José Adolfo Gaillardou nació en La Pampa y vive en Hurlingham (Prov. Buenos Aires, Argentina). Es, sobre todo, poeta, pero también novelista, género en el que ha escrito y publicado en forma de libro dos obras: una menor, El camionero, y otra memorable: Pampa de furias, en la que aborda el drama humano que suscitó la colonización de la provincia de La Pampa por los inmigrantes europeos. En esta edición de ZONA LITERATURA publicamos la obra completa. |
PAMPA DE FURIAS Introducción: La otra huelga PAMPA DE FURIAS –¿Al pique, Gregorio...? –gritó Venancio desde el patio de la casa, con algo de asombro al ver que su compañero de trabajo se había adelantado al horario –cosa que nunca ocurría– y caminaba a grandes pasos por el centro de la calle, rumbo a los galpones del ferrocarril. –¡Así es pues...! Hoy va a ser bravo el tirón –contestó Gregorio saludando con la mano en alto. Razones tenía Gregorio para haber madrugado. Le picaba en el cuerpo la curiosidad y quería ser el primero en enterarse de los acontecimientos. Mientras avanzaba por la tranquila mañana del pueblito pampeano, miraba a la distancia y a ambos lados, queriendo encontrar otro compañero que llevara su mismo rumbo. Pero no, él era el primero. La huelga se había ganado con todos los derechos. Don Pietro mismo que era uno de los chacareros más fuertes de la zona, y que por serlo pertenecía a la parte patronal, los ayudó a organizarse para declarar el paro. No contento con eso, cuando se reunieron las partes, Pietro puso en alto su voz de viejo sindicalista italiano, diciendo: –"El año no puede ser bueno solamente para nosotros, los changarines también tienen derecho a sentir la alegría de tomar parte en un año bueno..." Al fin Gregorio llegó a la tranquera de la playa. Luego de darle un repaso general con la mirada, se dijo: –"Hoy va a ser bravo el tirón..." Lo delataban las tres filas de carros cargados hasta el tope, que con los tres días de paro, se habían ido alineando en la espera de ser aliviados del peso de las bolsas. Se acercó hasta la gente que había acampado debajo de una lona extendida entre dos de los carros más grandes. El tema de la huelga todavía ardía en los entrecejos y en los paladares. Se había hecho el asunto obligado de toda conversación. Mucha de aquella gente escuchó algún día esa palabra, pero siempre a la distancia; tenerla allí sonaba distinto... huelga... tiene gusto a cosa tramada en silencio. Es una palabra que da sed –pensaban ellos–. Una palabra caliente que sabe a pan duro, que huele a ropa gastada en el sudor, que hincha el pecho y lo desnuda frente al hambre. Una palabra de palabras gruesas... huelga... se mete entre las sienes, se ciñe en la frente, se apreta entre los labios y sangra en los puños cerrados de la espera. Es una palabra tan seria como la palabra hombre. A veces trae pólvora y lágrimas, a veces grito y alegría, pero siempre, por cualquier camino que venga trae conquista. Es una palabra que se aprende de noche y se suelta cuando amanece. Camina entre el tumulto buscando la ventana que tiene encerrada la luz para abrirla en medio del hombre. Gregorio desque aquel momento debía sentirse más importante que nunca. Así lo comprendió y así lo sintió. Él pasaba inadvertido para el mundo desde hacía muchos años, recién ahora era algo: huelguista. En esos días, por donde quiera que pasara, lo miraban los ojos asombrados del pueblo, y eso hacía sentirse alguien. Por fin una vez en la vida lo tuvieron en cuenta para algo. Desde que él dejó de ser maquinista en la planchada, es decir el primero en la fila de la carga o la descarga, el primero en fuerza y resistencia con la bolsa como un juguete entre sus manos, ya nadie le daba importancia a su miserable existencia. Ahora era el "furgón", el que siempre iba a la cola en todo. Los años y el abuso exagerado de "hazañas" lo había ido relegando a ese puesto de burlas, por parte de sus compañeros, que además, lo querían sanamente. Chirriaban las roldanas resecas, al abrirse la gran puerta de chapa del galón Nº 1. Los carros en fila comenzaron a atracar por orden para ser descargados. Más de treinta se habían reunido. Chatas a cajón con noventa y cien bolsas cada una, chatas playas, chatas rusas chicas y grandes. Todas aguardaban el turno. La estación ferroviaria en menos de veinta minutos comenzó a crecer en movimiento de hombres, gritos, perros, caballos, sulkys, cantos y silbidos. Manos firmes en las riendas, en las orejas de la bolsa, en la parada al aire que ordena el grito de: "pare y largue, compañero...!" Voces topadas al pasar, en el saludo, en la pregunta, en la broma oportuna... "¿Cuánto le ha rendido este año...? ¡Más que nunca...! ¡Ya terminé con el trigo... mañana empiezo con el centeno...!" "Esto va derecho a la cabriada; todavía no pienso vender..." "¡Cuidado, muchacho...! No se apure que la están vistiendo..." y todo así. El día comenzaba a desgranarse en el canto del trabajo. Los changarines, con medio cuerpo desnudo y descalzos, corrían desde la culata del carro hasta la estiba que se levantaba en el interior del galpón, donde el estibador recibía la bolsa y la colocaba en el lugar correspondiente hasta terminar con precisión casi matemática un verdadero edificio de cereal. Algunos para estar más cómodos y livianos, se quitaban los pantalones rodeándose la cintura con una bolsa abierta que les llegaba hasta las rodillas. Sobre los hombros les caía un ancho pañuelo que les resguardaba la piel, evitando que fuera limada por el rose la arpillera. Lejos de que ese trabajo les dibujara en sus rostros alguna mueca de cansancio, tenían tiempo para saltar y correr detrás de una broma con la mano abierta. La transpiración les bañaba el cuerpo, brotando por la piel en gruesas gotas como si fuera un rocío que el calor ponía sobre el trabajo. Cuando el chacarero tenía su cereal vendido por anticipado, estaba allí la aguja brillante del calador en manos de quien lo acaparaba. Cada bolsa recibía la puñalada por la espalda en busca de la sangre hecha grano que delataba su calidad para estibarlo. El experto volcaba en la palma de su mano la semilla, clavaba los ojos y la nariz en ella y luego la arrojaba a un costado. A veces la herida seguía sangrando hasta el final del recorrido, poniendo así una alfombra de trigo al piso duro del galpón. Más tarde, al final de la jornada diaria, al pasar la escoba, aquellos cambiaba de nombre y se llamaba "barrido", con lo que los pibes se cobraban el trabajo de haber alcanzado agua fresca a esos hombres, que parecían bueyes bebiendo. A Gregorio comenzó a picarle la sed. Se pasó la lengua por los labios resecos y salió de la fila preguntando: –¿Dónde está el agua? Venancia miró sonriendo al que estaba a su lado y le preguntó en tono de broma: –¿Se quema algo, compañero...? –¡Habrá que apagar la de anoche! –contestó éste. Gregorio buscó con la mirada por sus cuatro costados a los aguateros, y al no verlos colocó las manos en la boca haciendo bocina y gritó: –¡Agua...! Tacio, Cepillo y el Zorro, eran los sobrenombres de los tres aguateritos más hombres. Tenían once y doce años. Higinio, Taco y el Flaco, tenían nueve años cumplidos cada uno. En ese momento se encontraban reunidos en el escondite que habían preparado detrás de las últimas filas, en el fondo del galpón. Allí estaban deliberando. Tacio hablaba atropellando las palabras y con los ojos exageradamente abiertos: –¡Mirá, Cepillo, si no te dan el barrido, no seas zonzo, no traigás más agua! –¿Y...? qué querés que haga. El capataz dice que el barrido de ese galpón es para Gregorio, porque hace muchos años que lo lleva –contestó Cepillo. –¡Qué Gregorio ni Gregorio! –dijo en tono de enojo el Zorro mientras afinaba la intención en sus pequeños ojos y escupía las cáscaras de semilla de girasol–. Mirá... ¡yo tengo una idea...! ¿Cómo hicieron los changarines para que les pagaran más...? ¿Eh? ¡Dejaron de trabajar y hasta que no les pagaron lo que querían, no se movió nadie...! Nosotros haremos lo mismo y se acabó. –¡Tenés razón! –afirmó Tacio sorprendido por la brillante ideal del compañero–. ¡Le hacemos la hulga nosotros también... qué lindo! Cuando Tacio terminó de hablar, todos los ojos estaban clavados en él, y Cepillo, que era el motivo de aquella sublevación, creyó conveniente poner su granito de arena opinando, y dijo: –¿Y si van ellos a buscar agua...? ¡Nos quedamos sin barrido todos! –¡No te aflijas que ellos no van a ir una cuadra y media porque pierden! ¿No te das cuenta que están trabajando por tanto? ¡O te creés que son zonzos! –afirmó el Zorro. –¡Y si quieren poner aguateros nuevos dejalos por mi cuenta, que no llegan con el agua ni con la nariz sana! –interrumpió Higinio que confiaba en sus fuerzas y en su buen cuerpo. Tacio les hizo una señal para que se acercaran más, y les habló en tono de conspiración. –¡Estas cosas no hay que hacerlas así nomás! Yo vi muy bien cómo hizo papá. ¡Él dice que para ganar hay que estar unidos, si no se pierde! En el momento resonó la voz de Gregorio que buscaba por todas partes. –¡Que grite nomás...! No sabe la que se le viene –acotó al margen Taco, que hasta ese momento no había hecho otra cosa que escuchar. –¡Uno de nosotros tiene que darle la noticia al capataz! –afirmó Tacio–. Hay que comunicarle que estamos en huelga y que por eso no le llevamos el agua. –¡Ya está! –dijo el Zorro–. Voy yo y le digo: ¡Señor, nosotros no les traemos agua a los changarines porque estamos en huelga! ¿Qué te parece? –¡Me parece una burrada! –repuso Tacio. –¿Por qué...? –¿Estamos en huelga... estamos en huelga, y no le decís por qué? –Esto lo dijo Tacio con un gesto y un tono en el que quería dejar aclarado que él era el único conductor de aquel movimiento. Cepillo los miraba atento y por momentos no quería creer que cobrara tanta importancia el hecho de que a él, no le dieran el barrido por traer agua. –¿Dónde se han metido estos cursientos...? ¡Aguaaaaa...! –se oía la voz de Gregorio. Cuando la sed comenzó, ya dejó de ser un problema de Gregorio solamente y el capataz comenzó a gritar a la par de éste, pero, sin resultado. Los aguateros estaban en plena asamblea de sindicato. –¡Yo soy el que tengo que hablar! –insistió Tacio– y si me olvido de algo, vos me soplás –le dijo al Zorro. –¡Bueno! y vamos si no éstos se van a descogotar gritando. No había terminado el Zorro de hablar, cuando nuevamente se oyó la voz que venía por entre los estrechos corredores de las estibas. –¡Zorroooo...! ¡Tacio...! ¿Dónde putas se han metido...? La voz corría por entre los largos pasillos. Era fácil hablar y escucharse de extremo a extremo, cuando el galpón se hallaba colmado de bolsas. Mirando hacia arriba, aquella uniformidad producía vértigo. Las estibas se volvían contra el suelo en forma de remolino. Ahora la voz de Gregorio llegaba por esos tubos, se enredaba en las altas cabriadas, tocaba el paredón de chapa acanalada y regresaba envuelta en el olor agrio y picante del cereal seco, mezclado con el del tejido de la arpillera. La palabra agua allí adquiría forma corpórea, y ya en su cuerpo filamentoso, resbalaba por el piso de adoquín de madera, llegando hasta el escondite de los aguateros y deteniéndose allí, en plena asamblea, a la espera de que las deliberaciones sobre su destino terminaran colmando los paladares de quienes la aguardaban para saciar su sed. Terminaron de discutir los últimos puntos y salieron al encuentro del capataz. Todo estaba dispuesto, pero algo les golpeaba en el coraje haciéndolos temblar. Salieron en fila por le pasillo principal, Higinio, el Flaco y el Zorro quedaron atrás. El Zorro aprovechó siendo el último, para ponerle el pie al Flaco y hacerlo tambalear. Éste se dio vuelta con la velocidad del gato y le arrojó a la cara un puñado de trigo. Llegaron hasta el final y se dirigieron a la balanza donde se encontraba don Marcos. Apenas fueron vistos por los changarines, se armó un revuelo de protestas. –¡Por fin aparecieron los señores! –dijo el primero que los vio. –¿Dónde estaban metidos? –protestó otro. –¡Traigan agua fresca y rápido! –saltó Gregorio que venía de buscarlos por afuera. –¡Vamos, muévanse! –gritó Venancio sacándose el sombrero y haciendo además de castigarlos mientras fingía estar enojado. Pero aquellos seis hombres de pantalones cortos, recibieron con absoluta indiferencia esas órdenes. Tacio se adelantó hasta el capataz, que en ese momento estaba ocupado en la pesada que debía anotar. –¡Señor...! –dijo con profunda seriedad. –Ajá –contestó éste mecánicamente sin levantar la vista de su trabajo. –Venimos a decirle que no traemos agua porque estamos en huelga. Los changarines que escucharon solataron a coro una sonora carcajada, que no fue tenida en cuenta por el Zorro que continúo hablando, dado que el capataz aún no estaba enterado de la noticia. –¡Estamos en huelga hasta que usted no le dé el barrido del galpón cuatro a Cepillo...! –¿Cómo...? –preguntó don Marcos cerrando la libreta–. ¡En huelga ustedes...! ¿Y desde cuándo? –¡Desde hace un rato nomás! –contestó con alegría Higinio como si este nuevo acontecimiento fuera un juego que aprendieran recientemente. –¡Señores! –gritó el capataz a todo pulmón y riéndose en tono de burla–. ¡Tenemos huelga de agua! ¿Qué les parece? –¿Y qué piden... aumento de sueldo? –preguntó el recibidor, que como todos, había festejado la ocurrencia de los aguateros. –¡A lo mejor nomás! –afirmó Venancio que encontró divertido el proceder de estos señores recién amanecidos. Tacio miró a sus compañeros. Un gesto de asombro los tenía inmóviles, a la espera de que alguno entendiera que aquello era muy importante. En la inmovilidad había un pregunta... ¿Qué hacemos...? De repente don Marcos vociferó: –¡Si no vuelan de aquí, mocosos, y en menos de nada no están de vuelta con el agua, les voy a calentar el culo con una alpargata! La orden no los impresionó; por el contrario, miraban al capataz resueltos y seguros. –¿Han oído o no...? –y se adelantó con la mano en alto para descargarla en el primero. Cepillo se cubrío la cara con el revés de la mano, mientras uno de los changarines surgió del montón tomando en el aire el brazo de aquel hombre fuera de si. –¡Epa...! Eso corre por mi cuenta, si es que se lo gana. Para eso soy el padre... ¿entiende? En ese momento apareció don Pietro, que alguien se había adelantado a informarle de la novedad. Tiene alegría en el rostro, y una bocanada de humo de su pipa le envuelve la ancha sonrisa. Sin embargo el tumulto le hace pensar que las cosas son más serias de lo que él piensa. –¿Qué pasa aquí? –pregunta. –¿Qué pasa...? Que tenemos huelga de aguateros –contestó el capataza irritado–. ¡A esos mocosas se les ha ocurrido jugar con los hombres y como no tienen padres, yo me voy a encargar de darles una buena chirliadura para que acaben con las macanas...! –¡Tenga cuidado, don Marcos, mire que se puede tragar las palabras! –contestó el padre de Cepillo. –¡Bueno... bueno, señores...!, parece mentira –interrumpió Pietro haciendo uso de la autoridad que le daban sus años y el respeto que se había ganado con ellos–. ¡Lo que aquí pasa es muy sencillo: ¡Lo que aquí pasa es muy sencillo: ellos reclaman algo que les pertenece! Todos se quedaron esperando las palabras de Pietro. Con estas ya van dos veces que el capataz se salva de que le sacudan el polvo por las intervenciones a tiempo de don Pietro. La anterior fue dos días antes, en plena asamblea. Se puso en contra de los changarines, como si fuera el más perjudicado. "Siempre de esa clase de ratas que quieren hacerse gatos" –pensó en ese entonces Pietro. –¡Pero esto sí que está bonito! ¡Así que estos cascarrientos van a hacer lo que ellos quieran...! ¡No los preciso a ninguno; ya pueden ir desapareciendo! –dijo poniendo el grito en el techo el capataz. –¡Irá usted a traernos agua...! –contestó uno de los changarines. Por la forma en que gritaba agitando los brazos en el aire, cualquiera hubiera dicho que ese hombre estaba loco. –¡Estos se creen que con huelgas se arregla todo...! ¡Es el colmo...! ¡Yo no soy nadie aquí! ¡He llegado a tener cuarenta años para que me manden estos mocosos...! ¡Ahora tengo que obedecerlos a ellos...! ¡Todo el mundo tiene razón menos yo! ¡Ya no sé lo que hago! ¡Estoy demás aquí! ¡Soy un espantapájaros..! Allí se le vio la otra cara. Le dolía pensar que había perdido autoridad. Que seis chiquilines, por el solo hecho de unirse y reclamar justicia, son capaces de detener la marcha de un trabajo donde se mueven casi ochenta hombres. Le mordía adentro que aquello de ser... capataz... no era tan importante, es decir, no era casi nada, cuando la libertad y el derecho se proponían vestir de seriedad. Mientras tanto los seis muchachos estaban allí, mudos de asombro por las características que tomaba aquello. "Y pensar que todo este lío lo armó Tacio por querer declarar la huelga" –pensaba Higinio. El capataza seguía gritando y golpeándose la frente, el pecho, los manos, las bolsas y caminando para todos lados como un enfurecido, tratando de conseguir con aquel despliegue de energías, atemorizar a los que escuchaban. Esto duró hasta que don Pietro le dijo: –¡Vea, don Marcos, no se haga mala sangre que el asunto no es para tanto! Usted está equivocado. Todo trabajo debe pagarse, y más, cuando se paga en la forma como en este caso lo paga usted con la basura que se barre. Yo creo que ellos tienen razón, y, con respecto a su idea sobre las huelgas, también está equivocado. ¡Usted no habrá tenido nunca la necesidad de reclamar algo que honradamente le correspondiera como obrero, por eso opina de esa manera...! Los changarines escucharon con admiración a Pietro, y cada uno pensó por su cuenta que en realidad el problema de los aguateros, era un problema serio, importante. Cuando Pietro terminó de hablar sintieron ganas de aplaudir. Aquello era hablar. Don Marcos se quedó unos minutos en silencio, luego clavó la mirada en el suelo. Verdaderamente, se dio cuenta en ese momento lo insignificante que representaba ser... capataz..., de lo insignificante que era él, frente a toda esa gente que según decía, estaba bajo sus órdenes. Se dio cuenta que estar bajo sus órdenes, no es estar bajo otra cosa, que no sea una palabra repetida de la boca del patrón a ellos; una especie de alcahuetería en tono prepotente pagada con unas monedas más. Aquella lección no la olvidaría jamás. Luego levantó la vista y apoyando las manos en las caderas, dijo para si la frase que más le picaba: "Así que ahora, han tomado la costumbre de unirse para hacer lo que quieran". En ese momento se acercó Vicente que hacía un buen rato que estaba esperando con su carro para ser descargado, y dijo en tono de broma ajeno a todo lo que allí ocurría: –¿Qué pasa, tampoco hoy se trabaja...? Al oir aquellas palabras, don Marcos tuvo la sensaci´pn del tiempo perdido por tan poca cosa y mirando a sus costados preguntó: –¿Dónde está Gregorio? –¡Aquí, capataz! –respondió éste. –¡Desde hoy el barrido del cuarto, se lo lleva el aguatero! –¡Me extraña! ¡Por chiquilines usted no me puede quitar el barrido...! ¿O lo han dominado? –¡Yo no me dejo dominar por nadie! Usted hace lo que le ordeno, de lo contrario ya sabe lo que tiene que hacer. Gregorio se retiró murmurando su protesta por lo bajo... "Pura parada, y después lo domina cualquiera... hasta los aguateros". El oído del capataz se estiró hasta las palabras de Gregorio y reventó diciendo: –¡Ahora mismo me deja el galpón por ocho días! ¡Yo les voy a enseñar para qué estoy aquí! –y golpeando las manos en actitud de orden, invitó a que el trabajo continuara, luego se dirigió a los aguateros. Detrás de una pausa buscó una pose burlesca y les dijo: –¡Señores...! ¡ya está concedido el pedido! –y haciendo un gesto de reverencia–: ¿Quisieran tener la amabilidad si no les es muy molesto... de traer agua para la gente que trabaja...? Pietro no miraba a don Marcos puesto en ridículo ante sí mismo. Miraba a los aguateros..., los aguateros tampoco miraban al capataz, miraban a Gregorio que con las ropas bajo el brazo, se dirigía a un rincón para mudarse. "Todo por hablar una palabra de más..." "Por nosotros ahora se queda sin trabajo el pobre Gregorio..." Tacio quedó inmóvil un segundo. Los ojos se le agrandaron. Crispó las manos, apretó los labios y encaró al capataz: –¡Señor... nosotros seguimos en huelga...! –¿Cómo...? –¡Sí...! Si no se levanta la suspensión a Gregorio, seguimos en huelga. –Eso digo yo también –dijo Higinio mientras el asentimiento de la cabeza de todos, caía a plomo de la espera. El Zorro y el Flaco miraron la puerta. Taco y Cepillo se abrieron buscando camino. Don Marcos se quedó con la boca abierta como si la última palabra le hubiera querido salir de punta y se le atravesara en el paladar. Aquello era inaudito, distinto a todo lo que le ocurriera en su vida. Levantó la vista sin cerrar las mandíbulas y los abarcó con la mirada. Pero ahora miraba distinto y sintió en el fondo deseos de abrazarlos. De repente dejó de ser capataz para ser hombre. Los seis "mocosos" –como él decía– que estaban allí temblaban de miedo pero eran valientes. Los brazos les caían muertos a los costados y los ojos estaban pendientes de cada movimiento de aquel hombre. Esperaban la acción o la palabra. Don Pietro esperaba la respuesta de don Marcos con los ojos inquietos. Don Marcos dio media vuelta para esconder algo que le temblaba en la cara y le picaba en los ojos. Levantó la vista buscando a Gregorio y le gritó: –¡Eh, Gregorio...! ¡Vamos hombre, al pique...! Hoy va a ser bravo el tirón... Bruno estaba de pie con los codos apoyados sobre el travesaño alto de la tranquera abierta, que daba entrada a la gran playa ferroviaria. La mano izquierda mantenía un atado de ropa chico, la otra calzaba en la cintura. Levantó una pierna, y la hizo descansar en el crucero delantero de la tranquera. El sombrero le caía sobre la frente, atajando en algo el fuerte resplandor del sol que en ese momento castigaba fuerte. Era un hombre de espaldas y manos anchas. El antebrazo derecho, con la manga recogida de la camisa, mostraba una firme musculatura, que hacía equilibrio con su contextura general. Su presencia transmitía fuerza y juventud. Las venas, como gruesos cordones adheridos a los brazos, mostraban la trayectoria lenta de una sangre, sana hasta el alma. Miraba sereno el gran movimiento de la playa. Luego acomodó su pelo rubio, largo y descuidado, debajo del sombrero, y se internó en esa confusión de hombres, carros y animales que hervían en el impulso del trabajo. Bruno era hijo de uno de esos hombres que llegaron a La Pampa junto con las vías del ferrocarril, y se quedaron allá por Monte Nievas a deliberar con su destino. De aquellos pioneros que pisaron ese suelo, con la firme esperanza de que los afiches leídos en los muros de sus lejanas patrias, cumplieran con lo prometido. Aquellos afiches donde la palabra "Fortuna" y la palabra "América" resaltaban en grandes titulares. Aquí la verdad fue otra y la descubrieron a poco de internarse en el silencio. La fortuna estaba, sí, pero en forma de tierra callada, virgen, inexplorada todavía por la reja de un arado. Tierra pródiga y alta bajo el cielo asombrado, que esperaba al hombre para entregarse a él con todas sus fuerzas y sus secretos. Estaba llena del privilegio que no tenían las tierras que dejaban en sus patrias. Aquéllas se fueron achicando día a día en su extensión y agotando en sus entrañas, hasta llegar a ser difícil la vida de quien la trabajaba. Aquí estaba la tierra distinta que desgranaba en el aire una voz de siglos, misteriosa y amplia en todo. Estaba como un alumbramiento llamando constantemente y constantemente alerta, para regalarse como una hembra prodigiosa a quien la poseyera. Estaba en forma de lucha y en forma de esperanza, con los senos abiertos al mundo. Y él, la comprendió y se volcó en ella con toda su pureza; le enterró los brazos hasta el alma y se abrazó a ella, durmió, soñó, lloró, cantó, y se perdió en ella hasta llenarse las venas de su savia. Creció en su poder y su bondad, hasta hacerle olvidar su propia patria y perder para siempre la ilusión de retornar. Aquí se encontró de repente con una fuga en el destino, que le amamantaba una cadena de hijos. Aquí estaba el canto en la medida de su estatura total, frente a frente con el hombre que levanta sus ojos, y mide con el alcance de su vista, la distancia entre el pan y la alegría. Bruno era hijo de uno de esos hombres. Los miles de bolsas que ahora se levantaban en estibas fuera de los galpones, daban la sensación de que la tierra cumplía su promesa. Se detuvo un momento como queriendo calcular la magnitud del prodigio... "Esto sí que es una buena cosecha...". "¡Aquí tiene que haber trabajo y deben pagar bien...!". La capacidad de los seis galpones, hacía casi veinte días que había quedado colmada. Ahora eran largas filas de estibas una al lado de la otra, tapadas con grandes lonas que llevaban el sello de F.C.O. El sol caía sereno, picante sobre las espaldas desnudas de los hombres, que iban y venían con las bolsas en alto sobre la rigidez de sus brazos. Aquellas grúas humanas jugaban con el peso de la carga que una sobre otra, llegaban a la altura de tres metros, por treinta de largo. Aquello era el pan de tierra, el pago de tanto sudor derramado durante el año, de tantas vigilias a la espera de una espiga madura. Aquello era el sueño logrado, era: la verdad trigo, la verdad centeno, la verdad cebada, avena o alfalfa. –¡Buenas tardes...! ¿No sabe quién precisa gente? -¡Usted busca trabajo y yo ando buscando descansar! –respondió risueñamente el hombre que salía de entre los caballos atados al carro. –¡Así es...! ¡Aquí parece que sobra! –Tiene suerte... Aquél es mi padre y anda buscando uno con el cuerpo suyo –dijo Vicente señalando para el lado de la tranquera. En ese momento don Pietro subía al sulky y desataba las riendas para marcharse. –¡Ehaa...! Don Pietro... Aquí lo busca alguien que usted quería encontrar –gritó Vicente con la mano en alto, señalando a Bruno. Don Pietro cargó la pipa, mientras esperaba que Bruno se acercara. –¡Quiero trabajar...! –le dijo Bruno después de saludarlo. –¿Y qué trabajo busca...? –¡El que sea, nomás! –¡Así me gusta...! Yo preciso ayudante de cosedor... ¿Sabe cocer? –¡Cómo para sacar de apuro sí! –¿Cuánto quiere ganar? –¡Primero vea si sirvo! –Ni una palabra más...¡Suba y andemos...! Bruno colocó su atado de ropa en el pescante y se acomodó en el asiento mientras Pietro enredaba una bocanada de humo entre los largos bigotes que le llovía a los costados, como si la cara necesitara de aquel adorno, para salir hacia arriba del agua. En aquella bocanada estaba el sello de conformidad. El estaba siempre seguro de la gente que tomaba a su servicio, y aquel hombre que se hacía entender con pocas palabras, le gustó... "El que habla poco tiene más tiempo que los demás..." –decía siempre. Vicente ya emprendía la marcha rumbo a la tranquera. Pietro lo seguía apurado para darle las últimas órdenes. -¡Eh..., Vicente! En el almacén están los gastos preparados. También hay que pasar por la carnicería. Vicente luego de retirar las cosas de las distintas partes emprendía el regreso a la chacra cantando a todo pulmón, o silbando. El camino había que llenarlo con algo para que la distancia no poblara el aire. Él era un muchacho joven, delgado como el viento y claro como un chispazo de látigo en el aire. El trabajo para él, más bien era un entretenimiento que una obligación. Lo hacía tan sin darse cuenta que pocas veces el cansancio se quedaba con él; siempre le pasaba de largo.
El mediodía pampeano, se desplomaba deteniendo el sol entre las ramas de los renuevos de caldén. Pietro y Bruno avanzaban al trote lento del caballo. La sombra, los acompañaba debajo del sulky escondiéndose del sol. Los pájaros aguardaban entre los arbustos que el calor se ablandara para salir en busca de comida. La arena del camino resplandecía con tal vigor, que soltaba espejos saltarines entre las ondulaciones que el viento le dibujaba como un adorno sobre el lomo. En la imaginación de Bruno se reproducían escenas y palabras... "Huele bien esta tierra...Mi padre siempre lo decía: "No cambies La Pampa por nada...". –¡Éste es Ricardi, mi vecino! –interrumpió Pietro señalando con la pipa el campo que se extendía a la derecha del camino–. ¡Este año le ha ido tan bien que no sabe que hacer con la plata... Le rindió mucho menos que a mí. Claro, que yo, tengo mejor campo que él...! Pietro no podía guardarse esas cosas. Tenía que contarlas, que para eso estaban allí, en su orgullo. Para él, eso era una bendición. Sentía que el pecho se le abría como un enorme abanico cuando las contaba. Ahora encontraba en Bruno, el hilo donde podía tender fácilmente su historia. Podría decirle que él fue uno de aquellos que un día, apoyado en la baranda del pasaje de tercera del barco que lo trajo, ceñidas las cuatro puntas de un pañuelo, en el nudo hecho manija, por todo un equipaje, bajó a estas latitudes y se hizo el dueño de la luz. Podía decirle que meditó muchas veces sobre las horas del regreso, oteando en las alturas de la noche, las estrellas de la cruz del sur, y los puntos suspensivos que el cielo le ponía en las "Tres Marías" a sus sueños. Podía decirle que él, era uno de esos parecidos a su padre. Que temblaron de advenimientos cuando estos vientos rozaron sus mejillas. Que llegó con los Medina, los Ricardi, los Valenti, los Cremona, los Gentile, los Moretto, los Pazzini y otros tantos. Que si bien no se conocieron entre sí, fueron hermanos cuando la palabra "inmigrante" los puso de frente con la tierra. Que fueron hermanos en el coro de la manceras. Hermanos en el callado sentimiento de respeto a la patria que lejanamente les quedaba en el recuerdo, y en el grito de agradecimiento a la patria que pisaban. Podría decirle que esa pampa le puso día sobre día, un sol sobre los hombros, hasta hacerlo arquear en la mueca feliz de la sonrisa, pegada hoy a los costados de su cara,como si fuera la cara del alma la que debiera mostrar. Que ahora el sueño tenía un cuerpo con el que se podía pasear del brazo y por la vida, hasta llegar a la casa del futuro con las manos llenas de alegrías. Que esa casa suya la había levantado entre un vaso de vino y un pedazo de pan, y que su mesa se alargaba en el puchero con una dimensión horizontal, reproduciendo en cada comida las formas de la dicha. Podría decirle que todos los hombres que rodeaban esa mesa, eran hijos de su sangre, apoyados sudor a sudor hasta los límites honrados del trabajo. Que la madre, era un árbol en medio de esa pampa, con tantas estrellas en el vientre como estrellas tiene el cielo. Podría decirle, que esa tierra estaba hecha por él, con su silencio, y lo dijo. Lo dijo con todas las palabras. Lo dijo mientras marchaba a disposición de un tiempo de caballo tranquilo en el trotar. Bruno escuchaba mientras el aire suave le hacía vellones en la distancia y se los deshacía en el pensamiento siguiendo la palabra de Pietro. Él escuchaba sin hacerlo notar y pensaba. –¡Por Cristo... cómo quema este sol! –dijo Pietro secándose el sudor que le corría por la cara y pensando que debía cambiar de tema para no cansar. –¡Ajá! –contestó Bruno haciendo lo mismo con la punta del pañuelo que tenía atado al cuello. –¡Aquella casita que está allí es de Valenti...! También le ha ido bien este año. Él es bueno, lo único malo que tiene es que todos los hijos le han salido mujeres. –¡Ajá...! –¡Claro que no se puede decir nada de ellas... Como trabajadoras, son trabajadoras. Cualquier hombre no se les pone a la par con la horquilla; hasta hombrean bolsas...! Ah, yo siempre dije: ¡Las hijas, es lo mejor que tiene Valenti...! –¡Ajá –respondió Bruno, sonriendo para adentro. –¡Se visten de hombres para andar en el campo, y si uno no las conociera, no diría que son mujeres, pero, el que se case con cualquiera de ellas, puede estar seguro que se casa con una mujer. El caballo se detuvo frente a la tranquera de alambre. Bruno, de un salto estuvo en el suelo para abrirla. El animal pasó de largo mientras Pietro le daba fuego a su pipa. –¡Déjela abierta...! La cierra Vicente cuando pase...¿Cómo se llama usted? –¡Bruno! –¿Es italiano? –¡Mi padre...! Yo soy argentino. –¿De Piamonte su padre? –¡De Turín! –¡Ah, yo también, yo también! –respondió Pietro con orgullo. Ahora el camino, era apenas una huella formada por el constante ir y venir de los carruajes. –¡Yo tenía veinte años cuando me casé allí...! Al otro día nos embarcamos para América en viaje de bodas, y, todavía estamos en viaje. Bruno lo miró sonriendo sin hablar palabra. Faltaban doscientos metros para llegar a la casa, cuando los perros dieron el anuncio. La casa era baja y daba espaldas al sur. El revoque de barro mostraba manchones descascarados por el viento. A la derecha, el esqueleto de cañas de una troje, decía que la cosecha de maíz había sido buena. A la izquierda estaba la pila de leña. Más adelante el corral chico de las vacas. Al fondo se vía el galpón grande de chapa acanalada. Máquinas viejas y nuevas, gallinas, cerdos, ovejas a la sombra de los sauces. Un sulky de respaldo alto con las varas sobre el techo. Este paisaje le hizo recordar a Bruno la chacra de su padre. Cuando Pietro detuvo el caballo, "El Pampero" y "El Tigre" que eran dos perros como terneros de grandes salieron a recibirlo. –¡Fuera demonios!... ¡Tenga cuidado con éstos! –¡Perro de chacra no muerde...! –contestó Bruno saltando a tierra. –¡Sí...! ¡Mientras no cierran la boca...! Capítulo 2: ALMACÉN DE RAMOS GENERALES –¡Señor Abel...! Aquí hay una factura por un cilindro de yerba que no tiene nombre, y nadie recuerda quien lo llevó...¿Qué hacemos...? –¡Todavía no han aprendido...! Anótelo en todas las libretas; al que protesta se lo borra. En ese momento don Abel tenía una estiba de números en la cabeza. No podía andar con vacilaciones sobre lo que debía hacer con un cilindro de yerba. De mañana, apenas se abren las puertas del negocio él tiene que ocupar su puesto general frente a los números. Desde hace muchos años que lo único importante para él, son los números. Cuando llegó a la Argentina, era un roñoso cualquiera y los números lo salvaron, pero sólo de la roña de afuera. Ahora le quedó la de adentro y la usa para acomodar los números en suma. Sumar y sumar todo el santísimo día. Pilas de números, siempre en suma; hace mucho que no resta. Eso no entra en esta época del año, en que los chacareros trabajan como animales recogiendo el trigo. Ahora es el momento de sumar, que demasiado resta cuando el hijo que tiene estudiando en Buenos Aires, le pide telegráficamente "Envíe giro urgente", o cuando la mujer le exige que cambie el coche comprado el año pasado, por el de "último modelo". Todo eso, le obliga que ahora sume hasta diez horas por día...¡Cómo cansa esto de sumar...! ¡Aturde a cualquiera...! ¡Hasta el año de la fecha hay que sumar...! Por descuido, claro...! ¡Cómo cansa esto, bendito sea Dios...! ¡Primero en el libro... luego en las libretas...! ¡Cuándo diablos se terminará esta cosecha...! ¡Aquí todo el mundo da trabajo! ¡Todo el mundo hace sumar...!¡Cuándo vendrá el invierno para descansar...! ¡Las páginas de los libros se llenan con nada...! ¡Lo que da rabia, sinceramente, es cuando estos chacareros de porquería, tardan mucho en llenar las páginas y uno tiene que inventar ventas para cerrar la cuenta del mes...! ¡Porque uno no va a andar esperando que a estos señores se les ocurra comprar...! ¡Arreglado estaría el negocio...! ¡Todo no va a venir bien para ellos solamente...! ¡Yo tengo que sumar...! ¡Por Cristo y por la Virgen...! ¡Sumar hasta que duela al vista...! ¡Y lo más triste, es que uno tiene que hacer todo aquí, porque los tenedores de libros que andan por ahí, no entienden nada de estas sumas...! ¿Qué habrán aprendido en la Universidad...? ¡Cuando hay que cerrar una cuenta, uno es el que tiene que trabajar...! ¿Para qué pretenderán sueldo...! ¡Qué sería del almacén digo yo, yo, qué sería sin la mano de uno...! ¡Esto no es nada, si no saben firmar, pero, de repente encuentra que el chacarero sabe firmar, y uno tiene que volverse loco explicándole cosas y corrigiendo algún error que han descubierto. Realmente, don Abel, tenía alma de almacenero y esto de sumar ahora, no era tanto como cuando se quedaba con el trigo que habían cosechado, y debía aguzar el ingenio para que no pudiera vender una sola bolsa en plaza. La cuenta siempre tenía que estar por sobre lo ganado... "¡Pagarán con trigo, por ahora lleve todo lo que le haga falta...! ¡No se aflija por la deuda que yo soy bueno y aguanto...! ¡Lleve, lleve que esto es útil y si no lo precisa hoy, ya lo precisará algún día; uno nunca sabe lo que podrá precisar dentro de un año...! Cuando se presentaba el momento de pagar nunca alcanzaba esa cosecha. Ni diez cosechas juntas, alcanzaban para pagar esa cuenta... "¡Ahora protestan! Es lo único que saben: ¡protestar!...¡Pero cuando compran, no protestan...! ¡Ahora tienen que pagar, y ni siquiera pueden pagar con plata; tienen que pagar con trigo y todavía protestan...! ¡Porquerías...! ¡Uno les ha fiado durante todo el año, lo han hecho sumar como negro y todavía hablan mal del almacenero... dicen que uno les roba...! ¡Charlatanes...! ¡No saben reconocer que uno está aquí poco menos que sirviéndoles de esclavo a ellos, y no agradecen...! ¡Si deben, que paguen...! ¿Qué esperaban...? ¿Qué les regalara lo mío ...? ¡No faltaba más...! ¡Claro está que ellos no entienden; qué van a entender si no saben ni sumar...! ¡Cada uno en sus cosas! Ellos aprendieron a arar la tierra y a cosechar trigo, bueno, que lo hagan, y no protesten, que uno sabe bien lo que hace aquí porque, para eso estudió y aprendió a sumar...! ¡Gracias a que uno se arriesga, es que tienen algo y todavía no se conforman, pero ¿qué demonios es lo que quieren? No piensan que el que siempre pierde es el almacenero...! ¡Malditos chacareros! ¡Malditos gringos, que se hacen ricos a costillas de uno y si se descuida ni lo saludan!" –¡Señor Abel...! ¿Esta cadena de acarreador, aumentó este año? Usted la tiene de hace dos años. –¡Claro que aumentó...! Las cosas siempre aumentan. El capital invertido tiene que dar interés... ¡Si alguno se enferma, es uno el que tiene que salir en el auto hasta el médico de Castex o General Pico y luego pagarles los remedios...! ¡Después el trabajo de sumar el viaje, sumar los remedios...! –¡Señor Abel...! ¡Esta lona no tiene precio marcado! Es para don Lorenzo Alach. –¡Déjelo en blanco al espacio, después anoto yo...!¡A ese tengo que emparejarlo, está levantando copete y es medio mañero para gastar. Cuando alguien pregunta algo, don Abel desentierra la vista de esa llanura de cifras del libro mayor, deja un segundo escurrir el chorro de números que le cuelga de las pestañas, luego levanta los anteojos y los engancha en una de las tantas canaletas vacías que tiene en la frente, mira a su interlocutor por debajo de ellos, entrecerrando los ojos, contesta, baja de nuevo los anteojos y se entierra con los cinco sentidos, como si fuera un barreno, en aquella imponente torre de números que se eleva en remolino al margen de la página...¿Dónde estaba...? ¿Cuánto iba...? Treinta y cinco ... setenta y cinco... ¡Bueno...! Pongamos noventa y cinco...¡No voy a empezar la cuenta de nuevo...! ¡Así y todo, ésta cuenta ha dado muy poco...! ¡No vale la pena sumar, por esta porquería...! ¡Son mañeros! Corrige la postura del brazo derecho. Da vuelta la hoja, agacha la cabeza para encontrar el tintero por sobre los anteojos, clava el lapicero en él, mira con ojos fríos el nombre del nuevo condenado...¡José Altagrak...! ¡Ocho mil...cuatrocientos pesos...! ¿Éste pagó o no pagó...? Como las cuentas no se cierran nunca, uno tiene que tener una memoria de elefante para acordarse de todo...! Se le pasa otra vez; si protesta ya veremos...! ¡O se le pide que presente la cuenta firmada... ¡Y, qué van a tener cuenta firmada...! ¡Si apenas uno se la dio, la arrolló en un puño y la tiró aquí delante de los propios ojos...! Como estaba firmada y con el sello de "Pagado" hubo que ir a levantarla cuando él se fue... para que el viento no la lleve por ahí, y algún curioso que nunca falta, diga mañana: ¡Altagrak pagó la cuenta...! –¡Buenas tardes, don Abel! –¡Oh...! ¿Cómo le va don Altagrak? –¡Vengo a pedirle un favor, don Abel! –¿De qué se trata...? ¡Aquí estamos, para servirlo! –¡Necesito unos pesos a cuenta del trigo! –¿Cuántas bolsas eran? –¡Tres mil...! –¡Ah, sí, ahora me acuerdo de su trigo! ¡Vale poco! ¡Muy sucio! –¡No, don Abel, es un poco liviano nomás! –¿Y cuánto quiere? –Con cuatro mil pesos me arreglaría... Usted sabe, con la enfermedad de mi madre. –¡Ni una palabra más...! ¿Para qué estoy yo que soy el amigo, sino para ayudar...? –¡Muchas gracias don Abel! –¡Usted sabe que yo me siento feliz cuando puedo ayudar a alguien! –¡Muchas gracias, don Abel! –¡No tiene por qué darlas ...! ¡A mí no se me agradece...! Lo que sí, tanto, no sé si voy a poder. Estos días he tenido que ayudar a varios y ando un poco apretado. Lo ayudaré con la mitad. Y eso porque es usted. –¡Y... bueno, don Abel! –¡Aquí tiene...! ¡Usted sabe que yo soy sincero...! –¡Sí, sí, don Abel! –¡Eh, cuando se puede se puede, y cuando no, hay que aguantar! –¡Sí, don Abel! –¡Qué le vaya bien! Después hablaremos del trigo suyo. –¡Muchas gracias! Cuando don Abel quedó solo, desató el nudo, y se alivió. "¡Para qué le voy a dar tanto...! ¡Para que la gasten en porquerías...! Mejor la cuida uno. ¡Hay que servirles de caja de ahorro y todavía se quejan...! Ni siquiera les cobro interés por el préstamo y sin embargo no se conforman... –Hoy hay que poner un plato más. –¡Sí, ya lo sé! –contesta Diana a su madre, mientras sus manos siguen ocupadas en el trabajo. Su imaginación, sigue detrás de las palabras que no quiso decir... "Ya se sabe que hoy hay un plato más... Como siempre habrá que sentarlo al lado de papá. Éste es el puesto obligado del último que llega. Él tiene que contarle muchas cosas: el año pasado, nadie hizo una fiesta tan grande como el... Este jamón es de dos años, lo condimento yo, por eso sale bueno. Este vino ¡ah! este vino, hace muchos años que se hace en casa. El que se compra no se puede tomar... Es bueno que papá tenga esa costumbre, si no, cómo se iba a saber quiénes somos, pero, hacerlo una necesidad imprescindible y descargar en cualquiera lo que se ha hecho, lo que se hace, lo que se hará... A lo mejor, eso ayuda a sentirse fuerte, a vivir, a saberse menos nadie...¿Y quién será el peón nuevo...? ¿De dónde habrá venido...? Parece joven. No lo vi muy cerca que digamos, pero, viejo no es... A lo mejor, es casado y tiene hijos... Mal parecido no es tampoco. Lo vi de espaldas pero yo sé que no es mal parecido. –Diana, ¿pusiste la mesa...? –pregunta Cardo que entra al comedor con una carta en la mano. –¡Sí!... ¿De quién es esa carta...? ¿Y, para quién...? –De Santa Fe y para mí, hermanita... ¿Quién es el forastero que vino con papá...? –Andá a preguntarle. ¡Qué sé yo...! –contestó Diana escondiendo el deseo de saber quién era realmente. –¡Cuidado que ahí vienen!... ¡Mamá, ya viene la gente...! –dijo Cardo saliendo para evitar ser vista por Bruno. Uno a uno iban llegando los peones y los hijos. A medida que entraban, ocupaban su lugar en la mesa. A los pocos minutos estaban todos allí, esperando con un hambre nueva, la limpia comida. La mañana había sido larga y el trabajo no era nada liviano en esa época del año, y cuando esos hombres se sentaban para comer, hacían temblar, viéndolos devorar lo que les caía en el plato. Hacían sentir que allí estaba, en cada uno, la fuerza de una vida sana y profunda, en representación del trabajo. Dominga apareció con la gran fuente. El aroma del humeante puchero, penetró hasta los huesos y los ojos se abrieron sin querer, como dando aviso de que las glándulas ya estaban trabajando y había que atenderlas. Dominga se dirigió con la comida hasta la cabecera ocupada por Pietro, luego de colocarla en el lugar que se abrió en el aire, salió en busca de más refuerzo. Ella, es quien está a cargo de ese importante trabajo; es quién desde hace muchos años tiene la responsabilidad de preparar la comida para la gente de la casa, para los peones, y para cualquiera. Ella, era la enemiga del apetito, porque siempre lo mataba produciendo verdadero placer. Allí entra y sale, vestida con el sencillo batón siempre gris oscuro rozando casi el suelo. Cada vez que toca algo con sus manos, ellas caen sobre el ancho delantal, luego, se cierran en la manija de la pava, en el trapo de limpiar, en la brazada de leña, en las ubres de las vacas, en las asas de la fuente, en el mango de la escoba, en el rollo de ropa, en el cepillo de mesa, en el puño de la plancha. Esas manos de Dominga que no tuvieron domingo de descanso. Manos siempre abiertas para caer sobre algo y apenas tocado, dejarlo terminado. Esas manos que jamás lograron encontrarse sin algún rasguño... "¡Cómo tengo estas manos...!" –dijo un día, hace muchos años, y jamás lo repitió. Manos que sólo se detuvieron para acostarse un rato y parir un hijo, que sólo se cerraron vacías, cuando tuvo que aguantar el dolor del parto primogénito. Manos que dejaron su blandura, cuando fue necesario empuñar la guadaña para ayudar a Pietro, allá, por sus veinte años. Manos para apretar fuerte el mango de la horquilla. Manos que golpearon día y noche las gavillas, para desgranarlas cuando no se conocía aquello de: máquina trilladora. Manos que algún poeta las llamó benditas cuando cantó a las manos de su madre. Manos de Dominga sin domingo, sin descando vacío, porque para ella descansar, era hilar en la rueca en las noches largas del invierno y luego, tejer sacos, medias, mantas para sus catorce hijos. Manos sin tregua, sin alivio, sin sosiego, sin pausas para nada, que cuando a solas cayeron en alguna caricia, lo hicieron con la mística humildad y vergüenza de quien no quiere lastimar con la dureza de los callos. Manos que día a día se fueron quedando pequeñas, gastadas por el frío, por el salitre, por el fuego. Manos que nunca castigaron a nadie porque temieron contagiar su dolor. Manos para la mancera del arado y las riendas de la rastra, y el freno de la chata y la manea del yuguillo y el freno del molino. Manos que sembraron a voleo el trigo y el lino por el aire de La Pampa. Manos que se prendieron como garras al mango de las hachas cuando fue necesario desmontar para sembrar un poco más. Manos en la correa del motor, en el martillo que levantó la casa, en la aguja para el babero, o la bolsa de cereal. Manos que empuñaron la escopeta, cuando se quedó sola al frente de su ejército de hijos en la tremenda soledad de la llanura. Manos que un día de fiesta se quedaron en el bolsillo del vestido, o debajo del mantón, para que no se vieran así, tan estropeadas. ¡Cómo curaban esas manos cuando alguno de sus hijos regresaba lastimado del trabajo, o un animal que se había abierto las carnes al querer saltar el alambrado! ¡Cómo sabían de la fiebre, cuando se posaban sobre la frente de alguien! Manos sagradas, capaces de estrangular un lobo y de hacer revivir un pájaro que cayó lejos de su nido en la tormenta. Manos capaces de construir una casa y acariciar una flor. Manos sin agobio, que siempre al acostarse, buscaron con ternura debajo de las cobijas, las manos de su compañero, para que el sueño los recibiera unidos. Manos enteras en el saludo y anchas en la amistad, seguras en la inocencia del rezo, en la súplica profunda y la gracia de la lágrima. Manos para la señal de la cruz en el aire, y la señal del camino hacia la estrella. Manos que puso Dios sobre la tierra para construir el mundo. Ahora entra nuevamente sosteniendo en el aire la segunda fuente con puchero, y la coloca en el extremo que espera de la mesa. Apenas Dominga se retira, cuatro manos simultáneamente, se han alargado esgrimiendo tenedores. Los primeros cinco minutos se habla muy poco en esa mesa. El gran retrato de Víctor Manuel, colocado en la pared justo sobre las espaldas de Pietro, pareciera sonreír con gesto de verdadero rey, aquel sano yantar. Se siente más rey que nunca detrás del vidrio un poco turbio. Es que ahora por primera vez ha tenido oportunidad de conocer el lugar de la alegría, donde el hombre vuelca silencioso la pureza de su hambre. A la derecha de Pietro estaba Bruno, lo seguían Dionisio, Mario, Séptimo, Miguel y Segundo. El extremo opuesto lo ocupaban Dante, Vicente, Cardo, Mafalda y Bernardina. Diana aparece pocas veces durante la comida, porque tiene la tarea de ayudar a la madre en la cocina. –Estos días, se come en la casa porque estamos trillando las últimas parvas cerca de aquí –dice Pietro mientras le roba a los bigotes una gota de vino. –¡Ajá! –contesta Bruno sin encontrar nada más importante que contestar. Pietro, que es el capitán de aquella mesa, cree que ha llegado el momento de presentarlo a sus hijos y dice: –¡Este hombre es el nuevo cosedor! Todos reciben la presentación con un movimiento de cabeza. Allí no se desprecia a nadie, pero cualquier hora es mejor que ésa, para presentar gente nueva. Ahora hay que comer que la tarde es larga. Diana prepara el jarro grande con café y bombilla. Una escondida curiosidad, la tiene incómoda desde hace una hora: conocer al hombre que ha llegado esta mañana. Toma el jarro y se dirige al comedor. Mientras lo pone en manos de Pietro se han encontrado con las miradas y hubo necesidad de saludar. Bruno bajó la vista, y ella dio vuelta y salió como si entre los dos existiera una secreta complicidad. A medida que terminaron se han ido levantando y Pietro quedó solo saboreando en su pipa, el descanso que merece la digestión. Piensa que este año, la cosecha ha sido la mejor en muchos años y que por lo tanto, la fiesta, tiene que estar a la misma altura. Además, es tiempo que se cumpla el deseo de tener un coche... "Es una vergüenza que el vecino Ricardi lo tenga y yo no... Un Ford es apropiado para estos caminos... Por intermedio de don Abel, podríamos tener uno flamante". El gran reloj de pared, dio tres campanadas. Pietro abrió los ojos. Pensando, se había quedado dormido. Tomó el sombrero y salió. Un silencio caluroso se había acodado en los rincones buscando reposo..." La gente duerme en la casa..." –pensó–. Desde allí se oía el rumor de la máquina. La larga chimenea del motor, tosía con fuerza lanzando sus fardos de humo al cielo. Pietro encendió la pipa y colocó la mirada en esa dirección. Caminó. Una nube de polvo envolvía el trabajo. El viento suave traía olor a trilla, olor a sangre de la tierra, cuando ésta se degüella en el fruto de la mies. El sol hacía entrecerrar los ojos coagulando espejos sobre la superficie de la paja, y descomponía en la atmósfera caliente, los vahos de la semilla madura. El motor por momentos daba muestras de cansancio separando los latidos y acentuándolos con más fuerza. El acarreador, como una enorme víbora, se extendía a lo largo de la parva, y levantaba su cabeza hasta el embocador de la máquina. El cilindro rugía devorador triturando las espigas para que soltaran el grano. De las cintas de las parvas caían las gavillas arrancadas por los ocho horquilleros. Abajo las esperaban dos hombres con un pequeño cuchillo, para librarlas de la atadura. El vientre de aquella mole en movimiento, se estremecía preñada del fruto maravilloso y lo vomitaba por las cuatro boquillas, cuatro chorros de cereal que caían en forma de catarata a la bolsa. Aquello hacía temblar de alegría. Los enganchadores no tenían tiempo para decir una palabra. Las bolsas se inflaban de orgullo apenas se abría la pequeña compuerta. El cosedor con ocho puntadas, rubricaba en las orejas de arpillera, su habilidad de artista de la aguja. Allí estaba Bruno ocupando su puesto de segundo cosedor. Floreaba en silencio su maestra habilidad para el trabajo. Pietro lo miró satisfecho. Colocó su mano debajo de una de las boquillas, y la semilla al caer con fuerza por entre los dedos, le hizo sentir en el alma una vibración de alegría. Hubiera querido decir algo, pero solamente dos palabras le llenaron la boca. "¡Qué lindo...!" Es que aquellas palabras lo resumen todo, cuando se dicen frente a la emoción: ¡Qué lindo...! Nadie en ese momento, hubiera podido decir tanto como él, con tan poco. Ese trigo partía de él, como partían de él, esos hombres que estaban allí. Dante con la aceitera sobre las cadenas, Dionisio vigilando el movimiento general de la máquina y el motor. Segundo haciendo de fogonero, Miguel y Mario en la parva enarbolando las horquillas. Séptimo arrastrando paja hasta el motor con el yugo, Vicente cargando la chata. Todo lo que allí se movía era él mismo, una prolongación de su sangre y su alegría... ¡Qué lindo...! Tenía el auténtico derecho de gritarlo, pero, lo callaba, lo dejaba andar entre su piel y su alma, así a borbotones, hasta que cansado se convirtiera en lágrima de gozo y le arrebatara las mejillas. Luego de casi dos semanas en que las jornadas se alargaban hasta las trece horas diarias, llegó el final. Ahora cuando se termine este día, habrá terminado por este año el trabajo de la trilla. De nuevo la esperanza se pondrá de pie, para esperar el próximo verano. La última parva se terminó cuando estaba cayendo la tarde. El motor alineó su tropilla y enderezó rumbo al galpón. El sol, ya exprimía en rojo su bostezo sobre el horizonte chato de La Pampa. Unas pocas nubes le fruncían el ceño dando la impresión que lamentaba marcharse de aquel escenario, pero agachó los párpados, cansado, y pasó, pasó lentamente como una caricia sobre la vastedad de la llanura poblada, todavía, por el rumor de los motores a ambos lados de las distancias, por el impulso entrecortado de sus respiraciones. Tosían... tosían imponiendo su voz a las sombras que comenzaban a caer sobre las cosas. Jornada a jornada, se ha llegado a la última espiga desgranada. Ahora la fatiga, suprime el silencio por el alto grito de felicidad. Mañana las horquillas mostrarán el brillo de sus dientes en descanso, entre las cosas que esperan otro tiempo de trabajo. Ahora suena el silbato penetrante del motor, que despide la lucha del año. Suena firme y sostenido, alegre y vencedor, Dionisio es el que lo maneja haciéndolo hablar en ese idioma misterioso. De repente, garabatea en el aire un palabrerío de puntos y saltos como una enorme carcajada que saluda la entrada del descanso. Viene con su larga familia a la rastra: la pajera, la casilla, la máquina, el acarreador, la chata con bolsas vacías, y el barril. Aquel silbato, pone un gesto enérgico y altivo en los rostros de quienes lo sintieron palpitar sin descanso en las jornadas. Suena despidiendo las eras que han quedado señalando los corrales de parvas. El chorro de vapor se hace pedazos en el aire al degollarse en el filo del pito alto del motor. Ya han entrado en el patio grande de la chacra, pero el brazo de Dionisio no descansa. Quiere sacar de la caldera hasta la última gota de vapor convertida en canto. Ahora acalla lentamente la plenipotencia de su fuerza, y silba hasta en el resto de un suspiro, con un "hasta pronto" prolongado que se va haciendo silencio. Ahora todo parece más grande sobre la tierra. El aire ha quedado vacío. En los pechos fuertes de los hombres, retumba en coro, un latido profundo de conformidad con el cielo de la tarde y la tarea cumplida. Capítulo 4: LA VENTA DEL TRIGO Bruno y Vicente se han detenido con el carro descargado, frente al "Almacén de Ramos Generales de Abel Morales e hijos". Vicente, este día, trae la idea de comprar algo que lo desea desde hace mucho tiempo: un acordeón. Al entrar vieron a don Abel ubicado en el lugar desde donde domina todos los lugares: el escritorio. Don Abel tiene exactamente la misma estatura que ese mueble que imperturbablemente ha visto pasar el tiempo y desfigurar las intenciones de su dueño. Se lo hizo hacer a la medida, lo que indica que era un hombre con estatura de mostrador escritorio. Si hubiera querido crecer no se lo hubiera permitido el almacén. Un almacenero no debe ser más alto que un almacenero. Su alargado cráneo le brillaba a los reflejos de la luz. Cualquiera hubiera dicho que ese hombre así como compraba un cilindro de yerba o una bolsa de azúcar, se había comprado un cráneo nuevo y en ese momento lo estaba estrenando. Abandonó su trono bajando del pedestal, y alcanzó la medida de gran comerciante. En los últimos años había crecido para los costados. Ahora ya no podía ofenderse si alguien lo trataba de cerdo. Hoy frente a Vicente, tenía que mostrarse atento, éste era el hijo del chacarero que más bolsas había cosechado. La idea de... ¿qué habrá que venderle a esta gente para que no críen alas...? ya le carcomía el sueño desde hacía varias noches. Ahora sabía que el "tiro" estaba en convencer a los hijos, para que el viejo comprara un auto. Entre el ir y venir de estos pensamientos, perforó a Bruno con la mirada. Bruno, a pesar del poco tiempo que hace que trabaja con Moretto, ya sabe qué clase de "pájaro" es ese tal don Abel. Bruno sabe, por ejemplo, que los catorce chacareros que trabajan en esa colonia, tuvieron que tratar (para arrendar esas tierras) directamente con la firma Abel Morales, que tenía desde hacía mucho tiempo, por no decir desde siempre, a su cargo, la administración. Del dueño se sabe apenas el nombre, un tal... Sánchez Pomar Cohoren... que vivía en Buenos Aires. Bruno, en las largas conversaciones que había mantenido con Pietro, quedó enterado que cada uno de esos chacareros, estaban obligados, por contrato, a no tener más de dos vacas lecheras en el campo. Que no podían criar ovejas, porque "estropeaban los alambrados". Que solamente podían tener dos cerdos y encerrados, porque esa clase de animales "estropean los campos". Sabía que ese tal Abel Morales que ahora tenía al frente, había hecho su fortuna quedándose con las herramientas y los ranchos, por prendas agrarias, de otros tantos chacareros. Sabía, que por cada cien bolsas de trigo cosechado, tenían que entregarle treinta en concepto de pago por la utilización del campo. Sabía, que cuando se desmontaba –en vez de cobrar por semejante trabajo– se entregaba el quince por ciento a la administración. Sabía, que sólo se podía criar un número limitado de aves. Bruno ya lo conocía, pero, don Abel, no. –¿A usted no lo conozco... verdad? Como Bruno se quedó sin contestar y mirándolo, como se mira un letrero de W.C. ferroviario, Vicente creyó conveniente hablar: –Vino de cosedor a la máquina y ahora se ha quedado a trabajar en la chacra– dijo mientras desenrollaba el papel con la lista de cosas que debía llevar–...¡Aquí tiene los gastos...! –¿Este año harán fiesta grande...? –¡Ajá! Don Abel entregó el pedido al dependiente, que silencioso y reverente desapareció por los pasillos abarrotados de mercadería. –¡A ustedes les está haciendo mucha falta un auto...! –A mí lo que me hace falta es un acordeón... Lo demás es cosa del viejo. –¿Se va a dedicar a la música...? –A degollarla. –Dígale al viejo que tenemos que vender enseguida, porque estoy un poco apretado –dijo don Abel entrando sin preámbulos al tema que más le interesaba. Ahora había que quedarse con el trigo; lo demás era cosa de pasada. –¿Apretado...? ¿En plata...? –contestó Vicente riendo por la eterna palabra del almacenero... "Estoy apretado"... siempre estaba apretado, hasta de mugre. –¡Usted no conoce mis compromisos...! Los gastos han sido muchos este año. Tengo vencimientos y preciso plata. –¿Por casualidad no precisa un pañuelo? –contestó Vicente en tono de broma y burla al verlo llorar a don Abel con recursos de mal actor. Bruno recibió los paquetes de manos del dependiente y salió pensando... "¡La historia de siempre...! Ya mostró los dientes el perro... Mi padre no murió de enfermedad... Lo mato uno de éstos. Tanto lo sangraron que no le dejaron ni eso: sangre, porque si la hubiera tenido, lo hubiera descuartizado a puñaladas. Trabajó toda su vida para ellos y el minuto que no tuvo un peso para que se lo pudieran robar, lo echaron a la calle y le tiraron el rancho al suelo... "Estoy apretado...". "Tengo vencimientos..." "He fiado mucho..." "Necesito plata..." Siempre fueron las mismas palabras, dichas en el mismo tono, con la misma hipocresía. Siempre las mismas mentiras y siempre tener que callar frente a ellas, porque callar, era prevenir un tiempo adelantado. Nadie sabía lo que ocurriría el año que viene y si ahora se habla, si ahora se protesta, aunque sea con toda la razón, si ahora se le retuerce el cogote a este escuerzo...¿Qué hacemos mañana cuando precisemos semilla y comida para los hijos? Había que callar y callar. Eternamente callarse...A los tres días que estábamos durmiendo en la calle, vino la justicia y dijo un montón de pavadas y seguimos en la calle para toda la vida. Ni un solo clavo nos dejó sacar del campo. Claro que la justicia, es una cosa que sirve cuando no existe la injusticia, que está bien cuando el desgraciado, es tan desgraciado, que cree que justamente a él, le corresponde eso: perder todo, y en todo. Es algo así como un traje que se usa para salir de paseo o asistir al entierro de su propia madre: Una cosa... que han inventado para entretenerse los ociosos. Algo... algo que además queda elegante nombrarla cuando se amontona la gente. Cuanto más haya, más poder fónico tiene la palabra. Ahora cuando se está entre dos –el bandido y la víctima– la justicia baja de calidad, sonoridad y fuerza, entonces da lástima nombrarla, da pena. Dicen que el hombre, tiene la culpa de que en este país no se haga justicia... pero, ¿quién ha dicho que aquí no hay justicia...? ¡Sí, aquí hay justicia, hay tanta justicia, que ya es injusticia que haya tanta justicia! Para nosotros, los que sabemos bien que existe la injusticia, no existe la justicia. Es lo mismo que decir: la aristocracia y la gente que trabaja; para ninguno de los dos, existe el otro... Ahora éste, también quiere sangre y hay que dársela, de lo contrario, viene la injusticia y hace justicia. Quiere el trigo recién cosechado". Casualmente acababa de llegar Pietro. Don Abel levantó la vista para saludarlo y Vicente aprovechó para despedirse y salir con Bruno. –¡De usted se hablaba, don Pietro...! –¿Mal...? –Ni mal ni bien. –¿De qué se trata entonces...? –Que este año he fiado mucho y tenemos que vender enseguida. Pietro está seguro que ha oído bien. Hace una pausa y siente como si se le derrumbara interiormente la muralla de sueños levantada semana tras semana durante todo el tiempo de cosecha. –¡Eh...! No podemos quemarlo ahora... Esperemos una semanas más. Está bajando puntos todos los días. –Yo comprendo pero usted sabe como me he empeñado por ayudarlos. –De todas maneras sería un crimen vender ahora. –¿Y de dónde saco yo para cumplir con el banco...? Ellos no esperan. Tiene que comprender. –Pero usted sabe que si esperamos subirá. –¡Qué esperanza...! Como no lo venda hoy mismo, se arrepentirá. Yo lo quiero favorecer y usted no lo agradece... Yo conozco la situación del país. Hay mucho trigo y no se exporta. Si seguimos así, se lo vamos a tener que dar a los chanchos. A Pietro le parece estar viendo una serpiente que le baja por los ojos y se le mete en la boca del almacenero... "Siempre lo mismo... vender justamente ahora cuando la plaza está baja. Él nos quita el trigo ahora, y lo guarda, luego lo vende cuando se le da la gana y recibe los beneficios de un cincuenta por ciento... Trabajamos para él... Claro, uno le debe y no puede hacer nada; además él ha fiado con la condición de que se le pague con cereal. ¿Cuándo estaremos libres de estos buitres...? Somos sirvientes de él... ahora hay que pagarle la cuenta y pagársela diez veces... Adiós todo...". –¡Eh!... Bueno –contestó Pietro luego de un prolongado silencio. –Le tengo la cuenta preparada... Este año, les ha ido mejor que nunca don Pietro...¡Sírvase...! Revísela, si... quiere... Como te iba diciendo: Ustedes precisan un auto. Ahora que le sobran unos pesos podría aprovechar. La vida hay que vivirla. –¡Sí...! Muertos. –Vuelta a quejarse –contesta Abel, que no acierta a encontrar palabra para levantar el ánimo y relamer la vanidad de Pietro–. Ustedes son los únicos que ganan. Nosotros somos los que tenemos que rompernos la cabeza aquí con los números, total ¿para qué...?, para cambiar la plata. Pietro tenía muchas cosas que contestar en ese momento pero calló. ¿Quién nos fía en tiempos malos? ¿Quién da la semilla? ¡Y las bolsas para la trilla si las cosas vienen mal? Se lo cobra caro, pero, nosotros ya estamos enterrados. Somos culpables en gran parte porque lo buscamos. El trote lento del caballo en el camino de regreso, le ayudaba a pensar: "Ahora, hay que pagar. Pagar hasta que no quede un solo centavo. Hasta que se hagan nuevamente deudas. Para eso estamos nosotros... ¡Qué diablos!... para pagar. Uno no ha nacido para otra cosa que no sea para pagar y trabajar. Si viene llovedor o no, eso no importa, uno tiene que pagar. Nunca preguntar cuánto vale esto ni aquello, eso no es de chacarero honrado... ¡Anótelo...! Después suma que para eso está él. Uno está para comprar y pagar. Y... callarse, que para eso está. Pagar el treinta por ciento de lo cosechado y que sea: "Sano, seco, limpio, embolsado y puesto en galpón" para el dueño del campo. Es lo primero que se paga o... que le cobran. Bueno sería que no se pagara eso, es decir, pobres de nosotros si no se lo pagáramos...El seguro...¡Ah!... el seguro sí que hay que pagarlo, si no la compañía le hace juicio y se lo gana, que para eso están ellos. Para ganar juicios. Uno está para perderlos. Cada cosa tiene que estar en su lugar...¡También...! cómo diablos se le ocurre a uno ganarle un juicio a una compañía. No faltaba más. Ellos le aseguran el trigo por si se le incendia en galpón, por si cae granizo, pero, si por desgracia se le incendia o cae granizo, recién después de quince días caen los señores inspectores... Hacen números, preguntas, leen y releen las cláusulas y luego, luego le regalan un hermoso cortaplumas que tiene escrito con hermosas letras, de ambos lados, el nombre de la compañía aseguradora, y se van. Para eso están ellos; para hacer números, preguntas y leernos los contratos que uno se los sabe de memoria, y decir que el trigo, justamente no estaba asegurado contra el accidente que sufrió. Pagamos treinta mil pesos un cortaplumas y nos quedamos esperando al año que viene...Pagar el alquiler del galpón por estacionarlo. Después de todo, eso, es lo único justo de pagar, pero, y lo que gana con uno el galponero cuando pone de manifiesto su habilidad para pesar y en cada balanceada, se queda con cinco kilos... Eso también lo paga uno: la habilidad del que roba hay que pagarla. Pagar por decir: –¡Buenas tardes!... ¿Cómo no va saludar? Tiene que saludar... Le obligan a saludar, porque uno, uno los mandaría a la mismísima mierda o los escupe en la cara, pero, si uno los manda a la mierda o los escupe en la cara, también tiene que pagar, y pagarlo muy caro... Para eso está uno, sin vueltas que darle... Y cuando uno termina de pagar, se pregunta: –¿Habré pagado todo?... ¡No!... seguro que no... Algo debe faltar porque todavía me quedan tres pesos en los bolsillos. Capítulo 5: LA PAZ DEL VINO Y EL PAN En el gran patio de la chacra se observa un cambio total. Ya no es el mismo de ayer. Las máquinas, los arados y carruajes, han sido movilizados de manera que un círculo de unos quince metros, ha quedado libre en el centro, y frente a la casa. Bruno y Vicente, pala y rastrillo en manos, emparejan el piso. –Tapá ese pozo, no sea que alguno se quiebre bailando. –Sacá esa rueda de allí. Haber si se la tragan. ¿No dicen que el amor es ciego? –Regá por aquí. Sino se van a perder en este guadal. De repente aparece Cardo que de alegría viene cantando y bailando con la escoba. Diana trae agua para regar. Bruno no puede contener el impulso de mirarla. Ella ha sentido en varias oportunidades, un desprendimiento de cosas interiores, que le arrebataron los colores de la cara. Algunas veces hasta tembló cuando los ojos de este hombre se enfrentaron con los suyos. Hasta pensó: "Cómo me mira... ¿Por qué estoy temblando...? ¡Qué tonta soy...!" Dionisio y Dante están ocupados en preparar el motor y la máquina para el descanso del año. Engrasan las partes delicadas para resguardarlas del tiempo. Mario, Segundo y Miguel, recogen los lienzos y secan al viento la semilla para estacionarla en el galpón. Silban, cantan y el trabajo se hace sin sentir. Dominga trajina por la casa en compañía de Diana, que es su hija y secretaria. –¿Me imagino que este año vendrá Reina de Buenos Aires...? La fiesta estará muy linda –dice Dominga. –¿Tienes muchas ganas de verla?... –¡Claro!... Qué pregunta. Mafalda y Bernardina están ocupadas en la terminación de los vestidos para la fiesta. Son mellizas y además inseparables. Cada momento tienen algo que contarse que nadie puede oír. Aunque son demasiado jóvenes. Pietro y Dominga han convenido que ya este año pueden bailar, por lo tanto, ya pasan a ser señoritas. Pietro esa mañana se levantó temprano y después de desayunarse, estuvo haciendo números en la libreta. Luego encendió la pipa, dio una vuelta por la casa, sin hablar con nadie, y salió a caminar solo por el campo. Tenía muchas maneras de ocultar las cosas desagradables cuando se está cerca de una fecha feliz. Ahora quiere estar solo, quiere hablar con él, de ciertas cosas. Por ejemplo: "Que don Abel es un egoísta... A él le duele que alguien sonría, y como uno sonríe siempre, hasta cuando las cosas andan mal, le duele adentro. Para él sería un gusto que uno llorara". Se detuvo y al contemplar la superficie del agua quieta del estanque, pensó: "A él le duele saber que uno es como el agua. Simple... Es una bestia que jamás oyó hablar de la felicidad. Cree que lo único que hay en la vida son cuentas a cobrar. La palabra feliz le quema la boca cuando la nombra, por eso la odia. No la dice". Dio vuelta por detrás del corral chico, y se quedó mirando la sólida franqueza del carnero que embramaba su potencia de macho frente a la oveja, que se entregó al amor... como una oveja. Sin otra religión ni otra ley que la de vivir. "Él no es capaz de darse ni al amor. La mujer le debe tener asco. No entiende de la sonrisa. Le debe doler la cara cuando sonríe; por eso tiene cara de letrero. Ni siquiera es un animal, porque los animales se ríen. Tampoco sabe llorar, es un pobre almacenero...". Pasó el alambrado y llegó al lote grande. Miró el pasto que venía fuerte mezclado con el yuyo... "Es peor que el yuyo, el yuyo es dañino pero a veces es útil... El amarga lo que toca y lo que mira...!. Era casi el mediodía cuando regresó. Atravesó el patio convertido ya en una amplia pista de baile, bien regada y nivelada. Vicente pensó en la broma, y no dejó de hacerla. Dio en el blanco con un grano de tierra. Pietro lo estaba adivinando, conociendo a su hijo. Sonrió disimulando no haber sentido nada. En ese momento, se escuchó la voz de Diana: –¡A la mesa!... Las herramientas cayeron de las manos. Vicente aprovechó cuando Dominga pasó a su lado, para desatarle el delantal y esconderse. La mesa aguardaba a lo largo de la sencilla armonía del vivir cotidiano. Aguardaba con el pan que se amasara sobre ella, ése de la casa, que tenía un gusto distinto al que se traía del pueblo. Éste era el pan que brotaba en medio de la ternura con un peso de felicidad cuando la media bolsa de harina, caía como una montaña de nieve sobre la superficie de la mesa, y las manos con callos del hombre feliz y la mujer sencilla, le hacían un hueco en el centro para convertirlo en amasijo. Allí caían las manos de Diana, las manos de Dominga y se prendían a la sana levadura hasta dar con el milagro. Ése, es el pan de hoy, cuadrado, grande, del color de la sonrisa y el sabor a la familia, a hogar fuerte, indestructible, levantado a puro sueño frente a Dios. Era el pan que se hacía con el pecho desnudo y los brazos tendidos como un surco. Era el pan infinito que guardaba en cada migaja el mensaje sin pudores de lo definitivo y el secreto de las tantas noches en que ella, la joven Dominga, allá por los primeros años de su vida, había entregado su cuerpo a la creación y doblada en los sabores había aparecido el primer hijo entre sus manos, como una sorpresa. Ella se sintió pan en la tierra y se dejó llevar en levaduras, hasta encontrar la dicha floreciendo en sus entrañas permanentes, se dejó labrar callada por el hombre, hasta sentirse estrella. Pietro era el arado que continuaba madrugadas a su sombra, penetrando en su sangre, como una semilla y germinando en una mies temblorosa, que era la hoy cantada a su alrededor. De allí partía el pan de hoy, el que está allí en el centro de la mesa, presidiendo como siempre el respeto a la oración y el privilegio del primer bocado. Está allí a la derecha, esperando que la sana alegría del hombre vuelque su hambre limpia sobre la hora del yantar. Bendito pan que siempre se dio sin regateos al triste caminante que cruzara con alguna pena la llanura. Al que debía esconder su cara a la justicia, y tomaba por libertad, la soledad del monte. Al que buscaba calmar su sed de distancias, coagulando en forma de camino un olvido con cara de abandono. Sagrado pan que estuvo siempre en la lágrima o la sonrisa, calmando con sus cuatro sabores, la escasa mesa de los malos momentos. Alabado seas, por ser remedio y alimento en la mesa de la tierra. También aguardaba allí, el noble vino. El vino de la casa, con un sabor distinto al que guardaban los lacres de las estanterías del almacén pueblerino. Éste, traía el milagro de un paladar profundo, reservado únicamente a quienes en la hermosa comunión del amor a la tierra por sus manos, palpan el pulso de la vida, haciendo un corazón con los sabores. Éste era el vino hecho allí, el que cantó en los lagares caseros con espíritu de caricia honda. Fermentó en la canción de su preñez, y las grandes tinajas emergieron de un mundo silencioso, para hacerse rótulo en la futura alegría del hombre. Allí estaba ahora con el color del amor cuando baja a las mejillas, y con el sabor a trabajo cuando florecen las mañanas de La Pampa. Ése, era el vino del orgullo en la primera copa, el vino como un bálsamo para la dura faena y como una caricia en el descanso. Vino para la sed y para el brindis. Ése, era el vino de uno –como siempre repetían–. Allí, aguardaban en la mesa: Vino y Pan. Pietro era el vino ... Dominga era el pan... y todos, la tierra. –¡No lo hagan tironear...! ¡Es fácil...! Se apreta el pedal de primera, se tira la palanca adelante y se afloja el pie. Siempre que no haya nada adelante, se comprende –indicaba Dionisio. Y allá iba, a los saltos como potro recién montado y al que le hincan las espuelas, el Ford T modelo 1926. Flamante. Vicente ya tenía su acordeón que no dejaba ni para dormir. En sólo dos días se había aprendido, por oído, casi tres piezas de música, con la ayuda del fonógrafo. –Este animal tiene un oído bárbaro –decía Pietro. Por fin amaneció el día de la fiesta. Allí estaban en pleno florecer del regocijo, los hombres y mujeres que habían ido llegando en distintos carruajes y de distintas partes. El cielo dio agua, los sembrados dieron fruto y ahora hay que festejarlo. Allí estaba la familia de Ricardi, de Cremona, de Gentile, de Altagrak, de Mecina, Valenti y Pazzini. Además gente del pueblo que no dejaba de llegar a cada minuto. También estaba don Abel con su hijo Luis, que acababa de llegar de Buenos Aires, convertido en todo un doctor en leyes. Doña Dominga entraba, salía, volvía a aparecer, siempre atendiendo gente. Amable. Estaba en veinte partes a la vez, con la misma sonrisa y la misma cordialidad. Todo daba vueltas allí con un color a Dominga, y un sabor a Dominga, y una alegría a lo Dominga. –¡Doña Dominga...! –señaló don Abel aprovechando que pasaba cerca suyo–, le presento a mi hijo. El nuevo doctor. –¡Te felicito, muchacho...! ¿Cómo era que te llamabas...? –¡Doctor...! –contestó secamente Luis. Don Abel interrumpió al ver que Dominga se quedó mirando al doctor, con más ganas de mandarlo a descular hormigas que otra cosa. –¡Ahora me toca descansar a mí...! Él se queda con el negocio. Yo y la vieja nos vamos a Buenos Aires. Pietro estaba ocupado en atender a los vecinos de manera que no fuera a decaer en ningún momento la antigua fama que tenían las fiestas que hacía Moretto después de las cosechas. Al ver a don Abel, se acercó: –¡Así me gusta, don Abel...! –Usted no podía faltar. –¡Gracias, Moretto...!. Quise venir con mi hijo, aprovechando que ya se ha recibido de doctor. –Cada vez que le salía la palabra doctor a don Abel, se le hinchaban las venas del cogote y pegaba unos cabezazos, igual que avestruz que se ha tragado un sapo. El orgullo le achataba la nariz y le inflaba los ojos. –¡Hombre, es que está tan elegante que cualquiera dice que es doctor! –contestó Pietro. Pietro tendió la mano para saludarlo, pero, en ese momento Luis estaba ocupado mirando el movimiento de la fiesta y no lo tuvo en cuenta. Llegó un momento en que se había convertido en el centro de la atracción. –¿Quién es aquél tan estirado...? –¡Es un doctor, o algo así...! –¡Ajá...! Por el peinado parece. –¿De dónde salió éste con tanto viento...? –¡Un leguleyo nuevo...! –Mucho pantalón para tan poca plancha. –Este tiene más tierra que muerto de cementerio viejo. –Parece que el hombre tiene un traje para cada idea. –Debe tener como tres trajes entonces. Y así la voz corrió como remolino en la fiesta e inundó de conjeturas el ambiente. Cuando Vicente lo reconoció, tuvo alegría y recordando los años que habían sido medio amigos de niños, quiso saludarlo: –¿Qué tal, Luis...? ¡Qué suerte de verte...! Luis lo miró sin mover un músculo y luego contestó. –¡No recuerdo...! De todas maneras, yo soy el doctor Luis Morales. Mucho gusto –y tendió secamente la mano. –¡El gusto es mío...! –respondió Vicente que quedó en el aire de asombro y hasta con la boca a medio cerrar, tendiendo la mano que sin darse cuenta tenía la gorra de visera arrollada. Luis cerró la mano y se sorprendió al momento que alguien soltó una carcajada. En ese instante llegaban Alirio con su mujer y su hijo recién nacido. Tuvo felicitaciones y hasta aplausos. Al frente estaban Mario y Dante que presentaban a Bruno a los hijos de Cremona y de Ricardi. Todo estaba realmente bien organizado. Se habían clavado cuatro palos formando esquinas, que servían para mantener colgados los grandes faroles, y la luz que derramaban sobre la noche era tan maravillosa que no se alcanzaban a ver las estrellas si se miraba al cielo. Los carruajes que iban llegando, se acomodaban atados entre los sauces que hacían el fondo del patio. Más a la noche, se distinguía una larga hilera de cabezas de caballos, que esperaban atados en el alambrado. Algunos hacían sonar fuerte las coscojas de los frenos, como llamando a sus dueños para que les aflojaran las cinchas. Luis sopesaba el ambiente. Tenía una mano en el bolsillo del pantalón y fumaba con gesto altivo, como si en realidad, lo que ocurría en aquel lugar no le importara absolutamente. Cardo, desde lejos, lo contemplaba deslumbrada. Ella, en su maravillosa juventud, algún día, soñó con un hombre con esa elegancia y esa delicadeza para caminar y mover las manos. No era mentira lo de las fotografías de las revistas. Era verdad que existía gente así. No podía quitarle la vista de encima, ni salir de su encantamiento repentino. También ella estaba radiante con su vestido de nieve por la noche. Pero así y todo, se sintió inferior, débil, pequeña... "¿Con quién bailará...? ¡Yo sería capaz de acompañarlo bien...!" Para ella la fiesta, empezaba y terminaba en él. Mafalda y Bernardina temblaban de alegría. No despegaban los ojos del suelo cuando bailaban, y se metían con los cinco sentidos en la música. No era cosa de pisarlos y estropearles los zapatos a los bailarines. Dominga, desde los asientos ubicados alrededor de la pista, conversaba con la mujer de Cremona, viendo a las mellizas: –Cómo cambian los tiempos.... ¡Yo no era tan niña cuando bailé por primera vez! –¡Eh, hay que dejar que lo hagan ahora..." Apenas uno cierra los ojos y los vuelve a abrir, ya tiene los huesos duros. Séptimo, tenía a su cargo la dirección y el manejo del gramófono. Qué difícil le resultaba conformar a los bailarines... Que una polca.... Que eso no; ya hemos bailado tres mazurcas seguidas... Basta de música gringa... ¡Ahora poné un tango...! Estás dormido... ¿Qué hacés que no tocás un vals para que bailen los viejos...? Y el pobre Séptimo ya no sabía si agarrar el gramófono a patadas, o mandarlos a ver si llovía. Para peor, cerca de allí andaba Clarita, la hija de Valenti, y él, en cada mirada parecía recordarle la tarde que se habían encontrado en el fondo del campo, cuando él le hizo sentir que un hombre ya es un hombre a los catorce años. Ella no quiere disimular que lo entendió así. Lo que él esperaba, era que Ricardi desenfundara su violín, y Cremosa hiciera andar el acordeón para librarse del maldito gramófono... ¡Siempre tiene que ser uno el esclavo...! ¿Por qué no tocan ellos si son tan delicados...? Pietro resolvió ir en busca de Dominga para recordar tiempos: –¡Vamos, vieja...! A ver si le damos una lección a estos muchachos... –¡Oh...! Déjame tranquila... Estás demasiado viejo para esto –contestó Dominga en tono de broma. Pero Pietro no hizo caso y la tomó de la mano obligándola a la danza. Todos aplauden el éxito de Pietro y al pasar le sueltan indirectas: –¡Qué los dejen solos...! –¡Demonios, qué bien baila...! –¡El tiempo pasa pero las mañas quedan...! –¡No le afloje que ya la tiene...! –¡Viva la juventud...! –¡Viva...! –Esto vale que traiga mi acordeón –pensó Cremona y ya salió en su búsqueda. –¡Ya lo creo...! Vamos a recordar lo nuestro –contestó Ricardi siguiéndolo. –¡Muy bien por los novios...! –gritó Vicente mientras le decía a su compañera por lo bajo–: Mamá está sudando la gota gorda. De repente aparece la música nueva y todos giran para el lado de la puerta que da al patio. Todos se abren para dar paso a los músicos. Cremona hace temblar a la tierra con un acordeón que según él, no hay dos en el país... "¡Este vino de Italia conmigo!" Ricardi degüella la noche con su violín. Saca ruidos tan raros de ese instrumento, que los perros comienzan a llorar desesperadamente y la noche se llena de una sola carcajada, que brota de los pechos de todos, festejando el chiste que los animales le acaban de hacer al pobre Ricardi. No obstante, la tarantela salta de las cuerdas y se mete en la sangre que revienta en coro cantándola. –¡Pietro y Dominga...! ¡Vamos, ahora la tarantela...! Y Pietro y Dominga no dan más. Ahora entran los jóvenes a la rueda y nadie permanece quieto. Pero alguien se rinde: –¡Qué floja estoy...! –dice Dominga y sale de la rueda con Pietro que está bañado en sudor, y grita: –¡Eh, Mario..." Traé un poco de vinito que sabemos nosotros...! que está haciendo mucha sed. Un poco más y me quedo sin huesos. Dominga sonríe y no puede hablar de agitada. Bruno no ha bailado. Mira las distintas caras que tiene la felicidad. Observa cómo la alegría se expande hasta más allá de la luz que derraman los faroles, y se interna en las alturas estrelladas. A cada momento y sin querer, se encuentra con los ojos de Diana. Ella tampoco ha bailado y mira como si en la fiesta hubiera una sola preocupación. Esa noche está llena de preguntas... "¿No sabrá bailar...? ¿Qué estará pensando...? ¿Le gustará la fiesta...? ¡Cómo me mira! ¡A lo mejor le pregunto si baila! ¡Total...! ¡No! Eso queda mal... ¿qué puede pensar...? Pero si no lo hago quedará la impresión que nadie se ocupó de él. Se habrá dado cuenta que lo estoy mirando, ¡y ha sido sin querer...!" De cuando en cuando se ríe pero es festejando las ocurrencias de Vicente que los tiene a todos a mal traer con las bromas. Diana no deja de vigilar un solo movimiento de Bruno y cuando lo ve alegre, ella también se siente alegre. –¡Eh!, don Carlos, usted está bailando un vals y lo que están tocando es una polca –dice Vicente con sana bondad en la intención y en la palabra. –¿Qué tal doña María...? Si tiene sueño puede irse a dormir... Las hijas déjelas que yo se las cuido. –Usted don Valenti es el único hombre que hizo cosas buenas. –En ese momento Vicente está bailando con una de las hijas de Valenti. –¡Eh, don Altagrak...! Se le van los bueyes...y... la noche. Báilelo al sueño. –Ahora tanto que habla y cuando está conmigo está callado –le dice Rosita, la hija de Ricardi. –¡Es que siempre me parece poco el tiempo para mirarla! –¿Es tuerto...? –¡No, gastador de tiempo nomás...! Y así sigue mientras Bruno se pregunta." ¿Cómo tiene tantas cosas para decir, este hombre...? ¿De dónde las sacará...? ¡Qué suerte tiene...! Uno quisiera hablar, pero, no se acuerda de nada. Todo va lindo hasta que llega el momento y ahí, nada... Le podría decir que está hermosa y que baila bien, pero, después no se va quedar callado; hay que seguir...¿Y cómo...? Es difícil hablar, y más, cuando es de estas cosas...¿Para qué habrá que decir lo que ya sabemos...? Ella sabe lo que tengo que decirle...El amor es de pocas palabras. Él habla solo y se entiende cuando está callado... Esta noche debo bailar con ella, por lo menos una pieza; algo me va salir". Las copas de vino tambalean en la bandeja que mantiene Mario. Diana le sale al paso: –Dame, hermanito, que te ayudo. –Tendrías que llamarte Salvadora –contesta Mario sonriendo. Diana recorre con la bandeja la gente del costado izquierdo. Las manos se tienden y el noble vino pone un punto de brillo en la mirada, cuando toca el paladar. Cerca de allí, está Bruno. Diana apura las invitaciones. Tiene prisa por llegar a él... "Qué tonta soy....¿Por qué tiemblo...? Debo estar colorada... La cara me arde". Bruno desde hace unos minutos está buscando la mejor postura y no la encuentra. Él jamás tembló ante nada pero ahora tiembla. La última copa le tocará a él. Cuando Diana con toda la emoción en la sangre y en los nervios va dar el paso para acercarse a Bruno, pasa Vicente que viene convertido en un remolino humano al compás de un vals ligero y le ha tocado el brazo en una vuelta. Diana tambalea; ella se salva, pero el vino no. Lo peor, que se ha derramado íntegro en el hermoso vestido blanco. Bruno quiere sostenerla y casi ha tenido que abrazarla para evitar que caiga. Bueno que la situación no es nada cómoda para ninguno de los dos, pero, allí está Vicente aprovechando el inconveniente para salir con sus cosas: –Una refalada no es caída, dijo doña Adelaida y la sacaban del charco –dijo Vicente mientras le besaba la mancha de vino. Y todos lamentan el accidente, pero Diana está más roja que la parte afectada de su vestido y sale poco menos que corriendo. Ya en su habitación sonríe... "Qué vergüenza...¡Se puso colorado...! Casi me abraza...¡Estoy contenta de que ocurriera...!" Afuera el doctor Luis baila con Cardo. Éste descubrió las miradas y no perdió tiempo. Ella tiene el temor de no conformar las exigencias de un hombre que viene de la gran ciudad (de aquella que está allá lejos y tiene tantas cosas raras) y se disculpa, con dulzura y emocionada: –Usted me perdonará si no lo acompaño bien. –No tiene importancia. Yo comprendo que aquí en el campo no se baila bien. Lo que yo quería era estar a tu lado para decirte que eres la más hermosa de la fiesta. La voz de Luis le penetra por todo el cuerpo y le llega al alma. No sabe qué contestar. Jamás ha experimentado tal turbación. El rubor florece en su inocencia de muchacha adolescente... "¡Qué lindo, me ha tuteado...!" –No se burle. Yo no soy hermosa. –¡Te estoy diciendo la verdad! No he mirado otra cosa que no seas tú. Me gustan tus ojos, tienes en ellos toda la belleza de una noche estrellada. Y para demostrarte que te quiero, tomá. Bailando se han ido separando de la pista hacia el lado del camino, y en un giro de la danza le acerca la cara besándola en la mejilla. Ella siente un desbordamiento interior que le anula los sentidos. Quiere reaccionar pero el brazo de Luis le ha ceñido la cintura a su cuerpo, y disimulando interrumpe el momento con una pregunta cualquiera: –Han tenido suerte para la fiesta. La noche es buena, ¿verdad? Cardo se calma y un fuego repentino la abraza en el centro de su maravillosa juventud. Siente que aquellas palabras y la forma de mirar de aquel hombre, producen una hipnótica atracción a su espíritu y a su sangre. Un raro deseo de dejarse llevar. La entrega de sí misma le tiembla en la piel y suavemente entorna la cabeza sobre su hombro. Luis está muy seguro de lo que ocurre en Cardo y ha dejado que el abandono de su presa sea total. Ella gira danzando detrás de una música que ya no escucha. Ahora todo es vago y se siente elevar por un aire denso hacia un raro país. Todo es confuso allí. Nada tiene color firme. La música gira y gira separando perfumes y tules de niebla. Todo la acaricia con enervante suavidad. El estremecimiento insiste en sus venas y se aferra involuntariamente al hombre; Luis piensa con satisfacción que su táctica ha tenido éxito. Cardo sigue en aquel mundo que descubrió hace pocos instantes. También allí es de noche, pero hay una enorme luna que alumbra solamente para ella. Esa luna le habla y se le acerca a los labios besándola con su luz y su perfume. De su cuerpo ahora se desploman una lluvia de flores muy rojas. Todo en ese momento tiene el mismo color... ¿Por qué? Un remolino de vahos plateados que caen de la luna, se le clava en la frente e insiste hasta bañar de blanco sus manos y su pelo. Todo gira y gira en blanco. Algo, que parece arrancarle las vísceras, la suelta en vértigo. Quiere hablar, abrir los ojos, pero no puede, el placer es más grande que su pequeña fuerza humana y se deja sumir en él, con la respiración enloquecida. Luis, observa que el cuerpo de Cardo se ablanda como en desmayo, sorprendido reacciona y con un movimiento brusco de sacudimiento la saca del sopor. –¡Eh...! ¿Qué ...? ¿Qué ocurre...? –pregunta ella despertando de un sueño en el que hubiera querido seguir toda la vida. –Nada, querida... No te asustes... Son cosas que le pasan a las chicas maravillosas como tú –dice Luis seguro de que nadie ha advertido lo que acaba de sucederle a Cardo–. Siéntate un rato y luego seguiremos bailando... Te quiero mucho... ¿sabes?...–le dice por lo bajo. Todavía no ha salido de su aturdimiento, pero un miedo la arrastra a ocultarse, y, corriendo en medio de la gente, sale y llega hasta su dormitorio. Se deja caer en la cama. Todavía tiembla su cuerpo, los senos le duelen. Una sensación delicada le recorre la sangre al tocarlos...¿Qué será...? ¿Por qué me pasó...? Su adolescencia está cantando en la plenitud del amor. Entrecierra los ojos y queda dormida. Mientras tanto la alegría no ha tenido descanso. Bruno ahora baila con Diana, y está bastante conversador. –¡Menos mal que se le cayó el vino! –¿Por qué...? –¡Y, todavía no nos conoceríamos...! –El vino lo sabe todo, dice siempre mi padre. –Y tiene razón don Pietro. Además da coraje. –Usted parece que no tomó entonces... –Para tener coraje para ciertas cosas, hace falta un barril. –¿Para qué quiere coraje...? –¡Para... para bailar...! ¿No ve que no sé...? –Todavía no me di cuenta....Mejor no se alabe. Bruno transpiraba por todo el cuerpo y mil ideas y palabras le daban vueltas todas juntas en la cabeza, pero nada conseguía ordenar, y decidió callar. Diana lo miraba sin mirarlo, con los ojos de ternura, y en silencio, pasaron el tiempo más importante de esa amistad. Cremona se pone de pie y le hace un además a Pietro para que se acerque. Han convenido con Ricardi que lo mejor que se podría hacer en ese momento, era recordar una canzonetta. Cuando Pietro se entera, levanta la copa y anuncia. –¡Ahora vamos a cantar nosotros...! La música arranca y un coro se pone de pie recordando la tierra lejana. Al terminar todos aplauden y se abrazan con emoción. –Para ser un buen argentino, no hay que dejar de ser un buen italiano, y... un buen pampeano –dice Pietro a Gentile. –¡Eh...! Cuando uno es bueno, es bueno en cualquier parte; hasta cuando se vuelve malo sigue siendo bueno –contesta Gentile y se queda satisfecho, pensando que lo que ha dicho es poco, pero, está bien dicho. –¡Sí...!, cuando uno está con la tierra, trabajando, piensa todo eso y se calla, porque cree que son cosas para pensar solamente, pero, si por allí las dice nunca está demás, y además queda bien –opina Ricardi circunspecto con su violín debajo del brazo. En aquella última alegría flota un pedazo de Turín reviviendo allí con su voz del Piamonte. El canto trae el acre sabor de las tierras que despidieron un día con él: ¡Hasta pronto...! que aún prolonga su deseo. Milán se hace bandera en los pechos y aparece un gusto a llanuras bañadas por el Pó, ese río tan río que lo endulza todo. Génova danza con su orgullo de puerto al mundo de los mares. Venecia se agita en los pañuelos del adiós, en las gargantas acosadas de puentes y romances, en las aguas tranquilas, en los verdes espesos de las riberas donde sin querer el amor se detiene para charlar con Dios. Los jóvenes sienten placer de ser hijos de padres tan puros. Algunas canciones han hecho llorar, y Pietro emocionado interrumpe con fingida fuerza. –¡A ver...! ¡A ver...! Toquen algún demonio de música que nos ponga alegres. La madrugada comienza a bostezar sus primeros aleteos. Ya van quedando menos. El canto acompaña a los que ya marchan por los caminos hacia sus casas, hasta que se duerme en la distancia como un enorme pañuelo que dijera en el saludo: –¡Hasta el otro año...! –Y el cielo da agua... y la tierra frutos. Capítulo 7: LAS CUENTAS DEL SUEÑO En las noches largas del invierno de 1928, después de cenar, Vicente ensayaba en su acordeón el repertorio aprendido. Se encarnizaba hasta que la familia entera llegaba a odiar la música. Cuando quería estar solo, no tenía nada más que agarrar el instrumento. –Cuando éste aprende una pieza, uno ya no la aguanta más –decía Segundo. –No quedan ni las moscas con el ruido –contestaba Dante. –Hasta que éste salga músico habrá matado a media humanidad –afirmaba Mario sonriendo. –Ustedes critican de envidia. Él es un artista, por eso no lo entienden. Ya quiero verlos cuando lo llamen para bailar –decía Dominga en tono de defensa. Dionisio y Dante se prendían a la Murra en una esquina de la mesa grande en el comedor. En la otra esquina, estaban Bruno con Pietro y Séptimo con Mario; jugaban su partido a los naipes, luego Pietro leía, hurgaba en las páginas de "La Nación" o "La Prensa" el movimiento de cotizaciones de la bolsa; fumaba; pensaba. Diana trabajaba en la cocina, atenta a los movimientos y las palabras de Bruno. Dominga tejía y miraba en sus pensamientos las cosas del año que venía. Cardo solía quedarse perdida en el silencio durante largas horas, con los ojos extraviados por una mirada ausente. Permanecía inmóvil y con las manos abandonadas a los costados de sus faldas. De repente el sueño ponía su piqueta blanda de cansancio entre los ojos y uno a uno se retiraban al descanso. A la mañana siguiente, el primero en levantarse, era Séptimo. Apenas el reloj marcaba las tres y media, los hermanos lo sacaban de la cama. Jamás dejaba de protestar. Se consideraba el más esclavo por ser el menor. Le tocaba hacer todos los trabajos: el que no hacían los hombres por ser hombres y el que no hacían las mujeres por ser mujeres. –Yo quisiera saber cuál es el trabajo que yo no tengo que hacer, y cuál es el que no pueden hacer los grandes –decía con los dientes apretados. –Lo que vos quisieras es encontrar el que inventó el trabajo para decirle si no tenía otra cosa mejor que hacer. Andá a traer los caballos que se viene el sol. Allá salía Séptimo rumbo al monte. A la hora estaba de vuelta con los animales que debían ser atados en los arados. Bruno trabajaba en la herrería. Calentaba los rejones y luego sobre el yunque, le daba con el martillo hasta sacarle filo. Éste era un trabajo que debía realizarlo con cuidado, pues la tierra estaba dura y según se templaban, era el adelanto del trabajo. Preparaba las rastras, los balancines y ponía en condiciones de trabajo a las sembradoras. Por mayo y parte de junio se sembraban dos lotes de avena y centeno. Esto lo hacían para tener un pastoreo temprano. Luego de terminado el trabajo de arada, rastreada y sembrada, pasaron algunas nubes que dejaron caer algunas gotas. La semilla germinó y llegó hasta la espiga, pero, no era el fruto esperado. El grano era vacío, débil, raquítico. Pietro se ponía silencioso y caminaba por el día a través de los campos. Luego regresaba y sentado en su sillón grande, fumaba en la pipa aquel pedazo de distancia que la hora ponía en sus ojos. Era entonces cuando Dominga se acercaba con un vaso de vino sin decir palabra. Pietro bebía dos tragos pesando el paladar, y dejaba que el paladar se le fuera a la voz. –Es probable que llueva. El sol ha entrado rojo. –Cuando uno más habla de agua más dura se hace la palabra –pensaba Dominga. –Algo se podría salvar sin embargo, si cayeran unas gotas... Llegó diciembre y las espigadoras cortaron, ataron las gavillas, y Diana, Mafalda y Bernardina, ayudaron a los muchachos a parar los atados. Formaban pequeños montones que luego eran recogidos por Bruno y Vicente, guiadores de la rastra grande. La rastra era una especie de planchada de dos metros de ancho por tres de largo, con dos tirantes de tres por seis, colocados a lo largo y de canto en la parte de abajo, que servían de patines; para que aquellos patines no se gastaran tan pronto con el roce de la tierra, se les colocaba unas planchuelas de hierro a todo lo que alcanzaba la medida del tirante. Esta rastra se cargaba hasta el tope de gavillas y casi en un vuelo los caballos la transportaban hasta el lugar elegido para levantar el corral de parvas. Serían las tres de la tarde, cuando llegó Pietro con el refrigerio. Todos se reunieron en torno a la pava de ocho litros, mientras él, fue silencioso a examinar las espigas. Allí había granado mejor. Ese lote era bajo y la humedad se mantuvo más tiempo. Pensó que de allí se retiraría la semilla para el próximo año. De alguna manera la conseguiría apartar de la vigilancia del encargado cobrador. Y así fue, el día que la máquina atracó a ese corral, lo hizo temprano, y ya para la hora en que llegó el enviado del doctor Luis, don Pietro ayudado por los muchachos, acomodó unas cuarenta bolsas en la cola de la trilladora y las cubrió con paja, de manera que no se descubrieran. La misma operación se hizo cuando el encargado se retiró, y en esta forma, se reunió con algunos quintales de semilla para la siembra del año venidero. Es indudable que aquello no era muy honesto, pero, lo que a él le robaban con honestidad, era cien veces mayor. De todas maneras, aquí, el único delito que había era que el desembocador apuntaba su chorro de paja sobre unas bolsas y las cubría para que no se vieran.
Como todos los años al fin de la cosecha, Dominga reunió a toda la familia en el comedor. Una verdadera papelería de distintos colores fue cayendo a la mesa. Eran cuentas, las cuentas presentadas a los sueños y se tragaban la ilusión; aquellas que se llevaban el pequeño deseo cortado en pedazos. Las que no se pudieron evitar y una a una se acomodaron impávidas en la suma general. Pietro, como siempre, ocupaba la cabecera; ella se acomodó en una esquina de la mesa (ese lugar le sobraba, cualquier lugar le sobraba en cualquier lugar que fuera, lo que siempre le faltaba era tiempo); los hijos se colocaron en distintos asientos y rincones. Por primera vez, Mafalda y Bernardina fueron llamadas a reunión general, cosa que las hizo sentirse emocionadas. –¡Bueno!... Aquí tenemos la cuenta de la tienda... son ochocientos pesos –dijo Dominga y aclaró el porqué del gasto– ... La ropa de trabajo para ustedes. –¡Está bien, mujer; eso no se aclara!... –contestó Pietro, mientras cargaba su pipa. Dominga sentía dolor en los ojos. Este año las cuentas herían, pegaban fuerte en la cara de todos. A medida que cada papel pasaba por la declaración dejaba el resultado total, que ella anotaba en un papel más grande y especialmente blanco. –Esto es de la carnicería... tres mil doscientos cincuenta pesos; desde abril que no se le pagaba. Los ojos seguían atentos a la elevación de aquella columna de números donde se agrupaban todas las sumas de la vida. Éste era el acto de más importancia en esta casa. Era una vieja costumbre que Pietro heredara de sus padres y que le gustó continuar. "Todos los que han trabajado deben saber cuánto han ganado y cuánto han gastado. Aquí somos todos socios de un mismo negocio" –decía siempre Pietro. –Esto es por el arreglo del molino. Ustedes estaban arando y si no se llamaba al pocero, se desmoronaba –seguía Dominga con todo detalle, como temiendo que algún gasto estuviera mal hecho–.Aquí está la farmacia... y también la cuenta de la talabartería. Luego, lo que les llevó un buen tiempo, fue sumar aquella torre de los suplicios, de los francos tiradores; porque cada cifra era una descarga mortal. Terminada la suma fue revisada diez veces y a cada uno le daba más que al anterior. –¡Bueno, no revisen más esa cuenta!... como sigamos así, no habrá plata que alcance –dijo Vicente por la ascensión de los resultados. –A esto todavía hay que agregar la cuenta de la casa Morales... que es la brava –interrumpió ella con voz quebrada... –¿Ese doctor no se habrá equivocado como nosotros en la suma...? –preguntó Pietro dudando en el fondo de la honestidad de Luis. Luego de sumar todo, se estuvo de acuerdo en que ese año se suprimiría la fiesta. –Total... demasiado nos hemos divertido el año pasado –opinó Diana, escondiendo la cara para que no fueran a descubrir que tenía deseos de llorar. Pietro sintió en ese momento unas ganas tremendas de levantarse y darle un abrazo... Eso se llamaba tener una hija... Dominga quedó en silencio con los ojos clavados en aquella montaña de papeles que de golpe adquirió propiedades de remolino y comenzó a envolverla desde la cintura. En un instante se dejó llevar por el pensamiento. Aquella tromba que se elevaba hasta el cielo levantó la mitad de la tierra y la dejó caer en pedazos por el aire. Ahora, la enorme hélice se detuvo, fue cuando se le ocurrió decir algo para llenar el silencio: –Una nunca compra nada y las cuentas suben... todo era indispensable... –¡Nadie pregunta nada, mujer!... –dijo Pietro sin salir de sus pensamientos. Los muchachos fueron saliendo hasta quedar Diana, con Pietro y Dominga. Vicente antes de retirarse creyó conveniente decir algo simpático para romper la tensión: –Justamente este año que pensaba debutar como músico, se suspende el baile... –¡Por un lado mejor!... Sin querer, nos salvamos de aguantarte... –contestó Segundo sonriendo. A Diana la abrazó un pensamiento que la arrancó de aquella mesa, y la llevó hasta la base del sueño, que ella había alimentado durante largas horas. Recordó la tarde del rastrojo cuando mientras trabajaban, Bruno la miró a los ojos y casi temblando le dijo: –¿Sabe qué he pensado...? –¡Qué...! –¡Que usted, Diana... Es muy linda... ¿sabe?... –Le parece nomás... ¿Y, usted...? Luego, él sintió una cosa que le llegó a la garganta y no pudo hablar más. Él clavó la horquilla con más fuerza que nunca en las gavillas y por más que trabajó, ese día no se pudo cansar. A ella le ocurrió que le vinieron unas ganas locas de cantar y cantó. Cantó hasta más allá del atardecer. Aquello duró en su alma, con el candor inocente de la primera palabra de amor oída en la vida. Casi una semana. Aquello duró en el alma de él, como una hermosa mortificación que no lo dejaba dormir por las noches. A partir de aquella tarde, todo lo que hablaron se lo dijeron siempre sin palabras, sin que nadie de la casa lo advirtiera. La segunda vez que volvieron a estar solos, fue al tiempo: Él quedó en el comedor después del almuerzo, y ella entró con una pila de platos para guardarlos en el aparador grande. Cuando se vieron, él sintió en un impulso el deseo de ayudarla; ella sonrió, y, el hecho de verse nuevamente, lejos de todo el mundo, les aceleró el corazón. –¡Gracias!... son pesados... –dijo Diana ruborizada! –¡Diana!... –¿Qué?... –Yo quería verla para decirle ... –quedó un rato en silencio buscando desesperado la segunda palabra pensada. –¿Qué quería decirme, Bruno?... –preguntó ella con infinita ansiedad y dulzura. –Que desde que llegué a esta casa y ... la conocí... estoy pensando si a don Pietro, le parecería mal, que allá en la esquina donde hace martillo el lote grande... podría... levantar un ranchito chico nomás... total... con poco... –iba a terminar la frase, pero, mejor la dejó librada a la imaginación. Luego respiró hondo como queriendo llenar un enorme vacío que acaba de abrirse al faltarle del pecho lo que tanto le había dado vueltas y dolido, y que en ese momento había soltado con todas las alas. Ella quedó inmóvil, con los ojos cerrados, para que su alma recibiera mejor el mensaje... Por fin se realizaba el milagro. Por fin escuchó al hombre que amaba, confesarle su amor. ¡Qué pocas palabras fueron y cuánto habían dicho...! "Acaso era necesario esperar tanto tiempo, para decirlo así, tan sin poder decirlo... Creía estar soñando; no podía ser que ya hubiera ocurrido lo esperado. ¿Qué debía contestarle?... ¿Con qué palabras?... ¿Cómo?...", y respondió: –¡Preguntelé!... Yo creo que no puede parecerle mal –y escondiendo la cara, salió corriendo como suspendida por una fuerza maravillosa. Caminó por el patio sin saber para dónde y pensaba: "Si supieran qué feliz soy... ¡Qué lindo!... Cómo me lo dijo...". Diana en ese momento quería gritar, que el mundo se enterara, que los pájaros se enteraran, que se enterara el árbol y la rosa, que el cielo se enterara. Estaba henchida de gozo y la felicidad le golpeaba la cara hasta quemarle las mejillas, hasta rodearle la cintura y danzar con ella por todo el aire de La Pampa. Lloró de alegría y las lágrimas, en su cara, jugaron con la mueca de la dicha hasta penetrarle en lo más hondo. Luego regresó a la cocina. Él, sin querer, se encontró caminando hacia donde hace martillo el lote grande. La noche lo sorprendió allí, con los codos apoyados en el alambrado, y los ojos clavados en un aire de futuros. Dominga habló, luego de un largo rato de silencio. –Si mandamos algunos pollos a Buenos Aires, los muchachos tendrían unos pesos para que se diviertan algo. Diana abrió los ojos como asustada. Qué lejos de allí estaba y cuánto había recorrido en poco tiempo. En medio de aquello realmente amargo, pudo ser dichosa un instante. Se frotó los párpados y escuchó a don Pietro que contestaba. –Se podrían mandar unas jaulas... de los mejores. –Bueno no hay por qué ponerse tan triste; ¿las cosas no han venido muy bien este año...? ¡Pues el año que viene será mejor...! –dijo Diana y se levantó caminando hacia el patio. Pietro continuó: –Este Luis es peor que el padre. Nos equivocamos, cuando pensamos que nos salvábamos de Abel... ¿Quién se salva de éste ahora?... ¡No esperó un día; además protestó que el trigo era una porquería! Hubo otro largo silencio, luego Pietro se levantó y salió a caminar por el campo. Dominga quedó mirando cómo se perdía en la distancia. Visto desde allí, frente a ese horizonte, aquel hombre parecía caminar hacia el cielo. Esa mañana Bruno se levantó muy temprano. Después de tomar unos mates, salió al patio. En su rostro se ven las huellas de un largo pensamiento a través de toda la noche. Ahora parece estar preocupado y camina en dirección al esquinero donde hace martillo el lote grande. En ese momento el cielo, por el lado del sol (que asomaba las narices al día), mostraba una gran franja violeta que se esfumaba en un anaranjado pálido sobre el lomo de una nube. Bruno miró aquello –que es lo único que no cansa verlo todos los días de la vida–. "... Si uno lo ve pintado no lo cree...".Las pocas nubes que a esa hora se encontraban en el cielo, estaban allí, recibiendo la llegada del amo de la luz, con su mejor vestimenta. Bruno mientras caminaba hacia el horizonte jugaba eligiendo colores en aquel amanecer. Eran los últimos días de febrero de 1929. Recién se había terminado el trabajo de la trilla, y, hasta que volvieran las aradas faltaban unos meses. Por ahora los rastrojos mostraban el brillo –oro limpio– de las eras que se levantaban en un espejo de soles sobre las superficies lustradas de la paja. Todo tenía una fuerza distinta esa mañana y la transmitía en el aire como una sucesión de amaneceres en el alma de los hombres. Bruno llegó al lugar; abarcó con la mirada el espacio del sueño y luego calculó la distancia de allí al molino y de allí a la chacra... Cien metros... –pensó–. Miraba el suelo limpio con el ceño fruncido como si tuviera que contener con la frente un atropello de ideas. Era el esquinero del lote alambrado con seis hilos. El poste torniquetero era grueso y las riendas que partían de la punta se perdían en la tierra a unos dos metros. Como esa esquina daba al molino, siempre estaba con el suelo firme, por las pisadas de los animales que se acercaban a él cuando tenían sed y llamaban desde allí con actitud para que les abrieran la tranquera. Hasta ese lugar se acercó Bruno, hoy más que nunca, con una cosa que le temblaba en el pecho. Sin embargo un solo pensamiento rondaba en su cabeza: Las cuatro paredes de un rancho. Metió una pierna entre uno y otro hilo y pasó. Se arrimó de espaldas al esquinero, colocó el taco de la alpargata justo contra el poste, y luego levantando la cabeza, mirá hacia delante, como se mira un largo camino. Midió con cinco pasos largos, y se detuvo marcando con una raya. Giró en ángulo recto a la izquierda y acomodando nuevamente el pie, con mucho cuidado sobre la marca, dio seis formidables trancos. Allí quedó otra marca. En seguida volvió sobre lo andado, en la misma posición del comienzo, y caminó hasta la primera marca sin levantar el pie derecho; al arrastrarlo quedó una huella del ancho de la alpargata, cuando llegó a ella, giró a la izquierda y siguió arrastrando el pie, y así hasta que quedó un rectángulo de cinco por seis, después, calculó el centro del lado más ancho y trazó una división. Allí se quedó dentro del plano, estudiando con mucho cuidado las dimensiones de los compartimentos... ¡ "Sí!... esto es un lugar bastante amplio para una cama... De este otro lado puede ir la mesa y la cocina... Aquí una silla..." –y al destinar el lugar para cada cosa, imitaba el objeto para calcular mejor el espacio... En ese momento hizo una mueca de disconformidad; miró el techo y las paredes de la casa y respiró con dificultad... "¡Claro!, como para que entre aire si no tiene ni puerta...". Se colocó sobre la línea principal, que daba al lado oeste; juntó los pies, y mirando la línea por el filo de sus brazos, a uno y otro lado, marcó con una pequeña cruz. Aquello indicaba que existía una puerta. Se aseguró de que fuera lo suficientemente ancha como para pasar cómodamente. Dio un paso atrás, y avanzó entrando por la abertura recién edificada. Ya adentro respiró hondo y se palpó el pecho con las manos abiertas. Diana se había levantado ya; involuntariamente, al salir al patio, miró para el lugar donde alguna vez se encontraría su casa si las cosas seguían bien. Se sorprendió al descubrir a Bruno que estaba allí, caminando de un lado para otro. Se dirigió hacia el esquinero tratando de adivinar en las que andaba este hombre. Bruno estaba demasiado ocupado, para detenerse a mirar si lo estaban vigilando. Por otra parte, nada de lo que ocurría en el mundo, le interesaba en ese momento y Diana pudo acercársele hasta las mismas narices, sin que la viera ni oyera. En la imaginación de Bruno, desembocaban detalles y aparecían inconvenientes... "sin embargo, todo está bien, pero, esto no está muy claro, algo falta...". Al pronunciar la palabra: claro, descubrió la falla..."¡Una ventana es lo que hace falta...! ya me parecía... y tendrá que ser grande para que tenga buena luz...¡Sí! Aquí del lado del sol... Las ventanas tienen que estar todas de ese lado...". Se acercó a la pared que daba al naciente. El sol en ese momento, acababa de ponerse de pie y hacía equilibrio, solo en el espacio, como si fuera un inmenso globo al que le soltaron las amarras y busca las alturas. Bruno tendió su brazo terminando en la tiesura del índice. Apuntó para el lado del sol haciendo un cuadrado en el aire, que sin querer le ponía marco al sol. Sonrió al ver que había hecho un cuadro de sol naciente y pensó: "Está encerrado... en mi ventana y no se moverá nunca de aquí... Será un sol especialmente hecho para mí...". Luego se encaminó a uno de los rincones. "¡Sí!... Aquí tiene que ir la palangana... "Éste es el mejor lugar para lavarse... Aquí el jarrón". Al decir esto, se inclinó en ademán de tomar agua entre el hueco de las manos y fregó como si realmente se estuviera lavando. El sueño lo había colocado más allá del propio encantamiento. Ya estaba viviendo en su casa, lleno de felicidad, sin que nadie lo molestara ni interrumpiera la marcha de su vida. Se había rodeado de esas innúmeras cosas insignificantes, con que es capaz de ser feliz un hombre profundo, y de esas cosas a la vez profundas, con que es capaz de ser feliz el más insignificante de los seres. Su gran preocupación no descubrió la cercanía de Diana, que estaba allí, a unos metros y a sus espaldas, mirando con infinita ternura y regocijo en el alma, a ese hombre tan tremendamente hombre, que era capaz de ser tan niño, como para hacerla llorar, con la pureza de la inocencia que allí estaba a flor de realidad, conmoviendo hasta la tierra que pisaba con tanta humanidad y tanta sencillez. A ese hombre, que llegó a ser hombre, a través del camino de las cosas claras como el agua. ¡Sí!... sí, como el agua; como el agua que ahora le faltaba para que en realidad se lavara las manos y estuviera libre del terrible trance por el que iba a pasar cuando se diera realmente cuenta de que había sido sorprendido en un instante de absoluta intimidad, bajo la más abierta amplitud de los cielos. A ese hombre, que pasaba días enteros sin hablar una palabra, dando la sensación de que en su interior no tenía nada para decir, porque nada de lo que veía le llegaba, de lo que lo rodeaba le importaba, y sin embargo, era dueño de todo ese mundo tan difícil de entender por ser tan bello... Es posible... Es posible, Dios mío...–pensaba ella–. Es posible que vea lo que veo. –Tuvo que hacer un esfuerzo para no reír, o llorar (porque en ese momento vaya a saber uno lo que tiene ganas de hacer). Observó que sus pasos alargaban su sombra hacia él y caminó muy despacio; quería que fuera su propia sombra la que lo tocara primero. Y así fue: la sombra chata contra el suelo, sigilosamente, llegó hasta los pies de Bruno. Cuando él sintió aquella presencia, sufrió un golpe de inmovilidad. Interrumpió su trabajo y se incorporó dando la espalda. Un calor de vergüenza le pintó en la cara los relieves del sueño germinado. Allí se quedó mirando el suelo rayado, donde se podía ver claramente que se levantaba una casa; una casa sin techo ni paredes, pero: una casa. Una casa sólidamente construida en el aire, sin nada que la toque o que la manche, donde no faltaba nada y estaba allí, con todo abierto a la felicidad, regalando vida verdadera, soltando los secretos de la vida al mundo. Allí, en ese lugar, se podía ver claramente cómo era la casa de la dicha, cómo era la casa del hombre que habitaba en el pulso profundo del aire de la tierra. Dio media vuelta y sin levantar los ojos, encontró como explicación decir: –Estaba viendo que está muy seca la tierra... Está haciendo falta que llueva un poco. Diana, que desde que llegó tampoco ha despegado los ojos del suelo, habla como si no hubiera escuchado las palabras de Bruno: –Esto me parece muy chico –hace una pausa observando la parte destinada al dormitorio–. Hay que pensar que mañana podemos ser más de... dos... Bruno encuentra una salida a la contención nerviosa, y al escuchar las últimas palabras de Diana, quiere borrar con los pies todas las líneas... –¡No...! si esto... lo hacía nomás... Ella lo contiene sumisa y con cariño. No quiere que destruya en pocos segundos, lo que tardó tanto tiempo para hacer. Aquella casa ya estaba de pie y daba pena echarla abajo. Él se detiene y al levantar la vista se encuentra, por primera vez esa mañana, con los ojos de Diana. Se miran y apenas se sonríen sin separar los labios. Pero en cada uno de ellos hay una fuerza que empuja de adentro y se detiene en las gargantas. Una fuerza que ahora les obliga a reír y reír hasta soltar la carcajada, echando hacia atrás las cabezas. Cuando han desagotado los pechos de esa fuerza, ella se toma con las manos la parte baja del busto y lo oprime, para que salga todo lo que ha estado allí durante tanto tiempo contenido y se mezcle con la mañana que ya remonta sus alas al cielo, y regrese cargada de luz para sembrarla sobre la frente quieta de la llanura. Sus senos parecen ofrecerse para que la tierra se amamante en ellos. Luego la risa se torna en hondos suspiros de agitación. Se miran con ternura: él abre los brazos y ella inconscientemente se arroja sobre ellos, para dejarse rodear antes de que aparezcan las lágrimas. Diana está prisionera en los brazos de Bruno y tiene los hombros caídos; apoya su rostro en el pecho de ese hombre, que ahora ha levantado la cabeza, con los ojos cerrados, como si estuviera mirando a Dios. Capítulo 9: LA PRIMERA RENUNCIA El invierno había traído una rara furia en el viento. Ya pocos eran los días que soplaba sin fuerzas. Los arados se perdían entre las nubes de polvo. De tanto en tanto, emergían al aire como buscando un resuello, pero, rápido enterraban su cuerpo en la mole de tierra que parecía hervir en la desesperación de un enojo permanente. La luz del sol había dejado de ser clara desde un tiempo atrás; por momentos desaparecía totalmente. Cuando salieron las rastras, los hombres regresaban convertidos en estatuas de tierra movibles. Para poder respirar, debían atarse pañuelos mojados en la cara dejando solamente los ojos libres. El infierno se había trasladado a La Pampa. El cielo, Dios, el cometa Halley, que se yo quién, había desatado su furia allí. Por la mañana el viento se juntaba con el frío y hacían temblar hasta las piedras. El pastoreo está amarillento y en partes se está asentando la tierra que el viento trae de las partes aradas del campo. Los animales desde hace unos meses han enflaquecido bárbaramente, los muchachos tienen que parar en cada vuelta para darles un resuello, de lo contrario no aguantan. Pietro mira constantemente el cielo y piensa en las nubes que no descargan. Allá por agosto se sembró el trigo y el centeno. Pietro creyó conveniente que se hiciera por si llovía y encontraba el trabajo terminado. Dionisio pensaba que se debía esperar; discutieron fuerte, pero, al final se hizo lo que Pietro quería.
–¡Vamos a tener miseria este año...! –decía Dominga mientras Pietro la escuchaba con los pensamientos y la vista en el cielo. –La luna se hizo con viento y el tiempo seguramente va a seguir seco –pensaba Pietro. –Hace meses que no cae una gota. –Si parara para respirar. –Ni de noche para –decía Dominga. –Esto enloquece a cualquiera. En eso Dionisio interrumpió el diálogo para intervenir en el tema. –Sembrar ahora es tirar la semilla de gusto. Yo esperaría. –¿Esperar a qué...? ¿A que venga el verano para sembrar? –Pero esto es trabajo perdido. –Si llueve enseguida no. –Es demasiado arriesgarse. –El que no se arriesga nunca tendrá nada. –Con unas pocas gotas que cayeran, sería suficiente –interrumpe Dominga. –Ni miras de eso –contesta Dionisio, seguro. Aunque Diniosio tenía casi treinta años, nunca dejó de obedecer como si tuviera diez. Pietro sabía que el hijo tenía razón, pero ya estaban sobre la segunda quincena de agosto y era demasiado tarde para esperar. Un día, cuando aún no se había terminado la siembra, ocurrió algo que nadie esperaba. Mario, el hijo que se encerraba largas horas en su dormitorio con la luz encendida leyendo libros, ahora renunciaba. El padre había preguntado muchas veces, de qué trataban esos libros que Mario encargaba a Buenos Aires... "Ese muchacho si sigue pensando tanto se va a volver loco..." alguna vez que lo vio con un paquete de ellos bajo el brazo, creyó conveniente darle un consejo y le dijo: –¡Tené cuidado con esas cosas! Ahí tenés lo que le pasó al hijo mayor de Cremona. Dicen que fue de tanto leer que le vino el cáncer. –No diga barbaridades, papá; lo único que puede pasarle a un individuo que lea mucho, es llegar a ser alguien importante para el mundo. –Ustedes siempre quieren saber más que uno, que es el padre. Después de aquella conversación, nunca había cruzado palabra sobre el asunto. Dominga lo vigilaba cuando lo veía raro, porque fue el hijo más delicado. De chico era muy débil y de cualquier cosa se enfermaba. Ella se sentía orgullosa de él, porque era el más inteligente. Cuando había que escribir una carta importante, allí estaba Mario; cuando Pietro necesitaba revisar algún contrato, allí estaba Mario. En las conversaciones de la casa pocas veces intervenía. Solamente si se hablaba de política, era el que se ponía importante y echaba sus discursos. Cuando discutían con Miguel sobre este tema, la cosa adquiría carácter insoportable... "Que la primera presidencia de Yrigoyen fue mejor que ésta... Que él no era el que tenía la culpa, que la culpa la tenían los que lo rodeaban... Que el pueblo se cansa de todos los gobiernos... Que éste robó, que el otro robó más... Que primero mienten prometiendo, para agarrar el poder y después no cumplen... Que este país es muy rico y les da mucho trabajo fundirlo... Que sería bueno que viniera una dictadura para que aprendieran... Que los conservadores, que los anarquistas...". Y todo así, hasta que ya no encontraban más lugares comunes. Y cada uno se quedaba con sus ideas. Entonces Mario se retiraba de la mesa, llegaba a su dormitorio, encendía su lámpara y se quedaba con la lectura, hasta el amanecer. Miguel se retiraba también, algo confuso. No discutía porque estuviera seguro de algo o de nada, discutía porque de lo contrario el Mario este, se convertiría en el sabio de la familia, y nadie podría hablar de nada. Discutía por celos y por discutir, porque siempre es bueno estar en contra de algo o de alguien. Esto pasaba, como las nubes de las tormentas de La Pampa: sin importancia. Ellos seguían siendo buenos hermanos. De estas discusiones lo único que quedaba en limpio era que Vicente tenía material para sus bromas. Se subía sobre una silla imitando al juez de paz del pueblo, opinaba con las palabras de Mario hasta que todo el mundo reía. Pero ahora Mario renunciaba. Era por la tarde, por unas de esas tardes del mes de agosto, que fue terrible. Venía de desatar los caballos y traía tanta tierra encima que costaba conocerlo. Fue en busca de su padre y le dijo: –¡No aguanto más en este infierno! Me voy. –¿Cómo dice...? –preguntó asombrado Pietro. –¡Que ya estoy cansado de esta tierra y me voy! Aquí está todo maldito. –¡Pero...! ¿En serio estas hablando, Mario...? –Tan en serio que mañana mismo me voy. Me voy, con otra vida mejor que me está esperando. Estaré en casa de Reina hasta que encuentre trabajo –dijo Mario con decisión. Dominga que se acercaba escuchó sin querer las últimas palabras y preguntó: –¿Trabajo...? ¿Dónde...? –En Buenos Aires, mamá. –¿Quién...? –¡Yo...! –¿Te vas, Mario...? –Como lo oye. Si me quedo un día más aquí, me vuelvo loco. No se puede ni respirar, que es lo único libre que le está quedando al hombre. Aquí se ha perdido hasta eso y yo me voy donde lo pueda hacer –afirmó Mario con tanta seguridad en la irritación, que a nadie le quedó la menor duda de que mañana partiría para siempre de esa tierra. Dominga recibió la noticia y quedó angustiada... ¿Cómo irse si es aquí donde ha nacido; donde están sus hermanos...? Nadie se fue antes, a no ser Reina, que se casó. Primo y Malvina, pobrecitos, se fueron, pero, con Dios y hace mucho. Ahora esto es distinto. Se va un hombre... Haber criado a doce hijos sin contar los que estuvieron de paso para el cielo; haber andado entre ellos cuando tenían dos, tres, cuatro y cinco años y ahora que uno se cansara porque sí y se marchara, era cosa que en verdad, no se les había ocurrido pensar. Ahora estaban ante el hecho y sin saber qué hacer ni qué decir. Dominga bajó las manos y la vista. Necesitaba algo para los ojos y levantó la punta del delantal. Mario quiso explicarle con más calma. –¡Mamá...! Cambio esto por cosas que me piden los sueños. Tengo aspiraciones; aquí a lo único que puede aspirarse, es a morir de asco entre tanta miseria. –Aquí nadie se va a morir –contestó Pietro, que se había quedado en silencio masticando la novedad, y en tono de defensa–. Lo que pasa es que para aguantar esto hay que ser macho. Esto no sirve para mujeres, como usted, porque para mujeres como tu madre, esto es un juguete. Mario creyó conveniente callarse, y sin vacilar se retiró dejando a Pietro que hablara por su cuenta. Dominga quiso calmarlo. –Bueno, pero no se va del mundo. –Me molesta que no quiera la tierra. Cuando esta tierra grita es porque algo le pasa, algo que uno no entiende. Yo sé por qué hablo –Pietro dijo esto ocultando la pena. No quería aflojar ahora... –Los libros le han calentado la cabeza. Yo lo decía, pero, no me hicieron caso. –Los libros ésos, dijo Mario que enseñan a querer esto tanto como nosotros– dijo Dominga queriendo defender a Mario y creyendo recordar algo así, que le escuchara decir a su hijo... –Él quiere recorrer mundo. Dejémoslo, ya sabe lo que hace. –El mundo, el mundo es de los que están aquí y no allá. Dominga dio media vuelta y se alejó con la idea de que aquello que se mantuviera tan sólidamente durante tantos años, comenzaba a derrumbarse. Por la noche cuando todos se habían retirado a descansar y el viento seguía soplando sin descanso, ella terminó sus oraciones y miró a los costados. Estaba la cama cubierta por el polvillo que se filtraba por cualquier parte y ponía sobre las cosas un tinte opaco, triste. A Pietro lo molestaba toda la noche. Él ya estaba acostado y tosía. Teniendo el ánimo alterado, protestaba por todo. Ahora era lo que estuvo defendiendo por la tarde: –¿Cuándo pasará este viento maldito...? ¿De dónde entra tierra? Dominga sacudía las cobijas. –¡Y...! de algún lado. –Después de todo Mario tiene razón. Aquí no se puede ni dormir. Claro que esto es una racha nomás. Tiene que pasar. –Una racha que ya lleva dos años –dijo Dominga casi para sí. Pietro no quería pensar que aquello pudiera durar otro año más. Las fuerzas se le agotaban apresuradamente. Ya tenía muchos inviernos en las espaldas. Pero él, confiaba en el cielo. Un yuyo raro que viera... "Esto indica que tendremos agua..." La luna tenía un aro luminoso... "Señal de agua; no pasa un día". ¿La luna estaba opaca? "Lloverá..." ¿El sol entraba rojo...? "Agua...", ¿Venía viento de adentro...? "No pasa de esta noche...". Pero, el viento seguía, seguía hasta crear en el ánimo de cada uno, una acritud que se ensañaba con todo. –Se acuesta con el viento y se levanta con el viento...¡Porca miseria...! –dijo Pietro y los puños se le cerraron debajo de las cobijas. Dominga se acostó sin decir palabra, apagó la luz y se despidió: –¡Hasta mañana...! Ambos quedaron dándose las espaldas y con los ojos inmensamente abiertos en la oscuridad. Afuera el viento quemaba en el filo de las chapas del techo. Adentro... "Nos quedamos sin un muchacho... Ahora empiezan a volar... Hacen lo mismo que hice yo... Se va Mario... ¿Quién lo va a cuidar...? Yo nunca pensé que uno de ellos se pudiera ir... Hay que decirle que se lleve las dos cobijas que yo le tejí..." "Hace muy bien en irse... en la Capital le va a ir bien... Es muy inteligente y capaz". –¿Estas dormida...? –¡Eh...! el viento éste, no deja cerrar los ojos. Allá no va a sentir este viento. –A lo mejor lo va a extrañar. –¡No! Estando en casa de Reina no extrañará nada. –¡Hasta mañana! –Si Dios quiere –contestó Dominga. Ambos se quedaron en silencio, pensando. El viento sigue trabajando. En el dormitorio de Mario todavía está encendida la luz. Está acomodando sus papeles y sus libros. ¡Sí! Evidentemente, este muchacho tiene las cosas bien pensadas. Ya no volverá atrás. En Buenos Aires se están cerrando las fábricas. El país está lleno de desocupados. Algunos opinan que Yrigoyen tiene que caer. Los ferrocarriles se declaran en huelga. Los frigoríficos ya están en huelga. Los obreros portuarios agitan el ambiente con revueltas. Mucha gente anda por las calles en busca de trabajo. Los trenes de carga, pasan llenos de gente que busca trabajo por cualquier parte. Todo el organismo administrativo del país está podrido. Algunos políticos se han enriquecido y andan por Europa, otros tratan de hacerlo ahora, apresuradamente, porque adivinan el final. Dicen que Yrigoyen no sabe nada de esto, pero, el pueblo lo sabe todo y protesta. Mario también lo sabe y no volverá atrás lo ya decidido. Allí encontrará trabajo, se lo dice la fe. El día vino sin dejar ver el sol. El cielo estaba cubierto por una capa de tierra flotante, y los sorprendió despiertos a los tres. Mario se lavó la cara y se fue al corral como de costumbre; ató la sembradora sin dar muestras que algo había cambiado. Dionisio y Dante sabían la noticia, y les extrañó que estuviera allí. En ese momento llegó Segundo y preguntó: –¿Cómo, no te ibas....? Este trabajo es para nosotros. A vos te puede hacer daño. –Mario no contestó una palabra. Segundo estaba herido y quería herir. Era demasiado grande el orgullo de ponerle el pecho a semejante horizonte para no tener el derecho a ofender a quien lo ofendiera abandonándolo. Los otros hermanos no le dieron tanta importancia y siguieron buscando cada uno los caballos que les correspondía. Las máquinas salieron; para ese día, antes de las doce, ya el trabajo de la siembra terminaba. Dominga no bien se levantó comenzó a preparar paquetes. Unos con comida, otros con zapatos, con ropa, hasta la máquina de afeitarse, y no se olvidó de la fotografía de ella y el padre. También le puso una carta que se pasó casi una hora para escribirla. Pietro seguía con la idea que debía reunir a la familia y hablar unas palabras. No fuera que a los demás les diera por marcharse. No eran todavía las doce, cuando en la lejanía, el viento levantaba una cortina de tierra. Dentro de ella venían los muchachos. Pietro, al verlos, calculó que ya estaba el trabajo terminado. Llegaron y soltaron los animales, luego marcharon a quitarse la tierra de encima. Por ahora está listo el campo. Ahora esperemos que llueva. Cuando todos estuvieron sentados alrededor de la mesa, Pietro ya tenía pensado un discurso en el que seguramente estaba dispuesto el acontecimiento y los consejos. Un discurso parecido a aquel que él tuvo que escuchar de su padre, el día que se vino para América. Con la diferencia que corrían otros tiempos y fue él, el que tuvo que aguantar el sermón y no el padre; como ocurrió ayer. Pensó que sería conveniente hablar que el sueño de él, era verlos a todos al frente de esa tierra, trabajando el uno para el otro, igual que ahora, pero, sin su intervención en las cosas... "No va a ser don Abel solamente el que descanse y haga trabajar a sus hijos; él también tiene allí sus buenos hombres para que dirijan todo"... Pensándolo todo, estuvo caminando de un lado para otro la mañana entera. La pipa, las manos inquietas, el sombrero, lo ayudaron a resolver el desarrollo del problema. Por fin llegó la hora de largar todo, en el momento en que estaba cada uno en su lugar de la mea. Estaba de pie en la cabecera de la parte ocupada por la dirección desde siempre. Su aspecto era fuerte y sencillo, con una hermosa cabellera blanca y los bigotes que le bajaban naturalmente, con elegancia. Con la cabeza echada hacia atrás y el ceño fruncido, como si lo determinado fuera de vida o muerte, su figura tenía otra importancia que la que le conocíamos. Todos lo miraron extrañados, hasta Víctor Manuel parecía estarlo observando de reojo y preguntando:... ¿Qué pasa, Pietro...? Dominga, en cambio, no se conmovía y pensaba:... "Siempre que el viejo quiere hablar más de dos palabras en una reunión le pasa lo mismo..." Vicente quiso hacerle una broma, pero no vio el horno para pasteles, y lo dejó pasar. Diana bajó la vista y retiró las manos de la mesa. Dominga se levantó y salió, ella no estaba hoy para oír ciertas cosas. Dionisio se quedó esperando la palabra, mientras levantaba el tenedor de una punta y hacía resbalar la mano hasta abajo. Miguel y Dante se cruzaron de brazos y esperaron que se rompiera aquel silencio. Segundo quedó rígido y con los labios apretados como haciendo una pregunta al aire. ¿Qué ocurre...? ¿Qué va a decir...? Mafalda y Bernardina estaban allí sin poder contener la risa porque Vicente estaba haciendo de las suyas con las muecas para imitarlo a Pietro. Séptimo lo miraba asombrado. Bruno aguardaba indiferente pero atento al momento. Mario había enterrado los ojos en el plato. Cardo esperaba como si supiera todo lo que se iba a hablar. Mientras tanto. Pietro buscaba desesperado la primera palabra con que había decidido comenzar el discurso. En ese momento le pareció sentir que el mundo se le desplomaba. Lo grave era que de cualquier manera, ahora debía hablar. Pero... "¿Qué era lo que tenía que decir...? ¿Qué fue lo que pensó durante todas las horas de la mañana...? ¿Cómo empezaba aquello que repitió mil veces antes de ese momento...? Allí no se acuerda de nada y el tiempo parece más ligero que nunca, la espera se alarga, los muchachos se miran, lo miran a él, bajan la vista. Pero a Pietro se le agolpan las palabras, se le retuerce el deseo de gritar cualquier cosa, pero, no sabe qué es. Retira la vista de la pared y la voltea sobre la mesa con la resignación del condenado a muerte. Allí sus ojos tropiezan con el porrón del vino, automáticamente su brazo se levanta como si fuera sonámbulo. Lo toma y en seguida de levantado comienza a servir en las copas vacías. Lo hace por la derecha. Todos esperan que ocurra algo, en ese misterioso silencio no es posible aguantar mucho tiempo más... Se oye únicamente el canto del porrón al entrar el aire y el canto de las copas al caer el vino. Los que estaban en el otro extremo, levantaron las suyas. Ahora todos estaban servidos, sin embargo él, permanecía de pie como si escuchara el viento que afuera soplaba desbocado. Luego levantó su trago. Ya tenía tranquila la mirada y el pensamiento. Ahora sabía qué decir. Todos levantaron los brazos con el vino en alto, Dominga, que esperaba el discurso, se extrañó por el silencio y regresó. Pietro al verla la llamó a su lado y le puso una copa entre las manos. Por fin habló Pietro; habló cuando ya casi entraban las ganas de llorar. –Vamos a brindar por que le vaya bien a Mario –dijo en tono bajo y muy sereno. Cuando las copas bajaron de los labios, todos tenían una cosa en el pecho. Bruno pensó para sí: ..."¡Demonios de hombre éste...!" Pietro se sentó, cortó una rebanada de pan y la sopó en el vino. En la mesa de ese día no se habló una sola palabra. Capítulo 10: EL NACIMIENTO DEL CIELO Y era de noche aquel día que Dominga conversó con Pietro. Diana y Bruno parece que habían tomado demasiado en serio el amor. –Los muchachos se quieren y él, parece bueno –dijo Dominga. –No va a encontrar ninguna mujer mejor que Diana. –Los tendremos casi con nosotros... se puede decir. –Ahí está bien. Cerca del Molino y cerca de aquí. –Lo tenían escondido, pero yo lo sabía... –decía Dominga con alegría. –¿Quién no lo sabe?... Los enamorados se pierden siempre. Al poco tiempo las cosas marchaban. Los muchachos fueron los más sorprendidos por la noticia. Vicente se lamentó de que se le escapara el descubrimiento. Él, que siempre estaba a la espera de todo, es el que lo ignora todo –decía Vicente...– ¿Cómo me perdí esto?... Allí mismo, en el esquinero donde hacía martillo el lote grande, y casi sobre los mismos planos que una mañana trazara Bruno, se hicieron los pozos para los tirantes que sujetarían los alambres. Es decir, los palos más importantes de una construcción de esa clase. Esta vez no se olvidó de la puerta. Luego de estar colocados los postes y bien pisonados, Bruno lo rodeó con alambres, desde el suelo hasta donde iría el techo, a una distancia de cincuenta centímetros uno de otro. Después, hizo un agujero en las partes intermedias y pasó otro hilo. Pronto estuvo terminado el esqueleto de la casa. Parecía una jaula. Cerca se punteó un círculo de unos quince metros de diámetro, se trajo estiércol del corral, se echó agua y con tres caballos, que caminaron adentro durante más de una hora dando vueltas, se hizo el primer amasijo de pisadero. Vicente y Miguel se ofrecieron para atar la rastra y salir con Segundo y Séptimo, hasta el monte para cortar y traer pasto puna del más alto. Diana se acercaba a mirar el trabajo y le parecía mentira que marchara tan rápido todo. Y para ayudar muchas veces no dejó de agarrar la carretilla y alcanzar barro, o si no brazadas de pasto que Bruno mezclaba con el barro haciendo rollos del tamaño del brazo, luego calculaba el medio y lo colocaba sobre el alambre dándole media vuelta, cosa que las puntas quedaran cruzadas para hacer la traba. Aquella trenza de barro cuando se secara, quedaría convertida en una pared de "chorizo" muy difícil que la sacuda el viento, o la voltee un temporal. Cuando Pietro terminó de embotellar con Dominga el vino de ese año (unos cuatrocientos litros y algo de vineta que sacó de una uva especial que le mandaron de Mendoza) se acercaron hasta el lugar donde estaba naciendo un cielo nuevo, para la hija que más querían. Allí estaba ella con un pañuelo en la cabeza y una bolsa a la manera de delantal. Tenía más barro en la cara y en las manos que todo el que transportaba en la carretilla. Ciertamente causaba gracia. Pietro al verla recordó otro tiempo. –Me hacés acordar a tu madre cuando hicimos el rancho nuestro. –Con la diferencia que casi no teníamos una pala –contestó Dominga también riendo. –Ni caballos. Yo me arremangaba, y a pisar. –Hasta de caballo había que hacer en aquel entonces –recordaba Dominga. Diana tiene tanta alegría, que la abraza a su madre y la besa. –Esto es provisorio –dice Bruno mientras trabaja contento. –¡Eh!... estas cosas provisorias, hechas así, duran toda la vida. ¡Mirá el mío!... –Salió bueno –contestó Dominga. –Y todavía hay rancho para rato –afirmó Bruno mientras seguía en su trabajo de trenzar chorizos de barro en los tiros de alambres. Dominga echó una mirada para ese lado y dijo casi entre dientes: –Aguantó vientos y fríos y siempre está igual. –¡Quién diría!... Me acuerdo que Dominga se iba lejos para verlo crecer. –Apenas amanecía ya salíamos en el sulky desde el pueblo, y con ese mismo caballo un peón nos traía el pasto del monte –agrega Dominga. –Y el día que dormimos por primera vez en él. –Parecía mentira. Y así, recuerdan qué unidos se sintieron en aquella terminal del mundo, en aquella tremenda soledad. Qué fuertes se hicieron frente al silencio de los atardeceres. Cuántas noches bravas de tormenta, ella se levantaba y recorría silenciosamente la casa con las manos apretadas, rezando porque el techo temblaba. Y cuando empezó a llenarse de hijos, cuando aquello era un manicomio (como decía Pietro) porque no conseguía dormir la siesta. Todos los pájaros de la Pampa se acercaban hasta el rancho para copiarles el llanto o alegría a los niños. Recordaron que, a medida que los años pasaban, había que irlo agrandando para que los más grandes tuvieran su pieza propia. Que así llegó a ser casi un pueblo. Que mientras uno aprendía a llevar pantalones largos, el otro aprendía a cuidar los animales, que mientras éste aprendía a escribir una letra, la otra aprendía a cuidar al más chico, que mientras aquél aprendía a decir papá o mamá, el otro aprendía a caminar, que mientras por allí uno aprendía a llorar, el otro aprendía a moverse en el vientre de la madre. Cuántas cosas, en esas paredes levantadas así: provisoriamente. –Se ha trabajado mucho para llegar a esto: ser viejos, y tener muchos hijos como capital –dijo Pietro. –Eso no es para cualquiera –contestó Bruno. Después de todo, esa tarde Dominga se puso triste. Se fueron todos, pero Bruno quedó allí. Tenía apuro por terminar. En seguida vendría el trabajo de los arados y la construcción quedaría paralizada. Al día siguiente fue Pietro con una pala y cambió unas plantas. Más, para el tiempo del invierno, ya se encargaría del trasplante de algunos frutales. A una casa nueva hay que protegerla con amor por adentro y con plantas por afuera –decía. Aunque no llovió en los últimos tres meses, el trabajo igual dio comienzo. Los arados con gran dificultad, comenzaron a roturar la tierra. De allí en adelante, Bruno pudo terminar su obra en los momentos que le quedaban libres. Hasta la noche trabajó con un farol, pintando las puertas y paredes. El rumor de la llanura, creciendo en el viento, volvía cada día con bríos renovados. Pocos eran ahora los momentos en que la tierra no temblaba con su furia. Las noches se hacían de viento y comenzaban a crear en el ánimo de los hombres, un malestar de espina y de fuego. Las mujeres retorcían en sus delantales, la sugestión de ese demonio, pero nadie como Cardo. A ella le penetraba en la sangre y en los sentidos y la colocaba en un largo silencio de semanas. Se pegaba a las paredes, escuchando los distintos silbidos del viento, y luego se pintaba en su expresión un contento que hacía pensar. Cuando el Pampero soplaba surero con dislocado entusiasmo, Cardo salía a caminar dándole el frente. Nadie quería preguntar nada a nadie, pero todos se colgaban de la misma duda. Sin diferencias de momentos, Cardo se alejaba paulatinamente de todos, y cuando alguna conversación intercalaba una ofensa al viento, ella se retiraba en silencio y caminaba por el campo, hasta perderse hacia el lado en que nacía el viento con un cielo nuevo. Caminaba con los ojos llenos de asombro y los labios hinchados. Miraba alto, como queriendo preguntar: ¿Dónde está la casa del viento?... caminaba con las manos y los brazos abiertos, con él. Con el pecho inhabitable, por otra cosa que no fuera la furia de su hombría. Capítulo 11: EL VIENTO EN CARDO El doctor Luis llegó de visita a la chacra en tres oportunidades. Cardo era un perfume en el aire cada vez que lo veía. Saltaba y cantaba como si este hombre trajera en la frialdad de sus movimientos, los secretos de la alegría para aquella niña, que no había terminado de florecer y ya se veía marchitar por momentos. Lloraba mucho. "¿Qué te pasa?... ¿Por qué has llorado?... ¡Nada!" Cardo no escuchaba ni contestaba preguntas ya. Dominga hacía cálculos... ¿Será el muchacho que se fue a Santa Fe?... Pero, no, allí no había nada ya. Aquello era cosa muerta. Lo que ahora afligía a Cardo era decididamente otra cosa. Algunas mañanas amanecía con la cara encajada en su propia calavera, con ojeras profundas, con un opaco en la mirada que decía del insomnio padecido. Vapores sin destino, vaguedades imprecisas, palabras que debían ser adivinadas, sopores de la piel, temblores, respiraciones sin apoyo que se morían en gestos de nuevas ansiedades. Cardo no andaba: flotaba en su espacio sin querer ir más allá de sus manos. Pasaba largas horas recostada, con los ojos fijos en el primer objeto que encontraban, como si estuviera sumida en un pensamiento, o no tuviera nada en qué pensar. No faltó quien le dijo a Dominga: –¿Le han hecho daño?... –¿Daño?... –¡Está a la vista!... –No entiendo. –¡Pa’eso estoy yo pues, doña!... –¿Será posible?... –¡Clarito!... ¿No ve que está ida?... –¿Y qué enfermedad es ésa?... –¡Ah!... Mejor no hablar... Una enfermedad que la manda el diablo. –¿Y qué tengo que darle?... ¡Por Dios!... –decía Dominga asustada. –Me le hace tres cruces con agua bien fría mesmo en la espalda, sobre el cuero ¿entiende? Y en ayunas. Esto lo hace durante nueve días. Yo mientras tanto, viá enterrar ojos de gato, y viá echar las palabras. Santo remedio vea. Después me va a decir. Ya veo que va a vivir pa’agradecermeló... ¡Si habré tenido de estas empachadas de amor! Primero se ponen entecadas y dispués cursientas, y al final, doña, engordan como yeguas, vea... Para Dominga esos misterios de la llanura pampeana, eran cosas nuevas. Algunas tardes cuando el viento reñía con el horizonte y pintaba el muro del cielo de un color azufre oscuro, ella solía perderse en la distancia, caminando de frente a él; se iba de visita al país del viento. Los hermanos estaban preocupados por estas actitudes de Cardo y la vigilaban, pero ella se sentía molesta y renunciaba hasta de dirigirles la palabra. Ya no contaban para nada con ella: –Cardo está enferma del mal de la tristeza. –¿Quién lo dijo?... –La vieja Lisófora, que estuvo ayer vendiendo yuyos... –¡Carlos está enamorada!... –pensaba Dominga. –¡Cardo tiene una infección de silencio en las venas!... –¡Cosas de muchachos!... –decía Pietro. –¡Cardo perdió las palabras!... Un día de viento. –¡Cardo se queda con ella!... –¡Cardo se lo pasa besándose las manos!... –Ha dejado olvidada la voz... Ahora la busca. –¡Esperemos!... –No se puede esperar. El tiempo está detenido en ella. –Por eso se acaricia las manos y el cuerpo. –El viento. Siempre es el viento, el que la hace mover. –Le mandaron agua fría para curarla. –¡Dios sabe...! Y así iban y venían las preguntas, las palabras, las ideas, seguros en el fondo que la verdad era otra, pero, no se animaban a decirlo. La locura da miedo verla de cerca. En todos, había un temblor cuando aparecía Cardo... el viento... Este maldito viento, y Cardo se levantaba de la mesa y se retiraba sin decir palabra. Y... ¡qué raro!... cuando el doctor Luis aparece, Cardo sufre una repentina transformación. Su cuerpo y su alma parecían encontrarse de pronto con las fuerzas naturales que la vitalidad de sus años ponían en su ser. Saltaba, reía, cantaba y allá donde él ponía sus ojos, estaban los de Cardo, esperando para recibirlos. Una tarde, en el momento de retirarse, como lo hacía siempre, ella lo acompañó hasta la puerta que daba al patio grande. Dominga tuvo que escuchar sin querer, puesto que estaba allí cerca, y había sido vista por ellos. Luis muy bajo; luego, un prolongado silencio. Ella suspiró. A Dominga no le asombró. Ya lo sabía: "Luis viene porque está enamorado de Cardo"...–le dijo a Pietro una noche y él no le hizo caso. "...La que está enamorada, es ella –pensaba él–. Lástima que sea de ése... Ella lo querrá, pero aquí, no lo traga nadie...". Él no lo ignoraba, tampoco le importaba mucho, al contrario, mejor. Él mañana necesitaría un motivo para disculparse y era ése. Por ahora lo que importa es Cardo; lo recibieran como lo recibieren.
A medida que pasaron los días se perdió por completo la ilusión de cosechar aunque fuera lo sembrado: –Ya no lloverá... Y aunque llueva. –Todo está perdido. –Podemos cosechar arena. Ni siquiera habían germinado los granos que cayeron en los surcos. Alguna que otra semilla, se arriesgó a salir a la luz con su débil hojita, pero, ni bien el viento la vio, de una sola pasada la arrancó casi de raíz o la tapó con arena. Una tarde, cuando habían transcurrido casi treinta días de sembrado, Pietro se encontraba en medio del campo, arrodillado en un surco y escarbando en la arena. Revisaba los puñados de tierra seca que sacaba de lo más hondo. Aquello casi hervía de caliente. Allí se encontraba con la semilla, tal cual la sembraron. Tomó esa costumbre y a toda hora se le encontraba arrodillado buscando los granos para saber si germinarían o no. De mañana, casi sin tomar un trago de nada, salía en dirección a los sembrados, pero: Nada, nada, siempre... nada. Él no quería adelantarse a pensar en lo que se venía. Era mejor esperar unos días más. Si lloviera... ¡Bendito sea Dios!... Vinieron ocho días, en que el surero no dejó de soplar con toda fuerza. Envolvió la tierra al extremo de no verse a dos metros en pleno día. La luz del sol ya no servía para ver, era necesario encender la lámpara para los quehaceres de la casa. Algunas veces no se alcanzaban a ver las manos. Todo se hacía tinieblas de polvo. Había que vivir con los pañuelos mojados en las narices y en la boca. Traía fuego, y castigaba las carnes sin piedad. Apenas los platos esperaban sobre la mesa, el bocado servido, ya estaban cubiertos del polvillo que permanentemente flotaba en el aire. La mesa se preparaba con el servicio dado vuelta, pero nada se escapaba de la tierra. Estaba en todas partes. Polvo de tierra en el sueño y en las palabras. En la cucharada de sopa, en el trago de agua. Tierra en los bolsillos y en el paladar. Polvo de tierra en el beso y la caricia. En las ideas. Polvo de tierra en la indignación y la lágrima. En el rezo de súplica interminable cayendo todas las horas del día al pie del crucifijo, al pie de la Virgen, al pie del Niño Salvador. Polvo de tierra en la cruz de la sentencia por el aire. En la maldición a plomo del silencio. En la espalda sin muerte de la angustia. En la lenta agonía, flexible y general, batiendo los extremos de lo absurdo. Polvo de tierra en el puño cerrado. En la cruz de sal bajo la noche. En la alpargata atravesada con un gesto escondido. En la tijera colgando sobre el marco, foco del miedo en el aullido tenaz del horizonte. En el sapo muerto y suspendido como un adiós de mano abierta. En el palo que viste un traje viejo en medio del sembrado, para asustar sin vida el cuerpo del demonio. Polvo de tierra en la paciencia que induce a socavar los muros de la injuria. En la agotada fuerza de callarse y resecar en el mutismo la palabra. Polvo de tierra en el sueño cansado de batirse entre sábanas de fuego. En los dedos y los dientes, en los ojos y en la sangre. Polvo de tierra y viento en la frase del insulto que abre en las vísceras el hueco del ahogo. En esperanza exterminada por la constancia de su lima profunda y escondida. Polvo de tierra que hierve en las abiertas ventanas de Dios, y siempre... Tierra y viento y polvo de viento y tierra.
Cardo solía quedarse con Luis bajo la noche de las tardes, hasta que éste se marchaba, y volvía a internarse en su mundo de soledad sin despedida. En las últimas semanas de ese año, ya ni Luis la arrancaba de su secreto, cuando se acercaba. Una noche conversaron en voz alta y todos se enteraron: –Yo no me entiendo con brutos. –Ni yo con animales –decía Luis. –Porque son puros... ¡ja, ja!... –¡Adiós! –se levantó y salió con apostura de perro con rabia. –¡Adiós!... doctor Luis –contestó Cardo y soltó una estridente carcajada. Desde aquella noche, ya no apareció más por la chacra. Él festejaba su triunfo. Había conseguido con toda libertad, lo que se propuso aquella noche de fiesta. Sagitario sin arco, perro sin hambre, siguió su camino satisfecho del crimen, dejando la baba pestilente de su alma. Mientras la víctima transitaba por los cauces de su sangre, en un desesperado silencio lleno de acontecimientos extraviados. El verano pasó desenfrenado anatemas. Iracundo y soberbio contra el hombre. Cardo sonreía, sin un solo movimiento brusco, sin una palabra, sin mirar fijamente a nadie, sin escuchar otra cosa que no fuera la música desatada en el vientre de La Pampa. Se alejaba silenciosamente de las casas sin ser vista, y tomaba el campo. Allí se encontraba con el viento; frente a frente en medio de todas las distancias, lejos de alguien vivo que pudiera observarla, ni siquiera un animal. Soltaba su larga cabellera y se deshacía en el espacio de su espalda ligera. El pelo, a veces, cobraba majestuosidad de bandera en día de regocijo. Ella abría sus brazos y caminaba con los ojos cerrados siempre riendo a carcajadas; con las manos inmensamente abiertas daba la impresión de que quería asir el horizonte. Allí estaba ella y su verdadero amor, en la confianza de la intimidad salvaje y desnuda. Del paisaje chato como una pizarra, se levantaba una voz que le zumbaba en los oídos: –¡Mía!... ¡Mía!... –¡Tuya!... ¡Tuya!... –gritaba ella–. Nadie más que nosotros y Dios. Sus vestidos amplios y livianos, presionados por el viento, se pegaban a su cuerpo, marcando, haciendo resaltar la belleza de su senos erectos, donde los sarmientos de su adolescencia florecían en pezones imponentes, reventando de placer contra la extensión de la planicie desolada y ensangrentada de lujuria. Su vientre se redondeaba de pureza y se agrandaba en la respiración agitada, como si fueran los estertores de una entrega en los últimos momentos. La tela se incrustaba entre los muslos torneados y macizos de sus piernas, y la superficie ofrecía un pubis ardiente a las caricias del viento. Entonces, reía echando atrás su cabeza, dejando libre el cuello, para que su piel se partiera al fuego del sol del mediodía. –¡Tómame!... ¡Tómame!... –gritaba en el enloquecimiento de su regalarse íntegro, total. Con ambas manos se desgarraba su ropas y abría el pecho, para que los senos le fueran acariciados. Los colocaba en el hueco de sus manos y apretaba los dientes haciéndolos rechinar en la morbosidad sexual de la posesión. Buscaba las partes altas del terreno (allí donde la arena cansada de volar, se había detenido para descansar, y adquiría estatura de montañas pequeñas: verdaderos médanos de fuego) y sus pies se enterraban hasta acariciarle las pantorrillas y caía. Caía de espaldas, con los senos desnudos al cielo. El viento jugaba con su vestido echándolo hacia atrás, hasta cubrirle la cara, como si le diera vergüenza mirarla a los ojos. Quedaban sus piernas desnudas, bañadas por una blancura de nieve y una suavidad de agua tranquila, a las órdenes de la furia, que la tierra emprendía en su sangre. Descubría su cara y contraía los músculos mandibulares, apretando los ojos. El sol la besaba íntegra y ella con los puños cerrados, golpeaba la arena blanda de su lecho de novia y su respiración se tornaba violenta. El latido remontaba sus entrañas, hasta que su garganta dejaba escapar débiles gemidos. Un temblor la abrazaba y afirmando los pies y la cabeza, mantenía su cintura en el aire, ahora ya no tocaba el suelo: estaba en el espacio, elevándose en una danza embriagada que prendía pequeños remolinos en su vientre, cortándola en pedazos y golpeándola contra el cielo. Juntaba apretando sus muslos, las piernas que habían aflojado la tensión y las estiraba a lo largo de La Pampa abrupta de ese instante. Allí quedaba rígida unos segundos, con las manos apretándose las sienes, los dedos enterrados en el pelo y los oídos tapados. Quedaba dormida, luego despertaba lentamente y acomodaba sus ropas, con los ojos entornados. Prendía los botones de la bata, con la lentitud de quien despierta de un largo y reposado sueño. Se incorporaba y emprendía el regreso a la casa. El viento la castigaba por la espalda con brusquedad, y caía apoyando las manos en la arena, en aquella arena blanda como un amasijo; ella sonría débilmente y continuaba. El pelo le castigaba los ojos; caminaba dando grandes pasos obligada por la fuerza del viento, como si después de la entrega la rechazara. A veces por no caer, corría un trecho hasta encontrar equilibrio. Cuando debía dar la cara al viento para contener sus vestidos que volaban, bajaba la cabeza como avergonzada por lo que acababa de hacer con él, y caminaba para atrás sin mirar. Ahora reía llorando y volvía a ceder en las rodillas, hasta dar con el suelo. La arena se pegaba en sus mejillas bañadas en lágrimas. Aquel espectáculo era conmovedor y tremendo. Ahora venía el castigo sin piedad del macho lujurioso y depravado. Con una ansiedad sádica, que desglosaba un poder imaginativo mucho más fuerte que todos los pudores. Era la tierra concentrando toda su virilidad en el celo contra la mujer que le arrebató a su amante convertido en viento. Ahora era la tierra quien se vengaba despojándola de sus vestiduras para gozarla desnuda, sin la presencia de un solo pasto verde, sin una sola hoja perdida en la inmensidad arrolladora, sin una gota de agua sobre su piel hecha fuego bajo el sol. Ahora era la tierra quien la tenía en sus manos y en complicidad con su amante, la desgarraba a manotazos. –¡Basta...! ¡Basta...! –gritaba ella. ¡Más aún...! ¡Más...! ¡Todavía más...! –parecía oír en las voces agrias y filosas del viento. La llanura y el viento tenían su festín, se hartaban agotándola en todas sus fuerzas, hasta que vencida nacían en ella los nuevos deseos, sus ojos se le encendían hasta que retomaban una forma de vacío, en el acto más sagrado de la elevación humana. Llevaba sus manos para guardarlas en el secreto de la caricia, que aquella carne castigada le estaba pidiendo a gritos. Bajaba los tentáculos del misterio donde todo es génesis y participación de un comienzo, y giraba, giraba en remolino, apresada por la forma masculina, de aquel cuerpo suelto y viajero, que soplaba interminablemente. Allí quedaba su cuerpo, abandonado en medio de la soledad de la llanura, sin fuerzas para mover un solo músculo, sin sentido de orientación. Se ponía de pie y vagaba sonámbula con sus cabellos sueltos y enredados. Buscaba un camino, un árbol, una rama que le devolviera la visión del paisaje al recuerdo y la memoria. Cuando el sol caía, le tornaban las fuerzas y envuelta en las llamas del mareo, regresaba sin dejarse ver, y se desplomaba en su lecho sin levantarse por dos días; hasta que se borraran las huellas del castigo... Ya en el invierno de 1930, las cosas habían tomado el camino del hambre. Los vientos habían casi terminado su obra de cubrir los campos con una enorme sábana de arena, de arena que brotaba de cualquier parte y crecía minuto a minuto, hasta llegar a metros por día...¿Dónde había estado antes...? ¿En qué rincón permaneció dormida durante siglos...? ¿Quién la ha traído hasta aquí...? ¿Caerá del cielo...? ¿Vendrá en el viento...? ¿La Biblia hablará de este fantasma...? ¿Lo habrá previsto Dios? ¿Brotará del fondo de la tierra...? –se preguntaba el hombre frente a lo enterrado por ese cataclismo, y las mil preguntas rondaban como fantasmas por el inmenso páramo de arena, navegaban en él y se dormían en las cabriolas y abanicos que se desdibujaban en oleajes permanentes. Ya no se veía volar un solo pájaro. Desde hacía meses habían emigrado. Pasaban en bandadas por el día y por la noche, todos, con el mismo rumbo: para el norte. Escapar de aquello, era escaparle a la muerte. "¡Habrá que seguir el rumbo de los pájaros! Habrá que clavar los ojos en esa dirección y marchar! –pensaban unos. –Hay que salir en busca de la tierra. –¡Y dónde la encontraremos...? –En cualquier parte, menos aquí. –¡Vamos...! –Aquí la tierra está enferma. –Esta llaga no se curará nunca. Hay que volar como los pájaros. –Ellos saben mejor que nosotros. –Como están más alto, ven más. –¡Vamos...! La idea de abandonar aquello había tomado alas. Llegaban noticias de Monte Nievas, de Eduardo Castex, de Conhello, que la caravana se había iniciado. También llegaron noticias del sur: de Villa Alba, de Jacinto Arauz, de Bernasconi. –¡Pero! ¿Cómo? ¡También el Sur...! –¡Sí! También el Sur. –Dicen que es la erosión. –¿Y eso, qué es...? –¡No sé...! pero hay que irse. –Aquí se muere uno. –Dicen que la tierra está gastada. –Así debe ser nomás. –Y ¿a dónde vamos...? –Al Norte. –¿Qué hay allí...? –¡No sé, pero vamos...! También llegaron noticias del Norte: –¿Del norte de La Pampa? –¡Sí...! –¿Entonces es La Pampa la que está maldita? –¡Así parece! –¿La gente se va también...? –¡Sí! Si no, se muere de hambre, como los caballos y las ovejas. Bruno regresaba con Pietro. Habían salido temprano, con las primeras horas de viento. Fueron a recorrer el campo porque ese año, Pietro, también quiso que se sembrara: –¿Cómo vamos a dejar de sembrar? El campo no se puede dejar de trabajar. ¿Cómo vamos a pasar el año...? Ni que estuviéramos locos. Este año es igual que los otros. –¿Y la tierra...? ¿Dónde está la tierra para sembrar...? Tirar la semilla aquí es una locura. –No es locura. ¡Tiene que llover...! Se lo digo yo. ¡Tiene que llover...! –Eso es lo que decimos todos pero no llueve. –No señor; anoche el viento tibio traía olor a agua. –No creo que pueda ser. –No pasa esta noche... Estoy seguro –insistía Pietro como queriendo convencerse de su irrealidad–. Ahora no puede fallar... Después de esto –como siempre– se sembró y no pasaron ocho días cuando no se veía un solo surco: todo estaba cubierto de arena. Ahora volvían del lote grande, donde anoche se había formado un médano impresionante. Mirándolo de lejos parecía un cerro. Mañana, estará más allá o más acá. Según para donde tire el viento. –¡Qué raro! Cuando más se ara, más arena hay. –Ahora ya no hay tierra. –¿Qué se ha hecho de ella, Dios mío? –decía Pietro desesperado. –Este médano no se quiere ir de aquí. Ayer estaba en el lote de al lado. –¿Cómo hizo...? –¿Aquí estaba el alambrado...? –preguntó Bruno al llegar a un lomo de arena de más de un metro de alto. –¡Sí! Lo ha tapado totalmente. –Parece mentira. Esto hay que verlo para creerlo. –¿Pasaremos con el sulky por arriba...? –preguntó Pietro al acercarse hasta el lugar. –Probemos. ¡Creo que sí! –¿Dónde demonios estaba todo esto antes...? –Algo malo habremos hecho –dijo Bruno mientras el caballo se afirmaba para subir el repecho y pasar al otro lado sin abrir tranqueras. –Pasamos como si tal cosa. –Lo único malo que hemos hecho es trabajar.... Porque otra cosa... –dijo Pietro que se quedó pensando en las palabras de Bruno– y las mujeres rezan a toda hora. –Sin embargo yo digo que tiene que llover. –¡Eh! Yo también. ¿Pero qué año...? –No pasa esta semana. ¿No ha visto la luna? –Ya no se puede creer ni en la luna. –Este año compone. –Ya se está haciendo vieja la canción y el viento no para. –Cuando pasa todo lo que tiene que pasar, parará. Porque esto, tiene que tener cola. Y ya hace más de dos años que pasa. –No estará lejos entonces, porque pasó todo entero. Todo lo conversaron mirando ese horizonte que cambiaba de forma todos los días. Llegaron. Bruno se quitó el sombrero. En la cabeza quedó la marca hasta donde la había cubierto. Llegaron al corredor de la casa y se sentaron en lo primero que encontraron, abrumados por el cansancio. Dionisio y Dante, acababan de llegar de la casa de Ricardi y se sentaron en el suelo, cerca de ellos. –Parece que anoche se fue Valenti, con toda la familia –dijo Dionisio interrumpiendo el silencio. –¿Valenti...? ¡No puede ser...! –contestó Pietro con asombro de niño. –Ricardi nos dijo –aseguró Dante con resignación. –Se fue con las dos chatas grandes, las chapas del techo, los caballos, las gallinas y también se llevó las máquinas. –Dejó cuentas nomás –agregó Dante. –¡A pagar! La noche es buena para eso. Defiende algo –dijo Pietro. –¿Se habrá llevado la miseria y el dolor de todo esto? –preguntó Bruno–. Difícil. Donde quiera que vaya lo acompañará. Más vale quedarse entonces. –Así es –refirmó Dionisio. Bruno mientras escuchaba, tenía los ojos clavados en su rancho, donde lo aguardaba aquella mujer, que era el motivo por el cual él se había amarrado a esa tierra. Allí estaba ella. Justamente ahora que era tan feliz, el tiempo era tan cruel –pensaba–. Entre la casa y el molino se estaba levantando un médano. Esos murallones ponían distancia entre las cosas. El molino hacía chirriar su rueda que bramaba en el aire girando a gran velocidad por la fuerza del viento, en forma de protesta. Pietro, seguía con la noticia que acababan de traer los hijos. –Esto estará mal, pero no para dejarlo –comentó. –Ricardi está por hacer lo mismo –siguió informando Dionisio–. Dice que para el Chaco, para donde se va la gente. Pietro levantó la vista como quien no está seguro de lo que acaba de oír. –¿También Ricardi...? ¿Quién va a quedar? Eso es de flojos; a la tierra no hay que abandonarla. Es de poco agradecidos. ¿Se han olvidado de lo que fue esto para ellos? –Usted tiene razón, pero, se le han muerto casi todos los animales de hambre –afirmó Dante. –¿Por qué no hicieron silos, como nosotros? –Veremos cuánto le duran a usted los silos –agregó Dionisio como aceptando que la única salvación, era marcharse de allí–. Ayer se pasó el día entero cueriando en el campo. Diez caballos se le cayeron en un solo día. –Osamentas vamos a cosechar como sigamos así. Y pastoreo cerca no hay. –Duran poco también. En seguida las tapa la arena –dijo Bruno que había permanecido en silencio pensando y escuchando. Dionisio se incorporó y sacudió sus ropas. –Yo pienso igual que usted –dijo–.No será de hombres irse, pero hay que vivir. Ayer el Dr. Luis me dijo que no estaba para perder. Desde ahora, había que ir con la plata. Se acabó el fiado. –Habrá que ir al monte. Pagan cien pesos la carrada –pensó Pietro encontrando una salida. Y allá fueron, al monte. Para los que tienen brazos y hambre, aquí está el monte. El caldén no sirve solamente para leña. –"El aserradero nos salva" –era la frase de todos. Claro, que para transportar esos grandes troncos hasta allí, no era cosa fácil. Pero había que hacerlo y se hacía sin ponerle mala cara. Allí los troncos quedaban convertidos en parquet. Un día ocurrió algo que los hizo pensar a todos. Vieron pasar una caravana de carros cargados con arados, chapas, camas, sillas, mesas, colchones, gallinas, chanchos, mujeres, perros, niños. La larga fila de carros se deslizaba lenta y silenciosamente. Nadie hablaba. El poco ruido lo hacían los cacharros colgados abajo (de los ejes). Se detuvieron donde calcularon que habría agua. De uno de los carros, se oía quejar fuerte a una mujer. Bruno, Vicente y Dionisio, estaban con Segundo, descargando leña en la playa de la estación. Cuando terminaron se acercaron. Después de saludar preguntó Dionisio: –¿De dónde vienen? ¡De allá! –contestó sin ganas, desde el pescante, un hombre delgado que parecía alto, señalando con el dedo por sobre el hombro y hacia atrás. –¿Y para dónde van? –volvió a preguntar con interés Dionisio. –Al norte. Dicen que hay tierra y trabajo. –¿Y cómo está la miseria por aquí? –preguntó un hombre bajo, moreno, que ya había echado pie a tierra y venía del carro de atrás. –Con hambre nomás –contestó Bruno. –¿Y el hambre...? –Con ganas de morirse. Del último carro, volvió a sentirse el quejido de dolor de una mujer. Bruno miró que las demás mujeres estaban preparando una cama en el suelo, mientras una estaba sentada con las manos sobre el vientre. Luego la rodearon con una lona que sostenían entre tres. La más vieja se quedó con ella adentro. –Es mi hermana. Por eso paramos; ya no aguantaba la pobre –dijo serenamente el hombre delgado que ya estaba en el suelo. Bruno cree conveniente ofrecer ayuda y dice: –¿Si precisa algo...? –¡No! Está acostumbrada, con éste son nueve –contestó sin darle importancia. –Dicen que por el lado de Trenque Lauquen hay mucha gente en los caminos. ¿Será cierto? –preguntó el más bajo. –Parece que han hecho casa en el camino –afirmó el otro. –Poco sabemos, pero ha de ser nomás –contestó Bruno. –¿Ustedes van para ese lado? –Diniosio hizo esta pregunta, dudando de que fueran a llegar tan lejos con los caballos tan flacos. –Si podemos Tenemos pensado. Allí hay algo de trabajo en los campos. Pero debe estar lleno de todo. En ese momento se acercó el tercero, que venía del lado donde estaba quejándose la mujer. Vestía overol y gorra de visera. Era un hombre de unos cuarenta años; de mandíbulas salientes y ojos pequeños y penetrantes. Su aspecto era fuerte aunque no podía ocultar las huellas de un largo cansancio. Traía de las manos a dos pibes que los sentó con los más grandes a la sombra del carro delantero. –No se muevan de aquí. Ustedes no tienen nada que hacer allí. Mamá está bien; no tiene nada, así que no se asusten. Son cosas de la vida nomás –dijo con una suavidad que contrastaba con su aspecto. Luego se acercó a los otros y saludó. Por la forma cómo se trataban, eran varias familias que formaban parte de una gran familia. –Parece que el Gobierno está cargando trenes de gente y los manda al Chaco –dijo Bruno. –Allí está el algodón –contestó el hombre que recién llegaba–. A nosotros también nos iba a mandar el Gobierno. Nos cansamos de esperar órdenes de adentro y salimos, si no nos moríamos de asco. En ese momento llegó el llanto del recién nacido. Todos miraron para ese lado y el hombre de overol reaccionó contra su suerte: –Nos ha meado el diablo, carajo... Vea dónde le nace el hijo a uno. Bruno creyó conveniente marcharse y así lo hicieron todos. No debían interrumpirle la marcha de tragedias que se les venía pegando en el camino. Capítulo 13: LA MUERTE DE PIETRO Vicente y Segundo regresaban con los carros vacíos; se extrañaron que Pietro no saliera a recibirlos, como estaba acostumbrado. –Esta vez le ganamos al viejo –pensó Vicente. –Hemos andado más ligero que ayer... Está caído. Habla poco... Bruno llegó en otro carro con Dionisio y desataron los caballos. Esta vez los perros no aparecieron por ningún lado. Algo raro flotaba en el ambiente. Diana no salió a esperar con el saludo; no se veía a nadie andar por la casa. Acomodaron los aperos y llegaron al patrio. Parecía un lugar abandonado; cuando llegaron al corredor apareció Dominga con los ojos hinchados de llorar y se echó en los brazos de Dionisio. –¿Qué pasa, vieja...? –preguntó Bruno asombrado y decidido. –¡El viejo...! ¡El viejo...! –fue todo lo que contestó y soltó el llanto. –¿Qué...? ¡Hable, madre...! –Interrogó Dionisio. –Lo encontramos en el suelo... Estaba como muerto. En ese momento llegaron Vicente y Segundo, que al ver a la madre, pasaron directamente a la pieza. Bruno y Dionisio hicieron lo mismo. Dominga quedó sola llorando en el aire, con las dos manos cubriéndose la cara, conteniendo el dolor que la doblaba. Sobre el lecho estaba Pietro. Le habían levantado la cabeza con tres almohadones y tenía un trapo blanco mojado, en la frente. La primera vez que cae en cama. No se conoce el día que Pietro estuvo enfermo de algo. Era un hombre fuerte. Macizo de espíritu y de cuerpo. Jamás se privó de nada; fumó en su pipa y bebió en su vino, casi todas las horas de los días de su vida. Para comer, tenía un estómago de envidiar; ¿para dormir? Roncaba como un aserradero; ¿penas?, las tuvo a montones, pero había que adivinárselas porque siempre reía; ¿trabajar?, no fueron pocos los que renunciaron a seguirlo con el hacha, con la pala, con el pico, con el martillo. Verlo allí extrañaba la vista de cualquiera. Era como un roble que al talarlo, deja un vacío en el aire, que no acostumbra fácilmente la mirada. Debía ser algo muy grave sin duda, para que estuviera así. Abrió los ojos lentamente y miró a su alrededor. Estaban todos; sin embargo preguntó: –¿Mario...? ¿Está Mario...? ¡Que venga Mario...! Los muchachos se miraron sin saber qué contestar. Bruno salió con Vicente. –Hay que llevarlo a Castex y urgente –dijo Bruno. –Si tuviéramos el auto que nos quitó el hijo de yegua, de Luis –contestó Vicente en tono de venganza–. Pero iré a pedirle a él mismo que lo lleve. –Se va a negar. Ayer no me quiso dar azúcar si no llevaba la plata. –Veremos... –afirmó Vicente con decisión y salió corriendo hacia el corral. –El telegrama a Mario... Que se venga –le gritó Bruno. Nadie sabía qué hacer. Mafalda y Bernardina se miraban en silencio; estaban arrinconadas porque creyeron estorbar en todas partes. Diana corría para todos lados, buscando algo que no precisaba, que no sabía qué era, y que no encontraba. ¿Los muchachos? Segundo y Séptimo, así como entraron a la pieza y se sentaron, uno en la esquina de la cama y otro en una silla, así se quedaron, inmóviles, sin hablar palabra. Dante y Dionisio se preguntaron veinte veces: –¿Qué será...? –Será tan grave...? –¿Dónde cayó...? –¿Cómo cayó...? –¿Le duele algo...? –¿Habló algo...? Y la contestación era un movimiento negativo de cabeza y un permanente asombro en la mirada. ¿Cardo?, estaba sentada mirando al que se movía, ajena a todo y como si quisiera preguntar. ¿Qué ocurre? Dominga estaba al lado de Pietro cambiando a cada minuto el trapo mojado, por otro con más frescura y con los ojos muy abiertos, haciendo fuerza para no llorar. Pietro parecía haber reaccionado, pues no sólo se movió sino que pidió hablar con Bruno, a solas. Todos salieron y quedaron allí, con la puerta en las mismas espaldas, sin moverse. Bruno se acercó y esperó de pie. Pietro le hizo seña que se sentara en la cama, con un levísimo movimiento de la mano. –Deme un trago de vino... Del bueno –pidió con voz muy suave. Cuando Bruno regresó con la copa, se la puso entre las manos, que le temblaban algo. Pietro bebió apenas un sorbo y luego con mucha dificultad, porque se agitaba demasiado, le dijo: –Creo que esto termina pronto. Quiero pedirte una cosa. –Lo escucho, pero hable poco, no se canse. –El que se cansó es éste –Pietro tenía la mano izquierda sobre el corazón–. No quiero que dejen la chacra... No hagan caso de los que se van... Esto va componer...Yo sé... –Nadie piensa irse. –Yo me voy... Pero, a la tierra –dijo Pietro y el cansancio del corazón no lo dejó continuar. Usted está hablando de flojo nomás –contestó Bruno tratando de animarlo. –Me duele... Mucho... Díganle a Mario que se venga... Trabajen todos juntos... El viento... El viento tiene que terminar... Yo... lo sé... Que venga la vieja... Cuando entró Dominga, Pietro le pidió que abriera la ventana. Quería ver el cielo; el viento había calmado algo esa tarde y en el espacio flotaba todavía la densa cortina marrón de tierra voladora, que había caminado hacia las alturas, durante el día. Cuando Dominga abrió la ventana, comenzó a entrar en forma casi invisible, y a detenerse sobre las cosas. Pietro hizo un esfuerzo y miró a través de ella, el alto cielo opaco. Tomó entre sus manos las manos de Dominga; una tierna y leve sonrisa se le fijó en la cara cuando paseó por todos, la mirada: –Vieja... No dejen esto. Este rancho salió bueno y va... aguantar... todavía... Duró más que yo... Salió como los hijos... Igual que el tuyo Diana... Tenés rancho para rato. Mientras tanto Vicente ya había llegado al almacén del doctor. –Largue todo, por favor, y venga conmigo que tenemos que llevar al viejo al médico de Castex –dijo Vicente en forma atropellada y como quien está decidido a dar vuelta al mundo en un segundo. –¿Cómo?... ¿Qué dice?... –preguntó Luis entre asombrado y sorprendido. –¡Lo que ha oído!... El viejo está muy grave y hay que llevarlo inmediatamente al doctor. Luis, a pesar de la urgencia del caso, transmitida por Vicente, se colocó en su puesto y respondió secamente: –Y a mí no me venga con órdenes que ya soy grandecito. Va tener que esperar. No puedo dejar abandonado el negocio. –Yo no espero nada ¡carajo! Y ya mismo vamos si no quiere ser usted el que precise médico –dijo Vicente con la cara sin sangre por la ira. Cuando Luis vio la mano abierta de Vicente a dos centímetros de su cuello, sintió miedo por primera vez en su vida. Jamás le habían hablado de semejante manera, y menos con aquella mirada. ¿Cómo se atrevió? Debe ser sin duda, ésta, la cara de la decisión. Se sintió cobarde y las piernas le quisieron temblar. No se olvidaría por el resto de sus días de aquellos ojos y de aquellas palabras. –¡Muy bien! Si es tan grave vamos. Salimos en seguida –contestó el doctor con la boca seca porque le había hecho tragar toda la saliva. Al poco rato estaban camino a la chacra en el Ford modelo 1930 flamante. Vicente había querido acompañarlo y dejó su caballo en el corralón del almacén; mientras el coche tragaba distancia, pensaba: "...Para estos chupasangre no hay año malo... Con viento o sin viento siempre tienen el último modelo y uno, que es el que trabaja como animal, es el que se tiene que joder..." Lo miró de reojo y pensó en la cara que puso cuando le gritó... "Así son. Pura lata, y si uno les pega un grito se cagan hasta las patas...". La marcha seguía violenta en tensión de nervios y en velocidad. Luis quiso preguntar algo, para enterarse si todavía no había perdido el habla: –¿Y qué le pasó a don Pietro? –Le agarró un ataque –contestó Vicente como preguntándose a la vez: "¿Cómo estará?–. Lo encontraron en el suelo. El corazón... Siempre se apretaba de ese lado, como si le doliera, pero nunca dijo nada: ni cuando le preguntaban. Llegaron al patio de la chacra; cuando el coche se detuvo Cardo se asomó. Luis sintió un ardor en la cara. Era su cobardía que le afloraba. Vicente bajó corriendo; cuando entró a la pieza Pietro le decía a Dominga: –No quiero que me lleven a ningún doctor. Yo estoy bien. Quiero un trago de vino... –estiró la mano y levantó la copa muy despacio en ademán de brindis. Luego la llevó a los labios y bebió sonriendo. Cuando bajó el brazo un acceso de tos lo sacudió fuerte. Vio un punto blanco y todo se hizo vacío, como si del centro de la cabeza, partiera algo hacia abajo, y lo diera vuelta íntegramente. Inclinó la cabeza a un costado; Dominga sintió que la mano que tenía entre sus manos, se aflojaba; cuando quiso acomodarlo sobre los almohadones, vio en los ojos levantados, la inmovilidad de la muerte. –¡Pietro!... –gritó Dominga, con un grito que desgarró la tarde, mientras lo besaba entre sus manos. Las muchachas se abrazaron a la madre, menos Cardo, que quedó extática. Dante y Miguel, corrieron para contener a Dominga que se desvanecía... "¡Pietro!... ¡Pietro!...¡Pietro!...¡Papá!..." era el llanto y grito desconsolado de todos. Dionisio se abrazó a Bruno y Vicente. –¡Ha muerto! –dijo Vicente, como si fuera la última palabra que hablaría en su vida. Bruno miró a Cardo, que con una sonrisa en los labios se acercaba hasta el lecho. Caminaba sin mover nada más que los músculos de las piernas; la cabeza y los brazos parecían de madera o de piedra. Miró largo rato a Pietro, se había quedado con la cara alegre de siempre, como si lo que acabara de hacer, fuera un acontecimiento sin importancia y que, además, le tuvo cariño y lo recibió contento. Parecía que Pietro estaba de fiesta con la muerte. Luego se retiró y al encontrar a Bruno a sus espaldas, levantó los ojos sin mover la cabeza para mirarlo. Su aspecto impresionaba, más vale conmovía. –¿Lloran porque él se ríe?... –preguntó casi con alegría. Bruno no encontró que contestar y la tomó del brazo para ayudarla a caminar; ella lo rechazó y sonriendo siguió diciendo: –Se fue contento y todos lloran ¿por qué?... Salió al patio grande y miró el horizonte. Allí estaba Luis que hizo además de adelantarse para ofrecer sus disculpas. Estaba más indeciso que nunca. Cardo pasó a su lado, como si jamás hubiera visto aquella cara; él se contuvo admirado y con vergüenza por la humillación del desprecio. Ella, con la cabeza levantada buscó el lado del viento y caminó hasta perderse en la distancia. Cuando se sintió acariciada por un aire suave que además traía un olor fresco comenzó su diálogo: –¿Lo has visto?... Entró sonriendo a la muerte... ¿Por qué lloran cuando se muere un hombre?... ¿Habrá que llorar en realidad?... o reír... ¿Por qué no ríen cuando alguien muere?...–mientras hablaba, levantaba la cabeza dando cara al cielo. A veces el viento traía oleadas de calor, con vapores de agua... "Olor a agua..." ¡Sí, agua, agua de lluvia!...Pietro lo dijo...Lo decía a cada rato que tenía que llover... ¡Esta mañana lo decía!... y era verdad, no se equivocó nunca mi padre... ¡Qué lástima! ¡Qué lástima, justamente el día que acertó, no está para verlo y festejarlo... A lo mejor lo está viendo y se ríe conmigo... de todos... ¡Él no estará en el viento...? ¡Ah! ¡Sí! ¡Ya sé! ¿No será él, que llegó al lugar donde está el agua, allá arriba donde nace el agua y habrá dado la orden...? ¡Ahora me doy cuenta: ¡Él se fue para eso!... ¿Y para qué lloran entonces?... –Ya el viento se hace más caliente y en las ráfagas viene olor a tierra recién mojada. Todo se iba deteniendo sobre la tarde: hasta la luz porque al calmarse las furias acostumbradas el cielo se despejó y al paso que atardecía se aclaraba el horizonte. El llanto había abarcado todos los límites de la tarde. Había saltado afuera y tomado todos los caminos, había trepado en el viento y apartado los vellones de polvo, que agrupaban su existencia permanente en el espacio. El llanto se había volcado sobre la llanura; se había hecho grande, mayor de edad, y corría velozmente por las cuatro esquinas de la planicie; chocaba contra la distancia y regresaba como cumpliendo con una orden. Había tomado todos los caminos envolviéndolos y tirándolos contra el cielo. Cardo seguía absorbida por su mundo... "Están llorando... Están llorando a un hombre que habría que aplaudirlo... Cuando muere un hombre, que hizo en la vida todo lo que tenía quehacer, y lo hizo bien, habría que festejarlo... Reír... Gritar... Cantar, porque por fin se quedará quieto... Pero ¡no! aquí la gente llora, se desmaya, se desespera... Creo que la gente debe estar rematadamente loca... Se tendría que llorar, cuando nace alguien... Claro, llorar por todo lo que el desgraciado va tener que sufrir en esta vida... Llorar mucho, mucho por todo lo que él no va a tener tiempo de llorar, ocupado en el pan para su mujer o sus hijos... ¡No!... Pero allí, allí la gente ríe y salta de contenta mientras el que llora es el pobrecito que ha venido a lastimar sus ojos con la luz; en cambio ahora que el muerto se ríe, la gente llora... ¿no digo? ¡Están todos locos! ¡Sí!... Locos; el mundo está loco. Terminaba la charla ininterrumpida y quedaba con el pecho agitado por el esfuerzo interior; luego soltaba al aire su carcajada cristalina y quebradiza, estridente como un campanazo de cristal. Luis la escuchaba a lo lejos y se estremecía de su propio asco. Ahora el agua comenzaba a caer en grandes gotas. La tierra sorprendida abría su pecho. La risa de Cardo esta vez, llegó a los oídos de Vicente y éste, se largó en su busca; comprendía el peligro; ya no cabían dudas: Cardo había enloquecido. El agua caía fuerte y golpeaba los rostros. Vicente luchaba con su hermana que reía bajo la lluvia, con las ropas destrozadas. En el pequeño cuerpo de Cardo se habían agolpado todas las fuerzas del demonio; las fuertes manos de Vicente casi no podían contenerla. Aquella lucha en medio de la enorme chatura de La Pampa, casi atardeciendo bajo el torrente dislocado del cielo, presentaba un espectáculo conmovedor y triste. –¡Déjame, hermano que ría!... Tengo que reír... Acaba de morir un hombre que dejó todo hecho...¡Sí!... ¡Sí!... ¡Sí! Ha muerto después de haber vivido, y se fue riendo como yo... Se fue a buscar la lluvia que tanto querían ustedes... ¿Pero, no te das cuenta que llueve?... ¿Ustedes lloran?... ¿Por qué?... ¿Por qué... lloran?... ¿Acaso Dios no le sacó todo el provecho que pudo...? ¿Acaso todos no le sacamos todo el provecho que pudimos?... ¡Bueno, está bien!... Que descanse ahora, se lo merece, además ya no podía dar provecho a nadie... Que... Que iba a hacer si dio todo lo que tenía... Llenó la vida de hijos... Esta tierra que está mojada... Está llena de hijos suyos... La Pampa está llena de sus hijos... ¿Por qué lloran?... ¿Cómo se atreven?... ¡Rían!... Ha muerto un hombre... ha muerto un hombre... que hizo todo lo que debe hacer un hombre, y todo lo hizo bien... Rían... Canten...¡ja, ja, ja!... La tarde ya se internaba en la noche, exprimiendo las nubes hasta la última gota. Un leve viento hacía temblar las ramas secas, en son de agradecimiento. La naturaleza se había puesto de acuerdo con Cardo, para festejar el acontecimiento. Para aplaudir y exteriorizar la alegría más grande, por el premio que esta vida, acababa de darle a un hombre que había llenado hasta el último momento de su existencia, con amor. Era el homenaje de Dios. Los relámpagos que a intervalos aclaraban la llanura dejaban ver el cuerpo de Cardo, sin fuerzas, sobre los hombros de Vicente. Los pies se hundían en la tierra y la marcha era difícil. Ella venía inmóvil, con los brazos colgando hacia atrás, y el pelo le llegaba hasta más allá de sus manos. Las ropas mojadas y rotas de ambos, decían de la lucha mantenida, por salvarla de la trágica muerte que encontraría si era sorprendida por la noche en medio del campo. Ya se acercaba la casa y un viento comenzaba a levantarse castigando con agua la cara de Vicente. Llovió durante todas las horas que las velas estuvieron encendidas. Dios estaba de fiesta con la tierra. Cardo dormía. Esa noche hubo un dolor que apagar, y una esperanza que recibir. Tan pronto como Pietro quedó largamente quieto, comenzaron los arados a moverse. Éste, tenía que ser el año de la salvación. El trabajo no adelantaba mucho; los caballos estaban demasiado flacos para exigirlos en las tareas. Tampoco se podía esperar demasiado, puesto que el año estaba avanzado. El trigo, lo mismo que la cebada, ya debían estar sembrados, Bruno y Vicente conversaron con los hermanos y quedaron convencidos que también se trabajaría de noche. Mientras unos araban, Miguel y Séptimo, guiaban las rastras. Diana se levantaba temprano y traía los caballos del monte, apenas regresaba, mientras los hermanos ataban los animales a las máquinas, ella ordeñaba en el corral grande la leche para el desayuno. Una mañana ocurrió algo; mientras regresaba con el balde grande de la leche, se le nubló de golpe la vista y perdió el control del conocimiento. Al rato, cuando despertó, se encontró con que el perro amigo: "Pampero", le lamía la cara. Luego de incorporarse, agradeció al animal y a la suerte, que le hizo conservar la leche. Dominga la vio entrar a la cocina, con el vestido embarrado y le preguntó: –¿Qué pasó?... –Un mareo... Estoy débil. –Debe ser eso nomás... –contestó Dominga sonriendo para sí y recordando–. Ya vas a tener otros, no te aflijas... La muerte de Pietro había cambiado el movimiento de la casa. Dominga sentía acentuarse cada noche su viejo dolor en la cintura. Ahora se la vía sentada, envuelta en una gruesa pañoleta tejida por ella misma en otro tiempo. Bernardina cuidaba que el brasero mantuviera permanente el calor para sus pies. Sin embargo, las manos no podían estar quietas; cuando no era hilando, era tejiendo. Ahora estaba ocupada en algo reciente: "parece que tendremos un bambino y hay que vestirlo...". Diana reía. El trabajo adelantaba mucho, aunque con bastante sacrificio. El frío por las noches era tan bravo, que los muchachos ataban las riendas en las palancas y seguían los arados, caminando, para calentar el cuerpo. A eso de las tres de la mañana, Bruno encendía fuego en una esquina de melga, y calentaba el mate cocido que Diana había preparado. Cuando Vicente y Mario llegaban al lugar de la hoguera se detenían y el trago caliente los reanimaba. A los fatigados animales, les venía bien este descanso. Desde la muerte de Pietro, Mario no quiso regresar en seguida a la Capital. Comprendió que su ayuda era necesaria y decidió esperar. Bruno, por las tardes, trabajaba en la herrería preparando las rejas para que los arados fueran más livianos. El pasto se había compuesto bastante en el monte, y los caballos andaban más, pero todo no estaba conseguido, faltaba lo principal: la semilla. El doctor Luis se quería asegurar. No soltaría una sola bolsa sin tener la certeza de cobrarla, y muy bien. Las máquinas deberían quedar empeñadas como garantía. –Es el pulpo del capital –decía Mario–. Tiende sus tentáculos para que nadie se mueva, si él no lo manda. –No hay otro remedio –pensaba Bruno–. Pero con poco las salvamos; de otra manera no nos podemos mover. –Explota el hambre este miserable –protestaba Vicente. En las pocas horas libres, Diana y Dominga preparaban la ropa del que estaba por nacer. Mafalda y Bernardina se ocupaban del trabajo general de la casa. Cardo, por indicación del médico, debía mantenerse en absoluto reposo. Luego de unos meses de cama, se levantaba y andaba silenciosa, sin que nadie la molestara para nada. Una tarde Luis llegó hasta la casa y Dominga firmó un documento, en que la máquina trilladora y el motor quedaban en prenda como garantía de la semilla; en caso de no ser levantado, él quedaría en poder de esas herramientas. Ese año aumentaron las deudas, pero la reserva de lo sembrado era la salvación. Terminada la siembra, Mario volvió a la Capital; debía arreglar allí sus cosas para estar de regreso en el tiempo de cosecha. Allá, por noviembre, los sembrados estaban granando y hacía falta una lluvia. Los hombres pasaban las horas con la imaginación ocupada en la misma cosa. Las nubes que llegaban pasaban de largo sin descargar. Se formaban pequeñas tormentas pero el cielo no quería soltar una gota de agua. Una noche, mientras todos dormían Bruno estaba atento a la marcha del tiempo que desde el atardecer asomaba con amagos de tormenta. Intuía que de esa noche no pasaría. Se levantó y salió al patio. Diana también lo acompañó. Realmente no estaba equivocado. Los relámpagos dejaban ver que las nubes estaban bajas y el viento había calmado. Dominga que no cerraba casi los ojos, desde hacía semanas, comenzó a rezar. Los demás muchachos, también se levantaron para ver si era verdad. En las dos casas existía la misma nerviosidad. Ahora todas las mujeres soltaban de sus labios el leve rumor de las súplicas. Comenzaron a caer unas gotas hasta que la lluvia se hizo regularmente densa. Cayeron unos milímetros, que felizmente llenó de alegría los corazones. –Dios ha sido bueno con nosotros –dijo Diana casi llorando. Se acostaron nuevamente, pero la felicidad casi no los dejó pegar los ojos. Bruno mantenía una sonrisa en los labios; ahora pensaba emocionado en muchas cosas a la vez. La cintura de su mujer crecía cada día y las facciones de su rostro tomaron en las últimas semanas una suavidad conmovedora de ternura permanente, y en la blandura de aquellos rasgos, sentía el latido cercano de otra vida. Andaba con vergüenza por la casa y sus pasos eran lentos, como un perfume. Luego cerró los ojos y durmió. Llegó el día de comenzar los trabajos de la cosecha. Todo se hizo normalmente, pero el rendimiento no alcanzó lo calculado y las deudas no pudieron ser cubiertas. Luis presentó las cuentas atrasadas y la miseria debía continuar. Era la orden de la fatalidad. Luis aprovechó la primera oportunidad que tuvo de una oferta, para llegar hasta la chacra con el comprador de la máquina y el motor. Dominga vio desplomarse todo aquello que había sido levantado a fuerza de tanto sudor y sufrimiento, pero la frialdad que impone el dinero y los miserables que viven de él pudieron más. El tal Luis aseguraba que no podía seguir perdiendo tiempo con contemplaciones. Ella quería convencerlo aquella tarde: –Por favor, espere un año más. –¿Esperar?... ¿A que me coma la mugre como a ustedes?...¡No puedo!.. He sido demasiado bueno. He contemplado la situación... ¿Qué quieren?... ¿Qué salga a pedir limosna? –Usted puede. Si nos saca las máquinas, nos deja sin brazos. Nos deja en la calle. –No se aflija; si el año que viene tienen cosecha, yo me encargo de levantarla. Ahora no puedo perder esta oportunidad. Este hombre ha venido de la provincia de Buenos Aires para hacer el negocio. Bruno y Vicente se acercaban con Dionisio sabiendo que todo sería inútil. –Usted nos mata con lo que va hacer –dijo Bruno. –El que voy muerto soy yo. Además, tengo que fiarles todo este año. Es imposible, estoy con los bancos encima y tengo que responder. Al otro día, la máquina y el motor salieron rumbo al pueblo con gente que había mandado el doctor Luis. Dominga y todos sus hijos, con Bruno, la vieron alejarse, como quien se detiene frente a su casa y ve pasar su propio entierro. A la distancia, hacían recordar el día que esa máquina y ese motor venían a la chacra, después de haber sido descargados de los vagones del ferrocarril, directamente de la casa introductora, a la chacra de Pedro Moretto. Ahora había una nube de polvo que se levantaba en forma de pañuelo y remontaba un adiós triste en la lejanía. Del motor se destacaba la alta chimenea, como un brazo enorme hacia el cielo, despidiéndose de todos a borbotones de humo. La Pampa pareció estremecerse. Sí, ahora era distinto... Ahora las cosas una a una, se iban, y algo de muy adentro decía en los corazones: ¡Para siempre! Capítulo 15: 11 DE ABRIL DE 1932 La noche del diez de abril Diana, al acostarse, tuvo el presentimiento y mandó llamar a Dominga. Bruno fue con el mensaje y al momento la madre estaba en camino. Al andar por la noche, Dominga advirtió que el cielo estaba rojo hacia el lado donde se pone el sol. En el aire flotaba un olor fuerte a azufre... "Se estará quemando el monte...", pensó. Al entrar, su hija la aguardaba con los ojos pegados a la puerta. Nadie presentía que esa noche iba a ocurrir algo tremendo. Diana se retorcía quejándose de dolor. Tenía la frente bañada por el sudor que empapaba las almohadas. Dominga encendió fuego y puso agua a calentar. Afuera, la noche comenzaba a desgranarse y caía lentamente convertida en un pesado velo del color de la luna. Un fuerte olor agotaba los rincones y apretaba los silencios. Se arrugaban las horas de la espera, relegando la claridad del día. Bruno se había quedado cabeceando un sueño en la cama de Mario. También allí el misterio comenzó a entrar por las hendiduras de la puerta, y se agolpaba en las narices. Estornudó fuerte varias veces y contuvo la respiración como queriendo encontrar en las distancias de la oscuridad un rumor, el más leve, pero no se oía nada: la noche estaba como muerta por el sueño... "¿Habrá nacido ya?... ¡No!... Todavía no; no puede ser que ya sea padre.. Cómo cuesta serlo la primera vez... ¿Por qué pesa tanto la noche?... El aire parece grueso. En la habitación de Diana, ya el reloj marcaba las seis de la mañana y los ojos estaban atentos; las manos estaban atentas, la respiración estaba atenta; el corazón de Dominga estaba atento, sin embargo el reloj marcaba las seis de la mañana del día 11 de abril de 1932 y el calendario decía: lunes. Todo allí hablaba desde el silencio, nadie movía los labios. De tanto en tanto, la quietud se llenaba de gemidos. –No sea floja, hija –decía por lo bajo Dominga, en tono de animación. Las entrañas querían soltar y desenvolvían un sacudimiento: ya era el tiempo de la madurez y los frutos caen, cuando el milagro del sazonamiento reviste de sabores la semilla. Los dientes aprietan el minuto, los dedos se contraen en los hierros de los espaldares; la cabeza hunde su nuca en las almohadas. La garganta quiere soltar el: ¡ay...! dulce en los oídos de Dios. –¡Ya va estar!... No se asuste que soy su madre...¡aguante pues!... –repite la voz tranquila de Dominga. En las cobijas y las sábanas hay una tibieza esperanzada, y las manos de Dominga las aparta hasta los bordes del lecho. Ahora los ojos y los labios aflojan lentamente; los músculos ceden espacio a los tejidos; la respiración aumenta, agitada, aumenta, aumenta hasta dividirse, desprenderse y crecer, sola, con fuerzas propias, con distinta música y distinto aire, con otros pulmones y otro corazón. Ahora sí; aquí están las nueve lunas moviéndose en un puñado pequeño de vida; el logrado tiempo de los sueños y el amor. Ya es el niño, en la punta de un largo camino. Ya dio el primer paso en el tiempo existencial. Ahora se mira el reloj: faltan quince minutos para las siete y todavía la luz del día no ha llegado. Afuera la noche es impenetrable. –¿Qué ha pasado?... ¿Anda bien este reloj?... –pregunta asombrada Dominga. –En la cocina está el reloj chico de Bruno –contesta Diana muy débilmente. –También aquí es la misma hora...Pero si aclara a las cinco –insiste preocupada Dominga mientras una voz, recién amanecida, contesta con un llanto. Afuera las estrellas han desaparecido. Ha desaparecido el cielo; la luz ha desaparecido... La luna se ha hecho polvo en el aire... El sol se ha quedado dormido. El día está atrancado y no se quiere levantar. El olor a azufre penetra por las ranuras más pequeñas. Bruno despierta extrañado, siente haber descansado bien y, sin embargo, la noche sigue. Hace muchos años que la hora de despertar no lo engaña. Dante está con los ojos abiertos, esperando. Afuera no se oye un movimiento; las gallinas y los pavos duermen; los perros duermen; los pájaros duermen. En la habitación de las muchachas, todas están despiertas y escuchan en silencio, a la oscuridad. Los terneros no se oyen balar, las ovejas tampoco. Hace más bien calor; eso también es extraño, porque anoche hacía casi frío. Mientras tanto La Pampa delibera con el aire: –¿Ahora también tendremos la luna aquí?... ¿Es poco lo que tengo?... –¡Esto no es la luna!... –contesta el aire. –¿Qué es entonces lo que me ciñe las espaldas y me ahoga?... –Será de las estrellas, pero no de la luna. –¿De las estrellas?... –¡Sí!... Habrán barrido las más antiguas, que estaban sucias. –¿Y el sol?... ¿Dónde está que no viene? Esto me quema... –Estará de fiesta y se ha retrasado –piensa el aire. –Hace más de una hora que debía estar aquí. –¿No se habrá equivocado de camino?... –Hace tanto tiempo que lo hace... Bueno sería que se hubiera pedido –contesta la tierra. Cuando son las ocho, Dominga decide venir hasta su casa, dejando a Diana dormida con su hijo, que tiene tanto tiempo como el tiempo en que se ha detenido la luz. Cuando abre la puerta, queda sorprendida: un murallón blanco como nieve desciende lentamente; cae del cielo y no es nieve sino algo pesado, denso, que se escapa fácilmente de las manos. La luz del farol no alcanza a dos metros. Todo es blanco en la noche infinitamente oscura... "¿Qué ocurre?... La tierra ha desaparecido. Está toda blanca...". Quiere apurar el paso pero los pies se entierran y el polvo que levantan no deja respirar. Bruno y Dante, cansados de esperar, se han levantado; al salir siente el primero que está lloviendo una cosa rara. Ambos quedan mudos de asombro cuando sienten que los pies se hunden, que los ojos queman. No se atreven a preguntarse nada. Cuando reaccionan Bruno mira en dirección a su casa y sale: a los pocos pasos se encuentra con Dominga, que viene como si saliera de una bolsa de harina. –¿Qué ocurre santísimo Dios?... –pregunta desesperada. –No sé... ¿Y Diana?... –Está bien... Parece el fin del mundo. –Será ceniza del sol... –contesta Bruno–. ¿Nació?... –¡Sí! ¡Varón!... ¿Qué haremos para vivir sin sol?... Casi no se puede respirar. –Vaya para adentro... Yo voy con Diana...–al decir esto Bruno sale poco menos que corriendo y Dominga continúa con la luz hasta que se encuentra con Dante. Mientras Bruno avanza piensa: "... Justamente ahora que mi hijo nace, no ha podido conocer la luz... ¿Se podrá vivir sin luz? ¿No será el fin del mundo?... ¿Y el camino?... ¿Dónde está el camino?...". Mientras Bruno se desespera perdido por llegar a la casa y da con el molino; desde allí se orienta. En ese momento transcurrían, en todos los lugares de La Pampa, más o menos las mismas escenas con las mismas preguntas: "¿Qué es?... ¿Qué será?... Alguien se ha trabado el sol... ¿Dónde está la luz?..." Muchos tomaron las decisiones más fatales; se levantaron los sesos de un tiro, tomaron veneno, o se colgaron de un tirante del rancho. –Parece que la tierra se ha detenido. –¿Quién te lo dijo? –¡Juan!... –Y debe ser nomás, porque no se mueve nada. –¿Entonces el sol está? –¡Y, estará! –¿El tren no ha llegado?... –Ya no correrán más los trenes. –Las vías estarán tapadas. –¿Y dónde estará el sol? –Vaya uno a saber. –Yo me voy de aquí. –¿Y adónde?... ¿En qué?... Yo no me muevo. –Aquí no se puede vivir... Ni siquiera respirar... Tendremos que morir todos como ratas... –¡Cállate! –Yo no vivo así, ni espero la muerte... Antes me mato. –No seas infeliz... Hay que esperar. –¿Esperar qué?... –Bueno, cualquier cosa, pero esperar. –Hay que prepararse para morir... Ya son las nueve y media y no se ven ni las manos. –¿En todas partes ocurrirá lo mismo? –¿Esto no será un producto de la guerra pasada?... –¡No!...Debe ser La Pampa... Qué guerra ni guerra, esto es harina del cielo. –¿Son cosas del cielo entonces...? Arreglados estamos. Nunca se escucharon tantas cosas raras. Algunas hermosas, puestas en la imaginación del hombre simple, cuando frente a lo desconocido se sintió con miedo por lo indefenso, por la grandeza de Dios; otras, trágicas y desesperadas, que llevaron a lo más terrible a sus víctimas. Mafalda y Bernardina dieron un grito cuando vieron entrar a Cardo, blanca de la cabeza a los pies. Dionisio, Miguel y Segundo corrieron desde la habitación de ellos. El pánico se había hecho presa de las mujeres y se transmitía... con el grito incontrolado de: ...¡Se termina el mundo!... ¡Se termina el mundo!... Séptimo todavía duerme. ¡Por fin un día en su vida lo han dejado dormir! Por fin puede quedar a mano con el sueño... "¿Qué ocurre que nadie me despierta para mandarme?... ¿Será éste el día que tendré que dormir?...". Pero no, tampoco se puede dormir hoy... Acaban de darle la noticia: –Levántate, Séptimo, se ha terminado el mundo; son las diez y no se ve nada. El sol no ha salido. –¿Se ha terminado qué? –El mundo, el mundo –le contestó Vicente–. Yo voy a ver si se terminó el vino... para morir contento, por lo menos. –¿Habrá otro más desgraciado que yo?...Bendito sea Dios... Si me quiero quedar un rato en la cama, no me dejan... Si quiero conocer el mundo, se termina. Cardo habla y habla con voz chillona y la mueca casi extática de su risa da miedo. –El viento me lo dijo ayer... Las nubes están llenas de polvo –dice con una voz muy lenta y baja con la que quiere darle propiedad de palabra al viento–. Yo las soplaré mañana y verás como la gente se asusta. –¡Cállate! –le obliga Dominga y Cardo comienza a reír. –¿Ustedes dicen que el viento ha terminado? ¡No!... Está allí, luego vendrá... Yo sé. Vendrá y soplará todo esto, para reírse de ustedes... El susto que se van a llevar... El sol tampoco está muerto como dicen... Está allí, escondido viendo el miedo que tienen ustedes de todo... el viento y el sol se ríen juntos; hacen fiesta con el miedo de ustedes... ¿Cómo?.. No dicen que son valientes?... ¿Por qué ponen esa cara entonces?... Miren...Miren cómo los mira el perro... El perro también se ríe de que ustedes tengan miedo... No se asusten, que todo esto blanco, es harina para hacer un pan grande, muy grande, así se termina todo el hambre de la tierra... Todos la escuchan sin mirarla, pero las palabras de Cardo hacen pensar. Aunque esto no es para reírse, hacen pensar. –¿No decían ayer que no tenían pan? –continúa Cardo–. Bueno, pues aquí tienen harina para hacer un pan que dure toda la vida. Bruno, mientras tanto, hace ya un rato que está contemplando el sueño de su hijo; es tal el encantamiento que ha olvidado lo que sucede, pero reacciona cuando Diana pregunta cuándo debe amanecer. El niño duerme serenamente, como si aquello que ocurre fuera realmente un acontecimiento que se preparó para recibirlo a él y si no lloraba, era de agradecido. Dormiría ya que el sol no ha querido salir para no despertarlo por ahora. Antes de nacer, debió haber hablado con Dios seguramente y le prometió este regalo. Mientras tanto, a Cardo, no podían contenerla entre los tres hermanos mayores, se deshacía en un solo grito: –¿Ustedes dicen que el mundo se termina...? No, no ,no... el mundo no terminará nunca, a pesar del hombre, que es lo único malo que tiene... Todo esto estaba tranquilo hasta que vino el hombre... Ahora se la quiere comer, y hasta que no la coma no estará contento, y todavía ustedes dicen que el mundo ha terminado... No sean imbéciles... Dios no quiere hacer caso, dice que el hombre es malo porque tiene dolor y hambre... que cuando se calme y se quiera, será bueno... pero yo digo que Dios está equivocado...Y ustedes también... El mundo no se termina. Afuera un torbellino de algodón se trepaba hasta los cielos y de allí se diluía en limaduras, enharinando la tierra de La Pampa. En las últimas horas de la tarde apareció el sol. Todo lo ocurrido parecía un cuento, pero desgraciadamente no era un cuento, eran catorce centímetros de ceniza volcánica que el "Descabezado" mandó desde Chile en una sola noche y para una larga y trágica época de hambre. De todas partes llegan las noticias. Los diarios de Buenos Aires dicen que los volcanes que echan fuego son cuatro. La ceniza ha afectado una enorme zona del país. Mendoza –justamente– no ha sido tocada. Al levantarse en el espacio el viento la llevó lejos. Santa Fe, Córdoba, San Luis, San Juan y La Pampa, fueron castigadas: La Pampa más que ninguna. No eran suficientes los tres años seguidos de sequía; no era suficiente el viento que no detuvo su furia en esos tres años, ahora hacía falta esto, para terminar con todo; por si algo ha quedado vivo: que muera. Bruno se había subido a los techos a barrer. Lo mismo hacían los muchachos. Diana pensaba qué nombre llevaría el hijo: Ceniza... Me gustaría llamarlo Ceniza. Sí. Así se llamará. Qué comerían ahora los animales en las condiciones como habían quedado los campos. Si poco había, nada ha quedado. De todas maneras Bruno y Vicente tuvieron la idea de pasar la rastra por el lote donde había un poco del alfalfa. Probaron y la idea dio buen resultado. Las plantas se sacudían y aparecían a la luz. Las ovejas eran las que mejor se arreglaban escarbando con el hocico. Lo que ahora convendría, eran cinco milímetros de lluvia, para que se lavara. Vicente fue el de la idea de hacer un zanjón con las palas de buey y los arados, pero no hubiera sido posible fabricar con tan pocas herramientas y caballos un zanjón para la décima parte de lo que había en los campos. Cuando el viento comenzó a soplar, aquello, se hizo insoportable; fue entonces cuando Bruno reunió a los muchachos y decidieron darle una pasada liviana con los arados a los cuadros que rodeaban las casas para que fuera posible vivir. Aunque no fue trabajo fácil, porque se encontraron con que aquello era tan huidizo que escapaba de querer enterrarse, cumplieron una buena tarea. Algo que no tuvieron en cuenta y que tuvo consecuencias fue descubierto por Bruno una mañana. Una de las vacas lecheras sangraba por la boca y la trompa se le había hinchado algo. Cuando Bruno descubrió lo que ocurría se quedó frío. Ahora era la muerte lo que se extendía en blanco y acabaría con todo. Cuando llegó a la cocina con la leche, llevó el asombro: –¡Qué barbaridad! –¿Qué pasa? –preguntaron a un mismo tiempo Vicente y Dionisio. –Ahora es la muerte –contestó haciendo una pausa–. Van a empezar a morirse todos los animales en pocos días. –¿Por qué?... –Se han quedado sin dientes... La ceniza se los ha limado hasta la carne. –¿Qué...? –preguntó Vicente poniéndose de pie en un salto y con los ojos muy abiertos. –¡Sí...! Ahora sangran... La lechera grande ya tiene hinchada la trompa y está con fiebre. Tiene las encías en una sola llaga. La boca es carne viva. A todos les corrió un frío desde la nunca hasta los talones. –Les vendrá la locura –afirmó Vicente con tristeza en la voz y en el gesto. –Seguro que sí... y no se puede hacer nada. Luego salieron Dionisio, Dante, Bruno y Vicente, en dirección al corral de las ovejas. La mayoría de ellas habían perdido sangre toda la noche. Cuando revisaron los caballos, el espectáculo fue tremendo, daban ganas de tirarse al suelo y llorar con todas las ganas. Algunos tenían hinchada la cabeza y parecían monstruos. La piel se le erizaba en el cuerpo de Bruno, que sentía adoración por los caballos. Uno de ellos sacudía la cabeza y casi no podía abrir los ojos: la hinchazón le había juntado los párpados. Al día siguiente, la vaca lechera estaba atacada de la locura y hubo que degollarla. Lo mismo se tuvo que hacer con dos caballos que empezaban a retroceder con la cabeza entre las patas, y caían y se levantaban enloquecidos de dolor. –Si alguien escribe sobre esto, no le van a creer –decía Vicente a Bruno, mientras cuereaban uno de los caballos. –Lo tratarán de loco. –Esto no es capaz de imaginárselo nadie. –A mí mismo, me parece mentira –contestó Bruno. –Estoy seguro que nadie creerá que esto existió en La Pampa. Que ocurrió aquí, en esta tierra y que nadie nos ayudó. –El gobierno podría mandar más trenes para cargar los animales. Por Santa Fe hay mucho pastoreo. –Qué van a mandar. Ellos no tienen hambre... ¿Qué les importa? El hambre de otros no les llega... Ellos gobiernan para la panza. –Nosotros somos bosta, nomás. –Total... esto no se ve... para ellos. –A la lechera que queda, no hay que soltarla para que corra esta suerte. Le traeremos el pasto cortado y lavado; por lo menos salvar la leche para el pibe –pensó Bruno desviándose del tema sin importancia. –La otra fue triste matarla... Nos había criado, casi –agregó Vicente con pena. A la mañana siguiente, Bruno salió con la guadaña hasta el lote grande; se colocó el pañuelo en forma de máscara, y luego se largó a la tarea de cortar el pasto; cuando tuvo una buena brazada, la sujetó con la faja que sacó de su cintura y se dirigió hasta el tanque del molino; allí lo metió y sacó del agua varias veces, cuando estuvo seguro que ya no le quedaba partícula de limadura volcánica, entonces fue hasta el corral y lo distribuyó entre el ternero y la madre. Bruno se quedó contemplando a los animales y recordó la escena, cuando tuvo que ser él quien aliviara a la otra de semejante agonía. Cuando alguien dijo: Hay que degollarla para que no sufra... Como quien se escondiera de miedo por un delito cometido, desaparecieron todos, hombres y mujeres. Después de esto, se dio cuenta que el único encargado de tan ingrata tarea debía ser él, por ser al que le unían menos vínculos afectivos con el animal. Sin embargo, esa mañana dio veinte vueltas por la casa, antes de decidirse; luego con el corazón dolorido salió con el cuchillo grande rumbo al corral. Le rodeó los cuernos con una soga y la ató al palenque. Hubo un segundo en que Bruno detuvo hasta la respiración, fue allí cuando la punta de la hoja llegó hasta el corazón. Ella quedó como siempre; con sus grandes y mansos ojos abiertos, mientras la sangre salía a borbotones por la herida. Cuando terminaron con el pasto, cambió el agua de los bebederos y se fue a reunir con Vicente, Dionisio, Dante y Miguel que se preparaban para salir al campo. Esa noche habían caído varios animales y era necesario cuerearlos para no perder todo. Séptimo y Segundo estaban ocupados en embolsar la ceniza más limpia, porque había descubierto una casa en Buenos Aires, que fabricaba un polvo para limpiar cacerolas y otras cosas, y compraban la ceniza a veinte centavos la bolsa. A la hora del almuerzo volvían a juntarse todos: charlaban. –Está llena de chimangos La Pampa –decía Bruno. –Son los únicos que están gordos aquí –afirmaba Vicente. –Y los perros también –agregaba Dionisio. –Abrí una oveja, tiene como una pelota de piedra en el estómago. –¿Qué habrá que hacer con tantas osamentas? –preguntaba otro. –Cuando se pelen los huesos, alguna refinería los comprará –sostenía Séptimo que era el de esa clase de negocios. –¿Iremos a medias...? –preguntaba Segundo, que era su socio. –Nos vamos a podrir en este olor –agregaba Dominga con el gesto de la náusea. –Ya estamos podridos –pensaba Vicente. –¿Cuándo saldremos de este pozo, Dios mío...? –Cuando nos entierren, mamá. En los días de viento, el cielos se pegaba con el horizonte, borrando la línea que los dividía y haciendo desaparecer por completo el sentido de la existencia terrena. Diana por las noches mojaba varias sábanas y las colgaba frente a las puertas y ventanas, para que el polvillo de ceniza levantado por el viento dejara dormir. A la mañana siguiente se había adherido allí, casi un dedo de espesor, de aquella harina viajera que limaba los pulmones de cualquiera.
Se tomaba como extraño el día que no soplaba el viento. Pocos hablaban en la casa; sin embargo lo que provocaba la mudez de todos operaba en el alma de Cardo en forma distinta. Solamente el viento la sacaba de su silencio: el viento, que era para ella, en su más secreto fondo, la imagen de Luis en la transformación subconsciente, en la estructura de lo abstracto; nebulosa en blanco de la razón. Ya sea con "Pampero" o con el "Tigre" (que eran sus únicos amigos) pasaba las horas enteras, sentada o rondando la casa. Los perros le habían tomado un extraordinario cariño, y cuando ella no era la que los buscaba, eran ellos los interesados en estar en su compañía. Los dos tenían sus buenos años y la habían visto crecer. Cuando ella tenía algo profundo que decir (como los hombres no la entendían) allá estaban los perros escuchando el relato. Tanto Dominga como Diana habían callado aquello que el médico les dijera sobre la enfermedad de Cardo. El psiquiatra consideró que los trastornos eran de orden más bien pasivo, y que eran provocados por reacciones contenidas en la sensibilidad. Aconsejó como conveniente no contrariarla, ni alterar sus horas de reposo. La impotencia de su naturaleza; todo lo considerado por ella como débil; frente al hombre que le había hecho conocer los secretos de la vida física; la diferencia que imponía la sociedad a la cual él pertenecía; los deseos refrenados, todo eso, ha sido la causa de la desorientación, del desequilibrio en los sentidos. El milagro, frente al mundo inocente y profundo de una enamorada, en el más enternecedor momento de su vida; el asombro en la inclinación por dislocar los caminos de la razón, y adoptar como expresión de dolor: la risa, que además es la exteriorización más violenta de la emoción, trágica o feliz, siempre con lágrimas, casi en el llanto, cuando se utiliza para desagotar el pecho de algún sentimiento demasiado hondo de cariño, de vergüenza, de resignación o de odio. Para ella, fue necesario buscar la identificación del mal con algo que la rodeara para volcar en ello toda su angustia, ocultándolo todo, como medida intuitiva de defensa, como reacción natural (casi animal), celo a las cosas superiores. Ella debía conocerlo todo sin la participación de nadie, solamente ella en el secreto, y solamente ella en la forma de desahogarse frente al dolor. El cuerpo elemental y viviente para ubicar el reflejo de la infamia era el viento; sí, el viento, donde se concentraban todos los valores del egoísmo, la maldad y la insidia; ese viento de allí que había destruido en pocos años una tierra generosa y pródiga. Todo lo que destruye, ya es parecido a él, menos él mismo; el hombre, que es apenas un puñado de ambiciones manejadas por la oscuridad de sus celos con lo superior. Él tendría que destruir siempre aquello que fuera demasiado puro; todo aquello que fuera más importante que él sin el respaldo de los poderes materiales (que era con las únicas pobres armas que peleaba este pobre hijo de Dios, o este detalle de la creación). Él tendría que regresar cada minuto a su vanidad, a su hipocresía y así lo hizo. Pero ella se había fugado con su secreto y su venganza; muy lejos de todos, desde allí regresaría algún día –según ella– con el castigo. Regresaría en el viento, regresaría en la muerte de las cosas de cada momento, regresaría en ella misma y por sus propias fuerzas; no sabía, lo auténtico era que regresaría. Algunos días de ese invierno permanentemente blanco se hicieron insoportables por el frío. Las heladas se pegaban a esa capa de ceniza y allí quedaba hasta que el sol de un día sereno la levantaba. El gobierno ordenó un servicio de ferrocarriles que cubriera las necesidades de aquella gente en lo referente al traslado de los animales, pero como siempre, esto que hoy llegaba lo habían solicitado a los dos días del accidente, es decir, dos meses atrás. Hoy ya no lo necesitaban. Los animales habían muerto todos. Los efectos destructores de la ceniza no sólo tocaron los animales, también se tragaban lo mineral: las herramientas de trabajo sufrieron un desgaste increíble; los arados se quedaban sin rejas a los pocos días. Aquello lo comía todo, pulía, limaba, exterminaba, fundía. Ahora el pensamiento de abandonar aquello se había refinado. En La Pampa la tierra ha desaparecido. Luis ayudaba para que levantaran las cosas y le dejaran los campos libres. Quería esas tierras para fines que ya tenía pensados y ayudaba a que eso ocurriera presentando cuentas y cortando créditos. Además buscó de quedarse con las herramientas de los que no pudieron pagas su deudas. –Hay que volar de aquí, antes de que los tape la tierra. Pueden ir a cualquier parte que estarán mejor que en esto. Aquí nunca tendrán nada –decía. Él quería limpiar los campos de chacareros pobres. (¿Dónde habrá un solo chacarero rico...?). Además los arrendamientos estaban tratados al tanto por ciento de lo que produjeran; de tal manera, por deudas de alquileres no podían desalojarlos hasta que no cumplieran los contratos, pero, quitándoles todo, se tendrán que ir. Con éste ya van cinco años que no pagan un centavo porque no cosechan un centavo. Ya hace tiempo que no se les fía azúcar, harina, yerba. ¿Para qué? Si no podrán pagarlo nunca. Sin embargo no se van. Se quedan allí, entre las osamentas y el hambre. Pero Luis siguió buscando formas: a los que no les alcancen las herramientas para pagar, les haré rematar las chapas del rancho. A los que no quieran entregar las herramientas, también irá bandera de remate. "La justicia me ayudará...". La demanda se les hace por deudas... se les embarga todo... vamos a ver qué cosa nueva para quedarse inventarán después... Tendrá que mandarse a cambiar y luego, estas tierras... cuando hayan descansado dos años..., las trabajaré yo mismo, con buenas máquinas y gente nueva... Tengo que arriesgarme, porque este capital muerto no produce nada... Cuando esto cambie, no habrá tierra mejor.... Yo puedo esperar... No éstos... Después de saludar (este hombre delgado, alto, con gruesos lentes de carey, que vestía un impecable traje marrón y sombrero negro, que era de finos modales y respetuoso) abrió el portafolios que traía debajo el brazo y preguntó: –¿Usted es Alirio Berenguer...? –¡Sí, señor! –¡Tiene una demanda de embargo por tres mil cien pesos! –¡Sí, señor! –El demandante es el señor Luis Morales. –¡Sí, señor! –Bien, mi visita es para notificarle que, por orden del juez, señor don Avelino Pérez Souza, el remate –por no haber sido levantado dicho embargo bajo formas legales establecidas– se llevará a cabo el día 25 de octubre en la chacra de la viuda Dominga F. de Moretto. –¡Sí, señor! –Por disposición del señor juez, pasado mañana, serán retirados estos elementos para ser trasladados al lugar de la ejecución. –Sí, señor! –Buenas tardes, y disculpe –dijo este señor con voz un tanto apagada, por la forma recia y a la vez humilde con que el tal Alirio Berenguer había recibido su sentencia de muerte. –¡Buenas tardes... señor! –contestó Alirio. Allí se quedaron don Alirio y sus cinco hijos, además de la mujer, mirando cómo el alguacil subió al coche piloteado por un empleado del doctor Luis y se perdió en la distancia. A los pocos minutos, el coche se detuvo nuevamente. Un hombre bajo, de pelo y barba rubia, descuidada, miró desde la puerta de su casa hacia el lado del camino, con la extrañeza de quien quiere identificar a lo lejos lo que ha descubierto. El coche se detuvo y el hombre alto, delgado, de traje marrón, saludó de la misma manera y con las mismas palabras: –¡Buenas tardes...! ¿Usted es Lorenzo Alach? –¡Buenas tardes...! Sí señor, yo soy. Después de ponerle en conocimiento el motivo de su visita, sacó unos papeles de la misma cartera: –Por la suma de mil ochocientos cincuenta pesos... –Debe ser –contestó Alach con amargura. –Una rastra de tres cuerpos usada, diez pecheras, diez anteojeras, cincuenta metros de caño. Una máquina de coser, un yunque, una fragua, tres martillos, una chata con patente Nº315. ¿Es eso? –Si quiere más... puede llevarse un hijo... –contestó con marcada ironía don Lorenzo; el hombre (que no era culpable de nada) entendió; o dio por entendido el estado de ánimo de su cliente, y continuó: –... el 25 en lo de Moretto –cerró su cartera y con un respetuoso gesto se despidió–. Buenas tardes y disculpe mi visita. El hombre pequeño de barba rubia y ojos celestes se quedó mirando en la lejanía a los perros, que regresaban de despedir al extraño visitante. De la misma manera, con las mismas palabras, con iguales gestos, este representante de la justicia, que había bajado desde Santa Rosa el día anterior, fue desparramando en compañía del empleado del doctor Luis y en todas direcciones (a las chacras de Altagrak, de Pazzini, de Ramelto, de Gentile, de Cremona, de Ricardi) la noticias: Por orden del señor Juez el día 25... etc., se levantará la bandera: judicial: al mejor postor sin base y al contado. El único que se pudo salvar fue Mesina, que desde hacía catorce horas lo había imitado a Valenti, dejando apenas las paredes del rancho y un sombrero viejo. Cuando llegaron a la chacra de Moretto, fue Dominga quien lo recibió y lo hizo pasar. Ya iban a salir los papeles, cuando Dominga interrumpió: –Ya sé de qué se trata, pero tienen que venir los muchachos que son los que entienden –y desde la puerta del amplio corredor gritó–: Bruno... Vicente... ¡vengan!... Aquí somos todos una sola cosa... ¿Sabe...? –dijo al entrar. Dominga se dirigió al aparador grande y retiró cuatro copas. –Por mí, no se moleste, señora. No bebo. –Este vino le va a gustar... No se toma por ahí. Dominga dijo esas palabras sin hacer caso al cumplido, y con el cuidado de quien asiste a su última cena, preparó las copas y sirvió directamente del porrón. Cuando los muchachos llegaron, lo hicieron, como si conocieran ya a este hombre. El saludo casi lo obligó Dominga, que alcanzó a cada uno el trago de vino. Este señor se encontraba molesto, quizá aquella gente estaba muy lejos de soñar con la noticia que él se venía, y aquello de recibirlo así y además de aceptar él tan cordial gesto iba a cambiar el tono de las cosas. –No sé si ustedes saben a qué vengo, señores –dijo adelantándose con la copa en la mano, como si le doliera herir lo sagrado del vino. –Puede tomar con confianza que este vino no cambia las intenciones de un momento para otro –interrumpió Dominga. –Pero... –Vamos a brindar por nuestra salud –continuó ella sin dejarlo hablar, y notando la sorpresa en los ojos del hombre alto, delgado, de traje marrón, que ya no sabía si hablar, beber o marcharse. –¡Por la salud...! –contestaron Bruno, Vicente y balbuceó con timidez el visitante. –Este vino ablanda el corazón, las penas y alivia cualquier dolor... El corazón de la justicia no tiene nada que ver con esto –agregó Dominga invitándolo al tema. Cada uno buscó lugar en la mesa. Bruno quedó doblado en la cabecera, frente al alguacil, y con los codos apoyados sobre ella. La cartera se abrió y los ojos esperaron serenamente. Aquel hombre estaba visiblemente incómodo con la situación creada y le costaba entrar en el asunto. Luego dijo directamente: –Ustedes tienen una demanda de embargo... –Por cuatro mil doscientos pesos –interrumpió Dominga con la misma tranquilidad con que luego se llevó a los labios la copa de vino. –Sí, señora... –aseguró extrañado–. El remate se llevará a cabo... –En esta chacra el día 25 de octubre –intervino Bruno que seguía con los codos afirmados en la superficie de la mesa y la copa entre sus manos. –Así es –volvió a aceptar con un gesto y una voz distinta al alguacil; ya estaba seguro de que no iría con ninguna novedad a esa casa, pero continuó... –Y por orden del señor Juez... –Don Avelino Pérez Souza –soltó Vicente que estaba esperando para intervenir con su ayuda. –Bien –respondió el hombre levantando la vista y bajándola de nuevo–. Los elementos son: un molino, cuatro arados, dos sembradoras, una chata, un gramófono... –Sí; disculpe la interrupción, ya sabemos que es toda la chacra; no se moleste más –dijo Bruno. –Gracias –contestó–. Es mi obligación exponer, informar. –Y la nuestra decirle que estamos informados... de hace varios años –continuó Vicente. –¡Fíjese bien! –indicó Dominga–. Por allí, entre esos papeles, debe estar también la vida... de una hija mía... que ya se la ha cobrado.. –No entiendo, señora... –agregó algo molesto el visitante. –Vale más así. El hombre alto, delgado, de impecable traje marrón, impecables bigotes, impecables manos, guardó los papeles, se puso de pie, respetuosamente se disculpó de todos, tomó su sombrero y con la cartera debajo del brazo, salió. Lo acompañaron hasta la puerta por donde había entrado y se quedaron allí, en silencio. El coche rompió la marcha y nadie pensaba en lo que se alejaba, sino en lo que ocurriría el día 25. Dominga caminó en dirección a las máquinas, que estaban ubicadas en el fondo del patio grande y contra el galpón de chapa donde se guardaba el cereal de semilla, y que ahora estaba ocupado por pasto que Bruno y Vicente habían cortado en el monte y luego lavado para la lechera. Llegó hasta ellas y se detuvo; repasó una por una con la mirada mientras que con el pensamiento repasó los días andados por cada una de ellas, en el trabajo alegre o en la esperanza dolorida de aquella casa y aquella tierra. Ponía la mano temblorosa sobre una rueda, sobre una zaranda, una palanca, una chapa, una volcadora, como queriendo dejar en la caricia el adiós a esas herramientas tan queridas, y que tanto sudor había costado conseguirlas. Esa noche los muchachos se reunieron en casa de Bruno. Hicieron que Diana se fuera con su hijo a hacerle compañía a Dominga y las muchachas. En una palabra: querían estar solos. Bruno había madurado una idea y quería consultarla con todos. Estuvieron encerrados largo rato... "¿Qué estarán tramando los muchachos...?" fue el pensamiento de Diana. Dominga algo adivinaba en el ambiente, pero no preguntó... "Los hombres saben lo que hacen...". Cuando terminó la reunión, ya era tarde y todos se retiraron en silencio a descansar. Cuando Diana regresó, fue enterada por Bruno de lo que se pensaba hacer y la ayuda que de ella necesitaban. Pero debía callar: ni Dominga ni las muchachas tendrían que enterarse. El secreto se guardaría. Al día siguiente, los muchachos madrugaron mucho y ataron los caballos en el sulky grande y en el chico; también ensillaron otros y salieron. Bruno fue con Vicente en el sulky hasta lo de Ricardi. Dante y Séptimo (que aunque era demasiado joven, lo pusieron en el asunto) fueron hasta la casa de Cremona y de allí irían hasta lo de Pazzini, que les quedaba de pasada. Dionisio y Miguel salieron en el otro sulky hasta la casa de Gentile. Segundo tendría que ir solo hasta lo de don Lorenzo Alach, de un galope en su caballo. A Ramelto y Altagrak –que eran los chacareros que más retirados se encontraban– los visitarían Bruno y Vicente. Todo lo dispuesto se cumplió al pie de la letra. Ni uno solo de los chacareros que pertenecían a los campos que administraba el doctor Luis Morales fue dejado de visitar. La idea de Bruno recorrió metro a metro todos los caminos de la colonia y en todas partes fue recibida con emoción. A eso del mediodía, ya estaban de regreso. Dominga se preocupó por enterarse del motivo de aquel movimiento fuera de lo común. Sin embargo, el secreto siguió. Como las pocas preguntas que hizo fueron contestadas con evasivas decidió no insistir. A los dos días, comenzaron a llegar en el camión del doctor Luis algunas herramientas. Aquel trabajo duró casi una semana y el patio grande de la chacra quedó convertido en una ciudad de máquinas usadas y carruajes –trozos de almas venían adheridos a sus hierros, pedazos de vidas humanas, manos, brazos, espaldas, lágrimas–. Algo oxidadas algunas, por la espera del tiempo de trabajo, tristes como el hombre, por estar detenidas con el dolor a cuestas, con las mismas formas de la angustia. Si se las observaba con detenimiento, podía saberse a quién pertenecían: la herramienta adquiere la fisonomía de su dueño cuando aquél ha andado años con ella. Tenían el mismo andar o el mismo gesto. En el asiento, en las palancas, en las ruedas, en cualquier parte, se encontraba el detalle. La forma de mirar o de pensar, el color, la edad, la estatura, una pequeña cosa decía: Soy Alirio... Me llamo Alach... Dominga estaba allí, cuando Bruno y Vicente se acercaron. Ella había decaído tanto en los últimos meses, que extrañaba. Sus ojos se hundían día a día en las concavidades de la cara; la piel se arrugaba pegada casi al hueso. Con el castigo físico del dolor en sus espaldas y su cintura y este azote en el espíritu terminaría, indudablemente, si no se cuidaba de ella. Por las noches era el insomnio, el permanente fijar pensamientos en cosas que la vida obligaba, la excitación nerviosa provocada por su propia imaginación, en la insistencia de ir tras de los problemas como buscando en el aire una solución, las innumerables desdichas creadas por el estado de su hija Cardo, la soledad a la que tuvo que obligarse espiritualmente luego de la muerte de Pietro, el inconsolable dolor de su muerte y los años de lucha en aquella tierra (que ahora se cobraba tan injustamente lo que había dado en otros tiempos), los años en el cuerpo, habían gastado las piezas más importantes; ya no era como antes, que existía como de paso en todas las cosas para apenas tocarlas, dejarlas terminadas; las arterias, las células, estaban algo cansadas de tanta luz recibida. Lo que ahora debía hacer era descansar y dejar que los demás hicieran por ella lo que ella sola hizo por todos. Pero Dominga no había nacido para eso: para estar detenida, solamente muerta lo estaría. Nada que no fuera eso la iba a privar de estar en todas partes, como el aire, como el viento. Nadie lo iba a lograr con órdenes que descansara, que se sentara, que no pensara. Ella allí, quieta y humilde, cuando había que festejar un triunfo, escondida, casi tratando de que su presencia no se advirtiera, asistiendo desde lejos al acontecimiento, como temiendo molestar, ocupar un lugar que no correspondía a su conmovedora sencillez. Y ella allí, cuando había que poner todo el pecho al dolor, cuando había que dar cara a la injusticia, o enfrentar la desdicha cuando las penas eran demasiadas: su espalda, su silencio, su manera de ocultarlo todo, su vigor inconcebible para contener la tristeza, y su gesto de niña, el que siempre tuvo para todo, el que aprendió en el momento de nacer y se llenó de pureza y de inocencia, ése, ése que ahora estaba un poco oscurecido, perdido entre los surcos profundos de las arrugas de su frente y sus mejillas, y que sus hijos y Bruno habían descubierto, y temían lo fatal. Allí estaba, de pie frente a ese cementerio palpitante de hierros y maderas, que eran la fortuna juntada en toda una existencia de Pampa. Estaba con su largo batón negro y un pañuelo atado en la cabeza, con los bordes cubriéndole los costados de la cara y los brazos cruzados sobre el pecho. Tenía la mirada fija, enterrada en los personajes que su imaginación había creado sobre cada objeto. Bruno se acercó lentamente y miró a Vicente como preguntándole... "¿Hasta dónde llevará este camino?...". Cuando estuvo al alcance de sus brazos la estrechó en ellos por la espalda. Dominga se conmovió al retomar las formas de lo presente. –Estaba viendo que se ponen feas cuando no trabajan –dijo y trató a escondidas de limpiarse los ojos. –Cambian de cara –contestó Bruno disimulando no ver lo que ocurría. –Esto es todo lo que nos queda a los que nacemos chacareros –repuso Vicente. –La tierra nos gasta, hasta hacernos un montón de cosas viejas, que ni siquiera siente cuando tiene una herida –agregó Dominga con voz muy baja. –Es triste cuando uno empieza a querer a una herramienta y después tiene que dejarla –dijo Bruno. –Estas porquerías se llegan a querer como se quiere a un hijo. –Según la mano que la toca, cambia –interrumpió Vicente. Llegó el día 25 y desde temprano comenzaron a llegar los viejos dueños de todo aquello. Dionisio y Vicente salieron por esa misma hora, en dirección a la tranquera de entrada principal; a los pocos minutos, desaparecieron; Segundo y Séptimo tomaron el rumbo hacia donde se encontraba la tranquera que comunicaba a las chacras vecinas. Dante y Miguel tomaron el campo en dirección a la tranquera vieja, que estaba del lado del monte y a la costa de un camino que conducía a Winifreda. A eso de las diez, que era la hora en que estaba anunciado el acto del remate, llegaron el comisario, el Juez y el Alguacil; a los pocos minutos llegó el rematador. Sólo tres personas desconocidas aguardaban; la demás gente eran los mismos dueños. El rematador arrugó la nariz cuando vio el ambiente. –Con esta gente no hacemos nada –dijo con gesto disconforme. –Raro es, porque lo saben hasta en Victorica –contestó el comisario–. La propaganda fue buena. –Esperemos un rato más. Alguno va a caer –agregó el rematador. Alirio estaba apoyado en la palanca de un arado que hasta hacía unos días era el dueño de hacer con ello lo que se le diera la gana. Alach y Ricardi conversaban un poco retirados del lugar. Bruno y Gentile conversaban bajo con uno de los forasteros, amparados por la sombra que daba contra el suelo la pared del rancho, Dominga se había sentado frente a la puerta, y vigilaba como espiando, a través de los postigos abiertos, el movimiento de la mañana, que aunque había un radiante sol, era trágica para ella. De ese asiento no se movería. Diana sin embargo, más serena, tenía la vista clavada en el camino y estaba parada detrás de su madre. –Poca gente –dijo Dominga preocupada en algo. –Ya vendrá, mamá... –contestó Diana sin levantar los ojos. Bernardina y Mafalda espiaban por una de las ventanas con la mirada perdida en la tristeza, con el gesto envejecido sobre una juventud sin alegrías. Cardo no se veía en ninguna parte: estaba en ella. El Juez volvió a mirar el reloj por tercera vez. –Se está haciendo tarde para esperar más –dijo al rematador. –¡Empezamos ya...! Tomó posesión de la palabra. Informó de la naturaleza del acto, con los antecedentes que ya conocían todos. Hablaba con palabra ágil y brillante. Era un hombre alto y de gran abdomen. La cara era redonda como asiento de arado, y dura por la gordura, como ídem. Esgrimía un palo pintado de blanco, que golpeaba en cualquier parte cuando terminaba la frase. Exponía la calidad y el estado de lo que vendería. Terminó de hablar, sobre un montón de cosas que estuvieron de más y la corbata le parecía nadar sobre el oleaje cuando la panza voluminosa se expandía y contraía por la respiración en el espacio claro de la mañana. –Bien señores; aquí tenemos un molino con la máquina casi nueva, y además ciento cincuenta metros de caño galvanizado que corresponde al lote. ¿Cuánto vale, señores...? –Diez pesos –expuso con voz serena uno de los forasteros. –¿Qué...? –contestó con un grito que hizo temblar un arado, el rematador– . ¿Quién tuvo el coraje...? –¡Yo! –respondió secamente el mismo señor. –Aquí no he venido a jugar ni a perder tiempo, señores –dijo la mole movible, creyendo en sus golpes psicológicos. –Nosotros tampoco –volvió a contestar éste. Golpeó con el martillo de madera sobre una chapa y la hizo saltar por el aire. Los demás compradores, o gente presente en el remate, no movieron un dedo ni levantaron la vista de donde la tenían apoyada. El comisario y el Juez se miraron con alguna pregunta. El alguacil filtraba el ambiente con aire más seguro, como advirtiendo alguna sorpresa en todo aquello. Volvió a destrenzar un desafinado grito: –Nadie que tenga respeto a la razón va a cometer la niñería de hacer perder tiempo con pavadas, en un acto de esta naturaleza. Vuelvo a repetir: ¿cuánto vale este molino...? –Diez pesos –afirmó el hombre que ahora miraba firme y decidido al rematador, como queriéndolo enterar de que allí no había juguete. La casa de carne tuvo un segundo de vacilación cuando se encontró con la mirada del comprador, y cambió de tono, repitiendo la oferta... –Diez pesos... diez pesos... ¿quién da más...? Diez pesos... –buscaba con la mirada uno solo que hiciera el menor movimiento pero no, todos estaban inmóviles, como una sembradora con las ruedas enterradas. Cuando se cansó de repetir la oferta, se convenció del poco interés y bajó el martillo. –Ahora una máquina desgranadora de maíz, en buen estado, con correa nueva, ¿cuánto vale? –Cinco pesos –ofreció Bruno y nadie se movió de sus puestos. –¿Cinco pesos...? Esto es para reírse, señores. –Si quiere reírse puede hacerlo, señor, que aquí no molesta a nadie –contestó Bruno. Volvió la barriga del rematador a adquirir proporciones extraordinarias y a gritar como si allí fueran todos sordos. Pero no asustó a nadie. Había momentos en que era realmente cómico verlo y oírlo a este señor. Para no reírse Alach y Ricardi tuvieron que esconder la cara. El comisario y el Juez se dieron cuenta que allí había un complot y para sus adentros se pusieron contentos. Bien conocían ellos a cada uno de los chacareros y si daba pena el hecho de que le remataran las herramientas, daba alegría el que se defendieran, defendiendo lo que para ellos significaba todo el capital. Algo flotaba en la mañana que se advirtió a poco de estar allí; ahora se descubría. También lo descubrió el intermediario que había impuesto la justicia, mejor dicho: los intermediarios, porque tanto el rematador como el Alguacil se dieron perfecta cuenta de que estaban todos de acuerdo, y como no viniera más gente, aquello se vendería por lo que los chacareros quisieran. Venderse tenía que venderse, porque allí, en la bandera, decía: "Al mejor postor, sin base y al contado". De ahora en adelante, el hombre de la nariz de berenjena, cara grande, y enorme barriga (la justicia a veces tiene características de justicia en sus representantes) se limitó a demostrar inteligencia en su proceder. Levantaba el martillo, pedía la oferta, y lo bajaba sobre el filo de la palabra compradora. –¿Cuánto vale este arado...? –Dos pesos. –¡Vendido! –y en seguida otra máquina. ¿Cuánto ...? ¡Es una sembradora...! –Cuatro pesos! –¡Vendido!... –¡Ahora la máquina de coser, ¿qué vale? –¡Un peso... –¡Vendí...! Y el martillo volvía a caer ahora sereno y entregado. Era la primera vez en sus años de rematador que le ocurría semejante cosa. Le extrañó también que no llegara más gente interesada en una zona como aquélla, en aquel tiempo y para esa clase de remates. –¿Dónde andarán los muchachos...? –preguntó el Juez al comisario con marcado interés. –No se habrán escondido para llorar –contestó éste, que estaba seguro que debían estar muy ocupados. –Por esto no se llora... Se pelea y se mata –agregó el Juez que ya veía la pelea ganada por los colonos. –En nada fácil deben de andar. –Y el doctor Luis tampoco ha venido. –¿Para que lo degüellen, quiere que venga...? –pensó el comisario. –También es cierto. Estaban sentados uno de cada lado del camino, a unos veinte metros de la tranquera y mirando a ambas direcciones. Dionisio alcanzó a ver una nube de polvo. –Allá viene uno –dijo, y su hermano giró la cabeza por sobre el hombro. Automóvil parece. Cuando el coche se detuvo frente a la tranquera, bajó un hombre joven. Hizo el ademán de abrirla pero ya estaba allí Vicente con un Winchester y Dionisio con una escopeta que tenían muy escondidas entre los yuyos. –¡Epa!...¿Dónde va usted y qué quiere en mi campo...? –preguntó Vicente con energía. El hombre quedó sorprendido, igual que los acompañantes (otras tres personas que esperaban sentadas). –No se asuste que no somos asaltantes –agregó Dionisio al ver la cara de harina, que le dibujó el miedo al joven que se detuvo en la tranquera. –Venimos a un remate judicial... ¿No es aquí...? –¡Sí! Aquí es, pero va a tener que disculpar. Llega tarde; allí donde están rematando nuestras cosas, hay plata de sobra para comprar. –Y también hay gente de más –agregó Vicente–. Así que si no tienen inconveniente, pueden pegar la vuelta. –Bueno. ¿Y... qué estás pensando...? ¿No sentís que hay que irse? Subí –dijo el hombre que manejaba, al asustado que estaba como una estatua. Cuando el coche dio vuelta, descubrieron que atrás había más gente. Eran los hijos de Ricardi que hacían guardia a unos doscientos metros, y al ver al cliente se acercaron. Cuando el coche tuvo el camino adelante metió la cola entre las piernas y desapareció en un segundo. Los muchachos guardaron las armas y se ocultaron un poco. Venía otro del lado del pueblo. –Qué manera de trabajar. Aquí tenemos otro angelito –repuso Vicente con alegría, al ver que las cosas marchaban tal cual lo habían planeado. En la tranquera vieja que da al monte se detuvo un camión con cinco personas en la caja y tres en la cabina del conductor. Dante se adelantó con la carabina; detrás cuidaban Miguel, el viejo Cremona y un hijo de Gentile. Dante reconoció a varios. Era gente que mandaba Luis, de Winifreda para comprar. Cuando esta gente vio armas por todas partes, levantaron las manos. –No pueden entrar... Tienen que seguir... –ordenó Dante. –¿Se puede saber a qué viene esto...? –preguntó uno de los que iban sentados adelante. –Porque ésta es mi casa, y no se me antoja dejarlo entrar... ¿Nada más...? ¡Señor...! –Pero es que nosotros venimos a un remate judicial que hay en este campo y usted no puede obligar a que yo no entre –insistió el mismo. –El remate ya terminó... Llegó tarde... Y... le aconsejo que no se le ocurra caminar un metro más en esa dirección si la quiere sacar barata –dijo con serenidad Dante, pero en el tono estaba la intención, porque se puso en guardia con la carabina, mientras el viejo Cremona y Miguel se preparaban. El conductor se dio cuenta que perdía tiempo y a lo mejor otra cosa, si se quedaban un minutos más discutiendo y resolvió por su cuenta: dando marcha atrás, volvió por donde había venido. –Buscálo al que te mandó –penso Miguel sin descuidar los movimientos de los que se alejaban. El coche era de último modelo, es decir de los primeros que llegaron: un Chevrolet 31 fantástico. Cuidaba de salvar los roces de ramas en la pintura y los pozos del camino. –¡Dios mío, qué auto! –dijo con los ojos de la sorpresa, la mujer de Altagrak (que también estaba colaborando con los hombres en la tranquera que comunicaba a las chacras vecinas por adentro) cuando vio acercarse el lustroso vehículo conduciendo cuatro personas. El que manejaba venía sin sombrero, pero por el cuello de chaquetilla militar, que dejaba libre el parabrisas, no cabía duda: era un policía ¿de dónde? Vaya saberse, eso no importa, lo que importa, es que Bruno dejó una sola orden terminante, y hay que cumplirla así cueste la vida... "¡Por ninguna parte debe entrar nadie...!" Éstas eran las pocas palabras que encerraban la importante misión a cumplir. Cuando el coche se detuvo aparecieron hombres y armas por todas partes. Segundo y Séptimo con escopeta y revólver. –¿Qué desean los señores? –preguntó Segundo dirigiéndose al conductor. –¿Como qué deseamos...? ¡Deseamos saber qué significa esto...! –contestó con voz autoritaria el manejante. –Esto significa que usted está metido en casa ajena... Y yo que soy el dueño le pregunto: ¿Qué quiere aquí?... Y grite menos cuando contesta –le dijo Segundo, que a pesar de saber que estaba tratando con alguien de la policía, respetaba su genio cuando lo atropellaban. Cuando se cruzaron las palabras, la mujer de Altagrak que se había venido con el rifle, se arremangó decidida y levantó el gatillo, haciendo de cada ceja, un acento sobre el comienzo de los ojos. Ella era delgada, casi magra, su figura presentaba apariencias de debilidad, pero era una debilidad sugestiva y a la vez interesante, porque cuando sus manos apretaban algo, si no lo rompía quedaba inmóvil. Ahora estaba montada en su flete de pocas pulgas y no era de jugar. Claro que esto, no lo sabía el conductor del coche, que creyendo asustar a esa gente, insistió con la insolencia: –¿Así que usted es el dueño de esto...? Y si yo le dijera que soy el comisario del pueblo vecino que vengo a un remate judicial en esta chacra, ¿qué me diría usted? –Que pegue la vuelta rápido usted y los que van con usted, si no quiere que esta gente se canse de apuntar, y empiece el baile. –Cuando Segundo terminó de hablar le señaló a la mujer que estaba con el gatillo montado y la punta del caño a dos metros de distancia de la cabeza del comisario; éste giró la cabeza y se encontró con la sorpresa. –Le conviene hacer caso –aconsejó Altagrak temblando de miedo de que su mujer fuera a apurar las cosas y le sacara la cabeza al visitante, antes de tiempo y sin necesidad. –Aquí no hacen falta comisarios porque todo está en orden, y menos clientes para un remate, porque allí sobran con los que hay –agregó Segundo. El comisario se sintió perdido y humillado ante los que venían en su compañía; reaccionó con una amenaza. –Ya sabré yo cómo arreglar esto y ahora mismo. –Cuando quiera me puede encerrar, menos hoy porque estoy muy ocupado... Y, si se va al pueblo para buscar al comisario de aquí, le adelanto que no lo va a encontrar, porque el hombre hace como dos horas que está en el remate. Los compañeros aconsejaron al comisario que no intentara nada en ese momento porque perderían todos. El motor del último modelo bramó en el espacio, y desapareció dando la impresión de que volaría. La mujer de Altagrak, se sintió orgullosa: –Casi, casi me canso de esperar –dijo sonriendo. En la chacra seguía el hombre grande ofreciendo artículos y golpeando despiadadamente una carretilla con su martillo de madera, cada vez que la oferta hacía oír su voz. Dominga comenzó a intranquilizarse por la ausencia de los muchachos. Alirio, Bruno y los tres forasteros siguieron comprando por monedas, las más importantes máquinas. Por la mitad de la tarde terminó el remate. Dominga miraba largamente el papel donde había ido anotando las cosas perdidas, casi todas compradas por la gente desconocida. –¿Quiénes son...? –preguntó inquieta a Bruno– y señalando a los desconocidos. –Parientes de Ricardi... Son de Trenel. –Se han llevado casi todo. –Todo es nuestro. Vinieron a comprar para nosotros. Dominga sintió el golpe de la alegría con tanta emoción, que se quedó parada mirando sin querer para cualquier parte, y con el delantal hecho una pelota entre sus manos. Cuando iba a soltar el llanto le salió la otra pregunta: –¿Y los muchachos...? –Allí vienen... ¿No ve...? –contestó Bruno señalando para el lado del camino, donde se veían venir a Vicente y Dionisio con los hijos de Ricardi, y por el otro lado a Dante y Miguel y el viejo Cremona. –¿Pero dónde han estado todo el día...? –volvió a insistir Dominga con preocupación. –¡Cuidando! Nada más, que no entrara nadie –dijo Bruno con serenidad y muy contento por adentro, al observar que todos venían comentando sonrientes el éxito del día. –Entonces la máquina de coser y el fonógrafo... ¿no están perdidos...? –preguntó Dominga que de sorpresa en sorpresa ya no aguantaba más y lloró escondiendo la cara. –Qué floja –dijo Bruno a Vicente, en el momento que se acercaba y señalando con alegría a su madre. Todos estaban reunidos alrededor de la mesa grande, esperando que Diana y las muchachas sirvieran algo caliente para tomar y también para comer. Mientras comentaban los hombres, Dominga escuchaba, con el asombro en una sola pregunta... "¿Cómo no me di cuenta...?" La mujer de Altagrak fue muy felicitada; ella recibía los agasajos sin darle importancia a lo hecho. –¿Así que todo es nuestro...? –Todo; no debemos nada y no hemos perdido nada. –¡Qué lindo, Dios mío...! –contestó Dominga todavía emocionada. –Esto será siempre nuestro –dijo Vicente con seguridad. –Bruno fue el de la ida –comentó la mujer de Altagrak. –A veces la necesidad es inteligente –contestó éste. Dionisio y uno de los forasteros comentaban cómo habían ocurrido las cosas. –La pena es que no apareció el que esperábamos. –¿Luis...? –preguntó Dominga rápidamente. –Aquí teníamos esto para él –agregó Vicente levantando una soga y un collar del suelo. Todos rieron. –Cuando se entere que con ochocientos pesos, compramos todo, se vuelve loco. –Y que le hemos pagado con eso, una cuenta de varios miles –recordó Vicente. –Todos nos salvamos de ésta, pero, él sigue teniéndonos así –dijo la mujer de Altagrak, mostrando un puño fuertemente cerrado. Mientras la hora avanzaba acompañada de un sol que se había hecho naranja, los hombres comentaron las últimas cosas casi con la mano en el saludo. –Seguro que mañana tenemos viento –aseguró Alirio mirando para el lado donde se escondía el último pedazo del sol de ese día. Y bravo –agregó Cremona al ver el color del cielo. Se germina como una semilla y en la infinita claridad del día, de pronto, se hace todo vida en marcha hacia la muerte. Nada asombra, sorprende o entusiasma hasta que sorpresivamente, a la misma altura de los ojos, en el comienzo del camino, los brazos se levantan escapándose del sueño, se hacen riendas o banderas, castigan o acarician, malogran o construyen un destino. Todo eso ocurre de pronto, sin discutir el impulso que lo ordena o la acción que determina. Cuando una caricia encadena en susurros uno y otro acontecimiento y ellos señalan una nueva existencia, entonces, el nombre toma parte de las cosas o las cosas toman las características y el nombre de quien las creara. Más tarde quedan allí, entre nosotros para que nos dure en el recuerdo su presencia de vida en este mundo, su vitalidad, su coraje, su aferrado entusiasmo de vencer siempre contra todo, su fe y su optimismo... su amor... Para eso nacieron las manos de Dominga, vinieron cielo arriba como el viento y crecieron como un árbol en medio de "La Pampa". Habían partido de una tierra con soledad de mares de por medio. Al compás de los ojos se clavaron en un silencio de pocas palabras amasando un horizonte hasta el mecerse esperanzado del hijo entre los brazos. Nada hubo para ellas de imposible o de pequeño. Anduvieron entre las limpias auroras, nunca quietas, sin descanso vacío, sin pausa, sin sosiego, sin tregua, sin alivio, sin quietud, sin agobio, sin fiesta ni cansancio, anduvieron hasta el día de quedarse cruzadas sobre el pecho quietas para siempre por una sola vez. En el abierto y tranquilo ademán del descanso se hacía rumor la total arquitectura de su paso por la vida; el molino, el amasijo, el voleo de la siembra, la rueca en los inviernos, las espigas en el sueño, las ubres de la vaca, la brazada de leña, las nubes en el rezo, la caricia empapada de pudor. Ellas partían, pero quedaba a nuestro alrededor un mundo creado por la fuerza de su coraje y su ternura. Mientras el viento de La Pampa rondara por la tierra, ellas estarían allí como un símbolo, para llenar de valentía los pechos de los hombres. Marcharon al encuentro de Pietro dejando todo terminado junto con la herencia hecha plumaje de los hijos y los nietos... Dios sabe hasta dónde penetró, por la dura callosidad de sus palmas, la piedad y el amor por esas manos... ¡Gracias Dominga!... ..."Hoy es un día que hay que festejarlo... Hace muchos años que no se festeja nada en esta casa... De cualquier manera hoy tendrá que ser...–pensaba Diana mientras ordeñaba. Terminó, y volcó la leche del tarro chico de mano, a otro más grande que estaba fuera del corral. Se quitó el banco que tenía sujeto a la cintura por una correa, y salió rumbo a la casa. Llevaba un pañuelo oscuro atado a la cabeza que servía para esconder el desamparo de cuidado, con que se encontraba su pelo. Su largo vestido, también oscuro, bajaba más allá de las pantorrillas. Su cara había cambiado, los azotes del sufrimiento, cuando el trabajo se hace triste, había dejado su huellas. En la frente se habían quedado algunas arrugas que antes eran apenas gestos. Sus manos con herencia de las manos de su madre: nunca quietas, heridas por el frío, por el sol o el salitre del agua, por un alambre, o quemadas en la dureza, los dedos gruesos y algo deformados igual que una raíz al aire. Los brazos descubiertos invierno y verano, musculosos, con la piel endurecida, tostados por el viento. Los pies, pocas veces calzados en tiempo de calor, para ahorrar la zapatilla, anchos, agrandados y fuertes, con los dedos abiertos... "Así nomás se anda... Aquí nadie ve...". Llegó a la cocina, dejó el balde, reanimó el fuego con unas astillas de caldén y preparó la olla para hacer hervir la leche... "Sí, como quiera que sea, hoy hay que festejarlo... Metida en la tierra, una se olvida de estas cosas. Se deja matar por el tiempo... Parece que fuera ayer y ya han pasado seis años, y justamente a esta hora... Lo que era esto esa mañana. No sé cómo estamos vivos todavía..." Se quitó el pañuelo de la cabeza y buscó el espejo. Los cabellos enredados, opacos, no quisieron abandonar su forma aplastada... "¿Dónde estará el espejo...? los otros días, me parece que lo vi por acá... ¿Dónde lo habrán dejando estos bandidos...? No para nada con ellos... El espejo, es lo que menos se usa aquí, por eso se pierde. Hace una semana que no sé la cara que tengo. Estos mocosos lo agarran para jugar, y el día que una lo necesita, se vuelve loca...". Revisó por los cajones, revolvió entre la ropa, buscó en el aparador y por último fue hasta donde los hijos guardaban sus juguetes. Allí estaba... "¡Sabandijas...! ya le he dicho a Bruno que cualquier día, les voy a dar una paliza para que cambien, porque andan con las riendas sueltas. Él se ríe pero ya verá si no soy capaz... ¿Ésta es mi cara...? con esta cara no se puede festejar nada...". ..."Ahora el peine... ¿Quién demonios encuentra el peine aquí? Nadie lo usa... pero hoy lo preciso sea como sea... Aquí está; éste es el cajón de las sorpresas, no el cajón de juguetes... Los perdono porque no tienen otra cosa... Esto no es pelo, esto es cerda... Ya le dije a Bruno, que ese pavo grande, no lo venderíamos porque lo tenía destinado... Hay que festejar la llegada de Mario... Desde que murió mamá que no lo vemos. Ya van a ser cinco años... ¿cinco años...? Menos mal que aquí no hay tiempo para darse cuenta que la vida se va... Ahora Diana ha cambiado algo. Con el pelo arreglado apareció la frente, y con ella, los reflejos de un rostro con belleza sencilla, un poco triste, sufrida, pura –la más difícil de todas las bellezas; con el perfume de la flor de campo y con la misma diafanidad–. Se pasó la mano para quitarse los restos del peinado de los hombros y miró el reloj... "¡Sí! Ya debe haber llegado el tren... Se ha ido la mañana sin hacer nada...!. Entró a la pieza y golpeando las manos dijo: -¡A ver, señoritos...! A levantarse, que ya viene el tío y es una vergüenza que los encuentre en cama a esta hora... Y a vestirse con la ropa limpia... –se acercó a ellos y les dio un beso a cada uno. Mientras los más grandes se comenzaron a vestir con cara de pocos amigos, como si no les importara mucho que viniera un tío, sino que los hubieran sacado de la cama en esa forma, ella sentó a los más chicos y al poco rato salieron todos impecables; hasta con perfume que no era cosa de todos los días. Ellos se miraban como preguntándose... ¿qué acontecimiento importante ocurrirá? Luego los llamó a todos y dijo: –¡Vamos a ver si saben qué día es hoy...! –ellos estaban todavía sorprendidos por aquello, y además con el genio un poco atravesado, por la ocurrencia ésa, de venirlos a sacar de la cama por el hecho de que venga un tío; como si ellos fueran al cabo culpables de tener un tío que aparezca a esa hora. Se miraron entre sí, y la miraron a la madre. Seguro que de no haberla visto tan arreglada y linda como la vieron, le hubieran dicho en coro: –Hoy es el día que vamos a empezar a odiar al tío ése, por presentarse tan temprano... ¿Acaso es presidente, para tanto recibimiento...? Como todos se quedaron en silencio; descolgó el almanaque y dijo en voz alta: –11 de abril de 1938. El más grande sonrió y le saltó al cuello besándola. Los demás volvieron a mirarse, pero, seguían cada vez más metidos en el misterio. –¡Qué vergüenza...! –dijo cariñosa y sonriente–. Hoy es el día que hay que tirarle de las orejas a Ceniza, porque cumple seis años. Todos salieron corriendo detrás de Ceniza que encaró la puerta para disparar. Por allí lo alcanzaron y empezó la fiesta; luego, estuvo aplanándoselas, de miedo que le hubieran crecido. Diana siguió con sus cosas y de tanto en tanto decía: –Cuidado con ensuciarse que hoy viene tío. –¿Qué tío...? –El de Buenos Aires. –¿Y qué viene hacer a La Pampa...? –Si va a venir siempre tan temprano... mejor que se quede. Diana mientras tanto pensaba que ese día, tendría que ser un día especial. "Hace más de diez años que no se sabe de una fiesta en esta casa... Desde el último año bueno, se vive como los animales... Siempre una, está esperando que esto cambie para divertirse... Cambiar... Cambiar... Aquí no cambiará nada nunca, por lo tanto hoy será el día y se acabó... Le pediré algo a Bruno, que le hará gracia, pero, se lo pediré...". Ayudada por Ceniza agarraron el pavo y después de matarlo y limpiarlo, miró para el lado del camino. Allá venían Bruno y Mario. El trote lento del caballo los acercaba; mientras tanto la conversación estaba tejida de recuerdos. –¿Por qué tendrá el hombre que buscar siempre los recuerdos para sentirse menos cómplice de sus errores? –decía Mario. –Y, los recuerdos son una especie de garantía que tiene la conciencia, para ayudar a vivir...¿No es eso...? Ya se veía la casa grande. Más abandonada que nunca. Una parte estaba caída. Era la que daba contra el galpón. Allí el viento había hecho su trabajo de remolino permanente. –¿Y quién ha quedado aquí de todos...? –preguntó Mario con algo de tristeza. –Vicente, que se ha trasladado a la pieza que usaban los viejos, y Cardo... que vive y no vive. –¿Está igual...? –¡Peor! Cada día de viento que pasa, es un año que se le mete en el cuerpo. –La miseria la volvió así. Esto vuelve loco a cualquiera. –Ya cambiará, como decía Pietro. Mario, venía cambiado. La ciudad lo transformó en un hombre distinto, hombre de trabajo, pero, cultivado en el espíritu y en las ideas. Las horas libres las pasaba en compañía de los libros o concurriendo a conferencias de toda clase, asistía a espectáculos de teatro, visitaba exposiciones de arte, los museos y cualquier lugar donde pudiera ampliar sus conocimientos, y donde sus inquietudes quedaran satisfechas. Todo lo veía con asombro permanente. Tenía por sobre todas las cosas, un especial interés en las biografías de los grandes hombres. Le interesaba la política y el hombre alrededor de ella. Le gustaba luchar por los derechos sagrados de la libertad, por la elevación de los niveles sociales y culturales. También su presencia había cambiado; ahora vestía de acuerdo con la ciudad, elegante y apuesto, sobrio y sencillo; como no era bajo, la delgadez le daba un aspecto cordial a su persona. Sus sentimientos se habían aferrado a la familia, como ninguno. Jamás dejó de tener contacto con ella (en eso se diferenciaba mucho de los otros hermanos, que apenas se fueron de la chacra, luego de la muerte de Dominga, se acordaban una vez por año de mandar una carta). A medida que crecía interiormente, admiraba con más vehemencia, al hombre de la tierra, porque esa lucha, la consideraba maravillosa en su grandeza, por los renunciamientos y los desvelos permanentes, por el sacrificio constante del trabajo desmedido, por la poca luz de agradecimiento que les llegaba, de los que disfrutaban a su amparo, todo el brillo. Algún día serviría para algo lo que ahora estaba adquiriendo, ese conocimiento sobre las líneas que demarcan valores y posiciones, y que allí en La Pampa, en esa misma casa que ahora veía, después de muchos años, estaba tan considerado como dividido. Hubo momentos en que desde Buenos Aires, contaba a Bruno en sus cartas, que se sentía disminuido ante él, por haber tenido la debilidad de abandonarlo, pero que era necesario ir más allá, para tener más fuerza. La tierra tiene sed de hombres que la trabajen con libertad, no con esclavitud. Aquel año que Bruno, en una larga carta, le contó lo que hicieron el día del remate, para defender sus herramientas, Mario conmovido se prometió estudiar para ayudar a defenderlos del monstruo. Diana aguardaba en el patio, la llegada del sulky. Los hijos la rodeaban, uno en los brazos, los demás con mucho juicio, esperaban atentos el desembarco de este tío. Cuando vino el momento del saludo, se conmovieron un poco, pero, en seguida pasó. Al rato, cada uno de ellos tenía un juguete distinto. La niñita, lucía una muñeca hermosa. –¿Cómo te llamas tú? –le preguntó el tío. –Gatura –le contestó en su media lengua. –Se llama Dominga igual que abuela, pero le decimos Gatura, porque cuando hay garúa ella dice gatura –explicó Yuyo que tiene cinco años. –Muy bien. ¿Y tú cómo te llamas? –Me llamo Juan pero me dicen Yuyo, porque papá dice que me crío mucho. –¡Caracoles, qué elegante es este señor. ¿Quién es usted? –Pedro, pero nosotros le decimos Tero, porque es compadrón y flaquito –contestó el mayor. –¿Y tú...? –Yo soy Ceniza y hoy cumplo seis años. –Te felicito... Tomá para la alcancía. Todos quedaron mirando con algo de envidia; justamente tiene la suerte de cumplir años el día que viene un tío nuevo. Diana estaba preocupada por la forma cómo le pediría a Bruno, lo que tenía pensado. Sacó coraje y lo llamó a un aparte. –Bruno... Hace años que no hacemos una fiesta como es debido. Hoy podríamos, ya que está Mario, y Ceniza cumple... –dijo ruborizándose. –¡Sí...! –Bruno descubrió que Diana estaba temblando, como aquel día inolvidable, en que él no sabía cómo decirle que la quería, y disimulando su emoción, luego de una pausa siguió: –¿Qué has pensado que podríamos hacer? –Presentarnos a la mesa un poco gentes. Hace tanto tiempo que una no está presentable para nada, que no sea trabajar. Siempre con la misma facha. Si seguimos así nos vamos a olvidar de cómo se viste la gente. Bruno comprendió, y la ternura con que Diana dijo estas palabras, le hicieron venir unas ganas tremendas de abrazarla, pero se contuvo. –Es verdad... Ya casi no me acuerdo de la cara que tenía con traje nuevo...¡A ver...! ¿Dónde está la ropa decente? Y haremos la fiesta grande. Diana sintió un repentino florecimiento de las cosas del alma y salió rápido hasta el viejo guardarropa, que la madre le regalara el día que se casó. Era un mueble muy antiguo con dos grandes puertas de madera labrada y un saliente en la parte de arriba, que mostraba incrustaciones de una madera más oscura, y de la cual sobresalían los dos ángeles, que hacían las veces de cariátides, sosteniendo una enorme rosa. Sacó el traje con el cual se casara y que desde entonces no había tocado para nada, y lo colocó sobre la cama. Cuando él entró ya tenía todo preparado. –Ayer lo estuve planchando –agregó mientras buscaba los zapatos. Bruno la miró largamente... "Entonces esto de la fiesta ya estaba bien pensado. Hay que ver con esta mujer". –Aquí están los zapatos y bien lustrados. –Muy bien, mujer. ¿Y con qué se paga todo esto...? –No sé...–contestó ella y lo abrazó–. En este mismo lugar, nos abrazamos la primera vez cuando la casa eran rayas en el suelo. ¿Te acordás? –Él soltó el deseo que había estado mezquinando desde el comienzo de la novedad y la abrazó con todas las ganas, luego queriendo distraer el momento, dijo: –La comida habrá que hacerla... ¿No...? –Sí –contestó ella y salió casi a la disparada. "Cualquiera se puede amar en cualquier parte, sólo así se puede tener alma para aguantar la vida en semejante medio..." –pensó Mario, luego de escuchar sin querer, lo que ocurrió en la habitación contigua a la cocina, donde él se encontraba sentado–... pero, ¿y esto...? ¿Frente a él este paisaje donde se moriría de amargura, ese mismo cualquiera...? Qué poco hay que caminar para encontrar la pureza... Alabado sea el amor entre los seres mientras persista por sobre la miseria... –¿Y Vicente...? –preguntó Mario, cuando entró Diana. –Arreglando alambres con don Alirio. –¿No se ha ido don Alirio? –Es el último que queda de los vecinos. Se ha de quedar para morir, ya es viejo. A esa edad, es preferible. La tierra lo agradece. Bruno apareció de gran etiqueta; nuevo de pies a cabeza. Los hijos lo miraron con asombro y Ceniza se sintió muy orgulloso de que se le rindiera tanto homenaje. Bruno creyó conveniente explicarle a Mario lo que ocurría. –Son cosas de ella. Quería saber cómo era yo... antes y aquí me tienes. –Parece que eras igual –replicó Mario, tratando de no extrañarse. –Hoy es un día que hay que recordar. –Hace seis años... el día de la lluvia blanca... ¿Dónde está Cardo...? –preguntó Mario en el momento que ella aparece por la puerta del brazo con Vicente. –¡Hermanos! –exclamó Mario, y se abrazaron los tres. –¿Qué te pasó?... ¿Te estás por casar otra vez...? –preguntó en tono de broma Vicente, cuando lo vio a Bruno parado detrás de Mario; los brazos le caían como en el aire, sin llegar a tocar los costados del cuerpo. Parece que había engordado, o el saco se habría achicado en tantos años. –Estás igualito que en la fotografía. –¿Cómo anda eso?... –preguntó Mario. –Muriendo nomás... –contestó Vicente–. ¿Por allá por Buenos Aires no llega este viento?... –Pero llegan malas noticias de Europa. Se están haciendo pedazos por todas partes. Unos se matan mientras otros beben whisky a la salud de la victoria. –Yo quisiera saber qué va a ganar el que gane, si todo lo hacen polvo. –Sangre sobre la tierra. Coágulos de sangre, y mutilados de cuerpo y alma. –¿Dicen que los comunistas son bravos?... –preguntó Bruno. –Eso se piensa pero no se dice. Tienen miedo, la palabra comunista escarba por todas partes. Lleva y trae cosas. –Habría que ver eso del nazismo, si es tan malo como dicen. –Todo es malo, cuando esclaviza al pueblo a una sola idea. –Los gobiernos dicen que los pueblos no saben pensar, y ellos deben pensar por éste –expresó Bruno. –¡Italia quiere paz?... –interrogó Vicente. –Todos los pueblos la quieren. –Por eso pelean. ¿Se degüellan por la paz, o para quedar en paz?...–expresó Vicente. –Para conquistarla y mantenerla –respondió Mario. –¿Es como una mujer bonita entonces?... que no quiere amor sino plata, y se la lleva el que más tenga, y si hay dos que tienen, pues se matan por ella... ¿No es eso? –Es propiedad de los Estados capitalistas. –¿Qué país no lo es, o no lo quiere ser?... –preguntó Bruno. Mario se sintió asombrado por las preguntas y contestaciones, realmente no sabía si pensar en preguntar él, o seguir contestando y decidió preguntar. –¿Cuándo piensan en estas cosas?... –Cuando llueve –contestó riendo Vicente. –Menos mal que llueve poco y nada por aquí... ¡Si no! La conversación siguió, hasta que tuvieron que interrumpirla para recibir con aplausos a Diana, que venía con el largo pelo muy bien peinado y suelto sobre los hombros, y el vestido azul que ella tenía deseos de verse puesto. Sonrió y se ruborizó de ser algo así como el centro de las miradas; hasta los hijos se le fueron encima y la llenaron de besos, contentos de saber que tenían una madre tan linda y no lo sabían. Algo agradable ocurrió en ese momento, que llenó de alegría a todos: a Cardo se le vio reír sanamente, como cuando era niña. Vicente vio tanta gala en la mesa, que tomando a Cardo de la mano, salió diciendo: –En seguida estamos de vuelta –y ya en el patio, le dijo a Cardo–. ¿Vamos a vestirnos de domingo, nosotros también?... –Con el vestido blanco –contestó Cardo y en la cara se le dibujó una expresión de ternura, que habían olvidado sus rasgos. Tuvieron que aguardar pero no mucho rato, porque ya estaban de vuelta. Cardo sorprendió a Diana. Venía con su vestido blanco como si hubiera estado toda la noche planchándolo, para usarlo en esa fiesta. Impecable. –¿Cómo es esto?... –preguntó asombrada Diana. –Ayer estuve planchando. Pensé que iba a hacer falta –contestó Cardo, y Diana se quedó maravillada. –Estas mujeres con cualquier cosa, le pegan un susto en cualquier momento –agregó Bruno mientras veía acercarse a Vicente. –Ustedes perdonarán que esté arrugado. Así son los apuros –expresó Vicente con alegría, sacándose el sombrero nuevo y saludando como si recién llegara a la fiesta... –Ahora estamos todos más o menos. –Pues lo único que falta, es que me recibieran con la banda. Esto está inolvidable hermanos –exclamó Mario contentísimo. Cardo tenía una extensa claridad en las mejillas y los ojos parecían reventarle de alegría. Mario la observaba y se sentía feliz de que eso ocurriera. Aquella mesa fue la copia de los mejores días de aquella gran familia, cuando la comida era presidida por Pietro. Fue un solo retornar al pasado. Como Diana había tenido hasta la precaución de traer el fonógrafo y púas, "pues lo único que faltaba, música, esto sí que está bueno", también se bailó. Los hijos de Bruno estaban asombrados de ver a sus padres tan contentos. Nunca los habían visto con aquellas caras. Yuyo quiso saltar y bailar con Gatura y Ceniza dio la sensación que iba a decirles: –¡A ver!... Pórtense bien... Son peor que los grandes ustedes... Vicente bailó un vals con Cardo; Diana quiso que Bruno hiciera lo mismo y allí salieron. Mario se quedó en un rincón observando cada movimiento. Estaba emocionado hasta las lágrimas. Cuando terminó el disco, él mismo lo cambió y animado con aplausos, el baile siguió. Parecía haber retornado a La Pampa la alegría enterrada bajo la arena. –Después mamá nos reta si nosotros hacemos algo malo –dijo Yuyo, que estaba ofendidísimo por el disloque que el tío nuevo provocó en la casa. "–El Alirio ése, es peor que la vizcacha, de cualquier cosa vive. ¿Cómo no se cansa esta gente?... ¿Qué cosa nueva tendrá que inventar ahora?...¡Justamente las hectáreas que me ocupan, son las mejores!... Esperaremos; este año las cosas mejorarán. Les abriré nueva cuenta; les daré toda la rienda que pidan, y luego, luego bien sé yo, lo que tengo que hacer... Es necesario que se les envíe una nota, ofreciéndoles cuenta nueva... Se vienen de cabeza ¿Dónde van a ir si no?... Mejor no les envío nada. Soy el único aquí, para abastecerlos, tienen que caer, por la fuerza. Esperaré. Luego se convencerán solos de que deben abandonar. Tienen que abandonar. Ese campo debo trabajarlo de una manera distinta. Pondré hombres que trabajen con mis herramientas; ¡medianeros! Nos convendrá a los dos, porque no perderemos nada, al contrario, ganaremos... Con chacareros muertos de hambre, fundidos, no voy hacer negocio yo... Además eso del tanto por ciento es cosa antigua y que pertenecía exclusivamente, a los dueños de tierras que no conocían sus tierras, y que además no tenían interés en conocerlas, sino en que alguien las trabajara. Si viene bien, bien para todos, si mal, mal para el chacarero; el año malo no entra en sociedad con el dueño. ¿Para qué? Esperaré este año, luego en la renovación de contrato hablaremos. Tendrán que pagar alquiler, y cada seis meses, nada del año. Yo sé que estos campos están destruidos por culpa de los mismos chacareros, trabajan y trabajan la tierra de tal manera que al final, eso no es tierra, sino polvo, y claro, viene seca, viene viento, y tiene que volar. Pero yo dejaré que descansen y con muy poca agua se afirmarán. Cualquier pastito servirá para eso. En muchos países del mundo se ha combatido perfectamente la erosión. En muy poco tiempo, yo levantaré estos campos. Ahora lo que tengo que hacer, es limpiarlos de estos bichos. Los Moretto vivirán del viento creo yo... sino ya se hubieran muerto; creo que el culpable de todo, es Bruno. Bueno, que el que vino de Buenos Aires, vino convertido en un agitador político. Está bien con esta gente. Hasta de reforma agraria habló. Esto sí que es cómico. Habrá visto alguna película, y salió del cine con ideas para La Pampa. De todas maneras, hay que dejarlos, porque son inofensivos. Yo quisiera haberlo topado para verlo sacudirse... ja, ja, ja... Pobre muchacho, hay que dejar que viva. ¿y la otra infeliz que tiene la familia?... ¿Qué hace Dios que no se la lleva? ¿No dicen que Dios es bueno, que ayuda? ¿Por qué no la lleva entonces?... Bueno, que al cielo... habría que rendir algunas cuentas primero, para saber si tiene entrada allí. Si se habrá revolcado veces conmigo, y, por gusto nomás... A lo mejor ahora, se les ocurre decir que fue porque estaba loca, ja, ja, ja, menos mal que la locura le daba por ahí... Yo largué, porque ese tren, era difícil correrlo. Ésa tiene la locura en el útero. Dicen que habla sola y que me llama, ja, ja, ja... Las pretensiones de la niña... Que llame nomás, a lo mejor, cualquier día, uno anda de pasada, y no tiene nada que hacer, y se llega como a preguntar la hora... Bueno, pero lo importante ahora no era eso.. Lo importante es ver, cómo tenemos que hacer para limpiar el campo de porquerías. Mientras tanto, en lo que me ha quedado libre, sembraré pastoreo. Este año por agua no nos podemos quejar... Tratando esta tierra con inteligencia, tiene que volver al hombre; yo sé bien lo que digo. Estos bárbaros la han asustado, cansado, reventado... Esta tierra era una maravilla y tendrá que volver a ser. Por lo que respecta a los que quedan, les apretaré las cuerdas. Ahora van a necesitar, y el copete se les tendrá que bajar... Son mañeros, pero conmigo, no hay mañero que valga... Primero los trataré como comerciante, uno no tiene que tener rencores con nadie, cuando vienen con la plata... Ahora, si no tienen plata, habrá que conversar; que pongan por ejemplo, la cosecha de garantía, con papeles firmados (nada de palabras) y entonces, las cosas cambian. Por ahora blandito con ellos, luego cuando llegue el momento, está la justicia para que las cosas marchen por el camino derecho y me imagino que en derecho, no me querrán ganar estos analfabetos. Primero el anzuelo y cuando piquen, ya están perdidos, entonces, podré decirles: Alirio Berenguer, Vicente Moretto, Bruno Panizza... ¡No quiero gringos en mi campo!... ¡Afuera!". Ahora da gusto ver como se pone la tierra. Una tarde mientras Bruno iba con los ojos metidos en el surco que dejaba el arado, pensaba en ciertas palabras de Mario, y aquella frescura verde que ahora retornaba a La Pampa, le hacía repetirse:! ¿Abandonar esto?... ¡Nunca!... Ya verán si esto es como dicen...". De todas partes llegaban las voces que golpeaban en los oídos; las venas se hinchaban de alegrías. Aquello estaba tomando senderos de frescos verdes y hacía ver que el hombre había ganado. El arado se detuvo bruscamente y tuvo que hacer pie en el cuadrante para no caer. Los caballos quedaron afirmados, pero inmóviles. El renuevo de caldén, los había tragado. De un salto echó pie a tierra y tomando el arado de la rueda trasera, lo levantó en el aire y pudo localizar la raíz. Allí estaba, en la punta de la reja, clavada, sin querer soltar. Cavó entonces con la pala, que siempre llevaba para esos casos, y una vez libre de la tierra, la tomó fuerte entre sus manos y dio el tirón con todo el peso de su cuerpo; fue a parar a dos metros de allí con el ancho de sus espaldas en el suelo. En las manos le quedaba el tronco quebrado, pero, la raíz quedó; estaba poco agarrada, sin embargo, no se movió de su lugar. Bruno al verse en esa posición, sonrió y tuvo que usar la pala un buen rato para vencerla; su pensamiento jugaba: "¡No ven!... A todo lo que toca esta tierra, le pasa lo mismo... Nosotros somos igual, nos tiene agarrados... Y no nos largará, estoy seguro. Es fácil decir: Hay que irse, pero ¿y cómo?... Uno dejaría todo y volaría; yo quisiera saber ¿cómo se va?... ¡Por fin soltaste! Ahora estás muerta... Así me sacarán también: muerto...". Bruno siguió tras el arado, cantando, silbando, caminando de a ratos, a ratos sentado. Ese día fue un día feliz. Cuando llegó a la casa Diana lo aguardaba con la gran noticia: –La suerte se está dando vuelta. Si todo sigue así, estamos a salvo por milagro de Dios –exclamaba casi gritando de contenta. –¿Qué pasa mujer?... –preguntó Bruno, preocupado por la alegría tan extraña de Diana. –Luis le ha dicho a Vicente que el crédito está abierto por lo que necesitemos. –¿Dónde está Vicente? –interrumpió Bruno asombrado. –En el galpón, guardando los aperos del sulky. –Bruno escuchó apenas la última palabra y salió corriendo al galpón, allí encontró al cuñado. –Eso no se puede creer... ¿Cómo te ha dicho?... –¿Dicho qué?... ¿Quién?... –preguntó asustado Vicente por la cara que traía Bruno. –¡Luis! –Nada hombre... que podemos sacar los gastos y que pagaremos cuando venga el trigo –contestó Vicente con mucha serenidad, como si la noticia lo hubiera hecho pensar en las cosas ocultas que se traía el doctor. –¿Se convenció al fin?... –Estos son siempre iguales. Cuando ven donde pueden morder tiran la dentellada y dejan el veneno. –¿Quiere decir, que como quiera que sea, por ahora estamos salvados?... –Por ahora sí. ¿Pero después?... ¿quién nos salva?... –Después veremos. Lo importante es ahora... Ahora. –De todas maneras hay que ir con pie de piedra; muy despacio con estos bichos. –Yo tengo fe... Además estaba pensando, que sea como sea, estamos obligados a ir a él, cuando haya que trillar. Es el único que ha quedado con máquinas –sostuvo Bruno con gran entusiasmo. –El único –repuso Vicente que estaba tranquilo sentado sobre unas bolsas, y jugando con una rama en el suelo. –Mañana mismo habrá que ir a buscar semilla. Fuera como fuera, aquello cambiaba de rumbo las cosas. A la mañana siguiente, Bruno, bien temprano salía con la chata en dirección al pueblo... "La cara que va a poner cuando me vea... No es que uno afloje, es que las cosas son así, nomás... En estos tiempos hay que ayudarse...". Allí estaba el Dr. Luis, de pie frente al escritorio, inconmovible, con la vista clavada en el libro mayor. Bruno se acercó cauteloso y estudiando los movimientos del enemigo. Luego de saludarlo se quedó esperando, sin saber qué hablar. Cuando Luis cree conveniente, larga el zarpazo en un fingido tono amable. –¿Parece que vuelven las vacas gordas?... ¿No?... –Tanto como eso... difícil, pero lindo se está poniendo. Habrá que ver cuanto dura. –Estaba pensando –interrumpe Luis– que podríamos olvidar las diferencias que hemos tenido por cuestiones de negocios. No hay ningún motivo para que no podamos ser buenos amigos. Yo quiero ayudarlos, a ustedes especialmente, porque mi padre al irse, la única familia que me recomendó, como clientes especiales, fue la familia Moretto. Y yo tengo especial interés en atender al pedido de mi padre... No se imagina lo dolorido que me he sentido todo este tiempo que andábamos distanciados. –Bruno lo escuchó, como un reo que escucha a través de los hierros de su prisión, su propia condena de muerte. Lo escuchó hasta la última palabra y descubrió en el tono forzado y la frialdad de su mirada, los nuevos propósitos del doctor. Pero lo importante ahora no es pensar en las que se trae éste, sino en la semilla. –Las diferencias de nuestra amistad, fueron siempre unas bolsas de trigo; por lo tanto no tiene ninguna importancia –contestó Bruno sin entregarse al ofrecimiento de amigo. –Ni una palabra más... ¿Qué es lo que necesitan, señor Bruno? –Por ahora, unas bolsas de trigo, para semilla. –Muy bien, abrimos dos cuentas, una a nombre suyo y otra a nombre de Moretto... –No, uno solo; cualquiera de los dos que sea pero uno solo. Allí no hay más que una sola casa y un solo nombre. –Entendido; le aseguro que desde este momento, me siento más tranquilo. –Después tendremos que hacer otros gastos, como ser harina y azúcar y algo de tienda también –aprovechó Bruno para hacer saber, ya que el tema estaba en caliente y lo habían tratado de señor. –Cuando quiera no tiene más que venir y sacar. Lo que tengo aquí, es para ustedes. Ya le he dicho que mi intención es ayudarlos, y cuando uno ayuda de corazón, no tiene límites. –Muchas gracias –contestó Bruno respirando hondo y un poco acribillado por amabilidades Bruno hizo compras esa mañana. Lo primero fueron zapatillas para su hijos, que poco las habían conocido, ropa para cada uno de ellos y unos metros de género para que la mujer se hiciera un vestido. Un par de bombachas para él y otro para Vicente. Alpargatas y dos overoles azules, un poco de tabaco, cartuchos para la escopeta, yerba y caramelos para los pibes. Ya en el camino, no veía la hora de llegar... "Esto va ser una gran sorpresa... ¿Qué cara pondrán cuando vean todo esto...? ¿Qué quería usted...? Zapatillas, muy bien... Aquí están... ¿Y usted, señora, un vestido...? Aquí está el vestido...¿Y ustedes caramelos...? Aquí están los caramelos... ¿Algo más...? Género para los hijos... Aquí está... (Bruno hablaba esto en voz alta y haciendo ademanes, cualquiera hubiera dicho tranquilamente que estaba rematadamente loco)... Unas bombachas para el tío Vicente... Unas bombachas para el señor papá... Overoles para los señores de la casa... Aquí está todo, señores, pidan... pidan nomás, ja, ja, ja... (Calló, se tomó la cara con una mano como queriendo refrescarse y luego siguió en silencio y sonriente). Cuando llegó al patio de la chacra, Diana estaba parada en la puerta del galpón. Bruno detuvo los caballos y en tono sano y gracioso, gritó señalándola con la mano en alto: –¡A ver, mujer...! ¿Qué esperas para recibir los paquetes...? –ella sonrió por el tono de voz que le salió y marchó en esa dirección. Cuando se acercó, vio que aquello de los paquetes no era broma. Allí había unos tremendos paquetes. –¿Qué has traído? –preguntó ella entusiasmada y alegre. –Pues, algo, algo de lo que hace falta –contestó él, con el mismo tono de voz y haciendo gestos exagerados. –Aquí falta tanto –respondió ella sonriente y mirándolo a los ojos, para ver de dónde le salía tanta alegría. –Mañana se busca más y todo arreglado. –Pero... ¿Se puede saber qué le pasa al señor...? –Pues eso, que me han tratado de "señor", eso es todo. –Es que siempre lo ha sido –exclamó Diana haciendo una reverencia. –No lo había notado –se dijo él mismo sonriendo y bajando los paquetes suspiró poniéndose serio–... ¡Señor! –¿Quién fue...? –El doctor. –Está loco ése. –Está más cuerdo que Dios –respondió ahora muy sereno Bruno. El almuerzo de ese día transcurrió lleno de planes. –Mañana buscaremos el trigo. Hoy no hubo tiempo. –Esperemos que no haya que pagar esta alegría con amarguras –agregó Vicente.
El año se portó a las mil maravillas. A medida que transcurrían los meses, mejor pintaban las cosas. –Si los muchachos vieran cómo se ha puesto La Pampa, se vuelven –decía Diana. –Dionisio dice que está bien en Santa Fe, pero, esto está mejor. –Dante y Miguel también están contentos de cómo los trata la suerte por esa provincia –agregó Vicente. –En cualquier parte se estará mejor, no me aparto, pero de esto no se podrán olvidar –contestaba Bruno con entusiasmo. –La Pampa está solamente aquí –sostenía Diana. –Mafalda y Bernardina andarán por Buenos Aires, entre los tranvías y los automóviles... Andarán muy bien vestidas y estarán contentas, pero yo quisiera saber, si verdaderamente en el fondo no estarían mejor aquí, más felices, más ellas –dijo Vicente–. Allá no las conoce nadie, y eso, debe ser triste... Que la gente camine al lado de uno, y que no sepa quién es. Si no fuera porque viven con Reina. Sufrirían. –Cuando se cansen, escribirán a La Pampa preguntando sin miedo si se puede venir. Lo mismo Séptimo. Lo llevó el servicio militar y ahora no quiere volver. Quiso imitar a todos... quedarse a probar suerte –comentó Bruno. –Cuando conozca la parte triste de la vida y se canse, Dios quiera que se acuerde de venir –contestó Diana. –Dice que trabaja en una fábrica. Yo quisiera verlo a eso. El que la ganó fue Segundo, que se quedó en La Pampa. Claro que no en el campo. Pero, estar en General Pico y estar aquí, es casi lo mismo –sostuvo Vicente. –Se defiende bien trabajando de chofer y de mecánico en los camiones de acarreo. Cansador debe ser eso, también. –Todo trabajo es cansador, cuando se le tiene asco –repuso Bruno. Al rato se retiraban a dormir. Cardo ya lo había hecho hacía más de una hora. Estaba completamente repuesta. De todos, Vicente era el más asombrado. Ahora ya no la oía como antes, conversar sola con los perros, durante largas horas. Más vale, se sentaba y pretendía tejer, o mirar revistas o andar con un balde regando las plantas, o cuidando los pollos, o dándole de mamar a los guachos, o encerrando los terneros, o ayudando a Diana a ordeñar por la mañana. Las tardes serenas y las noches claras, se sentaba en el sillón de cuero, y cantaba o jugaba con Ceniza y con Yuyo, o le preparaba ropa para la muñeca de Gatura. Había cambiado y mucho, pero, todos desconfiaban; esperaban siempre la reacción en cualquier momento. Por ahora, sería que todo estaba marchando distinto, y marchaba bien, que también en ella se había operado el milagro.. Cuando la veían contenta, sanamente, todos pensaban: "Que dure, por un santo milagro, que dure". Había en el horizonte un temblor de espigas. La planicie retornaba agradecida; los días bajaban silenciando los vientos y los médanos se sentaron acallando sus furias de vuelo. Aquello se tornaba un mar de regocijo y la simiente pluralizaba el gigantesco canto de la tierra. Iban y venían los cielos tranquilos, dejando en cada amanecer, los pájaros que gastaría la marea de cada jornada, y llevando en cada atardecer el milagroso bullicio del hombre en su trabajo, a las alcobas serenas, que parpadeaban de estrellas en una comunión de vía láctea. Diana almorzaba en su silencio de rezo agradecido, las lágrimas que nacen de repente cuando hay mucho que vivir para la vida. Ella se internaba en las aleaciones de secretos, que se consiguen aclarar o entender, cuando florece en los poros el destino de madre. Cuando se sabe lo que es dar de sí, para que sea otra cosa de sí misma. Allí estaba rodeaba de manos para cumplir conmovida con las promesas de palabras nunca dichas. Para cumplir callada con lo que dios ordenara en su vientre poderoso. Como trae plumas el viento, le fueron llegando los hijos; casi sin querer, los fue pariendo entre el viento salvaje de La Pampa o el frío mortal de los esteros, entre un gesto y otro gesto, sin miedo, sin una sola protesta, como quien infinitamente participa de la gran tristeza, o la gran alegría de la vida. Le gustó darse en el amor para darse en creación; el sucesivo y permanente entregar lo conquistado, para conquistar la nueva entrega; repetición que se luce de agradecimientos con la nueva voz aparecida, con el hijo nuevo. Ahora los tiene allí, en sus cuatro costados, vibrando en la dicha de vivir, de existir. Eso está porque se tuvo coraje de traerlo cuando todo se negaba, porque se tuvo valor de oponer el pecho a los ataques de la suerte. Eso está porque se supo ser mujer de pie, frente a la vida. Vicente; Vicente se conformaba con seguir negando de palabra el cariño enorme que sentía por aquello, el apego a esa llanura que muchas veces, galopó a los cuatro vientos, en los ásperos lomos del Pampero. Él vivía para alegrarse de su encuentro con lo fatal, o lo imposible; daba la sensación que su ligereza para responder a los ataques de esa dura vivencia, no llevaba en sí, todo lo que vibraba en él. Ahora sonreía livianamente y si doblaba el pensamiento a sus costillas, podía decir: "El potro salió arisco pero lo he domado". Aquello creía haberlo perdido, pero no era así. Esos hombres no son del color de los vencidos ni integraron nunca la parte espumosa y blanda de las luchas, son los que nacieron puro pecho y pura frente, los que se van adelante del montón, rompiendo camino para que siga el reto del pasaje; son los que van allí, como gigantes con la cabeza entre las nubes señalando el camino, sin discursos, sin demagogia, sin mentiras; son los que manda Dios para nivelar con cada uno de ellos una turba de imbéciles en la balanza real de los poderes; son los que no hablan, porque tienen mucho que pensar y mucho que contestarse, sobre la debilidad y la inocencia; son los que mueren y saben por qué, por qué han vivido y por qué han sufrido, son los que no lloraron nunca, no porque no tengan lágrimas para ahogarse en ellas, sino porque entienden que es más importante guardarlas para el día de su propia fiesta final. Allí estaba ahora, sonriente como cualquiera de los momentos de su vida, frente a la pampa conmovedora, que además estaba segura de él y para siempre. Cardo, habitaba en los rincones de la vieja casa, mejorada en algo su sensibilidad, porque el milagro verde, en la extensión plana del suelo, le hacía moderar su imaginación y tranquilizar sus nervios; le había colocado, despacio (como quien ladrillo a ladrillo, levanta su casa en el más imposible de los trances) los trozos saltados de sus cuadros. Había modelado de nuevo, o por lo menos, con una esperanza nueva, el mundo sereno y tranquilizador de un mortal común. Pero indiscutiblemente, la esperanza del reencuentro total con la paz interior, en un mundo de tantas desesperaciones como el de Cardo, había que perderla por ahora. En cualquier momento, la tormenta abría los brazos y la estrechaba contra su seno, la retorcía y castigaba, hasta conseguir las confesiones dislocadas con que se complacía la desgracia. Cuando el viento, sin querer, pasa por su lado indiferente y le roza los vestidos, tiene gestos que la sumen en el miedo; por ahora es sólo miedo y deseo de olvidarlo todo. Diana es la hermana hecha madre y el perro, es el confesor hecho un amigo. Con esas dos fuerzas se ayuda a acortar las distancias en el tiempo sin caminos, ése, que en otros momentos le sobara el cuerpo contra el suelo y le arrancara del fondo de sus entrañas el gemido salvaje del castigo. Bruno transitaba en sus espejos de verdores y las manos le temblaban cuando tenía que esgrimir para la tierra, el arma cariñosa de una azada o de un rastrillo. Su pedazo de suelo, ahora le estaba devolviendo en su pecho fantástico, la espera mil veces retardada, mil veces relegada a los espacios de la resignación, colgada en el murmullo silencioso de la plegaria escondida, que se arrastra, por la noche, de los labios a las manos, de las manos al alma. Esa espera, que enmudeció con los ojos clavados en la nube maldita, que pasaba llevando el agua que debía caer en esos surcos, ésa, del grano de trigo dando vueltas en el sueño, como una espiral de reflejos, hasta perderse en la oscuridad inalcanzable de la noche, ésa, también, del secreto que la tierra le confiara cuando él habló con ella, tendido cuerpo a cuerpo con la desesperación inaudita de lo que siempre se niega. La espera del regreso de los pájaros amigos, que se fueron corridos por la sed que ardía en sus pechos de libres. Heraldos misteriosos de la noche, tomados por dioses, cuando atravesaban un reflejo de luna en la llanura. La espera, por cumplir con la promesa pequeña de la deuda, que se abría camino en el insomnio, masticando una búsqueda en el fondo de la nada, en la palma limpia de la mano, en el lomo tenaz de las injurias, en la implacable llaga, que el monstruo le ponía minuto a minuto en el espíritu, en su destinado cuerpo de labriego del viento y las estrellas. Ahora podía salir del brazo, a recorrer con ella los surcos donde el grano realizaba su destino en el proceso. Ahora podía reír, sin que los labios se negaran, y salir luego a buscar uno por uno, a todos aquellos que un día se fueron alejando de La Pampa, porque le tuvieron miedo a la miseria apenas le vieron su cara en los cristales, a aquellos, que le fruncieron el entrecejo a una hora de viento, y levantaron campamento escondiendo la cara de vergüenza, a aquellos, que se negaron a escuchar y agradecer a esa tierra, ahora, podía salirlos a buscar y ponerlos allí, frente a la verdad, para atormentarlos de horizontes.
Una tarde, como casi todas las tardes de ese año, Bruno salió a caminar por sus sembrados; no terminaba de convencerse que aquella locura vegetal estuviera presente allí, rodeando sus piernas en medio de tanta serenidad. Las espigas formadas apuntaban hacia arriba, o bien se doblaban en un saludo sensual, cargadas por el peso del grano, preñado del secreto pan que prometían. La brisa acariciadora, las hacía rozar entre sí, descubriendo una música que penetraba callada por la piel, música de espigas conversando amablemente de viejas historias campesinas, de sucesos nunca olvidados por ellas, que emergían del fondo del tiempo, para ayudar al hombre que tanto confió en ellas, y que como ellas, sufrió todos los castigos; de pronto asumían carácter de disputa violenta, recordando quizá el hecho de que murió olvidada en el surco, cuando el hombre debió partir para los campos de combate, y no tuvo tiempo de llevarla hasta el granero. Bruno caía vertical en medio de aquella inminencia y miraba a sus cuatro costados. Todo era un océano espigado; de pronto, clavó los ojos en todas las distancias; quería estar seguro de encontrarse solo. Estaba solo, solo frente a él y su sueño hecho verdad; luego detuvo la mirada en el oleaje del viento sobre el trigo, y quiso abrirle puertas a su voz...: ¡Qué lindo...! ¡Qué lindo...! Parece agua... dan ganas de acostarse y nadar... Cómo se hamaca invitando... ¿Estaré loco...? ¿Le habrá ocurrido a otro, alguna vez...? ¡Pero es que yo siempre tuve deseos de hacerlo cuando lo he visto así, hasta de niño...! Uno lo mira y dan ganas de comérselo a puñados, llenarse la boca y masticar hasta cansarse, hasta quedar enfermo... Debe ser bueno comerlo cuando está tan limpio... Y tirarse y revolcarse... Nunca se lo dije a nadie, pero toda mi vida tuve ganas de hacerlo... Es que esto, no se puede mirar sin que le vengan esas ganas... Estoy seguro que esto tiene que haberle pasado a otro... Claro, que esto queda bien que se piense y se haga cuando uno es chico, pero, ahora realmente da vergüenza... Eso que todavía uno tenga estas ideas, hace pensar que se está loco...Pero dan órdenes de adentro y uno no tiene la culpa... ¿Sería capaz...? Claro que sería, además si no lo hago hoy, que estoy solo, no lo haré nunca... con seguridad... ¡Qué diablos! Si uno se vuelve loco por eso, se ha vuelto loco por algo... El que mire esto muy fuerte, no aguanta... –Miró en todas direcciones para estar seguro que nadie lo vigilaba, cuando lo estuvo, se quitó el sombrero con un ademán brusco, y salió corriendo en medio de esa alfombra que le alcanzaba más arriba de las rodillas. Verlo allí, a este hombre, daba risa, miedo, y ganas de llorar. Saltaba desarmando su cuerpo con los brazos sin control, por el aire, lo mismo que las piernas. Había despertado de golpe, un niño, muerto hace muchos años en él, un niño tremendo en la pureza. De repente abrió los brazos y con los ojos cerrados, se largó con todo el peso de su cuerpo hacia delante, como queriendo agarrar en un abrazo, el cielo y la tierra para estrecharlos. Cuando cayó, quedó como suspendido sobre aquel colchón y comenzó a girar en forma de rodillo, hasta que se cansó. ¡Sí!, aquel hombre debía estar loco, pero loco de contento. Por allí se detuvo y arrancando un puñado de espigas, las llevó a la boca y las masticó como si fuera un caballo; miraba hacia atrás el destrozo cometido, y se largó a reír como un condenado. Se sentó sobre sus talones, siempre masticando, y levantó la vista. Le pareció estar viendo un trigal justamente de su misma altura... "¡Esto dan ganas de comerlo todo...! Bueno, uno no puede decir, que cuando se crece se deja de jugar... Es lindo hacer a los treinta y cinco, lo que no pudo hacer cuando se tenían ocho años... Esto que hice, no es una barbaridad... Cualquiera lo hace, y si no lo hace, es un imbécil...". Luego se incorporó y comenzó a buscar el sombrero, después miró el cielo... "Es hora de que regrese... Tengo ganas de sacar cuentas... Estoy seguro que rinde cuarenta bolsas... Por fin sin deudas una vuelta... Se está nublando, como para que sea de agua el cielo... Aquellas nubes, se están apurando demasiado... Ahora hay que caminar por el surco, para no estropear una sola planta...demasiado destrozo hice... También, era un gusto que tenía justamente a mi edad. Cuando llegó al patrio de la casa, vio a Cardo que jugaba con los pibes, sentada en el mismo suelo, como hacía unos minutos estaba él... "¿Qué parecería yo haciendo travesuras...? Tengo que vigilarme si me ha salido la muela de atrás..." –estaba sonriendo solo, cuando apareció Diana. –¿Qué pasa? –preguntó Diana con alegría. Estaba pensando en las ocurrencias de los pibes... –¿Qué ocurrencias...? –Las de jugar, con las cosas serias que hacen los mayores... Ayer, estaba Yuyo atando a Ceniza con una soga y luego lo manejaba como si estuviera arando. Después le ató un palo de las dos puntas, y lo hacía rastrear... –A mí no me hace mucha gracia. –¿Por qué? –Se ensucian. –Ellos quieren ser hombres... –Y cuando son hombres, se cansan en seguida y quieren ser niños –contestó Diana, mientras entró a la cocina y reavivó el fuego. –Lo que pasa, es que el cuerpo molesta, porque es un poco grande, si no, hay días que uno jugaría con ellos –repuso Bruno levantando la voz para ser oído. Bruno entró tras de Diana, en seguida de la contestación y su pensamiento lo dejó entre las cosas, con que sus hijos pasaban la tarde. –¿Dónde hay un lápiz...? –preguntó de repente. –¿Cuentas...? Mejor no sacarlas... Es malo –exclamó Diana con marcado tono de miedo, mientras le pasaba el lápiz. –Quiero averiguar una cosa nomás. –Ya sé... Cuántas bolsas... Cuántos días... Cuántos pesos... Cuántas cuentas... –Hay lugares que rendirá más de cuarenta bolsas. –Sería tiempo. –Lo será. Algunas cañas, se quiebran del peso del grano. –Dios quiera. –¿Dios quiera...? ¡Lo querrá...! Claro que lo querrá. Un año como éste, se ha visto pocas veces en La Pampa. –Así es La Pampa... Mezquina de a ratos, hasta matar de hambre, y generosa de a ratos, hasta colmarlo todo. Diana preparó el mate cocido y Bruno se internó en sus números un pocos duros. –No tengo pulso hoy. Me sale mal. Y este lápiz se rompe a cada rato –rezongó Bruno, mientras Diana se le acercó para prestar su ayuda. Tenés que poner el ocho abajo del cuatro. ¿Cómo querés que te salga? –¿Y este cero...? ¿Por qué se quedó solo aquí...? –No hagas caso, que ésos no valen –afirmó Diana. –Según; cuando no hay más que ceros, valen. –Ahora hay que sumar. –¿Cómo sumar...? Lo que yo quiero, es restar. Ésta es mi cuenta: la del almacén es ésta. –Entonces se equivocó el doctor al sumar... –Alguno de los dos se equivocó. Los dos estuvieron peleando con los números, un largo rato, y la cuenta no salía. Hasta que descubrieron la falta. –Ése será todo lo doctor que quiera, pero aquí, se equivocó. Yo creo que estos 1938 de arriba, no hay que sumarlos. Porque ésa es la fecha del año. –Tenés razón... Nosotros no hemos comprado tal año para que lo cobre –sostuvo Diana, con algo de indignación. –Nosotros seremos todo lo chacareros que quieran, pero en eso, se equivocó nomás. –Y aquí, también hay otra cosa que no está muy clara –agregó ella que estaba revisando la libreta–. En esta casa no hay auto para gastar cubiertas. Que se las pague el que tenga. –Así, cómo no va a sumar la cuenta. –Veremos lo que va decir, cuando se reclame. –A mí me da... dos mil.. ciento treinta pesos menos que a él –afirmó Bruno. –¿Cuánto nos pagará el trigo?... –No creo que menos de cuatro cincuenta. –También sería el colmo –sostuvo Diana pensativa. –Se lo venderé a él siempre que convenga. –Parece que está bueno con nosotros, y no lo hará. –Él nos dio la semilla, lo reconozco, pero, en caso contrario, no le hubiéramos gastado semejante cuenta –opinó Bruno con serenidad y seguro de lo que decía–. Él siempre gana. En ese momento, entró Ceniza que venía sofocado por la carrera que se había mandado desde la tranquera del patio. –Allí viene el doctor Luis, en el auto –dijo casi a los gritos. –Bruno sale, y con lo primero que se encuentra, es con una buena tormenta, que se acerca, luego fija la vista en el camino. –Sí, es él. ¿Qué andará buscando?... –Qué raras se ven las cosas, después de haber estado sumando –dijo Diana que salió tras él y se pasó los dedos por los ojos cuando se encontró con la luz del día. Cuando el coche se detuvo, Bruno salió a recibirlo. Se saludaron. El visitante no dejó de mirar –aunque con bastante disimulo– para el lado de la casa vieja. –Parece que tendremos agua –dijo mientras bajaba del coche, portando una cartera de mano. –¡Ajá!... ¿Y cómo se le dio por salir con el tiempo así?... –Vine a ver si trabajan los medianeros, y, de paso me llegué. –Pase, porque se está largando el agua –invitó Bruno. Entraron el doctor Luis y Bruno. En aquellas chacras –donde hacía unos minutos había estado vigilando la marcha del trabajo, el almacenero doctor en leyes–, hasta no hace mucho tiempo, vivían varias familias; ahora sonaba él solo, con un solo hombre a sueldo en cada lugar. Luis ocupó una silla de la cabecera, donde Bruno todavía tenía sus cuentas. Le bastó pasar ligeramente la vista sobre los papeles, para reconocerse en el montón. –Bueno, esto es llegar a tiempo –al decir esto, Luis sin más espera, abrió la cartera–. Yo también, vengo con cuentas... –Estaba revisando. La gente siempre se equivoca. –Siempre que no sea en contra suyo, viene bien... ¿verdad?... –No. Siempre es al revés el asunto –contestó Bruno con malicia. Luis detuvo un instante la mirada en las hojas de facturas y pensó para sí: ..."¿Será posible?... Lo único que faltaba ahora: un chacarero revisando cuentas... ¿Se habrá visto cosa igual?... Uno los cree tontos y de repente, salen con esto. A este extremo hemos llegado... ¿Qué habrá que hacer con estos porquerías?.. Toda la culpa de esto, la tiene el Mario ése, que vino hecho un sabio de Buenos Aires...". –Está bueno –dijo Luis disimulando. –En la libreta del almacén, me encontré con unas cuantas faltas. –¿De ortografía?... –preguntó con astucia Luis. –¡No!... suyas... a ella no la conozco –contestó Bruno midiéndole el pensamiento. –Yo creo. Bruno... que usted está un poquito equivocado. Usted no me va enseñar a sumar a mí. Estaría bueno –repuso en tono burlón el doctor. –No es en la suma, donde está el error, es en lo que se pone, para sumar. –¿A ver...? –y tomando la libreta, comenzó a buscar, como quien busca a puntapiés, una aguja en un pajar. –Permítame que le muestre –Bruno abre con lentitud la página–. Aquí... aquí... aquí está... Esta suma me da, mil novecientos treinta y ocho pesos de más... ¿Qué le parece?... –¿Está seguro?... –Sumaron el año de la fecha... Lo sumó sin querer, claro. –Me imagino que no va a pensar... –Qué esperanza, doctor. Y aquí, aquí está este otro... Donde dice "un par de alpargatas, setenta". Se olvidó de ponerle 0,70 y como los numerativos estaban un poco desarreglados... Resulta que las alpargatas, me vienen a costar, setenta pesos... y, a ese precio, me parecen un poco caras, doctor Luis –expuso Bruno con marcado tono irónico. –Esto me sorprende, realmente, pero, siempre pasa. Uno tiene tanto trabajo. –Por eso yo quise ayudarle. Aquí hay más... –¿Más todavía?... ¿Hasta cuándo?... –Hasta cuando tenga auto, porque aquí, me han puesto, cubiertas y yo de esas cosas, no como. –Tiene razón –aceptó Luis incómodo por la situación que tenía que aguantar... –A mi me da, dos mil ciento treinta pesos de menos. –¡Que barbaridad!... –contestó Luis sin mirar, y haciendo como que buscaba algo de gran importancia en la cartera, mientras pensaba: "Sería bueno que a todos se les ocurriera hacer lo mismo... Linda costumbre han sacado... Revisar las cuentas. Veremos qué dice ahora cuando se entere a lo que vengo... Aquí se le van a terminar las diabluras"... –Luego sacó unos papeles y los colocó sobre la mesa. Afuera el cielo, había comenzado mansamente a descargar su mensaje de agua. Diana entraba y salía de la cocina al patio, entrando pichones de pavos muy chicos y pollitos recién nacidos para resguardarlos del agua. A los hijos, los había arrinconado sentados en un banco, para que no molestaran. Bruno clavó los ojos en los papeles y se dio cuenta inmediatamente de lo que ocurría: la renovación de contrato. –Parece que el dueño de estos campos quiere plata. Ahora ya se terminó el tanto por ciento. –¿Qué?... –exclamó Bruno como si le anunciaran su muerte –Quiere que le arregle los arrendamientos, con pagos semestrales. –¿Y por esta tierra?... Usted comprende que eso no puede ser. –Yo lo comprendo, pero él ordena y él es el dueño. –Nosotros somos viejos en el campo y siempre hemos estado al porcentaje. –Ahora quiere cambiar –Le tiende unos papeles que Bruno toma. Diana, al oír esta conversación, se adelanta muda de asombro. Ella sabe bien lo que aquello significa para ellos: abandonar el campo. Ceniza, parece haberse dado cuenta que algo grave ocurre. Nunca le ha visto a su madre una mirada así. Se acerca hasta la mesa donde el señor Luis termina de explicarle. –¿Qué son estos papeles?... –Un documento donde usted me reconoce la cuenta y la deuda anterior, poniendo como garantía la cosecha de este año. –Este... –Bruno quiere hablar pero no consigue salir del paso y Luis con habilidad insiste. –Usted sabe bien que yo me he empeñado en ayudarlos. Sería triste que justamente el que hizo todo, se quedara sin nada. Yo sé que con el inconveniente del nuevo arrendamiento les va a ser casi imposible vivir más aquí, y no me quiero quedar con que he fiado. –Pero, es que el trigo está mejor que nunca y me sobrará para pagarle todas las cuentas. No me quedaré con un solo centavo suyo, doctor. –Nadie dice que ustedes no me paguen. Lo que pasa, es que este año me he arriesgado mucho y ahora me quiero asegurar. –Yo sé que el doctor Luis Morales no me hará eso... Yo quiero ser el que levante ese trigo... y con estas manos que fueron las mismas que lo sembraron, las mismas que hicieron esta mesa y esta ventana... –Bruno habla con toda la sangre en la cara, pero su tono, es profundamente humilde y la voz le tiembla como si quisiera hacer entender algo, que está más allá de la comprensión humana–... Yo quiero ser, doctor, el que trabaje, cosechando, planta por planta. Quiero que me comprenda. Fíjese, mientras lo sembraba, pensaba en eso. En que lo más hermoso, es trabajar para cosechar, el otro trabajo, casi no importa, éste, éste es el que importa. Mire mis manos... vea: esta casa, está hecha con estas manos, y todo lo que usted toque y mire aquí, y sería capaz de regalarlo todo, a cambio de aquello... –Bruno está transformado y Diana lo mira conmovida por la emoción que hay en cada palabra. Luis está impasible escuchando y de tanto en tanto, hace ademanes para interrumpirlo, pero Bruno, se lo impide–... Usted no sabe lo que es esperar durante tantos años una cosecha, para que a última hora, el único año que produce, se la embarguen, o se la emprendan para cubrir deudas, como usted tampoco sabe que no me interesaría quedarme sin un solo centavo, luego de haber vendido y pagado. Lo sagrado es que mis manos esperaron el momento y usted es comprensivo, y no me lo quitará... Le hablo de estas manos, que además de todas las cosas buenas que han hecho, serían capaz de...–Bruno se detiene bruscamente como atajando una palabra que debía callar, y escucha que ahora se ha largado a llover fuertemente, en grandes gotas. Luis aprovecha y dice: –Esto no es una prenda. Usted me firma aquí; me reconoce la deuda de todo lo que le he fiado durante el invierno, y nada más. Después, claro, como soy el único que tiene máquina por aquí, lo trillo y me hago cargo de él, para evitarles el trabajo y todavía no está conforme. De todas maneras, el trigo me lo tienen que vender a mí... ¿No es así?... –Sí, así es. –Hasta tengo que fiarles las bolsas para cosecharlo. A usted le conviene que me entreguen lo sembrado y luego de levantado, si sobra alguna bolsa será de ustedes. En ese sentido no les quepa la menor duda de que así será. –Firmar papeles siempre da miedo, cuando uno sabe poco de estas cosas –interrumpió Diana que había estado todo el tiempo inmóvil escuchando–... Firmar es fácil, pero después vienen las complicaciones. –Bruno la interrumpe para hablar él. –Vea doctor. Hay partes en que fácilmente llegará a cuarenta bolsas y con eso me sobrará para pagarle a usted y a todos. Yo no sé explicar muy bien, no sé decirle todo lo que tengo aquí adentro y me gustaría hacer. Cuando uno no aprendió nada más que a trabajar cuesta defenderse. Pero adentro, yo sé que usted me comprende. Pero entregarle la cosecha en pago a la deuda es una exageración, doctor. En ese momento entra Vicente empapado. Ha venido bajo el agua casi todo el camino, desde el pueblo. Luis lo miró sin darle importancia porque estaba ocupado en hacer firmar a Bruno. Cuando Vicente dio un repaso a la mesa se dio cuenta de casi todo lo que ocurría. Después de saludar y quitarse el saco, se quedó escuchando a Bruno que daba demasiadas explicaciones. No se había equivocado cuando pensó en que Luis pediría una entrega condicional de todo lo sembrado, para asegurarse. –Si ustedes no me firman a las buenas, tendré que recurrir a cosas más tristes que yo no querría, por tratarse de gente que es más que todo, amiga de la familia hace muchos años... Yo sé lo que hago cuando defiendo lo mío y soy leal, pero justo. Bruno ve perder ese poco de derecho que le queda sobre lo que tiene en sus manos y que es sangre y lágrimas de muchos años de espera. A Diana le dio rabia y pena de ver a su marido pedir clemencia de esa manera y se retiró a la pieza, parece que con bastante ganas de llorar. Vicente mientras se secaba las manos y la cara, lo envolvía con la mirada. Luis no quería entender; las razones que le exponía Bruno, eran pocas razones para que él se entregara. –Le pido como últi... –repentinamente Bruno quedó cortado, y sin levantar las manos que tenía apoyadas en la mesa, a todo lo ancho, levantó la cabeza y miró al techo. Vicente se quedó como una estatua. Diana que estaba en la pieza, cayó de rodillas y juntó las manos en la plegaria. Los hijos corrieron hasta donde se encontraba la madre y se prendieron de sus faldas. En las chapas del techo comenzaron a sonar golpes pequeños que no eran de gotas de lluvia. Aquello era algo más que tremendo. Luego otra y otra más. Luis advirtió la escena y se sorprendió algo pero en seguida de entender se quedó inmóvil con la cabeza baja y juntando muy despacio los papeles. Segundo a segundo se iban aumentando y algunos golpes eran tan fuertes que resaltaban de los demás. Bruno abrió inmensamente los ojos y se fue incorporando con lentitud. Había clavado los ojos en la casi noche de la tarde adelantada y sin mover una pestaña caminó hasta la puerta. Tenía aún la boca entreabierta por la palabra que no terminó de salir. Las manos iban abiertas como habían estado sobre la superficie de la mesa. Los brazos algo separados, como dispuestos al ataque frente a una fiera, caían rígidos. La respiración casi se le había interrumpido. Daba la sensación que quería contener la muerte en el espacio; oponer sus recias espaldas al ímpetu tremendo de Dios. Ahora los golpes sobre el techo casi cerraban un ensordecedor rumor de cascada de piedra. Vicente no le quitaba los ojos de encima. Llegó hasta la puerta y salió al patio en medio de la furia mayor del cielo, se metió en la tormenta con el mismo gesto, el mismo ademán y el mismo paso. Un relámpago iluminó largamente el espacio. Bruno tuvo suficiente tiempo de ver hasta de qué tamaño eran los golpes del castigo. Los trozos de agua hecha piedra, le golpeaban con increíble fuerza en la cabeza y las espaldas; él permanecía insensible como una roca bajo la noche. Diana interrumpió su rezo y quiso salir pero Vicente la detuvo. Luis ya sabía no sólo lo que pasaba sino lo que pasaría más adelante y terminando de arreglar sus papeles miró de reojo hacia la puerta. Bruno entraba ahora con los ojos más serenos y la respiración agitada, se dirigió a la ventana y la abrió para ver del lado del sembrado; en ese momento se descolgaba del cielo , como "pedazos de estrellas masticadas, como fantasmas de hielo sin destino masacrando la última esperanza", un enorme espejo hecho pedazos. El techo rugía estruendosamente. Vicente con las ropas mojadas estaba de pie temblando. Bruno pegó el oído; un nuevo relámpago vistió de una blanca claridad la lejanía y ablandó los músculos, dejó que la serenidad entrara hasta en la última fibra de su cuerpo, ya no hacía falta pedir nada, no era necesario suplicar, llorar para conseguir que los temblores de la sensibilidad alimentaran el nido de la ternura, ya era demasiado tarde para ser feliz, para pretender la pequeña cosa de ser alguien frente a sí mismo, demasiado tarde para soñar, demasiado tarde para llorar, demasiado tarde para esperar. Ahora era un tiempo de cosas en su lugar, y estaba arrepentido del papel que había hecho unos minutos frente a ese hombre, de haberle hecho conocer, que en el fondo de su alma, se preparaban lágrimas para saltar a los ojos si hubiera sido necesario, por conseguir que el trigo de esa tierra, fuera él quien lo tocara, dolorido de haberse mostrado blando y hasta ridículo porque rogó. Apoyó las manos en el marco de la ventana y estiró los brazos como quien busca darle a los nervios, su lugar común. Se contrajo lentamente, sonrió, suspiró hondo y miró el cielo, luego bajó los ojos hasta la tierra y murmuró al compás del áspero ruido del granizo sobre el techo: –...Esto sí que es salvarse a tiempo... Ahora cuesta menos entender las cosas... Además habrá palabras de sobra para explicar lo que se siente... Ya es distinto... Qué poco tiempo para cambiarlo todo... Sería bueno reír ahora... Claro que sería bueno, y reír a carcajadas... Hace tanto tiempo que los gestos importantes hacen doler la cara... Esto me ha enseñando que nunca las cosas son tan serias como uno las imagina. Ahora los gestos de Bruno eran blandos, dio media vuelta y los miró a todos. ¡Qué raro! Casi con alegría. Después detuvo su misma mirada en Luis y avanzó hacia él. Luis estaba intranquilo, pero, quedó inmóvil. Lo tomó de la solapa del saco y con lentitud y terrible firmeza lo fue levantando. –¿Sabe... qué es eso...? –dijo con serenidad señalando el techo con los ojos. Luis quedó sin contestar y tratando de que lo soltara. Diana y Vicente seguían esperando sin decidirse a mover un dedo. Lo tomó de la otra solapa y lo sacudió casi en el aire. –¿Sabe qué es eso?... –grito–. ¿Sabe o no sabe?... ¡Es Dios!... ¡Sí!... Dios, Dios, Dios... Que me defiende...¡Sí!... Me defiende de la porquería que es usted, y me mata para eso... ¿Entiende?... Bruno gritaba ahora como un desesperado, en la cara se le habían agrupado todos los colores de la decisión y el arrojo, del valor y la fuerza, del odio y la venganza. Luis hacía esfuerzos inútiles por salvarse de las dos tenazas que lo tenían suspendido y miraba con espantoso miedo el terror que brotaba de los ojos de Bruno, que le seguía gritando y sacudiéndolo: –¿Entiende o no entiende..., le pregunto?... Es Dios... ¡Mire!... Mire la noche cómo se ha hecho pedazos, trizas. ¿Sabe lo que le pasa al hombre cuando la noche se rompe?... –mientras decía estas cosas, Bruno lo fue llevando a Luis hasta la puerta. Allí le seguía gritando: –¡Vaya!... ¡Vaya!... Métase en la noche –diciendo esto le dio un fuerte empujón y lo tiró en medio del agua que se había juntado en el suelo. Luis cayó con todo el ancho, mientras la piedra le golpeaba la cara. Bruno se quedó apoyado en el marco de la puerta con las dos manos y reía gritándole con toda la voz: –¡Vaya!.. Cóbrele al cielo ahora... Cóbrele al granizo...ja, ja, ja... Embárguelo a Dios... Embárguelo a Dios, ja, ja, ja... Preséntele la cuenta y hágale firmar documentos... Todo es de él... Yo no tengo nada que ver. No le debo nada a nadie... Agarreselás con él... él lo va salvar...ja, ja, ja... –se dio vuelta con la velocidad de un relámpago y abrió la cartera de Luis, sacó de ella todos los papeles y contratos y corriendo a la puerta los arrojó junto al dueño, que lleno de barro y aguantando el castigo de la piedra se levantaba y salía a toda carrera hasta su coche, escondiendo la cabeza entre las manos–.tome, aquí tiene sus cuentas, sus contratos... Si no se las paga... Quedesé con el cielo... Para algo le va a servir... después lo empeña... El trigo que me quería quitar, lo tiene él. Si quiere le puedo enseñar el camino... ja, ja, ja... El agua y el granizo casi pararon a un tiempo. Luis trataba desesperadamente de hacer arrancar al coche pero no lo conseguía. Seguramente se habría mojado el motor. En ese momento una carcajada estridente perforó la noche y atravesó la sangre de Luis. Parecía ser de alguien que regresaba de la muerte. Volvió a oírse de nuevo pero ahora más cerca. Él la reconoció y tembló sin conseguir que su automóvil lo salvara. Nadie quiso matarlo, ni siquiera lo amenazaron con eso, pero nunca vio tan cerca la muerte. Podía fácilmente haber muerto solo, de miedo. Cardo ya estaba a pocos metros de distancia, venía desde la otra casa y cuando un leve relámpago le hizo distinguir a Luis, volvió a soltar su carcajada de hielo y de espanto. Por fin arrancó el motor, y bramó en la noche como cien motores juntos, luego partió con la velocidad del rayo. Cardo se dirigía hacia donde se encontraban Bruno y Vicente, parados frente a la puerta, con los pies en el barro y mirando hacia el camino muy en silencio y seriamente serios. Diana estaba de rodillas frente a la Virgen, mientras los niños miraban para todos lados sin hablar una palabra, como queriendo preguntar con los ojos asombrados... ¿Qué es lo que ha pasado?... Cardo se acercó a la puerta, venía empapada de pies a cabeza; la tomaron entre los dos al tiempo que se desmayaba. La sangre le brotaba por la cabeza, las manos y la cara. Esto hizo ver que en el momento más fuerte de la piedra, se encontraba en el campo. La colocaron sobre la cama y quitándole la ropa la envolvieron en frazadas. La tormenta había calmado, sólo algunos relámpagos de tanto en tanto, iluminaban el patio cubierto de agua. Los truenos parecían decir adiós desde muy lejos. Bruno y Vicente tomaron un farol y salieron en dirección al sembrado sin decir una palabra. Caminaron durante más de una hora, en medio de los charcos y sobre el trigo. Todo estaba totalmente en el suelo. En partes, casi arrancado de raíz. La fuerza con que había caído la granizada, rozó la tierra arrasando con todo, ni siquiera un yuyo quedó de pie. Todo estaba perdido y, cuando apenas faltaban unos días para ser cosechado. Otra vez empezar de nuevo. Otra vez. Cualquiera, el más fuerte se hubiera largado a llorar con todas las fuerzas. Que poco tiempo, necesitó el tiempo, para llevarse tanto tiempo de sudor, tantos sueños juntos. Fueron segundos, un minuto, quizá dos, tres y nada más para cumplir la voluntad. Ni una sola palabra salió de los labios de aquellos hombres que tenían ganas de agarrar el cielo a martillazos... Ni una sola palabra... sólo se adivinó por los ojos, que en el pecho, les andaba una frase rotunda: No puede ser... Dios mío... No puede ser... –¿La cuenta de Moretto?... ¡Ya me la cobraré yo, como corresponde!... Por ahora no se les fía el valor de una aguja. –Muy bien, señor. –Doctor... de cuando en cuando –contestó Luis con frialdad. –Sí, doctor. Nadie sabía si en realidad él, era o no tal cosa, porque nadie había visto el diploma de su título, pero, la verdad es que había que llamarlo doctor. "Lo que ha costado plata hay que usarlo", decía siempre el padre. Y en verdad que ese título que él mismo había falsificado para presentarle a su padre, y justificar sus años vividos en Buenos Aires como mal estudiante había costado sus buenos pesos. Pues entonces ahora tenía que usarlo como almacenero. Ahora estaba revisando el libro mayor. Ya la cosecha se había levantado. La piedra solamente hizo daño en una gran lonja, de la que muchos se salvaron. Los que desgraciadamente quedaron arrasados, fueron los dos chacareros que estaban en los campos de su administración: Berenguer y Moretto; también sufrieron otros, pero ésos no le importaban mucho a Luis. –¿Y con la cuenta de Berenguer?... –volvió a preguntar el empleado. –A ése tampoco se le entrega nada, si no viene con la plata. Ésos nunca pagarán, aunque se mueran. –Muy bien, doctor. Mientras Luis con la punta del lápiz, resolvía resultados, con todo el ancho de su imaginación trataba de resolver otro problema de mucha importancia: "Desalojarlos... ¡Sí!... desalojarlos. Es lo que merecen por prepotentes. Echarlos a la calle como perros... Como lo que son... Yo les voy hacer saber quien es el Dr. Luis Morales... Eso no lo perdonaré jamás... Me las pagarán y bien caras... Los otros días, cuando la piedra, no les pegué, por no ensuciarme las manos, por no bajar a la altura de ellos... que si les hubiera pegado una paliza, hubiera estado mejor...". En ese momento, entra el comisario y Luis levanta la vista sonriente para saludarlo. –¡Oh!... ¿Cómo le va, señor?... Aquí me ve, preparando "recetas" como le llaman. –Éste es el mejor instrumento de tortura que he conocido –dice el comisario señalando el libro mayor, en chanza. –No es tan bravo como parece.. Si no fuera por éste, no sé que harían muchos. –Ser felices, por ejemplo. –Usted siempre es el mismo. Siempre con ese espíritu. –¿Qué tal le fue con la gente que no ha levantado nada? –pregunta el comisario, siguiendo la conversación. –Ésos son tramposos viejos ya. No pagarán nunca... Y eso que los otros días estuve en la chacra de Moretto y les pegué una señora movida, pero, no les hace nada. Les dije en la propia cara, que tuvieran cuidado conmigo porque un día de éstos se me volaban los patos y me iba con un camión, y con el apoyo de lo que me defiende, que es la ley, les cargaba todos los cachivaches para dejarlos en la misma calle. –¡Ajá! Y, la justicia es justicia... ¿No doctor...? Y usted de eso debe entender –dijo el comisario, mirando a Luis de costado mientras se acariciaba los bigotes. –Yo sé lo que me corresponde hacer, cuando no son decentes, con quien no ha sabido otra cosa, que no sea ofrecerles el bien. No saben agradecer... Ese día les dije de todo y ni se movieron. Fue el día que cayó el granizo. –Y... La verdad es la verdad, doctor. –Un poco eso, y otro poco la autoridad que uno tiene. Éstos se creen que el capital de uno está a disposición de ellos. Lo que quieren es sacar nomás, después pagar, pagarán cuando se les dé en las ganas. Se acabaron las contemplaciones. Voy a cortar por lo sano. Van a tener que dejar el campo a las buenas o a las malas y en seguida nomás, así no le hago perder un año a la tierra. Si lo llego a precisar, ya le hablaré, comisario. –Si precisa la justicia, querrá decir –contestó el comisario con poca simpatía sobre la idea del Dr. Luis. –Por supuesto comisario... ¡Ah!... Ya me olvidaba. Casualmente aquí tengo algo reservado para usted hace unos días. –¡Aja!... ¿De qué se trata?... –Un paquete con unas botellas que tenía por allí, en el sótano. Tienen muchos años y apenas las vi, me acordé de usted porque lo conozco de muy buen paladar. –Pero muy bien, doctor. Le agradezco el acuerdo. –No tiene por qué agradecer. Para eso estamos. Para atender y servir a los amigos como se merecen –agregó Luis con un entusiasmo en el que la falsedad, se dejaba traslucir por el brillo codicioso de la mirada y el filo de los labios. –Muchas gracias, doctor. Al poco salía el comisario, portando a duras penas con un formidable paquete, que contenía una media docena de botellas de un viejo vino, que estaba allí del tiempo del padre. Luis se quedó pensando: "...Estas amistades conviene cuidarlas. Ya veremos si no encuentro justicia por todas partes, para echarlos a patadas a la calle... Si supieran estos pobres diablos con quién se han metido... A las buenas, me van a sacar hasta la camisa, pero, a las malas, soy perro como corresponde ser.. Así quedaré libre de esa plaga en el campo... Con este año, la tierra ha mejorado, y la haré andar como un reloj...". Para el negocio la situación había cambiado. En los primeros meses se había instalado otro almacén en la entrada del pueblo. Un turco que vino de Rucanelo, pero apenas quiso empezar la competencia, el doctor Luis se llegó un día y le compró toda la existencia además de alquilar la casa. Acarreó toda la mercadería hasta el almacén grande y cerró las puertas del boliche que no lo dejaba maniobrar a su antojo. Ahora marchaba tranquilo y seguro. Los que estaban marcados por el veneno de su tinta numeral, se moverían apenas a la rastra. Ni siquiera un kilo de harina para el pan saldría de sus estanterías, si no mostraban primero las monedas para pagarlo. Era el amo todopoderoso. Recién ahora iba a sentirse la fuerza caer sobre la debilidad y la sencillez. Ahora las angustias como una cordillera, se elevarían sobre la faz de la llanura. Capítulo 23: EL DIÁLOGO FANTÁSTICO Llegó el invierno sin que una sola nube descargara la limosna de una gota de agua. Mientras los días avanzaban, el pampero jugaba con su lengua de cepillo y trasladaba sus poderes consultando médanos, para salir nuevamente en busca del coraje y la voluntad del hombre. Parecía decir en su constante ir y venir; "...Aquí no quedará nada...nada...nada...nada"... Se afinaba en la nota musical, rayando las leguas interminables de la tierra, extendiéndose como una enorme llaga infecciosa sobre la quietud de la chatura infinita. Los campos, con heridas frescas, de los años malos que habían pasado no se resistieron mucho y doblaron la cintura a la incertidumbre. Aquella enfermedad, estaba lejos de curarse. Secos los "cardos rusos" rodaban empujados por el viento, como enormes fantasmas dislocados. El desenfreno prolongaba su potencia y los médanos se erguían como senos majestuosos, dando la impresión que querían amamantar al cielo. Por las noches el viento jugaba con la vida: colocaba arena contra las paredes de las casas, hasta levantarse y cubrir totalmente las aberturas de las puertas hasta convertirse en tumbas, desde donde el hombre tenía que escapar por los agujeros de las ventanas y trabajar con una pala, hasta librar el paso de su mujer y sus hijos. Sepultaba íntegros a los arados o herramientas que encontraba. Los animales caían de sed y de hambre. Eran visitados por esa sepultura rodante, y grano a grano se iban acomodando a los costados, hasta conseguir la obra de enterrarlos vivos. Guardaban la presa hasta que un día cualquiera, en la mitad del diálogo, se levantaba un remolino y descubría la osamenta para ofrecérsela a los cuervos. El cataclismo en el desierto viboreaba por todos los senderos, se acoplaba a la agonía para corregirle sus cuentas con la muerte, para sumarle de nuevo los poderes y ensamblar en complicidad con el viento, un destino de páramo, sobre el prodigio de la tierra generosa. Cardo comenzó su largo palabrerío con el viento y en compañía de los perros. Solía aparecer frente a él, con una acentuada faz de amistad y sus palabras se reducían únicamente a contestar, a contestar a alguien o a algo que no era fácil descubrir, entender en forma objetiva... "¡Sí...! ¡Sí...! se lo diré todo, todo... ya lo sabrán... quiero que me hables. No puedo vivir sin tus palabras...". Luego salía a caminar y regresaba envuelta en las nubes de polvo. En la casa ya se habían acostumbrado y no extrañaban demasiado su ausencia. Le gustaba perderse en los guadales, caminar sobre ellos y enterrarse hasta las rodillas. Una rara morbosidad la atraía a esos paisajes. Regresaba a su soledad en el enorme caserón, y allí a la luz casi muerta de una lámpara, conversaba con los perros de sus interminables problemas y secretos. Tomaba entre sus manos, la cabeza del "Tigre" o del "Pampero" (que ya de viejos casi ni se movían) y como si se encontrara encerrada en su propio confesionario, volcaba ese mundo lejano y arisco que le andaba adentro, como una obsesión. Reía por momentos incontroladamente, manteniendo la mueca de una risa dolorosa, dramática. A los costados de su boca, se habían ahondado los surcos y mostraban los reflejos de una estatuaria impresión, donde el delirio insistía en castigar la carne. Se sentaba frente a ellos y les hablaba de una culpa del hombre; de una justa culpa involuntaria que había penetrado las vértebras del paisaje. Los perros escuchaban como lamentando no tener palabras para contestar. Parecían entender a esa mujer, herida, castigada, por vaya a saber qué insondables misterios de la razón o del ser. De tanto en tanto se miraban entre sí con fraternal cariño; las manos de Cardo se ahuecaban para acariciar la enorme cabeza de "Pampero", era allí donde el perro se sentaba, como dispuesto a gozar con el regalo de su cuento; el animal, parecía un niño que espera para dormirse, las palabras llenas de fantasía iluminada de la abuela. Allí comenzaba: –Hoy, me encontré nuevamente con él... ¿Sabían?... ¡Sí!... hoy cuando salí a buscar lágrimas en el médano grande, y me dijo: –No dejaré de venir, hasta que no me canse de ver al hombre llorar y pedir perdón por el daño que me ha hecho. –¿Te ha hecho daño?... –le preguntaba yo, y él me contestaba: –Me ha quitado la tierra... La tierra era mía, y él vino y me la quitó a manotazos... y yo me fui triste... Me escondí en el monte porque tenía frío... Luego vino y también me lo quitó... Entonces me encontré perdido en el aire... Por eso estoy enojado con él... porque el monte era la ropa que tenía la tierra y el hombre se la quitó y no le dio un solo árbol... El hombre es mezquino...Malo... ahora esta tierra tiene frío y hambre de árboles... Ella me lo ha contado... Por eso vengo y le traigo esta sábana de médanos... para que no tenga frío... Yo antes jugaba con las flores, me llenaba el cuerpo de perfumes y los llevaba despacio, tranquilo, por los caminos... Ahora no tengo nada. Luego bajaba la cabeza y volvía a mirarse en los ojos del animal y continuaba: –Todo eso me contó... Me lo contó a mí porque soy su amiga. Cuando todos se volvían contra él yo lo defendía... Por eso se hizo mi amigo. Además yo me enamoré de él porque es delicado y es fuerte, macho, sencillo, salvaje, puro... Por eso me entregué a él con todo mi cuerpo y me hizo feliz... No lo dejará nunca, estoy segura, nunca... Esta noche me duelen las entrañas y vendrá a consolarme de este dolor... Es el único sincero y capaz... ¿Lo oyes cómo ronda...? ¿Cómo canta...? ¿Cómo ríe...? Cardo caminaba hasta la ventana y la abría de par en par. Largas llamaradas de vientos penetraban en su alcoba, apagaban la luz, removían el lecho. Tomaba sus largos cabellos y los sacudía con fuerza haciéndolos flamear. Ella reía. –Te esperaba, querido, te esperaba... Tómame, aquí tienes mis lágrimas. Abrázame fuerte... fuerte... ¡Ay!... Me tumba tu abrazo... No puedo resistirte... ¡Bárbaro maravilloso...! Terriblemente bárbaro mío... No puedo más, se me doblan las piernas. Y así caía sobre el lecho, daba vueltas en él con una furia incontenible. Un torbellino agrio y sangriento, se suspendía en el espacio con el mensaje mortal de su locura. El viento establecía en ella sus estancias. Los martillos de la poderosa imaginación, agrupaban las sonoridades del espasmo con una irritada sensación de muerte. Del fondo de su ser emergían los caminos hasta extraviarla en un sueño generado por las arpas vitales e invisibles, de una paulatina degradación sexual. Allí se dormía entre las largas horas de la noche. Capítulo 24: LA SEPULTURA DESCONOCIDA –¡Danielito!... ¡Juan José!... Vengan... –llamó la madre. –Aquí estamos –respondieron al poco rato los niños. –Hay que llevar la comida al Papá, que ya es la hora... Hoy salió tarde y no precisa cambiar caballos. –¿Qué?... ¿Se quedó dormido?... –preguntó asombrado Danielito. –No, señor, no se quedó dormido... los dormidos son ustedes... Hoy hubo tormenta de tierra temprano, y no pudo salir. No se veían ni las manos. –¿Estaban sucias?... –No, sabandija. Estaba oscuro y además los animales no caminan. Bueno, basta de charla... Él lleva la ollita, y usted el plato y los cubiertos –indicó la madre entregándole a cada uno sus cosas. ¿Y cuando va terminar de arar, papá?... –Cuando pueda; ahora esas cosas no pueden saberse... Vayan por el caminito... Si viene viento fuerte, se sientan al lado del alambrado. –Sí, mamá. –Un beso y a volar que se enfría –dijo Teresa, y los acompañó hasta el camino, que nacía frente a la puerta del corral, a treinta metros de la casa. Cuando Daniel y Juan José salieron al encuentro del padre, ella alzó la vista y miró al cielo. Un manchón negro, avanzaba del lado del sur. La tormenta de tierra no estaba lejos pero, no tan cerca como para no dar tiempo para ir y volver a sus hijos... –. Vuelvan corriendo, que viene tierra –gritó cuando ya habían hecho algo de camino. Quinientos metros largos, separaban la casa, del lugar donde Alirio se encontraba arando. Él estaba atento a ese cielo y pensó que debía regresar cuando terminara la vuelta de la amelga. Pero el viento arrebató los cálculos de Alirio y su mujer. Apenas si Daniel y Juan José habían hecho la mitad del camino, cuando la nube oscura ya los envolvía. Alirio bajó las palancas que levantaron las rejas, y haciendo dar vuelta a los caballos, emprendió el regreso al trote largo de los animales. Teresa, espantada corrió al camino pero ya todo estaba privado de la vista bajo una oscuridad impenetrable. –¡Danielitooo!... ¡Juan José...! –gritó desesperada con todas sus fuerzas. Hasta ellos no llegó la voz. El viento la arrastraba en sentido contrario. Ya han caído y se han levantado varias veces. El viento juega con la debilidad de sus cuerpos como si fueran plumas. Danielito es el mayor, va a cumplir siete años, y Juan José, tiene poco más de cinco. Son demasiado chicos, pero, a veces casi jugando, saben hacer cosas importantes. Ahora están allí tomados de las manos, buscándose entre sí, caminando agatas para llegar al alambrado. El más chico llora, pero Daniel es fuerte y lo abraza contra su cuerpo. Hay que exponer la cara entre las manos para encontrar aire. Es tan densa y firme la oscuridad que no se alcanzan a ver el uno del otro. Vuelven a caer, pero las manos están fuertemente aferradas y siempre siguen juntos. –¡Mamá!... Mamita –grita llorando Juan José. –¡Mamá!... grita más fuerte Danielito, creyendo que hay posibilidades de ser escuchados, o creyendo que la madre puede oírlos de cualquier parte. El pampero está desatado y además lleva consigo la noche y la muerte. Alirio cree haber tomado el camino y apura los caballos; la noche es impenetrable en la mitad del día. Ahora ya no hay manera de resistir la fuerza y Daniel y Juan José ruedan como una paja, un yuyo. El viento los ha desatado en su furia, y Juan José ya casi no se le oye; Daniel todavía presa del pánico se desespera por encontrar algo en que asirse. Alirio se toma con todas sus fuerzas de las palancas y grita a los animales, que disparan en la noche por el mismo camino de Daniel y Juan José, castigados por el viento que quema al rozar como una lima. Vienen a encontrarse los dos en la muerte con el fuego del pampero. –Juan José, mamá..., papá... –grita apenas Danielito. De repente un ruido de cadenas de ocho caballos a la carrera atravesando el muro. Alirio se ha tomado fuertemente de las riendas para mantenerse en el asiento. Pasan. Por el mismo lugar donde un pequeño llanto se debatía, pasan... Ha callado el gemido y la lucha de Daniel y Juan José. Los cascos de ocho caballos; uno, dos, cuatro, ocho, treinta y dos cascos, pasan, a la par del viento, a través del muro de tierra en el aire y por sobre esos dos puñados de carne que apenas si llegaron a ser un gemido: Daniel y Juan José. Siguen agrandándose los pechos de las bestias y un temblor se prende de los remos delanteros que caen al vacío para hundirse luego en la blandura de arena del camino. Teresa busca en la noche con los brazos extendidos hacia delante y los ojos cerrados. El ruido de cadenas está cerca; cuando Alirio calcula por la firmeza del piso, el lugar donde se encuentra, levanta las palancas y las rejas se hunden frenando la carrera. Ella está cerca y el grito llega. –¡Dónde están?... ¿Dónde están?... –¿Quién?... –Danielito y Juan José... ¿Dónde están?... –No sé... –exclamó Alirio desde la oscuridad. Fue todo lo que dijeron hasta que se encontraron y corrieron; la llama del pánico los envolvió. Corrieron con la mordaza del monstruo en la garganta, gritando desprendidos de control y de razón. –Daniel... Daniel... Por todos los cielos... Juan José... –¡Hijos!... –fue la voz ronca y ancha de Alirio. En la casa, en la cuna hecha de cajones, con el sueño en los ojos, con la puerta abierta al patio, y olvidada por el miedo que la arrastró al camino, donde andaba la muerte estacionando sus tentáculos, y a la altura del suelo, estaba el de meses. El hijo último. –¡Danielitooo!... ¡Juan José!... –allá iba la voz haciéndose pedazos contra el viento. –¡Muchachos!... Aquí... –iba casi cortada de palabra sin encontrar un hueco de luz para colgarla. Es difícil caminar. El viento voltea contra el suelo lo que encuentra a su paso. No se puede respirar; aquello es demasiado denso. Han corrido detrás del viento un largo trecho; no se puede saber cuanto. Tampoco se puede saber donde están. Sólo en el grito se identifica el lugar de la tragedia y el dolor. –Hijitos.. ¿Dónde están?... ¿Dónde?... ¡Queridos!... –¡Mujer!... ¿dónde estás?... ¡El camino está aquí!... –No sé dónde voy... No sé... donde están ellos... Ellos... mis queridos... Muertos; están muertos... ¿Dónde?... Daniel... Juan José... –Nos estamos perdiendo... No camines... Aquí debe estar el camino... Hay que regresar... No están aquí... ¿Por qué no gritas?... Para saber... –Aquí... estoy aquí... –se oye la voz de Teresa alejada, pero sin precisar el rumbo. El viento extravía, castiga. La noche los ha separado; ya no pueden regresar. Están a la deriva en ese mar sin fondo de negrura que se extiende y aprisiona. Los gritos desgarran el pecho hasta la sangre. La lucha es patética. Ella se arrastra golpeada por los sacudones sin rienda de la tromba terrestre. Él, acosado camina de rodillas hasta que puede enderezar sus piernas, para correr, para gritar, enronquecido y seco. –Nadie los encontrará... ya están enterrados. Alirio escuchó demasiado cerca la voz y se arrojó sobre ella; allí estaba su mujer abandonada a la ventura del viento. –Te enterrará, hay que levantarse... Fuerza mujer... –Alirio... Alirio... El viento los ha enterrado vivos... Yo sé... –Todavía no hay que hablar así... Vamos... ahora hay que caminar... A fuerza de querer ganarle a la vida, Alirio arrancó a su mujer de la tumba que ya comenzaba a cubrirla. Ahora marchan juntos pero no se sabe hacia dónde. –Si solamente diera un minuto de tiempo. –Si calmara apenas medio minuto... se verían, pero yo sé que nunca se verán... Ahora están sobre los surcos que abrió el arado. El tiempo ha pasado sin medida entre ellos. Los agotó en el llanto; el de ella un llanto de ahogo, caliente y amargo; el de Alirio, seco, ronco, profundo. El tiempo les sigue desvaneciendo todas las posibilidades. Ellos caminan. Quieren el regreso. El sol no se descubre. Los caminos se han borrado... Son tres horas de tiempo en la noche... y además ahora viene el recuerdo: hay otro hijo en la casa y está segura que ha olvidado la puerta al salir... Ahora quiere regresar pero... ¿Dónde está el camino?... Quién puede saber dónde está el camino, y justamente el camino de regreso. A veces, es tan fácil regresar. El camino de retorno es doloroso, pero es fácil. A veces es tan difícil regresar. El más difícil de todos los caminos. Alcanzar con los ojos un sendero de colores, caminar por él hasta las mismas alturas del arco iris, y luego encontrarse de pronto que son fríos, que allí está la muerte, el final, y pedir en ese momento el retorno, buscar lo andado, querer encontrar los caminos, pero se han detenido los informes y está el dolor y la tristeza aguardando para siempre. Pero eso sólo a veces, porque a veces el regreso lo tenemos en las manos y lo volcamos gota a gota en el camino para tener lumbre, para llorar y llorar hasta el mismo límite de la hondura final. Pero, eso no siempre, porque a veces (como ahora) no hay camino hacia delante ni hacia atrás; no hay avanzada ni regreso, todo es un círculo fantástico que parte y termina en el mismo lugar. Que marcha detenido, que vive muerto, que solamente gira, y nos encuentra con la máscara colgada del cuello. Es caminar sin moverse teniendo que avanzar, con la angustia en el pecho. En el momento mismo de preguntarse: ¿Dónde estamos?... –¿Dónde estamos?... Santo cielo... –preguntaba Teresa sin cansancio, sin reconocer en la oscuridad cerrada ni su propia voz–. La puerta... La puerta quedó abierta... ¿Por dónde hemos venido? Dios mío... –¡Dios!... No seas tan perro –gritó en seco el corazón de Alirio. El viento surca bramando los filtros del espacio y comienza lentamente a aclarar. Las ráfagas arrebatan del cielo la cola del monstruo que pasó y el sol va apareciendo en la mitad de la tarde. –¿Dónde estamos? –pregunta Teresa con espantado asombro y desorientación. –No sé bien.. Pero.. Aquélla es la casa de Moretto. No es la nuestra. –¿Cómo estamos aquí?... ¿Por dónde vinimos?... ¿Dónde está nuestra casa? La puerta está abierta –exclama ella y sale corriendo. –Bruno... Vicente... Soy yo, Alirio... –¿Qué pasa?... –contestó Bruno al tiempo que un salto lo puso sobre el marco de la puerta. –Estamos perdidos... Mis hijos... Los ha enterrado el viento. Los ha enterrado... –grita enloquecida la mujer, casi sin voz, pero con un acento patético, como si la muerte se le hubiera colgado del cuello–. Yo quiero ir... La puerta estaba abierta. –Todavía podemos estar a tiempo. Cálmese, aquí hay caballo de sulky. En seguida estamos. –Bruno termina de hablar y corre hacia el galpón. –¡No!... No hay tiempo... Corriendo, corriendo estaremos primero... Pero, ¿dónde queda la casa, Alirio? –grita desorientada por la desesperación. –Espere... Venga. El sulky estará en un momento. –Vicente quiere atajarla pero Teresa ya ha desaparecido a toda carrera. –¡No!... Se hará tarde –alcanzó a decir Alirio y salió tras ella. Bruno y Vicente ataron los caballos y salieron en esa dirección. Se largaron a la búsqueda de los hijos de Alirio. Era querer encontrar la propia nada. El viento había aplanado la llanura dejando una superficie como de espejo. Podía verse un yuyo a cuarenta metros. Daniel y Juan José ya no se verían más. La tarea de encontrarlos muertos va ser larga, penosa y difícil. Habrá que buscar debajo no se sabe por dónde, y cavar no se sabe hasta dónde, y remover y remover no se sabe hasta cuándo. Ellos están allí, debajo de una capa de tierra que creció en unas horas, pero bajará tardando no se puede saber cuánto tiempo, una semana, dos, tres, meses, quizá años. El encargado de entregar los hijos muertos, es el mismo viento que los sepultó. Que quite de allí ese mar de arena que trajo por el aire, preñado de desolación y angustia. El silencio cayó sobre la chatura tremenda de La Pampa como escondiendo la cara de la complicidad, hasta que el grito desgarrador hizo astillas la tarde. Teresa se había enfrentado con el momento de pasar a la locura. De ella era el grito que hizo estremecer a Bruno y a Vicente. Fue un alarido filoso que atravesó las vértebras y se incrustó en la lejanía. Toda la garganta expresando el espanto y el horror, la tragedia sin misericordia, de quien se cree estar en el derecho de ser misericordioso. La realidad triste y desnuda del triple crimen cometido sin poder denunciar a nadie. Ahora sólo queda el grito temblando en las estrías heladas de la monstruosidad más bárbara que pudiera concebirse. Pero todo está entre nosotros, aguardando en los rincones y un día aparece. Se desata las ligaduras de la lengua, comienza la función mortal y se presenta de pronto lo increíble, aquello que ni siquiera hemos leído, creado por la imaginación, que ni siquiera se nos ha ocurrido pensar porque sería dudar (frente a esa idea) del pacífico y normal patrimonio de la razón común, aquello que no está en la fantasía, que no cabe allí, por ser demasiado fantástico, que es sacrílego y mordaz, que supera todos los límites; eso, eso aguarda siempre, pacientemente, en los estantes más remotos, en el centro de la mesa, en medio de la noche, en las estanterías y en los paseos, en las tardes, en los amaneceres, aguarda, aguarda hasta que un día suelta las amarras y se hace presente para estremecer con su barba misérrima, con su ponzoña, con su crimen callado; imperdonable. El grito que apretó el pecho de Teresa, era un grito más que se unía a la cadena, pero sin embargo era más terrible que todos. Superaba a los hijos muertos y enterrados en la arena. Este grito lo cubrió todo... Todo... En el cajón, donde aguardaba con el sueño en los ojos, el más pequeño de los tres, ahora, sólo aguardaba manchas de sangre, ropitas deshechas, y sangre, ropas revueltas y sangre. En el suelo, al costado inmediato, un enorme manchón de sangre con un calcetín. En aquel sangriento festín había ido rodando hasta esconderse en el rojo inocente de la mancha, un calcetín. Allí en la pieza contigua que hace las veces de comedor o cocina, todavía, y a los tirones con los últimos pedazos, anda el cerdo grande. El cerdo dejado para cría, reservado para la reproducción, el entero, el cojudo, flaco y permanentemente hambriento, andaba allí con restos del hijo por el aire. Se había comido hasta los huesos del niño... Y ella fue la primera en llegar hasta la casa; de ella partió el grito, y luego cayó como si fuera un trapo sobre el piso ensangrentado, sin una mueca en la cara: apenas el grito que impresionó la tarde y cayó. Bruno y Vicente se rindieron a lo imposible en la búsqueda, y se acercaron hasta la casa con el recuerdo del grito y el temblor en los oídos. Ella estaba inmóvil en la cama. Alirio la había recogido del suelo cuando llegó, y colocado sobre el lecho con el mismo respeto y cuidado con que se trata a un muerto. Alirio estaba allí, en la cocina, con las ropas bañadas en sangre, de rodillas en el suelo, y esgrimiendo un enorme cuchillo que enterraba y sacaba con increíble fuerza del cuerpo descuartizado del animal. Le abría las entrañas y hundía en ellas sus manos. Lo partía en pedazos haciendo de hacha con el arma sin decir una palabra y serenamente como si fuera un trabajo que hiciera todos los días de su vida. Los labios firmes apretados, cerraban el último capítulo del día y los ojos sin extravagancia, sin odios, sin miedo a nada, estaban clavados en la carne, todavía palpitante, como si quisiera encontrar algo en la impresionante montaña roja. Cortaba, abría, destrozaba, sólo la respiración se había agitado, y el sudor comenzado a correr como un río por la frente. Luego sumergió las manos en forma de ganchos en las propias entrañas y arrebató de ellas, pelo y carne molida pero blanda. Carne de su hijo. Fue sacando y apartando a los costados con religioso cuidado, hasta la más pequeña partícula que encontrara. Bruno y Vicente se quedaron inmóviles en la puerta. Costaba trabajo comprender, que lo que estaban contemplando era verdad. Entretanto Alirio envolvió los puñados de carne y sangre en los mismos trapos que habían sido sus ropas y luego buscaba algún lugar dónde faltara la puñalada y enterraba de un solo golpe el cuchillo hasta el cabo. Le hachó las partes en pedazos y le hizo migajas la cabeza. Luego arrastró todo al medio del patio en un solo montón y le atracó leña, ramas. Bruno y Vicente, callados, comenzaron a juntar papeles, astillas y le ayudaron a preparar la hoguera. Ellos querían hablarle, pero, pensaban: "¿Qué cosa se le puede decir?... ¿De qué se le puede hablar?... ¿Qué palabra?... Para decirle algo que no diga nada, mejor callar"... El fuego se incendió y levantó sus lenguas al cielo como dos manos juntas que buscaran pedir perdón. Alirio pasó hasta la pieza y desde la puerta repasó con la mirada el cuerpo tendido largo a largo en la cama, su mujer, de cuerpo pequeño y pequeños ojos, de boca pequeña y manos duras callosas y también pequeñas. Estaba mansamente rendida, entregada. Tenía un gesto suave, lleno de bondad y de una blandura tierna casi angelical. Dormía sin pensamientos, sin ideas, sin sueños. La respiración era lenta y acompasada como el sueño de una recién nacida. Él la miró profundamente con los ojos hachados y brillantes. Buscó en su ropa el lugar donde no estuviera rojo de sangre y se limpió las manos. Se dirige hasta el aparador de los cubiertos y botellas y del último estante, extrae una caja de cartón del tamaño de una de zapatos. Coloca allí los restos de lo que él cree que es su hijo. Coloca la caja sobre la mesa que está contra la pared. Con tranquilidad busca por los cajones hasta dar con un paquete de velas, que las va colocando alrededor y encendiendo. De repente se detiene como si un pensamiento lo asaltara, y se mete en el dormitorio de dos trancos, de allí regresa con un Cristo de bronce de unos veinte centímetros de largo, clavado sobre una cruz de madera de cedro lustrado. Busca en la pared, con la mirada, frente al muerto rescatado, un clavo. Ahora necesita un clavo y lo busca por cajones hasta dar con él. Toma el Cristo por los pies y le da con la frente espinada de Jesús sobre la cabeza del clavo haciendo las veces de martillo, hasta que consigue enterrarlo lo suficiente. "... Por fin sirve para algo esta porquería..." –pensó del crucificado mientras golpeaba. Allí quedó el símbolo cristiano ensangrentado, ostentando la memoria del gran sacrificio, a unas dos cuartas sobre la superficie de la caja. Bruno y Vicente que están aguardando fríamente mudos, se quitan el sombrero y se corren para estar bien de frente. Alirio se queda inconmovible como una estatua, tiene los ojos clavados en el crucifijo y piensa: "...Yo soy Cristo... Estoy lleno de clavos como los tuyos... Por todas partes me salta sangre... son más hondos que todos los que se clavaron en el mundo... Me los clavó la tierra... Yo tengo una cruz como la tuya, enterrada en el cuerpo desde hace muchos años... Una cruz de vidrios rotos y gusanos... No la pude postergar para sonreírme un solo día de mi vida... Mi cruz no lloró nunca ni pidió clemencia... No se arrastró como la muerte... Peleó con amor, luchó y no ha muerto todavía... El día que muera quedará vertical y suspendida, como una pluma, como un centinela... Yo soy Cristo... También soy Cristo con tanta historia como vos, con tantas llagas, pero con menos bronce... Yo no tendré bronce ni casa donde me cuiden muerto y repetido... No tendré paredes para mostrar mi dolor que fuera... Mi cruz andará siempre con hambre y con arañas y víboras, y sal y ácidos y mugre... Yo soy Cristo con las manos cortadas dedo por dedo, con los labios quemados... Cristo en carne viva íntegramente... Abandonado solo, dividido en cada uno de los que doblan las espaldas sobre el surco para encontrar el pan lleno de sangre... No preciso tener quién hable de mí, ni me recuerde, porque siempre estaré en todos ellos... Mi cruz no es de madera, es mucho más eterna... Te miro y me das risa... Sos pequeño al lado mío... No sufriste otro dolor que el de los clavos... Yo en cambio traigo el pus, los humores, las pústulas desde la otra vida... Me dolieron adentro y aguanté con resignación y con grandeza, mostrando limpia de rencores a la vida... Yo soy Cristo chacarero, ensartado en un arado y con las puntas de las rejas incrustadas en el pecho... ¡Yo soy Cristo!... ¡Carajo si soy Cristo!... El silencio dejaba filtrar apenas el ruido del viento por los filos de las chapas del techo. Alirio no bajaba los ojos del crucifijo, Bruno ha cruzado las manos sobre el pecho y Vicente se ha recostado en una pierna. Es el momento en que nadie puede mirarse a la cara. La solemnidad y el silencio duró toda la noche agotando velas y cansancio. A la mañana siguiente, apenas aclaró, Alirio echó una pala al hombro y colocándose la caja bajo el brazo, salió seguido de Bruno y Vicente que levantaron al paso, dos palos: uno más largo que el otro. Alirio marchaba lentamente, con la frente bien alta y sin una mueca de dolor en el rostro, sin una lágrima en los ojos, el cortejo compuesto por Bruno y Vicente se desliza como dos paréntesis hacia el mismo lado, encorvados y baja la cabeza. Van en dirección al médano grande, al más alto. Cuando tienen que ascender hacia la cumbre, se hace pesado; las piernas se entierran, en la arena blanda. El viento de ayer ha dejado aquello convertido en una enorme laguna, que ahora duerme entre las ondulaciones y cabriolas quebradizas, que repiten los caprichos del dibujo, uno tras otro. Por fin están en el final del camino, en la parte más alta. En ese momento el sol, refinaba su curiosidad y estiraba su cuello para asistir al acto del sepelio majestuoso. El cielo tenía un curioso color marrón liso, tan liso, como un cielo pampeano después de una tormenta de viento. Al pizarrón de ese cielo le habían pasado el borrador sin dejarle una sola nube. Alirio levantaba la pala y la enterraba cavando un foso pequeño pero con bastante profundidad. Luego depositan la caja envuelta en una cobija, y comienzan a cubrirla con puñados de tierra. Todos se han arrodillado y están en el trabajo. Luego Alirio se quita la faja y cruzando los palos fabrica la cruz atándolos fuertemente. Luego, antes de terminada de cubrirse la tumba, coloca la cruz en forma horizontal, dando la cabecera al naciente. Continúa echando tierra hasta que queda totalmente cubierta. Alirio, no quiere que sobre la tierra haya nada que indique el lugar donde enterró a su hijo, ya que desconoce dónde la tierra le enterró los otros dos la tarde de ayer. Desde hoy toda esa tierra es una sola tumba para él. –Está cristianamente enterrado –fue lo primero que habló Alirio desde las últimas veinticuatro horas. –Que descanse en el cielo –contestó Bruno como un murmullo. –¡Vamos!... dejemos esto tranquilo –agregó Vicente con tono de dolorido y amargo a la vez. Diana aguardó a su marido y a su hermano durante toda la noche. –La tierra le comió dos hijos... Al más chico se lo devoró el chancho cojudo –refirió Bruno secamente. –Alirio se vengó... Le arrancó el hijo de la panza, a puñaladas –agregó Vicente. A Diana le corrió un frío por todo el cuerpo que le hizo abrazarse a sus hijos. Luego preguntó: –¿Y ella?... –Como muerta... En toda la noche ni se ha movido... –contestó Vicente. –Duerme, como si no hubiera pasado nada... Para mí, que no se despierta –agregó Bruno. Cuando pasaron diez días, Diana se llegó con Bruno hasta la casa de Alirio, mientras Vicente le cuidaba los hijos de ella. Al llegar encontraron a Alirio en traje de viaje. –¿Y Teresa?... –preguntó Diana con interés. –En el manicomio –contestó Alirio con dureza. –¿Y cómo?... exclamó asombrado Bruno. –Cuando se despertó, empezó a saltar y a cantar... Ni siquiera me conoció. –¿Y adónde está?... –insistió Diana. –En Pico... De ahí vengo... se quedó cantando la pobre, como si tal cosa... Tengo una rabia... y una tristeza... Bruno y Diana creyeron conveniente regresar después de acompañarlo un largo rato. Alirio estuvo sereno, pero no movía los ojos del lugar donde los clavaba por bastante tiempo. Habló poco o nada. –Nos vamos, Alirio. –Bueno. –Hasta cualquier día –dijo Bruno en tono amable y de despedida. –¡Bueno!... –contestó Alirio. Y emprendieron el viaje de regreso en el sulky. Esa misma tarde tuvieron la noticia. Alguien pasó por el camino, lo vio balancearse. Alirio, había saldado sus cuentas con La Pampa. Le encontró salida a su tristeza de tierra y a su rabia de suerte. Desembocó en esa soledad gigante con la suavidad de un enorme péndulo que partía del travesaño alto del jagüel... "Se ahorcó Alirio el chacarero" y la voz corrió como un santo y seña por los altos medanales... Nadie preguntó ¿por qué? Ese día fue el único día de su vida que no tuvo nada que hacer, y decidió colgarse frente al espejo profundo del pozo, que en regalo de poca agua lo miró de abajo. El agua que él tanto esperó del cielo lo miró largamente desde su escondite en el fondo de la tierra. Allí, se hizo el nudo corredizo. Tenía para el trance su traje nuevo, el de los acontecimientos. Cuando su cuerpo se llenó de silencio, quedó vertical en el espacio lleno de sol, de pie en el aire, como debía morir él. Los cuervos merodearon una ronda de graznidos y de un solo ademán, le arrancaron la última mirada. Bueno, para comer, poco ha quedado en la casa. Ahora hay que tomar el lado del monte con la escopeta y los perros, si se quieren vencer estos tiempos. Algo siempre se encuentra: una perdiz, una martineta y hasta alguna liebre. Las aves se vendieron todas en Buenos Aires. Las ovejas, la que no se carneaban a tiempo se morían de hambre. Lo único que aguantaba era la vaca lechera, y eso porque se cuidaba como a la niña del ojo, para que no le faltara leche a las criaturas. Las herramientas, se fueron vendiendo poco a poco, para conseguir con ese dinero, lo más esencial para vivir: harina, por ejemplo, para el pan casero. Luis ganó con la muerte de Alirio, no sólo porque le quedó el campo que tanto deseaba tener, sino porque se quedó con todas las herramientas y muebles y algunos animales, en una palabra hasta con el último clavo. No importaba que la mujer todavía estuviera viva y necesitara dinero para pagar la cura. Él presentó una cuenta que preparó con inteligencia de almacenero poco honrado. Se la presentó a él mismo, y él mismo se la pagó. Cuando alguien le preguntó: –¿Y la mujer de Alirio?... –Está loca y se va a morir. Ahora le quedaba uno, nada más. Mejor dicho dos, pero son una sola cosa: Bruno y Vicente. Y como aquello del alquiler del campo, fue descubierto como una maniobra de Luis para sacarlos. La cosa fue que Bruno escribió a Mario en Buenos Aires, y éste se dirigió directamente al dueño del campo en sus escritorios y allí se enteraron de la verdad. Con aquello ganaron que Luis acentuara el odio, y que ahora, ni siquiera yendo con la plata en la mano les vendiera un kilo de azúcar. Tenían que mandar un tercero que cuando era descubierto, también le negaba la mercadería. Ahora estaba declarada la batalla. –Nos ganará nomás –decía Bruno. –Se quiere quedar con todo –agregó Vicente. –Los campos que agarró él, no vuelan tanto. –Hasta esa suerte tiene. –Sembró cebadilla en los médanos y ya se achataron. –Firmes quedaron –comentó Bruno. –Él puede hacerlo... No le importa perder tiempo. Sabe que mañana... –La plata hace todo –interrumpió Bruno. –Menos gente decente. –Hay días que tengo ganas de cargar todo y mandarme a volar. –Costumbre que tiene la gente de querer irse. En todos lados será pobre. –Pero no le verás la cara a esta miseria por lo menos. –No se puede dejar tampoco, porque se te va en el carro entre las cosas. Se te mete en cualquier parte y te acompaña igual. Ella es consecuente, no nos deja así nomás. Lo que se deja es la tierra. –Esta tierra, es la que no se puede dejar. La miseria está en ella, en otro lado. No aguanta mucho tiempo y se va sola. Mario lo decía. –Pero también decía: no morirá hasta que el hombre pobre no la mate –respondió Vicente. –Yo no entiendo eso. –Yo no entiendo mucho, pero será algo así, como arrastrar con la mugre y quedarse limpio. –¿Qué mugre?... La mugre de ser pobre, no te la vas a sacar de encima nunca. –¡No!... La otra mugre... Él decía, barrer con la mugre de los ricos. Yo creo que la plata la debiera tener el que trabaja. –¿No se estará volviendo anarquista Mario?... –Yo no sé si será... socialista, anarquista o comunista. Lo que digo es que tiene razón –sostuvo Vicente. –Y sacarlos... ¿Cómo?... Esa clase de mugre, es dura sacarla. –No hay duro que no afloje. Hay que quitarle lo que tienen a las buenas o a las malas. –Quién le quita a Luis lo que tiene. –Un montón de hambrientos. Con palos nada más. La cosa es juntarse y que quieran ir. –Pero eso es robar –respondió Bruno. –¿A quién, a otro ladrón?... –Pero esos ladrones las tienen todas del lado de ellos. –Lo que pasa, es que el día que haya mucha hambre, se arma nomás. –Mario dice cosas muy lindas... También decía que esta tierra, llegará el día que será nuestra... Válgame el día que lo sea. –Alguno a lo mejor, lo llegará a ser... Porque esto es nuestro. –Para qué la quiere el dueño... Compró hace cuarenta años desde Buenos Aires, y ni siquiera ha hecho un solo viaje para ver dónde tiene los campos. –Por fotografía la compró –expresó Vicente. –Uno cincha el lomo a lo burro y la mejor parte, siempre se la lleva él. No digo que nosotros perdemos siempre. –Es el poderoso. Nació así y va a morir así. El día que lo hagan trabajar para comer, vamos a estar mejor, yo creo. –Mario sabrá mucho pero me parece que sueña un poco también. Mirá que nos entreguen tierra a nosotros para que la trabajemos y la paguemos como podamos... Ése está loco. ¿Cómo le llamó a eso?... –La reforma agraria –contestó Vicente. –Que nosotros la trabajamos y por eso la merecemos, está bien, que te la prometan en cada discurso, también está bien, pero de ahí a que sea cierto... Primero vamos a llegar a la luna. –El gobierno tiene la culpa. Éste, que tenemos... –Y quién tiene la culpa de este gobierno. –Nosotros. –Siempre nosotros; nosotros tenemos la culpa de todo. También tenemos la culpa de que cayera ceniza. Y hablando de ceniza, ¿no dijo el gobierno, que nos ayudaría, que vendría a ver esto. Bueno, ¿vino?... ¡No se le vio el polvo por ningún lado! Sin embargo en todos los diarios salió que había venido. Yo no los vi tampoco. –Entonces es allí donde yo pienso, que para qué nos vamos a ir de aquí, si vamos a estar en todas partes igual. –Nos quedamos. Ya lo sé que nos quedamos. Aunque el doctor no quiera. –Nos quedamos porque es nuestro, aunque nos cueste pensar que no es cierto... Aunque nos duela –sostuvo Bruno. Una mañana Diana se encontraba en el corral. (Los últimos días, los había pasado muy afligida. Sentía que sus entrañas se agrandaban cada vez más. No le faltaría mucho para que naciera). Miraba el ternero de la lechera y lo vio demasiado ternero. En ese momento sintió un tirón en sus entrañas, seguido de un dolor que ella conocía bien con el nombre de: La hora ha llegado. Alcanzó a apoyarse en el ternero y quedó un minuto inmóvil; acarició el lomo del animal y dijo a media voz... "Ya se está haciendo demasiado grande éste también...". Maneó la vaca casi sin agacharse, luego se arrodilló para ordeñar. Ese trabajo debía hacerlo ella esa mañana. Vicente y Bruno fueron al pueblo desde antes de aclarar...¡Espera!... Pero, de repente aquello se movía y tenía que apretar con fuerzas las ubres del animal para aguantar el dolor... Un poco más hasta llegar con la leche... Hasta la vaca se dio cuenta, porque en dos o tres oportunidades, volvió la cabeza para ver quien ordeñaba. Estaba desconociendo las manos. Diana clavó el mentón en el pecho y siguió hasta que terminó su trabajo; apenas tuvo tiempo de desatar el ternero. Se incorporó con dificultad, tomó el balde de la leche y sosteniéndose el vientre con la mano caminó. Caminó unos quince metros y cayó, quiso gritar, llamar a alguien pero, allí no había nadie que pudiera ayudarla en ese momento. Se arrastró como pudo, apoyando las manos, hasta el galpón, que era lo más cercano. Allí estaba la guachita de Ceniza, sobre un montón de pasto. Durante la noche, le había nacido un corderito negro. Llegó hasta el fardo de bolsas vacías, desparramó algunas en forma de cama, y allí se tendió. Quedó de espaldas con la cabeza clavada y la boca entreabierta. La guachita le clavó los ojos asombrada y dejó de comer. Estaba de pie junto a su hijo con las orejas paradas, como buscando la forma de intervenir con alguna ayuda. Diana esperó allí con serenidad... pasó un tiempo corto... y comenzó a sentir el desalojo interior. Se ayudó con las manos como pudo. Se quitó el pañuelo de la cabeza y lo puso bajo el cuerpo nuevo. Se quedó unos minutos esperando acostumbrarse a ese nuevo dolor que produce el vacío en el vientre. Luego miró hacia el tirante y vio la tijera de tusar colgada a la altura del primer travesaño, contra las chapas. Tenía que alcanzarla; estiró una mano, pero, tuvo que hacer un esfuerzo mayor: incorporarse a medias hasta lograrla. Cortó y se separó del hijo. Lo envolvió en el pañuelo grande y quedó unos minutos más, descansando... La guachita debió pensar: Tuvo la misma suerte que yo... Al rato salió del galpón con el hijo en brazos, caminando muy despacio. Llegó hasta la cocina y encontró agua caliente. Cuando cerró la puerta tras de sí, sintió por primera vezmla voz nueva de su hijo. Diana terminó el trabajo y se acostó vencida, con deseos y necesidad de descansar, de entrecerrar los ojos. Al poco rato Ceniza andaba levantado buscando a la madre. Al entrar y encontrarla acostada con aquella novedad, quedó asombrado. –Sí, anoche lo compré... Es un hermanito –dijo Diana, con esfuerzo–. –Tras Ceniza entró Yuyo y tuvo que repetir la noticia: –Pasó la cigüeña grande y lo compré... Ahora, vayan a buscar la leche que está en el patio, frente al portón del galpón... y la ponen en el fuego... –Ceniza y Yuyo salieron callados y pensativos. –¿Le habrá costado mucho? –preguntó Ceniza. –Le habrá costado mucho o le habrá costado poco –dijo Yuyo–. ¡No sé!... Pero mejor me hubieran comprado un pantalón en vez de gastar plata en otro hermano. Ceniza lo miró y sonriendo con picardía le dijo mientras caminaban en dirección al galpón: –No seas zonzo... ¿Todavía no los sabés?... –¿Qué?... –¡Eso de la cigüeña!... –¿Qué, no lo trae la cigüeña?... –Claro que no. –¿Y quién lo trae?... –No viste las vacas. No viste las ovejas –contestó Ceniza entusiasmado. Yuyo miró al hermano y se quedó pensando... Esa mañana Ceniza y Yuyo, hicieron hervir la leche y prepararon el desayuno para todos. La hermanita pedía pan. –No hay pan –informó Ceniza–. Hace cuatro días que no hay pan. –Pucha... y tanto que me gusta –rezongó Gatura. –¿Y cuando va a haber?... –preguntó muy interesado Terito. –¡Quién sabe! –respondió Ceniza. –¿Por qué no hay?... –quería saber Yuyo. –Papá fue al pueblo a buscar harina. Así era, esa mañana Bruno y Vicente, habían cargado en el carro chico, la cama grande con espaldares de bronce, que fuera de los viejos y un ropero que ya no se usaba. El herrero les dio unos pesos por la cama, y el ropero lo negociaron en la carpintería. Con eso consiguieron que el panadero les vendiera un bolsa de harina, compraron cigarrillos, y regresaron. Cuando se acercaban a la chacra, Yuyo fue el primero que se adelantó con la noticia: –Papá..., mamá compró un nene. –¿Qué? –Un nene chiquito, así –contestó Yuyo y con las manos dio el tamaño, haciendo un gesto como si levantara un puñado de agua–. Bruno bajó del carro y apuró sus pasos al encuentro de Diana. Al entrar, su mujer dormía; él se acercó despacio pero, se despertó, entreabrió los ojos mostrando una pálida sonrisa y Bruno preguntó: –¿Pero... cuándo? –Esta mañana... cuando fui a ordeñar... –¿En el corral?... –preguntó Bruno con grandes ojos. –¡No! en el galpón... al lado de la guachita... –contestó débilmente Diana. –¿En el suelo?... –insistió él con asombro y con el gesto duro. –Sobre unas bolsas... –¿Y?... –Con la tijera de tusar –interrumpió ella. Bruno se quedó sin saber qué decir. Apretó el entrecejo y los dientes; levantó la vista hasta el Cristo que colgaba de la cabecera de la cama, lo miró con un gesto donde afloraron todas las huellas de dolor y de resignación, estrujó el sombrero entre sus manos, y con la mirada firme en él, murmuró: –Nació igual que vos... Luego miró largo rato a su hijo, pasó la mano por la frente de su mujer y salió. –¿Está bien?... –preguntó Vicente, que estaba encendiendo el fuego. –Sí. Nació en el galpón, entre las bolsas. –Menos mal –contestó Vicente como si la fatalidad les hubiera concedido con eso, la gracia de no hacerlo nacer entre la bosta el corral. –Otro macho salió. –Y sin partera. –La guacha hizo de partera. Diana se había quedado pensando en las palabras que pronunció Bruno cuando miró al Cristo... "Nació igual que vos... igual que vos... Nació igual que vos... Sí... Estaría bien...". Al día siguiente, no hubo forma de hacerla quedar en cama. –Estoy bien y tengo que hacer el pan... –Bueno, mujer –contestó resignado Bruno al ver que nada podía hacer... –No tengo nada grave, para estar en cama –murmuraba mientras se vestía. –¿Y qué nombre le pondremos? –Jesús –respondió sin vacilación Diana. –Jesús... Bueno, no suena mal –pensó Bruno y salió para el monte a buscar pasto para la lechera. –¡Sí!... Jesús... –dijo para sí Diana. Con la ayuda de Cardo, volcaron media bolsa de harina sobre la mesa y habían comenzado a hacer el amasijo cuando entró Ceniza seguido de Yuyo. –Mamá, ya se está calentando el horno. –¿Quién lo prendió? –preguntó asombrada la madre. –Nosotros. –Pero todavía falta mucho... –Mucho, mucho –preguntó Yuyo con un poco de resignación. –Hasta la tarde. Y estuvieron rodeando el amasijo hasta que fue puesto en los moldes. Luego lo taparon con una lona y esperaron que se levantara un poco, pero, ellos hicieron guardia alrededor de la mesa. El horno estaba a punto desde temprano, con la vigilancia de Ceniza. Ya fue imposible esperar más y allá fue el cargamento de masa dividido en moldes de chapa. Ceniza, Terito, Yuyo y Gatura estaban allí, como centinelas inmóviles frente a la puerta del horno. Cuando la madre abrió la puerta para vigilar la marcha del cocimiento, todos asomaron la nariz y un resplandor brillante les apareció en los ojos. Cuando Diana cierra de nuevo, las miradas se entrecruzan como buscando una pregunta: ¿Cuándo estará? El olor queda en el espacio para hacer pasar las lenguas por los labios resecos. Yuyo no se puede quedar con la pregunta en silencio: –¿Todavía falta?... –¡Está crudo!... –¿Y así crudo no podemos comer un pedazo? –agrega Terito. –Hace mal... Tienen que esperar que se cocine y luego que se enfríe. –¡Eh! Yo tengo ganas. –Todos tenemos ganas. Pero hay que esperar. –A mí el pan caliente nunca me hizo mal –agrega Yuyo con gran seriedad. Bruno mientras tanto, está en la herrería. Calienta en la fragua un fierro para hacer ganchos de balancines. Hay un pensamiento que lo trastorna desde hace unos días. Nadie está enterado a no ser él y Vicente, que en ese momento está con una llave sacando las rejas del arado. Hace largo rato que no hablan una palabra. Entre ellos ya debe estar todo dicho seguramente. –Le va costar sacarnos –exclamó Bruno de repente. –Dice que la justicia lo ampara –contestó Vicente rápidamente. –Vea la novedad... ¿Acaso la justicia, alguna vez estuvo de nuestro lado?... –Nosotros no estamos en los libros que ellos estudian. –Tendremos que escribirlo –respondió Bruno golpeando fuerte. –Un libro de justicia chacarera, sin papel sellado ni preparativos, sin máquinas de escribir y sin testigos. –Terrestre y campesino. Escrito con la punta de una reja a puro sudor. –Todo con mayúsculas –respondió Vicente con voz firme. –Un libro de sueño rendido por cansancio. –Nos pedirá el desalojo con la justicia –volviendo al tema, dijo Vicente. –Ya no espera ni acepta nada. Quiere la tierra. –Lo dijo él mismo.. "¡No quiero chacareros en el campo!" –"Tengo órdenes de sacarlos, como sea...". ¡mentiras! Cosas de él nomás –agregó Bruno dolorido. –Vendrá con la policía, si nos empacamos. –Con plata o sin plata no nos da ni yerba. –Todavía nos trató de tramposos. Y nos echó del negocio. –¡Jué puta!...–exclamó Bruno mientras golpeaba con los ojos casi nublados por la irritación. Respiraba violento y le parecía ver en el hierro que golpeaba, la imagen de Luis. Mientras seguía escuchando a Vicente, el martillo apuraba involuntariamente los golpes. Descargándolos sobre la visión. –Dijo que nos tratará como a perros, que es lo que merecemos... que ya está cansado de oír lamentaciones... Que somos unos llorones... que no sabemos nada más que pedir fiado...Que no venderá un clavo a tramposos como nosotros... y yo tenía que escucharlo y aguantar... Prefiero estar aquí antes que en la cárcel... –Vicente seguía hablando sin reparar que Bruno estaba enloquecido descargando el martillo con las mandíbulas fuertemente apretadas. Luego quiso enfriar el gancho y al dirigirse a la tina donde estaba el agua, también le pareció ver allí la imagen de Luis. Fue donde Bruno ensartó el rostro de Luis con una puñalada de hierro caliente al rojo. El dardo al entrar en el agua, soltó un gemido eléctrico y ferruginoso, como de escuerzo atravesado por una estaca de madera. En ese momento le brotaban de la frente a Bruno, gruesas gotas de sudor que se mezclaban con las huellas amargas del gesto. Yuyo entró a toda carrera con un pan caliente entre las manos, y gritando de alegría. –Papá..., papá... Pan..., pan –y lo pasaba de una mano a la otra no pudiendo soportar el calor...–. Mamá me dijo que te lo enseñara, mirá, agarralo que me quema... ¡Tomá!... –y encontró la forma de librarse de él, poniéndolo sobre el yunque. Apenas lo soltó, sacudió las manos en el aire, y no esperó una sola palabra del padre. Salió a todo lo que le daban la piernas hasta donde se encontraban sus hermanos, contemplando la gran fiesta de la horneada, colgados de las polleras de la madre, que se movía con lentitud, pues a cada momento sentía en el vientre dolores que le hacían recordar el lugar donde debía estar, y no frente al calor trabajando con la pala de madera. Bruno quedó con los ojos clavados, enterrados en el pan cuadrado y grande que le dejara su hijo. –Contentos porque tienen pan... después de ocho días. Qué vergüenza... Un pan.. contentos por un pan y en esta casa, donde se han sacado tantas bolsas de trigo, como para alimentar un regimiento durante diez años –dijo Vicente que estaba tendido en el suelo, trabajando debajo de la máquina de arar, sin fijarse que bruno se había quedado estático frente a ese volumen dorado y oloroso que parecía sonreír sobre la dureza del yunque, mostrando su contento de haber regresado en pan, hasta el lugar desde donde partiera. Bruno, encadenó su imaginación a las últimas palabras de Vicente, y murmuró casi para sí, recordando las palabras de Luis: –"Con plata o sin plata, no les vendo más harina, no les vendo más azúcar...". –Bruno abrió los ojos enormemente grandes cuando creyó ver la imagen del verdugo sobre el pan, y levantando en alto el martillo lo descargó sobre él con todas las fuerzas, gritando: ...¡Maldita miseria!... –Del corazón hecho migaja salió un vapor que envolvió la cara de Bruno como una caricia; era un aroma sano y limpio, de pan hecho con las manos de la casa. El martillo al hundirse despedazó casi sin ruido el cuerpo sagrado y noble del pan, que desparramó a los costados los pequeños trozos humeantes, que le devolvían el gesto sacrílego del hombre, con una alegría blanca en la miga. Vicente creyó haber sentido un martillazo en el alma y con una gesto rápido, miró hacia el yunque. A Bruno le temblaba el martillo en su mano derecha, que se aflojaba lentamente, a la par que el gesto de odio de sus labios, y la expresión de venganza de sus ojos, se iba tornando blanda. Sus pupilas comenzaron a buscar el gesto del arrepentimiento, para bajar al rictus sereno del perdón. Luego como impulsado por el terror de lo cometido, se lanzó al suelo y buscó de rodillas hasta la última migaja; las depositaba en el hueco de la mano, que apoyaba contra el pecho. Recogió hasta la más pequeña, luego raspó con las uñas, lo que quedaba adherido al yunque por el impulso del golpe. Mientras tanto, Vicente se quedó mudo observándolo. Ahora buscaba en la base del martillo hasta no dejar nada, mientras pensaba...: "Yo , no quise hacer esto... Yo, realmente... no, no fui... Pero sí, he sido yo... y con esta mano... pero, fue sin querer...No sé lo que pensaba... Luis tiene la culpa... pero, de todas maneras lo hice yo, y con estas manos...". –Se miró un segundo la mano y golpeó con ella a puño cerrado sobre el yunque, con toda fuerza. El dolor le hizo contraer el gesto, pero, lo ocultó. Buscó los trozos más grandes y salió hacia la cocina, llevando el cargamento con tanto cuidado como se lleva un niño recién nacido. Antes de colocarlo en el cajón lo llevó a los labios varias veces con los ojos humedecidos y los labios apretados. Cuando salió se dio cuenta que la mano le sangraba. Se la había reventado con la fuerza del golpe dado sobre la masa de acero. Levantó la vista y vio del otro lado de la casa, frente al horno, la escena que lo terminó de conmover. La madre colocaba los panes que sacaba con la ancha pala, sobre una mesa baja, hecha de cajones, y especialmente para ese trabajo, mientras los hijos buscaban con la punta del dedo, aquel que estuviera menos caliente. Bruno quiso sonreírse, pero, tuvo que dar vuelta la cara y pensar en otras cosas si no quería largarse a llorar como un chiquilín. Se dijo: "... Bruno, uno será hombre y será fuerte, pero, hay estas cosas... que, uno no sabe y los ojos pican...Éste sí que es el pan que hace llorar...". Luis cargó dos escopetas en el camión, además de un hacha, una soga, y una cadena larga. La pistola y la carabina irían con él. –A la chacra de Moretto –fue la orden que dio con voz decidida. Cuando el camión se detuvo en el patio grande de la casa vieja. Cardo se encontraba amasando el resto de harina que le diera Diana. Ella escuchó el ruido de los motores. (Detrás del camión apareció el coche de Luis) y no levantó la vista de su trabajo. Ceniza y Yuyo que jugaban cerca del molino, salieron corriendo con la noticia a la madre, pero Diana ya estaba atenta. Tres hombres se dirigían hacia la casa. Uno de ellos era Luis, que empuñaba una pistola. Diana no precisa preguntarse nada, todo se adivina al ver la decisión de los hombres... "Si Bruno y Vicente no hubieran salido esta mañana..." –piensa Diana–. Entran al patio chico y llegan hasta la puerta de la cocina. Cardo levanta la vista y reconoce al monstruo. Un frío le recorre todo el largo de su cuerpo, pero no se le advierte. –¡Vamos! Tenés que volar de aquí. Agarrá tus porquerías pronto, que no puedo perder más tiempo con ustedes... –le gritó Luis empuñando el arma con firmeza. Cardo vuelve su vista al amasijo y sigue enterrando las manos y trabajando aquella masa, con el mismo cuidado y la misma lentitud que lo estaba haciendo hace unos segundos. Luis está parado con las piernas abiertas y la cabeza algo baja, mirando a Cardo como si fuera un toro en celo, que de repente saltará sobre su presa. Sin despegar la vista de ella, con la otra mano, comienza a tirar sillas para afuera. De un solo tirón arranca cortinas y un cuadro. –¡Carguen toda esta basura!... –le grita a los que esperan en el patio. Viste botas de caña larga y las usa para sacar a las patadas a ollas, platos y ropa que descuelga y saca de todas partes. Cardo continúa impasible mientras en su pensamiento juegan unas palabras... "El pan no debe ser interrumpido... Ellos pueden esperar... Todo puede esperar menos el pan...". Tiene los brazos, la cara, el pelo, las manos, con harina y sigue como si a su alrededor no estuviera ocurriendo nada. Esto le da confianza a Luis que sigue con los muebles, mesas, aparador, perchero, cobijas, papeles. –¡Rápido!... carguen todos estos cachivaches... –insiste en alta voz sin soltar el arma de su mano derecha. Los hombres meten las cosas más chicas en bolsas y luego desde el suelo, las arrojan con fuerza al interior de la caja del camión. Luis dirige la operación con energía. Ahora los hombres están desarmando la cama chica. Uno sale con el colchón al hombro, otro con el elástico. Todo va a parar en un solo montón al fondo del camión. Luis ya no hace caso de Cardo ni ella se interesa por lo que está ocurriendo: sigue amasando y amasando sin descanso. Luis da una coz a un cajón con cartas y fotografías. La casa va quedando limpia y el camión se va llenando. "El Tigre" y "El Pampero" miran asombrados al ver la mudanza tan extraña. A Luis termina por sublevarlo al último límite, aquello de que Cardo no se dé por enterada de lo que está ocurriendo. –La infeliz ésta, ni sabe lo que le está pasando... Vamos a ver si se entera dentro de dos minutos. Te vas a ir a hacer tortas a la calle... ¡Imbécil!... Carguen este cascajo, para que baile, así se entretiene esta noche... –vocifera Luis mientras tiraba por la puerta el fonógrafo y una pila de discos. Desde la otra casa Diana observa detenidamente, el movimiento. Se ha encerrado con los hijos y mira a través de la ventana. Está serena...¡Qué raro!... Tiene un mechón de pelo que le cae sobre un ojo y ni siquiera parpadea. Se humedece los labios y piensa... "Veremos qué hacen cuando vengan aquí... A Cardo no la veo. ¿No estará?... Aquí estoy yo para esperarlo...". Ahora Luis está terminando de cargar algunas cosas de la pieza de Vicente. –¡Carguen lo más grande!... No pierdan tiempo con los andrajos –agrega Luis tirando por la ventana los cuadros de Pietro y de Dominga. Cardo sigue delante del enorme amasijo; de tanto en tanto cuando oye alguna maldición, quisiera reírse, pero se detiene pensando... "¡Primero está el pan... después habrá tiempo para reír... Esto no se puede interrumpir por una pavada... Es sagrado...". Ahora le ha tocado el turno a la mesa donde Cardo trabaja. –¡Vamos!... Idiota... tenés que volar. Demasiado bueno he sido con ustedes... Movete o te sacamos a patadas. Cardo se ha detenido y los mira con asombro, con los ojos del espanto porque se ve rodeada. –Tengo que terminar esto –dice con voz suave y extrañada. –Está loca ésta... Hay que proceder de otra manera. Cuando ella ve que Luis se le acerca y la toma con brutalidad por la cintura, ella entierra las manos en el amasijo y se aferra a él. –¡No!...No... esperen. Todavía falta... El pan es mío... Un rato más y ya estará... Todavía no... –gritaba desesperada Cardo. En la voz de esa mujer resonaba el tono dramático de un tiempo de tierra cansada, que de repente se aviva con una llamarada y florece en las ruedas molineras obedeciendo el capricho de un viento pasajero. Había un tono de distancia y de miedo, que hizo estremecer a ese hombre sin alma, pero que, para cubrir sus temores soltó una carcajada agria y burlona. Luis sostenía en el aire a ese montón humillado y escarnecido de carne desoladoramente humana. Ella demandaba el auxilio de un grito pequeño, mientras blandía por el aire los remos de sus brazos que mantenían en cada mano, el trozo de amasijo con el puño cerrado como la boca de un muerto. Los cabellos eran la bandera hecha ramaje deshilachado, de un esqueleto arrancado del fondo de las aguas. El rictus amargo de sus labios formaba el diagrama macilento de una vida quebrada, destruida, entregada. Mantenía en sus ojos, a veces, el opaco color de lo que anda sin destino. Ahora, el mismo que quebrara su tallo de alegrías, era el que pretendía talar de un escupitajo, el último residuo de su vida. La llevaba bajo un brazo como quien levanta un perro. Ella no soltaba su puñado de amasijo, ni su voz la entregaba con blandura: –No... Todavía no... También hay pan para ustedes... Pero falta. –¡Vamos animal...! Yo te voy a dar pan.. ¡Mamarracho! –y al decir esto, la arrojó a unos metros fuera de la casa. Ella al caer quedó inmóvil–. No vaya a ser que se te caiga algo encima y te tengamos que pagar por buena –agregó Luis y tomándola de un brazo la arrastró hasta el patio. Cardo quedó sin sentido y con los puños apretados. "El Pampero" se acercó, la miró con ternura y comenzó a pasarle la lengua por la cara. Para Luis, hay todavía una cosa importante que hacer. Ordena las cosas con la idea firme. –Traigan esa cadena.. Pásenla por la ventana, y agarren el mojinete... Que abrace todo y saquen la otra punta por la puerta. Muy bien... Ahora aten aquí la soga gruesa y atraquen el camión. Se prende en el gancho de remolque y se le pega un tirón, fuerte, para que se venga todo abajo... Esta es la única manera que hay que hacer para librarse de esta plaga. No tiene que quedar nada en pie. El pesado camión hace rugir su motor. Las manos se aferran al volante, los ojos se clavan en la huella, el cuerpo se inclina levemente hacia delante y una de las piernas afloja la palanca pedal que impulsa con fuerza la máquina. Hay un ruido de chapas, vidrios rotos, maderas que se quiebran, paredes que dan contra el suelo. Una nube de polvo envuelve las ruinas y se levantan hacia el cielo como una enorme mano que quisiera buscar un apoyo en el aire. El camión detiene la marcha y la cadena es desenganchada. –Ahora pasen la tranquera del camino y tiran todo en medio de la calle –ordena Luis y los hombres obedecen. Cuando el techo de la casa se desplomaba, Cardo había recobrado el conocimiento. Hasta sus oídos llegó un quejido de dolor que le hizo incorporarse de un salto y correr hasta los escombros. Volvió a oírse la queja pero esta vez, más apagada. Cardo reconoció la voz, era "El Tigre", su perro amigo, que había sido aplastado por los tirantes del techo. Bruno y Vicente, se encuentran en el monte, pero hasta ellos ha llegado el rugir del motor cuando imponía su fuerza para destruir un nido. Se miraron a un mismo tiempo. La casa estaba lejos pero se vio caer. Se vio desde la distancia venirse al suelo, como si de desinflara. Cuesta levantar una casa, cuesta un tiempo pacífico donde se van acomodando lentamente centímetro a centímetro, además de las ilusiones, la cucharada de barro, el ladrillo, el adobe, o la paja retorcida, si es el rancho criollo. Cuesta llegar al techo, conseguir la protección y la luz. Cuesta en las manos del obrero, en los cálculos del pobre y en el alma del que sueña. Luego cuesta mantenerla (llenarla; además de una mesa y una cama), hace falta aquello que reviste las paredes de un tono amable, de un aire de caricia, de un todo de amor, que le pone el hombre y su ternura, cuando la pequeña hoguera encendida se alarga hasta los límites del cariño. Mantenerla más tarde en el orgullo de la dignidad familiar y cotidiana. Cuesta cuidarla en el honor y en la honradez, de que no se manche con sombras ni con burlas. Cuesta vigilar las hendiduras por donde no deben salir los secretos de la intimidad hogareña que van formando hora por hora, el caudal de aquella fuerza que nos defiende de todo cuando la marea insiste en derribarnos. Cuesta, cuesta toda una vida de sacrificio cuando Dios se ha dignado pintarla con hijos y adornarla con el material que ellos bien merecen, por ser hijos. Cuesta hacerla fuerte para que los vientos o los egoísmos, no la volteen. Para que resista el tiempo, para que soporte todo: cuesta, además de conseguir el pedazo de tierra donde se afirmarán los cimientos, conseguir el pedazo de cielo, bajo el cual se levantará como una consigna, el conjunto de cuatro paredes y un techo. Una casa cuesta años para lograr que sea de uno, con el aire y las costumbres de uno, con las virtudes y defectos de uno. Una casa cuesta... Dios mío si cuesta... Y en qué pocos segundos se ha venido abajo. Desde lejos parecía un rompecabezas, que tocando una pieza se desarma. Las alas de un pájaro grande que se acostó en el suelo. Pero eso, sólo a la distancia, porque allí en el lugar, estaba derrumbado el cielo, triturado por las mandíbulas del lobo que se había quedado mirando hacia el camino en actitud de vigía. Uno de los perros chicos, el de Ceniza, como si comprendiera el crimen salió a hacerle frente. Luis no tiene más que agacharse y recoger un látigo de trenza larga, que ha escapado del cargamento. El animal contiene su pequeña furia y aguarda. Bruno y Vicente desatan los dos caballos del carro y montando rápidamente se largan a toda carrera. Bruno tiene los ojos y el corazón en un solo punto. La sospecha se le agranda en la imaginación... "¡Todavía no han llegado a casa"... Vicente los sigue a todo lo que da el animal. Trae un gesto firme y su mirada parece expresar: "Esto tenía que ocurrir"... –Deben ser más de uno –grita Bruno. –¡Claro, que son varios!... –Crucemos campo y entremos por atrás –ordena Bruno. Luis espera el camión, y luego se dirige a la casa donde Diana lo aguarda a puertas cerradas. El hombre, lleva el demonio en el alma y se acerca con la misma decisión, pistola y látigo en la mano. Diana tiene la escopeta entre sus manos, levanta los gatillos con todo cuidado. Tiene las mandíbulas apretadas y los ojos serenos; luego lleva el arma hasta sus labios y la besa sin quitar la vista del camino. Los hijos se han hecho un solo abrazo temblando, sin saber qué preguntarse, pero sabiéndolo todo. Luis avanza a grandes trancos y ella apoya el caño del arma en el marco de la ventana, agachándose para no ser vista. –¡Ahora le toca a estos mugrientos!... Si joden mucho le prendo fuego a lo que queda... –vocifera Luis mientras acorta distancia. –Quiero verte, ya que sabés tanto, si te sabés atajar la que se viene –piensa Diana con pasmosa decisión y apoyando la cara sobre la culata para tomar puntería–. No quiero errar... Esperaré a que esté bien cerca. Bruno y Vicente ya vienen llegando. Los caballos están agotados, pero, felizmente falta poco. Ellos castigan sin lástima. Luis está llegando también. Diana lo aguarda. Los niños parecieran rezar... ¡No erres, mamita! El perrito de Yuyo está al lado de ellos, mirando las manos que empuñan la escopeta y mueve la cola en gesto de expectativa como si dijera: "Bueno hombres, por fin una mujer, va a arreglar cuentas con este perro grande"... y no aguantando más, sale por su cuenta saltando por la ventana que da al lado opuesto, y rodeando el rancho, cuando Luis apenas si está a cincuenta metros, lo ataca con toda valentía. El galope de los caballos se ha detenido. Los hombres saltan al suelo. Luis levanta el látigo y lo descarga con todas sus fuerzas en el lomo del animalito. Cuando éste soltaba un alarido de dolor, los dedos de Diana se contraen y el índice presiona. Suena el estampido de un disparo. Bruno salta en ese momento por la ventana trasera seguido de Vicente. Tras el estruendo de la descarga Luis se contrae llevando las manos al pecho y retrocede con un gemido de toro salvaje, grueso, áspero y seco. Los dos hombres se han largado del camión gritando, con las manos en alto (tienen armas pero no son criminales): –No tiren.. Somos peones... No tiren... Bruno se abalanza sobre Diana y le arrebata la escopeta. Ella se desliza por la pared y cae arrodillada. –¿Qué has hecho? –¡Lo maté!... ¡Lo maté...! Por fin está muerto... –decía Diana fríamente. Se había equivocado. Lo que le ocurrió a Luis, es que fue alcanzado por algunas municiones en el pecho, y el ardor de la penetración lo hizo contraer. Además él lo ignoraba, pero, la sangre que le empapó las manos lo asustó, como lo asustó la inesperada sorpresa de que llegaran a quererlo matar. No los creía capaces de eso, de que además de ser chacareros tramposos –como él decía– fueran asesinos. Luis corrió a resguardarse entre los escombros de la casa que terminaban de desalojar. El miedo le hizo perder las armas. Corrió encorvado y como si quisiera con las manos, contener la sangre, hasta donde estaban las chapas retorcidas y maderas rotas. Cardo lo vio llegar. Ella tenía entre sus brazos, el cuerpo sin vida de "El Tigre". En los puños cerrados, todavía quedaban restos del amasijo; ahora estaba manchado, no sólo de tierra sino de sangre del perro, de esa sangre que brotaba a borbotones de la herida hecha por la punta de una chapa al clavársele en el cuerpo, y bajaba por los brazos hasta penetrar en sus ropas destrozadas y llegarle a la piel, todavía caliente. Desgreñada, de pie, con la cara manchada de harina y las ropas sangrientas, ofrecía un espectáculo conmovedor y fantástico, teniendo como escenografía de fondo, las ruinas, el esqueleto de una vida, el cadáver de un hogar. Con el perro muerto su figura crecía, se agigantaba. Los brazos en forma de cuna, mostrando los muñones del pan malogrado entre sus dedos, donde se retenía el coágulo monstruoso, parecían darle solemnidad a la magnitud del acontecimiento. Ella tenía los ojos firmes, detenidos en la figura de aquel hombre que ahora buscaba, quejándose, un lugar de resguardo entre esas sombras, estaba inmóvil esperando sin pensar, la terminal de sus pasos. Ahora sí... Ahora venía el tiempo de reír y de reír a carcajadas. Luis al llegar a un hueco, donde tiene que entrar casi de rodillas, no alcanza a ver un tirante que ha quedado en forma de puntal, sosteniendo la mitad del techo, lo roza con la espalda y aquella cuña zafa de su punto débil de apoyo, derrumbándose. Ha quedado imposibilitado de moverse, pero no apretado. Ahora debe esperar hasta que pueda recibir ayuda de la gente que ha venido con él. Cardo afloja los brazos y el muerto cae como un trapo a sus pies. Tiene un gesto amargo, reseco. Aquellos ojos, que no ha despegado del lugar donde sabe que se halla Luis, ahora parecen inflamarse de odio. Entre tanto Vicente ha salido al patio y distingue a Cardo que camina lentamente en dirección al horno donde hace apenas unos minutos ha estado cortando leña para calentarlo. Vicente piensa que ha llegado el momento de enfrentarlo solo, y corre con la boca seca y llena de venganza. Mucho tiempo estuvo esperando este tiempo, ahora serán sus propias manos quienes den cuenta total a este pájaro de aventura: –¡Atraquen el camión aquí! ¡Rápido, animales! –gritaba desesperado Luis desde el escondite, a su gente que estaba inmóvil junto al camión. De repente siente pasos entre las maderas y mira. Lo asalta el terror. Allí tiene la imagen de la muerte, pero ésta no esgrime una guadaña, no, empuña un hacha de desmontar y la tiene tomada con las dos manos. –¡No, por favor, Cardo!... ¿Qué vas a hacer?... Acuérdate que nos hemos querido mucho... Te lo ruego... ¡No me mates! ¡No me mates!... ¡No quiero morir!... ¡No quiero morir!... –suplicaba temblando de miedo y casi llorando Luis. Había juntado las manos en tono de súplica dentro de aquel cerco, donde apenas cabía su cuerpo–. Querida, no hagas eso... Sálvame y te prometo... Te juro que te haré dichosa... Te haré... Cardo, serena como si no escuchara, como si estuviera haciendo algún trabajo que le mandara alguien, con la misma impasibilidad con que hacía el pan, con la misma seguridad, levantó por el aire con todo el largo de sus brazos, el hacha, y como si estuviera partiendo leña para el horno, la descargó con toda la fuerza de su alma sobre aquellas promesas que empezaban a surgir atropelladas, de la boca temblorosa y de los ojos en lágrimas del hombre que imploraba con las manos como en un rezo; el hacha cayó y se enterró en el hombro. Se escuchó un ¡ay! Tremendo, agudo, que traspasó la sangre. Ella, inconmovible, tranquila, desenterró su herramienta de las carnes y nuevamente la blandió por el espacio. Todavía la miraban los ojos de Luis, la miraban con lágrimas y dolor, arqueó algo su cuerpo hacia atrás para buscarle mayor impulso al golpe y luego la bajó incrustándola en la cabeza. Por fin cayó. Cardo, con los brazos enharinados y ensangrentados por el otro muerto, dejó el hacha a un costado y comenzó a librar el lugar, de algunas chapas y maderas, cuando descubrió el cuerpo caído, de lo que estorbaba, hizo un gesto de repugnancia y luego comenzó a gritar, levantando nuevamente el hacha: –Estoy loca... Sí... Pero hoy quiero matar a mi locura... Quiero matarla... Ahora ya no estaré loca... No estaré más loca... –y vuelve en incontenible furia destrozando parte por parte el cuerpo del doctor Luis–. Estoy matando mi locura... –En ese momento aparece Vicente y la arrebata de un tirón. El hacha quedó clavada en ese montón de prepotencia, de odio, de ruindad, de valentía, que cuando se vio sin armas, indefenso, bajó a la cobardía de no saber morir, suplicando y rogando por el miedo espantoso de dejar la vida, donde tanto daño y heridas había cometido. –¿Cardo?... –gritó Vicente para reanimarla. Ella quiso reír pero la agitación no la dejó. De un ademán brusco se zafó de las manos del hermano y retrocedió espantada. –¡Déjenme!... Maté mi locura... La maté... –al decir esto salió corriendo hasta donde estaba el muerto amigo, el muerto de su alma, el perro. Bruno viene corriendo en esa dirección, cuando ve a Cardo envuelta en sangre y tierra y harina, que se agacha para levantar al animal sin vida. Luego de buscar la dirección del viento, camina lenta y silenciosamente. Vicente está pensativo observando el cuadro cuando Bruno se acerca. –Todo escombros... –le dijo Vicente señalando el cuerpo deshecho. –Lo que él quiso destruir, fue lo que lo mató –reflexionó Bruno. –¡Ajá! La inocencia y la tierra. –Va a estar contento el infierno, con éste. Diana está rodeada de sus hijos y le tiemblan las manos con el pensamiento que insiste en preguntarse: "¿Lo habré matado?... pero, no soy una asesina"... Bruno y Vicente se acercan hasta el camión: –El patrón está muerto –le dice Vicente al primero. –Carguenló si quieren y se lo llevan al comisario. –Mejor que venga el comisario y lo vea –sostuvo Vicente. –Diganlé la verdad. Que una mujer lo mató a hachazos. –¿Nosotros no somos culpables, señor? –pregunta asustado uno de ellos. –Ustedes sabrán, si han hecho algo –contesta Bruno. –Son poca cosa para ser eso –agrega Vicente con intención de herirlos. –La justicia sabrá... –sostuvo Bruno y no dando más importancia se dirigió hasta su casa. El camión salió a toda velocidad. Diana lo ve partir y piensa... "El resto de la culpa... Pero la culpa grande ya está muerta... y yo lo maté...". Cuando Bruno le refiere lo que ha sucedido, Diana respira hondo. –Ahora estoy más tranquila. Quería saber si estaba definitivamente muerto. No importa quién lo mató. Importa que esté muerto –repetía Diana con todo el odio y a la vez la liberación de las palabras. Cardo marchaba solemnemente en dirección a la cumbre de un médano; mientras tanto, le hablaba a su compañero asesinado... –Has visto, Tigre, ya no tengo miedo... Lo maté al miedo... Está muerto en la misma casa del miedo... Ahora tengo ganas de llorar... Los ojos me duelen... Quiero saber si tengo lágrimas... Como aquéllas que tenía, un poco antes de bailar un vals con el miedo... Aquéllas que mojaban la cara... No estoy triste... No me duele nada...y quiero llorar... ¡Yo no tengo viento!... También lo maté al viento... ¡Qué raro!... Ahora me pega en la cara y no adentro... ¡Tigre!... –grita con toda la voz mirándolo fijo– ¡Tigre!... ¿Oyes?... Ya no me duele el viento... Ya no me duele...¿Y el pan dónde ha quedado?... ¿Dónde?... Lo mató el pan. Quiso desalojar al pan, y el pan lo desalojó a él... El mismo techo lo hizo todo... apretó el amasijo y lo apretó a él... Fue la venganza del pan.. El pan tiene razón...tiene todas las razones, él se la quiso quitar y lo mató... Fueron estas manos que ayudaron al pan para la muerte... Ya no están frías además... Ahora, había llegado a la misma cumbre del médano. El sol, ocultaba su cara de vergüenza. Un cielo opaco era el único testigo de aquella escena donde parecían darse cita, las honduras de todas las resignaciones con un esbozo completo de las culpas. Aquello, que parecía refirmar la existencia del fatalismo terrestre. Cardo frente a ese cielo, en su apostura de paréntesis, ponía el tono doloroso en medio del desierto de arena. Cardo era el resto de una batalla contra la adversidad, librada pecho a pecho contra el estatismo mortal de la llanura. Era un poco de vida en las manos de Dios palpitando con todas las miserias, como un insulto, como una pústula, mostrando la verdad. Allí estaba mostrando la fuerza de su debilidad, opuesta mil veces contra los embates de mil castigos. Todavía caminaba, todavía movía los brazos, tenía corazón para enterrar un perro muerto, con los ritos con que se entierra un ser humano. Parecía desaparecer de pronto en el aire que la rodeaba, estremecerse frente al horizonte, cuando el plano chato del suelo mostraba su figura balanceante de hilachas, su marrón oscuro, permanente, buscando pegarse en los muros del cielo arenoso, su andar flotante sobre las distancias hasta llegar a ella misma. Allí estaba, llorando ahora, con lágrimas puras, verdaderas, su liberación interior por la muerte del miedo, la muerte de la culpa, la muerte de los vientos de su alma, la muerte del perro amigo, y lloraba con lágrimas recién nacidas llegadas hasta ella, por el camino de la inocencia y desde un largo tiempo atrás. Bruno y Vicente agotaron todos los cansancios detrás de sus pasos; también la buscó mucho la policía, y la buscaron los vecinos y la buscaron todos, pero Cardo no aparecía, ni aparecería nunca entre las cosas de la vida. Cardo estaba definitivamente sola, en ella, en un mundo distinto. Estaba, quieta. El día que enterró a "El Tigre", comenzó a llorar y siguió andando llevada por el llanto. Caminó, caminó hasta las márgenes del monte y allí se internó. Andaba con el llanto a cuestas, cuando la sorprendió la noche. Seguía monte adentro, abriéndose paso entre las ramas espinosas, rasgándose las carnes y las ropas. Casi desnuda y sangrando entera, con sed, con hambre, hasta que cayó rendida y se volvió a levantar cien veces, hasta la última caída, hasta perder todo control. Allí quedó, perdida, abandonada en la noche del monte, que caía sobre ella con todos sus misterios y sus secretos. De ella llegaría a saber algo, vaya a saber quién ni cuándo, uno de aquellos, que por los montes de La Pampa, cuidaban su libertad, desde hacía tiempo puesta a precio por la justicia. Tampoco él se detendría en el examen, acostumbrado a llevarse la muerte por delante a cada paso. Llegaría a sabe algo, si es que los jabalíes, los pumas, las gatos de monte, los caranchos o los cuervos, dejaban un recuerdo de su cuerpo pegado al esqueleto. Allí había dejado Cardo su largo llanto, el estremecimiento débil y enfermo de su alma, el cristal de su carcajada abierta, sombría y desolada, y toda aquella ternura virgen que un día por maldad, le manosearan. Allí había quedado, a flor de tierra, de su tierra, la poca tierra del largo de su cuerpo. Cuando don Abel Morales, llegó desde Buenos Aires con el nuevo administrador, se enteraron que las disposiciones tomadas por él, de desalojar a los chacareros, eran atribuciones que Luis, independientemente, se había tomado. Don Abel, buscaba encarnizado que la justicia lo apoyara para castigar a los culpables de la muerte de su hijo. Pero como el verdadero culpable no se encontró, la justicia fue justa. La edad de don Abel y las nuevas costumbres de la ciudad, le hicieron preferir la venta del negocio, y marcharse de La Pampa. Los colonos de toda esa zona, lamentaron la muerte del doctor Luis Morales, de distintas maneras: –Un perro menos –decía uno. –Por fin reventó, ese miserable –pensaba otro. –¿De qué le sirvieron las leyes al doctor? –preguntaba el tercero. –Que se vaya a robar al infierno. –No lo salvó ni la plata que nos chupó. –Está bien muerto este hijo de... don Abel. –Así tenía que terminar. –Este muerto hacía falta. –Era hora que nos libráramos. –Es un muerto que da asco... y alegría... –Un muerto de mala muerte. –Un muerto de velorio mudo. –Nada bien se puede hablar de él. –Un muerto sin virtudes. –Con poca suerte el desgraciado. –Se la ganó bien el porquería. –Vivió trabajando por ella. –Cuesta muchas muertes una muerte, así. –Si el viejo se queda le pasa igual. –Esperemos que el que venga sea mejor. –Tendrá que ser... si no. –Es malo hablar mal de un muerto –interrumpía alguna mujer. –No se habla nada entonces. Y así, uno y otros se acordaban de alguna manera del doctor Luis, pero todos coincidían en una cosa, en ser poco cariñosos con el muerto. Luchó en vida por conquistar esa muerte, a fuerza de querer morir como murieron muchos por esos lados. Vicente y Bruno comenzaron el trabajo de desarmar el techo y las paredes de la casa vieja. Rescataron de los escombros, lo que podía ser útil, lo que podía venderse. Los muebles que se trajeron del camino estaban destrozados. La mitad de las cosas, se habían perdido entre la arena. A medida que iban sacando los tirantes de las chapas, los marcos de las puertas y ventanas, el alambre tejido del patio chico, los postes; aquello quedaba convertido en un montón de residuos, de cosas inservibles, de basura. Era difícil darse cuenta, adivinar, sentir, a través del pequeño lomo sobrante de barro y cal, que allí se levantaba, en ruinas, la vida enorme transcurrida durante tantos años. Ahora sólo eran restos, paredes caídas de un mundo que destrozó la guerra del cielo negado, del cielo siempre ausente, demasiado alto. Aquello en su inmovilidad era la historia; todo lo que se había podido recoger de la vida de un chacarero, para la historia agraria de La Pampa. Era lo que mañana en media hora, el viento, puro capricho y puro juego, lo cubriría para borrar el último recuerdo. Era nuevamente el principio, la nada misma dentro del todo común de lo mortal. Verlo a la distancia era someterse a dividir el pensamiento, cien veces, respondiendo a la pregunta ¿Qué será?, era conjugar lágrimas frente a la presencia de una verdad, de una idea de justicia, de un reclamo a los hombres de la tierra. Era decir fuertemente con toda la boca y el pecho abiertos, sin miedo y sin vergüenza, con orgullo masculino, con temblor emocionado: allí... allí entre esos escombros, hicieron nido los pioneros de La Pampa, un día en que las nubes llegaron cargadas de presagios a los sueños... Allí los hombres de otras tierras y otros cielos, lisos como el agua y sencillos como el pan, un día clavaron su corazón y su mirada en forma vertical sobre lo agreste de esta tierra, para definirse llanamente, entregando un abrazo abierto y recibiendo un sol de amaneceres para edificar destinos. Allí, por cualquier parte de La Pampa, por donde los ojos caigan cansados en la tarde, por donde caminemos, por donde se nos ocurra pronunciar un nombre, con la mirada quieta y el pulso decidido, allí donde ahora se levantan como centinelas torturados los ranchos abandonados, las taperas, los escombros, allí han palpitado entrañas poderosas, tremendas, que volcaron sobre la comba de los surcos con un temblor en cada fibra, el hijo medio gringo y medio tierra, pero todo argentino, como un agradecimiento, queriendo pagar con eso, las tantas bondades recibidas de esa tierra, que silencio a silencio, le penetró los socavones de la sangre, el túnel medular, los puentes de la idea, para llegar a quererla tanto, como si fuera aquella lejana tierra perdida por la Italia de su santísima fe. Ahora, se amontonaban los inviernos, uno sobre otro, llenando de esqueletos la llanura, blanqueando en las arpas de los costillares, como pequeños hemisferios de hueso limpiados y cuidados por los cuervos y los buitres, que rondaban vigilantes, las altas extensiones, donde el viento seguía pasando como una caricia lacerando celosamente los perfiles vencidos de los médanos. El viento seguía enterrando en pequeños remolinos, los caracoles, las estrías, las cabriolas, los pétalos que formaba con la arena; seguía paleteando sin premura, genialmente, sobre la tela horizontal de sus dominios, los azules apretados, las variantes del marrón, los grises de abandono y los fuertes amarillos de todo lo viviente. El monte entero levantaba sus brazos al cielo, prestándole manos a la tierra para el rezo, implorando con la voz de sus raíces disecadas, una gota, una gota, una sola gota de agua. Ahora... apenas quedaba, y a lo lejos, en el recuero de lo bueno, un tierno rumor de canzonettas parpadeando por las noches... Quedaba apenas, un puñado de hombres en cuyas credenciales... de las frentes se leía: Señor Capitán de las Manceras... Señor Machetero de los Vientos... Señor Combatiente de los Trigos... Señor Teniente de los Surcos... Señor Soldado de las Llanuras... Señor Almirante de las Nubes... Señor General de los Arados... Señor Fogonero de la Luna...Señor Fraguador de la Simiente... Señor Centinela de las Tormentas... o simplemente señor jornalero de horizontes. Quedaba aquella pequeña brigada de hombres, que ahora estaban con las manos calladas, esperando, preparando un nuevo contrabando de ilusiones para sangrar de nuevo bajo los cielos de La Pampa. Y morirían allí porque eran los fuertes, los vitales, los puros; eran los que no precisaron firmar contratos con la tierra para que ella los guardara, los retuviera un solo minuto. Aquéllos eran los "Machos" –como decía Pietro–. Tenían la muerte comprada a plazos y la iban pagando poco a poco, descascarando el calendario con las uñas, con la sonrisa guardada en los baúles que llegaron por el mar, allá junto al acordeón de ocho bajos que está desde hace años, apretando una vieja fotografía de mujer. Ellos estaban y estarían allí, firmes como mojones en el tiempo. Algunos tenían todavía una mirada ultramarina y en el paladar, a veces, un gusto a aguas cargadas de puertos; ésos eran los que vinieron escondidos en los vientres de las gringas paridoras, eran los hijos de mujeres elegidas por Dios para llenar de hombres La Pampa; sangre toda torrente y toda amor, labradora en el predio y molinera en las vendimias; eran los herederos indiscutidos del dolor del viento y la alegría de la tierra. Eran una sola garganta de gavillas en el grito frutal de los amaneceres del cereal. Los que quedaban, no eran sólo fuertes ni valientes, eran la patria misma redoblando en los destinos; eran el espejismo que tallaba en los comienzos, un futuro de soldados siempre vencedores de la tierra. Eran los hombres de la tierra, de esa tierra sin cielo, de esa PAMPA DE FURIAS, que tanto hacía doler cuando se amaba. De la venta de aquellas chapas del techo y los tirantes, se consiguieron algunos pesos para comprar semilla. Hay que seguir trabajando. Ahora no duele tanto sembrar y que no salga nada, ya se está acostumbrado. –No importa que no llueva. Lo importante es trabajar –discutía Bruno. –Es una lástima –agregaba humildemente Diana. –Se siembra... Si llueve, bien, si no también. Si para el viento, bien, si no... –continuaba Vicente. –Que sea lo que Dios quiera. –El estómago, está acostumbrado, los ojos están de acuerdo. Nadie se opone a nada, y esta mujer tiene miedo... Yo no sé –opinaba Bruno con un movimiento de hombros. –¡Bah!... que más da... mujer –aconsejaba Vicente a su hermana. Vicente se encontraba demasiado solo frente a la tierra. Muchas tardes se encontraba con los reproches..."¿Por qué no pensaste que un día te ibas a sentir solo? Dejaste ir la vida y hora te pesa... ¿Qué será de Anita, la hija de Ricardi?... Aquella hermosa joven que tanto hizo para que yo la quisiera.. Claro que en aquellos tiempos, había que jugar un poco con el amor. La vida es demasiado hermosa... Ahora la soledad se agranda, el tiempo ha pasado, y todo se ve distinto. Hasta miedo se siente, de estar solo... Menos mal que trabajando, se está siempre acompañado...". Todo lo sembrado ese año, todo lo trabajado, se hizo aire... Capítulo 29: LA DESPEDIDA SIN PARTIDA –Hay que cargar todo...¡Hay que irse!... ¿Qué van a esperar?... ¿qué el hambre los consuma?... ¡Aquí está la carta donde Mario nos dice que debemos llegar hasta este punto de Córdoba y preguntar por don José Ibarrizábal... que ya está todo arreglado... Mario lo dice y hay que hacerle caso... ¡Vamos!... Hay que dejar... este infierno... Ya empecé a cargar mis cosas... ¿Por qué no se mueven?... –gritaba Diana como enloquecida. –Y... ¿si esperamos un poco nada más...Ya no queda nadie por aquí. Todos se han ido... En el pueblo sólo queda la estación del ferrocarril y la comisaría. Y ésos están porque no se pueden ir... –¿Cómo se van?... ¿Cómo pueden irse? –seguía preguntando con voz débil Bruno. –Si se quedan mueren resecos. ¿Adónde se van? –A cualquier parte. Cualquier parte es mejor que esto –repetía Diana con irritación y rebeldía. –Bendito sea Dios. –¡¡Sí!! ¡Sí!... Bendito sea... Vamos a cargar todo o le prendo fuego. –¡Mujer!... –¡Sí! ¡Mujer!... y bien mujer. Una mujer cansada que quiere que los hijos no se mueran de hambre y de sed, tapados por la tierra. Una mujer con todos los ovarios.. ¿Qué hay?... ¿No quieren venir? Me voy con mis hijos... –Bueno... vamos. Pero no hay por qué gritar tanto... Todos estamos cansados... Todos nos quisiéramos ir, pero... uno no tiene toda la culpa, es que uno quiere ciertas cosas... –Querer la muerte; es querer.. esto. Yo no me quedo un solo día más –mientras Diana se desahogaba, los hijos al verla en ese estado se echaron a llorar y le abrazaban las piernas. –Vamos a marchar, Vicente. –Yo me quedo –respondió secamente Vicente sin levantar la vista del suelo, desde donde había estado escuchando a Diana. –Vamos... Esto no va a cambiar... Ya hace casi once años que está igual... Vamos... –insistió Bruno con algo de temor y queriendo convencer al cuñado. –¡No! –fue la respuesta terminante. –Nos iremos nosotros entonces –dijo mirando a Diana. –Esto ha terminado –respondió Diana. Todo lo envolvió un enorme silencio que duró horas. En esas horas se fueron cargando los muebles más grandes con la ayuda muda de Vicente. En los baúles se fueron poniendo las cosas más chicas, sobre la ropa. Las pocas aves que quedaban, se encerraron en la jaula se colocaron debajo del carro. Nadie se dijo una sola palabra durante ese tiempo. Ni siquiera se miraban a la cara. Cuando se iban a enfrentar bajaban la mirada. Vicente, desde hacía unos meses, había perdido totalmente el cariño hacia sí mismo y por consiguiente, la noción de su propio destino. El pelo descuidado casi le llegaba a tapar el cuello, la barba renegrida, comenzaba a caerle sobre el pecho, transformando su personalidad de hombre ágil y dispuesto al trabajo y a la alegría, en un abandonado, indiferente a cualquier corriente de la suerte. Como la vieja casa había sido derrumbada, ahora dormía en el galpón de Bruno, sobre un sucio catre, entre el olor desagradable de los cueros, la lana, y las bolsas de cerda. Dormía a veces con los animales que entraban para resguardarse del frío y del viento. Se pasaba las horas enteras sentado, fumando, con los ojos clavados en la distancia, los codos apoyados en las rodillas y sin decir una sola palabra. Comía o no comía, le importaba poco. Cuando tenía unos pesos bebía sin que nadie lo viera. Dejó de escribirle a sus hermanos que insistían en que les contestara. Ahora estaba ayudando a cargar el carro grande con las cosas de los últimos que habían sido vencidos. Cuando Bruno fue a buscar los caballos, vio a lo lejos contra el horizonte una nube negra. Era una nube igual a las miles que viera en tantos años, y de las que siempre esperaron que se descolgara un poco de agua. No hizo caso, pero la miró largo rato y siguió con los caballos... "Cuando salga el sol, aquella nube desaparece... Además para esa hora debemos estar en marcha ya...!. Los caballos entraron al corral y fueron atados. Diana miraba dolorida a Vicente que se quedaba solo y en el estado espiritual que se encontraba. Quiso hablarle: –Hay que afeitarse, Vicente... y, el pelo, está largo... ¿Sabes?... Te hace viejo... y sos más joven que yo... Vicente no escuchó y siguió serio. Miró el cargamento desde la puerta de la cocina y preguntó como en el aire: –¿No se olvidan nada? –¡Todo!... –contestó Diana sin despegarle los ojos y también en el aire. Los hijos estaban en la pieza cada uno arreglando sus cosas. No querían dejar ni lo más pequeño. Yuyo cargó con la paloma. Ceniza con el perrito, Terito el gato y Gatura con sus muñecas de trapo. Bruno terminó de arreglar las últimas cosas para la marcha, engrasó y revisó los aperos. Hecho esto, se dirigió a la cocina para tomar algo y partir. Vicente estaba allí, en un rincón, con el mate. Diana preparaba el desayuno. Bruno se sentó y quiso hablar las últimas cosas con su cuñado. –Bueno... Aquí no te queda nada, pero, te queda todo lo que teníamos. –Gracias –contestó Vicente. Se había hecho un silencio cuando el techo comenzó a cantar. –¿Lloviendo?... –preguntó Diana casi con un grito de asombro. –¡Parece! –contestó Bruno–. Algo de tormenta había esta madrugada. –Y va a llover mucho –respondió Vicente sin salir de su postura–. ...Es tormenta baja... y hay olor a agua muy cerca –continuó después de un breve silencio. –¿Es posible?... Que tampoco nos deje viajar una nube cualquiera. –No va ser una nube... Va ser el cielo entero –afirmó Bruno, que regresaba de la puerta donde había mirado la tormenta. –¿Qué hacemos con las cosas cargadas?...–preguntó Diana como si en la mirada hubiera florecido el delirio. –Descargarlas mujer... Si no tenemos lona para taparlas, habrá que descargarlas... Y, rápido porque se está viniendo fuerte... –respondió Bruno y quitándose el saco, salió a la carrera para el carro. Cerca lo siguió Vicente y Diana. Ya las gotas eran abundantes y el rumor del cielo indicaba que aquello era de verdad. Bruno se subió sobre la carga y comenzó por alcanzarle a Vicente las cosas más pesadas. Diana corría con las mantas y los colchones. Cuando los hijos vieron a la madre entrando las cobijas y ropas, se quedaron como pensando... –Están haciendo cosas de grandes. –¿Cuándo van a dejar de jugar?... –Después si uno hace cualquier pavada, lo retan. –Yo sabía que iba a llover –dijo Ceniza. –¿Por qué sabías? –Porque el perrito anoche se estaba bañando con tierra. Ahora ya las cosas se ponían serias. El agua caía cada vez con más fuerza. Vicente corría con baúles, sillas, camas, espaldares. Por allí se detuvo en medio del agua y tiró el sombrero en un charco, se tomó con las dos manos la camisa y sin desprender botones, de un solo tirón, la hizo pedazos quedando medio desnudo. El agua fría al castigar en la piel lo hizo sonreír cerrando los ojos. Bruno lo miró y sintió una enorme alegría. Diana se asombró al ver así a Vicente; hacía tanto tiempo que no lo veía con ese gesto. Bruno siente que también le molestaba la ropa y lo imita. Los dos hombres siguen trabajando bajo el agua, con el pecho desnudo. Diana ya no puede salir al patio. Recibe desde la puerta lo que le alcanza Vicente. Cuando el carro queda casi descargado, la lluvia se ha convertido en un diluvio, la cortina es tan densa que a diez metros no se distinguen. Pero Bruno y Vicente siguen atravesando el muro vertical de agua, hasta terminar. Ya se han formado charcos grandes; para caminar con más comodidad, se han quitado las zapatillas y arremangado Bruno las bombachas y Vicente el overol. La chata chica que llevaría a remolque del carro grande, con los arados y algunas herramientas, eso queda cargado. Le hace bien mojarse, así se lavan. Los caballos estaban inquietos, porque la lluvia venía ahora con algo de viento y castigaba fuerte. Los hombres se dieron al trabajo de desatarlos. No se hablaban pero estaban rebosando de alegría, fácil era notarlo al verlos trabajar. Los animales buscaron reparo dando el anca al castigo y bajando la cabeza. Ya está todo el trabajo de descargar terminado. –Se hizo rápido –dijo Bruno en voz alta, para hacerse oír. –¡Ajá! –contestó Vicente con toda la boca abierta. Diana está sacando las ollas y cacerolas de los cajones para ponerlas otra vez en sus lugares. Los hijos la miran sin saber qué pensar. –¿Cómo, no nos íbamos?...–preguntó Terito con mucho interés en su atravesada lengua. –¿Quién habló de irse...? –contestó la madre concentrada en su trabajo, mientras se quitaba un mechón de pelo empapado, que le molestaba en los ojos. –¿Entonces nos quedamos?... –insistió Yuyo para resolverse a dejar su carga, y para estar seguro de cuál era la última decisión de los grandes. –¡Qué pregunta!... ¡Seguro que nos quedamos! –respondió Diana corriendo de un lado a otro, buscando entre la ropa un vestido seco para cambiarse. Ceniza, Yuyo y Terito, se miraban y cuando la madre no los miraba, se largaron a reír, tapándose la boca. Gatura que estaba muy entretenida hamacando a Jesús, los miró y también se unió a los hermanos para festejar el chiste que les hicieron los padres. El agua seguía cayendo sin contenerse, teniendo el espacio un interminable depósito que los truenos anunciaban. Comenzó a correr de las partes altas, buscando su nivel en forma de torrente. Los hombres estaban todavía bajo el agua, en medio del patio, sin decidirse a entrar. No querían abandonar el espectáculo maravilloso que el cielo les ofrecía como única gracia desde hacía varios años. Pocas veces se vio algo así: Que dos hombres inmóviles en medio de La Pampa quedaran absortos en la contemplación de la tierra recibiendo el oro de las nubes para el pan de sus hijos. Bruno se acercó a Vicente. Cuando se miraron, descubrieron que los dos tenían los ojos llenos de lágrimas, que estaban llorando bajo el agua. Quisieron sonreírse y no pudieron hacerlo; ambos abrieron los brazos y se unieron con increíble fuerza. Quedaron largo rato abrazados desagotando a tirones la emoción contenida en el pecho, los dos cuerpos semi desnudos de los hombres, crecían rodeados por la densa cortina, que ahora, sin viento, bajaba a plomo sobre la llanura. –¿Qué lindo, no?... –preguntó Bruno separándose del abrazo con una recia palmada en la espalda. –¡Ajá! –contestó Vicente pasándose las manos por la cara para sacar el agua de la barba, –¿Qué hacen afuera?... –gritó Diana desde la cocina–. Aquí hay ropa seca para los dos. –Bueno mujer, allá vamos –respondió Bruno alegremente y marchando en esa dirección seguido de Vicente. Cuando entraron, Vicente quiso ir primero hasta el galpón donde tenía sus cosas. A su regreso Diana había preparado café caliente que los hombres bebieron, después de quitarse la ropa mojada, pero sin quitar la vista de la puerta, desde donde se podía ver la gran fiesta de los campos. Diana se acercó a la ventana, y con los ojos en la lejanía, murmuró seriamente: –Yo decía que tenía que llover, pero no me hacían caso. Bruno y Vicente que la escucharon rieron para sí disimulando. –¡Hermana!... ¿Dónde tienes un espejo?... –preguntó Vicente con los ojos vivos y alegres,. –¿Para qué demonios quieres espejo?... –¿Cómo para qué?... ¡Para afeitarme! –diciendo esto sacó la navaja y la brocha del bolsillo. –Y también la tijera... Que Bruno es buen peluquero... Bruno festejó el chiste con una carcajada, y Diana apareció con el espejo y los ojos dañados por algo de adentro. Abrazó fuerte al hermano y se llevó un pañuelo a la cara, agregando con firmeza en el tono: –¡Bueno!... y que sea rápido todo, que mañana tengo mucho que hacer.- 2001 @ JOSÉ ADOLFO GAILLARDOU / Fondo Editorial Pampeano |