Pero Zeus velaba sobre las dos
víctimas inocentes. Aplacó las olas y permitió que la frágil caja
arribase a una isleta de las Cícladas. El extraño cofrecito fue recogido
por algunos pescadores, que lo llevaron al rey Polidecto. Imaginad el
asombro del soberano cuando, al abrir la caja, encontró dentro de ella
aquella espléndida joven y aquel maravilloso niño. Acogió a los dos
náufragos en su corte, e impresionado por la belleza de la madre, deseó
casarse con ella y educar al hijo.
Pasaron los años y Perseo creció cada vez
más bello y más fuerte. Dánae estaba orgullosa de él. En cambio,
Polidecto odiaba al joven, a quien consideraba como un obstáculo para sus
nupcias con la madre. Por ello, decidido a deshacerse de él, lo mandó
llamar y le dijo:
-Perseo, te he criado y he hecho mucho por
ti; a cambio de los servicios que te he prestado, quiero que me traigas la
cabeza de Medusa.
Ante aquellas palabras, Perseo se amedrantó,
porque para él significaba una condena a muerte. En efecto, Medusa, una
de las gorgonas, era un monstruo espantoso de brazos de bronce, alas de
oro, cabeza horrible, coronada de serpientes en lugar de cabellos, y ojos
que petrificaban a los que miraban. Sin embargo, el joven no osó negarse
a acometer aquella desesperada empresa. Se despidió de su madre, que
lloraba desconsoladamente, y se dirigió a la costa para embarcar. |