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Los pimpollos de las acacias amarillas despuntaban cuando llegó Sidrac. Corría el mes de enero y los árboles en flor me cegaron com su luz clara y dorada, iluminando mi interior com su esplendor amarillento cuando entré en la habitación y posé los ojos en Sidrac.
- No puede hablar - dijo alguien -, pero la persona que lo trajo dice que se llama Sidrac.
El amarillo de las acacias relucía suavemente sobre la piel adolescente cuando se paró frente a mí, el amarillo dorado de las acacias fusionado com la arcilla terrosa. Ojos indios, de pupilas negras, transparentes, plenas de misterio y pureza. Su cabello era fino, intensamente negro, y caía sobre su frente y su nuca en mechones mansos. Manos curtidas e ásperas; uñas largas y sucias.
- Qué te trajo aquí, Sidrac, y com semejante nombre?
- De dónde eres?
- Del Lago de Oro - acotó alguien.
- Y dónde se halla esse Lago de Oro?
- Cerca del Lago de Maíz.
Lago de Oro. Sidrac había venido del Lago de Oro, en las cercanías del Lago de Maíz. Sin duda provenía de un lugar donde debía encontrarse outro amarillo, también dorado, pero líquido, orgánico. Acacias doradas, granos amarillos de maíz, un lago de oro... Esa era la comerca mágica de Sidrac. Sidrac, inmóvil, enfermo, deprimido, catatónico...
Solíamos pasear todos los días, él y yo, serena y plácidamente, juntos. El camino que bordeaba la casa extraña y triste era largo, pero nada nos urgía ni nos fatigaba. Era un hábito fijo, invariable, encontrarnos cada mañana. Um escenario siempre distinto nos aguardaba. Era el tono rosáceo de la casa grande, com sus paredes pintadas, el cielo claro, azulino, luminoso, com las nubes juguetonas que se metamorfoseaban mágicamente en flores, animales fantásticos, ángeles, enormes pájaros que salían volando en dirección a las estrellas imposibles.
Cuántos tonos verdosos en las hojas y en las frutas! Jacas, mangos, guavas, bananas, en cuyo verdor inmaduro podíamos adivinar el amarillo en sazón que era su habitat, y que florecía com fuerza, aquí y allá, com extraña belleza, en los racinos suspendidos de las acacias, en el jardín de la vieja casa. (Fue allí donde el jardinero, un viejo amigo mío, outro nativo de aquel mundo mágico, solía plantar macaxeira, impúdicamente mezcladas con ramos de rosas... Y qué misteriosos y coloridos manojos de flores silvestres creaba com ellas!)
El viento nos acariciaba, el sol de enero nos caldeaba y consolaba. Nuestros encuentros transcurrían en silencio. Un silencio opresivo, pero tierno, luminoso y suave como una pluma. En esas ocasiones tu sufrimento parecía ausentarse. Era como si hubieras arribado de un extenso viaje por extrañas tierras, y tus ojos estuvieran viendo o (quién sabe?) revivendo cada día, hora y objeto por vez primera. Poco después no te bastó ver únicamente los lugares que se habían tornado familiares; tenías que palpar y sentir la textura de esse verdor que parecía anticipar la gloria amarilla del Lagoa de Oro, tu lugar de origen. Tus manos buscaban ansiosamente las hojas, las flores y las frutas... Finalmente, como reviviendo lo que ya habías visto y sentido, rozabas familiarmente los diminutos frijoles y encerrabas en tus palmas las tiernas vainas que se extendían amorosamente hacia ti, a lo largo de nuestro sendero, tuyo y mío. Entonces buscabas un sitio donde plantarlos y lo marcabas com una pequeña cruz, rezando: "En el nombre del padre..."
Sabes, Sidrac, que la esponja loofah que recogiste y que me diste ("sirve sólo para lavar platos y pisos") se transformó después en una bella historia? Algún día te la contaré.
Fue allí, en ese mismo terreno labrado por tus manos morenas y rudas, donde plantaste y germinaste una nueva vida. Nunca imaginaste que pudiera morar semejante tristeza detrás de las rejas de la unidad de aislamiento que viste desde tu pequeño jardín... Aparte de la enfermedad mental, encerraba también entre sus muros fiebres, toses, noches insomnes trágicamente coloreadas por escupitajos sanguinolentos. Allí súbitamente explotaste com la violencia del que es joven y sufre más allá de la humana resistencia. Sentías que debías gritar o morir. Y gritaste, gritaste. Tu voz cortaba el aire como látigos de acero: "Mi madre es una puta! Todos, en el Lago de Oro, dicen que mi madre es una puta... una puta!"
Qué se puede hacer o decir, salvo guardar silencio y comprender? Gradualmente regresaste al mundo de la realidad. La ciencia médica te hizo retornar poco a poco a los senderos del Lago de Oro donde habías visto pastar ganado, más tarde sacrificado, y donde "vendí carne en el mercado, pero sólo la probaba una vez por semana" Y qué saudade siento por aquellas deliciosas y tostadas muchachas del Lago de Oro!"
Entonces, orgullosamente, rememorabas la prueba incontestable de tu hombría y tu coraje.
- Soy un hombre. Y estuve preso dos veces en el Lago de Oro.
(Como podría haber una prisión en el Lago de Oro y cómo podría pensar alguien en encerrarte en una celda, Sidrac?). Como peces diminutos y coloridos en el fondo de un estanque turbulento flotaba tu memoria, venía y se alejaba, errática. Y allí nació o renació en tí un nuevo amor por los objetos que te rodeaban, como esa bolsa colgada de un hombro, com festones azules, blancos y amarillos, siempre amarillos... Tu primer gesto, a la mañana fue sacarme el bolso y apretarlo contra tu pecho, como un escudo lírico y audaz.
- Todos los médicos deberían usar bolsos como éste.
Eras gentil, manso, violento; un vellón de lana y de acero. Y sabías mejor que cualquier outro ofrecer flores, hojas y frutas, y leer los signos de aceptación y de amistad en los ojos de la gente.
Pero nunca habías visto el mar. "A qué se parece el mar? Llévame al mar! Llévame!"
Cómo pedías y necessitabas ver el mar; y los aviones; y los barcos...
- Cómo pueden permanecer en el aire? Y cómo pueden los barcos descansar sobre el agua?
Sidrac y el mar se encontraron durante un atardecer tan azul como el cielo, claro, inolvidable... El mar parecía una enorme sábana de plata pulida... Los pies descalzos y morenos... (Los gestos lentos, ccomsu próprio ritmo y armonía. Se había quitado los zapatos, y los había colocado bajo el sol, en un pequeño sendero de piedras blancas y negras). Los automóviles rugían en la carretera. Hombres, mujeres y niños pasaban a nuestro lado sin adivinhar que te dirigías al mar por primera vez. (Te había dicho que el mar era verde o azul o gris). Como siempre, parecías haber retornado; no denotabas sorpresa ni perplejidad y reaccionabas como si todo ya hubiese sido experimentado y visto, y sólo estaba siendo rememorado, renacido, reactuado por tí. Habías vuelto, como siempre, sin saber de dónde, ni cómo ni cuándo... O era yo quien no lo sabía? La espuma blanca acariciaba tus pies, y tus manos, como conchas marinas, la recogían, excitadas.
- Es tremendo! Es terrible!
- Qué placer me deparaba observar-te Sidrac, com tus gestos salvajes, tu piel delicada que reflejaba el amarillo de la acacia y un cierto Lago de Oro, un amarillo mezclado y fusionado com el marrón terroso del suelo que habías trabajado y amado. Te sumergiste y te perdiste en aquella larga franja de espuma, aquella inmensa lámina de plata pulida, esse mar que veías por primera vez... (Y cómo es que nunca me preguntaste por qué te había dicho que el mar era verde o azul o gris cuando te encontré pintando com esos colores, una mañana?).
Después no agitaste un párpado cuando viste los aviones, despegando y aterrizando. Presentí que, com la mayor simplicidad, emprenderías vuclo en uno de esos enormes pájaros de metal, como un viajero veterano, habituado a las largas travesías, hacia destinos vagos e imprecisos. Y más tarde, los barcos, que tanto deseabas ver, antes de partir a tu tierra dorada, tan frecuente ya en tus pensamientos. (Eran de Polonia y de Grecia, aquella tarde. "Cómo se arreglan para permanecer sobre el agua? Oy!").
Al fin, la partida. Sonreías, Sidrac, los ojos escondidos detrás de tus pestañas largas, suaves y oscuras. Los pantalones largos te convertían en un "hombre" de verdad, y apretabas tenazmente la cartera de cuero en la que guardabas tus preciadas pertenencias (una estampa sagrada que te había entregado una monja, un pañuelo, algunas monedas, una foto tuya, un pequeño peine, un espejito y la gran fortuna de cincuenta cruzeiros).
Contigo, Sidrac, se fue también el tiempo de las acacias. Nuestros árboles están desnudos, y siento saudade del color amarillo, los racimos dorados, outra clase de oro, orgánico, vivo, siempre renacido y despierto ahora en el silencio milenario de las cosas recreadas, a la espera del próximo verano.
Tradujo del inglés: escritor Samuel Pecar (Publicação: Revista de Artes [1]y Letras Alef. Nº 7 - Págs. 28/29 - Israel)