Uno de los Titanes que se rebelaron contra el poder de Zeus,
Japeto, estaba casado con la oceánida Climena, y tuvo varios hijos,
entre ellos, Atlante o Atlas, que sostenía el mundo sobre sus hombros,
y Prometeo, el bienhechor de la humanidad.
Prometeo era bueno, profundamente generoso y amaba a los
hombres, por los que sentía una profunda compasión. En aquel tiempo,
los humanos vivían en cuevas excavadas en las montañas, se alimentaban
de carnes crudas de animales, sufrían enormemente y morían a montones
durante los hielos invernales, contra los que no podían defenderse
de ningún modo. Y cuando llegaba la noche oscura y sin estrellas,
temblaban de miedo, envueltos por las tinieblas, que no sabían disipar.
Prometeo sentía angustiarse su corazón por estos desgraciados,
cuya vida era muy semejante a la de las bestias, y decidió ayudarles.
Un día subió a las altas cumbres del Olimpo donde ardía el fuego
divino y encendió en él una antorcha. Con el producto de su robo,
se precipitó por la pendiente del monte sagrado, llegó junto a los
hombres, que lo esperaban ansiosos, y les dio el fuego.
Desde entonces, gracias a su don generoso, la vida humana
cambió radicalmente. Los hombres se construyeron sus casas , forjaron
armas, comieron carne cocida, se calentaron durante los fríos inviernos
y alumbraron las noches, con lo que suprimieron para siempre el
terror de las tinieblas. Prometeo les había hecho un regalo magnífico,
les había llevado la luz, el bienestar, la alegría y la civilización.
Pero Zeus, al darse cuenta del hurto, se enfureció y pronunció
terrible condena contra el audaz culpable. Prometeo fue encadenado
en una ladera del Cáucaso, y allí permaneció por años y años: su
cuerpo se secó por el sol, sus ojos quedaron casi ciegos, deslumbrados
por las nieves y azotados por los vientos. Inmóvil, insomne, pasaba
las noches pidiendo en vano la muerte y maldiciendo su origen inmortal.
Además, como si ese martirio nu fuese bastante, todas las mañanas
bajaba un águila del cielo, le desgarraba las carnes y se nutría
con su hígado. Durante la noche el hígado crecía de nuevo, y a la
mañana siguiente el nuevo martirio se repetía.
A pesar de este tormento sin fin, el corazón de Prometeo
estaba siempre lleno de orgullo por haber dado la llama divina a
los hombres.
- ¡Es hermoso sufrir por la civilización y el progreso!
- decía.
Por fin, pasados treinta años, Zeus tuvo piedad de él y
permitió que Hefestos rompiera las cadenas que lo sujetaban a la
roca y que Heracles lo libertara y diese muerte al águila de acerado
pico que lo torturaba sin descanso. Es más, hasta llegó a admitirlo
en el Olimpo, donde vivió en compañía de los demás inmortales.
Mariluz

|