varios pasos después, y de espaldas, que ese hombre que me había mirado se detuviera y se sentara, amparado por cierta oscuridad, en un banco cercano. Había dos opciones, o volvía y me sentaba a su lado, o me sentaba en otro banco y, desde allí, le hacía algún otro gesto, quizás otra casi imperceptible sonrisa. Opté, cargando con el miedo de equivocarme en la elección, retroceder y, lentamente, caminar hacia el banco donde estaba sentado. A medida que iba acercándome, él, Isaac, comenzaba a refregarse las manos demostrándome sus nervios. En el momento de llegar e intentar sentarme, él se levantó sorpresivamente, me dijo "acá no", y comenzó a caminar, apresurado, hacia el interior del parque. Lo miraba alejarse, de espaldas y apurado, pensando en descartar todo y seguir caminando en busca de otro, cuando él se detuvo y se apoyó en un enorme eucalipto. Desde allí, siempre amparado por la oscuridad del parque, me miró fijamente. Un silencio repentino se hizo en mí, creo que suspiré algo quejoso y comencé a caminar a su encuentro. No sé, o no recuerdo, en qué pensaba yo cuando llegué y lo vi apoyado en el eucalipto. Centímetros nos separaban. Lo miré en absoluto silencio, él parpadeó despacio y yo intenté besarlo, sabiendo de antemano la fugacidad de los encuentros que se producen en ese parque, a esa hora. Pero él, colocando delicadamente su mano derecha en mis labios, me dijo: "Quiero conocerte". Una hora después, estábamos en un bar cercano, cerveza mediante, presentándonos. Tenía cierto atractivo que yo no lograba entender. Era algo extraño. Atractivo, como dije, pero de una forma inusual. Había un encanto en su rostro y en su andar, cierta propensión a la tristeza noté en su cuerpo que le confería a su persona características, digamos, tiernas. "Algo encorvado por la tristeza... ¿Tristeza de qué?", me dije. Sus cabellos estaban desordenados artificialmente; usaba gel, y la dureza que le proporcionaba ese producto le daba, a sus cabellos oscuros, una forma de "caos ordenado" lo que me demostró que, más allá de algunos kilos de más, que se depositaban y se mezclaban con la forma de sus abdominales, los cuales tenían, digamos, una belleza, volvemos a decir, erótica de "hombre real", cuidaba su apariencia. Algo parecido a un lunar, que nunca supe si lo era o no, tenía en su mejilla derecha. No era alto y hablaba despacio, emitiendo de vez en cuando un pequeño chistido, cuando me dijo que se llamaba Isaac Forada, que tenía veintiocho años, que era estudiante de medicina, que había nacido en un pueblo llamado María Juana, que el único pariente que tenía en la ciudad era una tía abuela de la cual mejor no hablar ya que, según parece, era médium y estaba enredada, al parecer, en ritos satánicos. Al escucharlo, algo me decía que, aquella, era la primera vez que estaba, digamos, de alguna manera, enredándose con un hombre. Todas esas conjeturas mentales que flotaban a su alrededor quedaron confirmadas cuando me contó que hasta hacía un mes una mujer ocupaba sus pensamientos. "Aún está presente", dijo, "pero, ya ves, no puedo evitarlo". Nunca comprendí del todo qué cosa no podía evitar, si los merodeos en el parque en busca de un hombre, o la presencia mental de esa mujer a la que nunca conocí y de la que nunca más habló. Supe, tiempo después, que se llamaba Zarina y que intentó suicidarse cuando él, Isaac, le dijo que se había enamorado de un hombre: yo. Demasiado melodramático, pienso ahora, ya que nadie, hoy, o sea, en estos tiempos, cuando el deseo no es más que una simple curiosidad, se muere de amor. Quizás tanta lectura le haya proporcionado una imaginación desbordada, quizás sobredimensionó el hecho para inferir, sobre mí, el haberse enamorado, por entonces, de un hombre y que ese hombre fuese yo; o quizás yo sea demasiado desconfiado de las historias de los otros. Como sea, y de todas formas, hoy, o sea, ahora, cuando todo lo que me queda de él son el nombre de su escritor favorito, un libro estropeado y muy ajado, una fotografía de la que ya hablaré, y muchos papelitos escritos a mano, pienso que, para Isaac, que merodeaba un parque cuando lo conocí, yo, Leandro Bazán, fui sólo una simple curiosidad. La segunda vez que nos vimos, después de nuestro primer encuentro en ese parque, a esa hora en que los hombres se encuentran para derramarse en otros, habían pasado tres días. Ese día, el día -la noche- del primer encuentro, después de dos cervezas, caminamos tres cuadras juntos, casi en silencio, y nos despedimos en la puerta del museo "Castagnino", frente al parque. Yo le dejé mi número de teléfono y él, que vivía por entonces en una pensión de la calle Francia, después de extenderme su mano derecha como para despedirse, me dijo: "Mañana, cuando termine de estudiar, te llamo". Pero no llamó; y al tercer día, cuando yo, Leandro Bazán, comenzaba a pensarlo a él, a Isaac, como uno de tantos hombres que, sin saber exactamente qué hacer con el deseo, prefieren dejarse ganar por el miedo que genera imaginarse, peligrosamente, junto a otro hombre, el teléfono sonó y, del otro lado, de un teléfono público quizás, el hombre que hacía tres días había conocido, de noche, merodeando un parque y que dijo llamarse Isaac, me decía que había hecho todo lo posible por comunicarse antes pero que el estudio de la anatomía humana se lo había impedido. Sugirió encontrarnos en un bar, y yo propuse hacerlo en "El Olimpo", un bar cercano a mi casa que antes, cuando la ciudad estaba circundada por prostitutas y rufianes, funcionaba como almacén de ramos generales. Como "El Olimpo" quedaba, exactamente, a dos cuadras de la casa que yo por entonces alquilaba, llegué primero y me senté a una mesa cercana a la puerta, bajo un ventanal. Frecuentaba "El Olimpo" y, siempre me sentaba a esa mesa ya que ésta tenía, digamos, una hermosa vista: el ventanal daba justo a la esquina, a la intersección de las calles Mitre y Urquiza, donde los automóviles doblaban y, dada la estrechez de esas calles, parecía que, de un momento a otro, los coches se me vendrían encima. Así estaba yo, imaginando el imposible ingreso de algún infructuoso automovilista, cuando apareció Isaac. Algo de incomodidad había en él al sentarse frente a mí y saludarme con un escueto y simple "hola". Por petición mía, y atribuyéndola a una rutina, pedimos café, negro y sin cortar con leche o con crema. Mientras cada uno revolvía interminablemente el suyo, ninguno de los dos sabía de qué hablar hasta que, de repente, y girando la cabeza y su mirada hacia mí, ya que antes, mientras revolvía su café, miraba el exterior a través del ventanal, Isaac me preguntó si me gustaba leer. Cuando alguien, cuando un hombre hace una pregunta sobre los gustos de otro, y específicamente cuando lo hace sobre un gusto en particular, como lo hizo Isaac sobre el hecho de leer, quiere decir que la persona, el hombre que formuló la pregunta le gusta hacerlo, o sea, le gusta leer; y hace la pregunta para ver, digamos, si los gustos coinciden. Inmediatamente respondí que sí y él, algo impulsivo, como esperando esa respuesta afirmativa, sacó del bolsillo derecho de su jean azul oscuro un papelito amarillo doblado en dos, que sostuvo mientras me decía que, ayer, cansado de estudiar, se había puesto a leer, o a releer algunos cuentos de su autor favorito y, porque sí, mientras leía un párrafo, sin saber muy bien por qué lo hacía, se había acordado de mí. Entonces me dio el papelito amarillo doblado en dos al tiempo que, esbozando una sonrisa amplia pero algo escondida, me dijo: "Te recordé con alguna especie de ternura". Era el primero de los fragmentos de Saer que Isaac iría a regalarme, y hablaba sobre el acto de leer. Aunque no entendí muy bien el por qué de ese fragmento y el recordarme con "alguna especie de ternura", se me erizó la piel y le dije, tragando saliva y sin que se me notasen los nervios: "Gracias". Él me preguntó si conocía a Saer; y al responderle que no, me contó que las dos jotas correspondían a Juan José, y me hizo una pequeña reseña sobre la vida del escritor que, aún creo, vive en París, Francia. Luego dijo no recordar de qué se trataba el cuento que estaba leyendo cuando decidió escribirme ese fragmento; sí que era una colección de relatos que llevaba el título de "Lugar" y "quizás", dijo, "el preguntarse sobre qué es un lugar o el darse cuenta dónde está el lugar de cada uno, me llevó a escribirte estas palabras ajenas". Le pregunté si, además de leer mucho, le gustaba escribir o si escribía; pero él, sin ningún tipo de frustración en sus gestos o palabras, me dijo que nunca lo había intentado. "Ahora menos", dijo, "no podría concentrarme". Creyendo que se refería a su carrera dije: "Medicina es difícil". Pero él, bajando la mirada hacia el pocillo vacío de café, me corrigió: "No es la carrera; soy yo. No podría concentrarme en una ficción cuando en la vida real estoy por encontrar mi lugar". Lo primero que esas palabras me produjeron fue miedo. Después, y usando sus palabras, apareció en mí alguna especie de ternura. Entre el miedo y la ternura, entonces, no podía dejar de pensar que algo tenía que ver yo con ese "encuentro de lugar" al que se refería. Otra vez, pensé, como suele suceder, la rapidez le había ganado al conocimiento, al reconocimiento mutuo y, quizás un gesto -más tarde fue una caricia- sentó las bases, fabricó los cimientos de algo que, pensé, como suele suceder, no estaba tan alejado de la ficción. Esperando quizás que yo dijera algo, Isaac volvió la cabeza al ventanal y yo, ganado por la rapidez, coloqué mi pierna izquierda entre las suyas y le dije, bajito, para que nadie escuchara -sólo él-: "Alguna especie de ternura". Esa noche dormimos juntos, en mi casa, y, aunque nos besamos, a escondidas y en privado, como son los besos entre los hombres hoy por hoy, y por entonces, y esperemos que no por siempre, él me dijo que prefería dejar, por ahora, por entonces, todo así y, si yo se lo permitía, dormir a mi lado. Entonces, abrazados y semidesnudos, nos dormimos; simplemente dormimos abrazados. El se dejó guiar por sus propias manos y yo dejé que las mías investigasen. Él descubría la sensación táctil que producía la cercanía de otro hombre y yo me estaba enamorando. Él me contó aquello de Zarina y yo, enamorado, le dije que, sin más, este, si así lo sentía, era su lugar. Él me leía "El limonero real" y yo lo escuchaba, atento y enamorado; doblemente enamorado, de él y de Saer, a quien descubrió, me dijo, por casualidad, una tarde de verano, aburrido, mientras buscaba algo para leer en una librería de su pueblo. El título de ese libro que dura un día no lo había entusiasmado pero, hojeándolo al descuido, vio que casi no había puntos y apartes y, decía, me decía, que la sensación de ver un texto casi sin cortes, sólo palabras, un texto que "iba", decía, le había producido una especie de encantamiento. Después descubrió que Saer era mucho más que un texto que "iba" y comenzó a leer otros títulos. Esa vez, la vez en que me contó sobre el descubrimiento de Saer, después de escucharlo, arrumbados y abrazados a un costado de mi cama, yo le dije que, quizás, Saer no era el único autor que escribía de esa manera. El me miró y dijo que sí, que ya le sabía, que había otros -nombró una larga lista de nombres que hoy, o sea, ahora, mientras deja de llover sobre la ciudad, no recuerdo-, que el último capítulo del "Ulises" de Joyce, por ejemplo, aunque lo había aburrido un poco, le había encantado, que no entendía mucho de gramática y sintaxis pero que, al leer, priorizaba las sensaciones, y que Saer fue el primero que le produjo la sensación de "compañía". "Su voz", dijo, "la voz de Saer me hablaba al leer, me contaba algo sobre alguien de una forma tan perfecta que, por primera vez, sentí, real y concretamente, que un libro me hacía compañía, que serenaba mi soledad". Aunque no entendía cómo, de qué manera un libro, o sea, miles de palabras impresas unas junto a las otras, escritas por alguien hace mucho, quién sabe dónde y bajo qué circunstancias, podía producir en él, en Isaac, esa "compañía" de la que hablaba, yo, Leandro Bazán, por entonces enamorado de Isaac, repentinamente me sentí angustiado. Me pregunté, en silencio y para mí mismo ya que él había cerrado los ojos y se disponía a dormir, si yo, a él, a Isaac, que merodeaba un parque cuando lo conocí y no una librería, le producía esa sensación de "compañía"; si yo, viéndolo dormir allí a su lado, a mi lado, al igual que Saer, serenaba su soledad. Después de todo, pienso hoy, o sea, ahora, cuando él ya es un médico que atiende, según me enteré, en el Hospital Provincial del Centenario, y está especializándose en Medicina Forense, y yo, Leandro Bazán, que fui sólo una simple curiosidad, con "El limonero real" abierto en cualquier página, con los papelitos escritos a mano desparramados sobre la mesa de la cocina y esta fotografía que ahora y aquí, en la cocina de mi casa, con todas las ventanas abiertas para que ingrese el aire húmedo que se produce después de la lluvia, bebiendo "Tía María", una bebida amable, observo, decía, la fotografía que me regaló Isaac una semana antes de enterarme, de enterarnos, qué poco sabíamos uno del otro. La última vez que me regaló un fragmento de Saer, no lo hizo en un papelito, sino detrás de la fotografía que, una noche, me obsequió sin demasiados preámbulos. Desde hacía un tiempo, frecuentemente, discutíamos el asunto de la vivienda. Yo le había propuesto venirse a vivir a la casa que yo por entonces alquilaba y, así, además de compartir los gastos, compartiríamos lo cotidiano. Sin demasiadas explicaciones, cosa habitual en él -salvo al hablar de Saer-, me respondió, sistemáticamente, que no a todas mis invitaciones. "De día, prefiero extrañarte", me decía. Pero algo, llamésmolo "intuición", me decía que todavía, pesado como el monumento a la Bandera, estaba el miedo de saberse con un hombre que, además de compartir los gastos, compartía la cama. Una noche, poco tiempo antes de, digamos, terminar lo nuestro, mientras yo dormía -en realidad no lo hacía, sólo tenía cerrados los ojos-, me acarició delicadamente el rostro y, en la total oscuridad, repitió la frase que, una semana después, me regalaría junto con una fotografía en la que se lo ve sentado en la vereda de una calle de tierra, acompañado de quien me dijo después era su madre, a quien le sostiene -en realidad, le aferra- la mano derecha. Ella está sentada a su lado, él tiene ocho años, y la fotografía la sacó, me dijo, el segundo marido de su madre, que no era su padre y de quien nunca dijo nada -tampoco yo pregunté-. Ella sonríe mirando fijamente a la cámara e Isaac tiene un gesto parecido a una sonrisa pero no mira a la cámara, sino más abajo. No sé si es por el "Tía María" o por qué, la fotografía, hoy, o sea, ahora, pensando en Isaac, me parece triste. Más aún cuando la doy vuelta y leo el fragmento de "Lo imborrable", de Saer, que él me dejó, quizás sabiéndolo o no, como último regalo. Es el más claro de los fragmentos, es el que menos habla del escritor que vive, aún creo, en París, Francia, y es el que más de habla de Isaac, que ahora, sigo pensando, me llenó del mundo de ese escritor para no hablar de él, que merodeaba un parque cuando lo conocí. Y, como suelen ser, digamos, las relaciones entre hombres, la mía con Isaac terminó tan abruptamente como había comenzado. Dejó de llamarme, dejó de ir a la casa que yo por entonces alquilaba; y yo, después de varios intentos merodeando el parque que, a esa hora, se encuentran los hombres para derramarse en otros, dejé de buscarlo. Ocho meses después de conocerlo me di cuenta lo poco que sabía de él, y él lo poco que sabía de mí. Sabía que estudiaba medicina, pero no en que año estaba ni cuánto le faltaba para recibirse; sabía que vivía en una pensión de la calle Francia, pero no sabía en cuál; sabía que había nacido en pueblo llamado María Juana, pero no sabía dónde quedaba ese pueblo; que tenía una madre que se había vuelto a casar con, dijo un día, "un señor oscuro como la noche"; que tenía una tía abuela en la ciudad, pero que era mejor no hablar de eso ya que estaba, según parece, enredada en ritos satánicos; y sabía, también, que Saer serenaba su soledad, que había tenido una novia, Zarina, que había intentado suicidarse, que en la mejilla derecha tenía algo parecido a un lunar, que al hacer el amor hablaba poco y gemía mucho, que le molestaba el vello de su pecho y de vez en cuando se lo afeitaba, que le gustaba dormir abrazado, y que nunca dijo, me dijo, ahora que lo pienso, "te quiero" sino "te necesito". Saer me aburre, definitivamente. Lo pienso hoy, o sea, ahora, desvelado como estoy me digo que, a veces, depositamos sentimientos ajenos en nosotros y nos los creemos, embarcados, embaucados o enamorados de otros que, como Isaac, aspiran a curiosear, por el simple afán de no saberse, de no haberse reconocido en un gesto propio. Y quizás, en otra circunstancia, si aquella noche no hubiera merodeado un parque, si hoy no tuviera entre mis manos esta fotografía con sus palabras al reverso, quizás, Saer, Juan José, el escritor que nació en Santa Fe y se fue a París, Francia, me parecería un escritor asombroso; y quizás, también, la ráfaga de odio que sentí por ese escritor que vive, aún creo, en París, no hubiera sido tal cuando hace poco, merodeando el parque en el que se encuentran los hombres para derramarse en otros, a esa hora, sentados en un banco cerca de "la pajarera", Isaac y una mujer, que no era Zarina -aunque no estoy seguro ya que nunca la conocí-, se besaban silenciosamente circundados de hombres que, como yo, que sigo merodeando el parque, buscamos algún gesto, alguna difusa mueca. Por eso releo el reverso de la fotografía, porque no aspiro a que me la corten en rebanadas en pos de una definición, sino, simplemente, para que Saer me siga aburriendo. El fragmento está escrito a mano y es, como dije, de "Lo imborrable", título que, a pesar de no saber de qué "cuernos" trata la novela, hoy, o sea ahora, desvelado como estoy, prefiero no compartir. |