José María
Heredia
(1803-1839)
Oda al Niágara
Templad mi lira, dádmela, que siento en mi alma estremecida y agitada arder la inspiración. ¡Oh!, ¡cuánto tiempo en tinieblas pasó, sin que mi frente brillase con su luz!... Niágara undoso, tu sublime terror sólo podría tornarme el don divino, que ensañada me robó del dolor la mano impía.
Torrente prodigioso, calma, acalla tu trueno aterrador; disipa un tanto las tinieblas que en torno te circundan, y déjame mirar tu faz serena, y de entusiasmo ardiente mi alma llena. Yo digno soy de contemplarte; siempre lo común y mezquino desdeñando, ansié por lo terrífico y sublime. Al despeñarse el huracán furioso, al retumbar sobre mi frente el rayo, palpitando gocé; ví al Oceano azotado por Austro proceloso, combatir mi bajel, y ante mis plantas sus abismos abrir, y amé el peligro, y sus iras amé; mas su fiereza en mi alma no dejara la profunda impresión que tu grandeza.
Corres sereno y majestuoso, y luego en ásperos peñascos quebrantado, te abalanzas violento, arrebatado, como el destino irresistible y ciego. ¿Qué voz humana describir podría de la sierte rugiente la aterradora faz? El alma mia en vagos pensamientos se confunde al contemplar la férvida corriente, que en vano quiere la turbada vista en su vuelo seguir al borde oscuro del precipicio altísimo; mil olas, cual pensamiento rápidas pasando, chocan y se enfurecen, y otras mil y otras mil ya las alcanzan, entre espuma y fragor desaparecen. ¡Mas llegan, saltan! El abismo horrendo devora los torrentes despeñados; crúzanse en él mil iris, y asordados vuelven los bosques el fragor tremendo. Rómpese el agua... y salta, y una nube de revueltos vapores cubre el abismo en remolinos, sube gira en torno, y al cielo cual pirámide inmensa se levanta, y por sobre los montes que le cercan al solitario cazador espanta.
Mas, ¿qué en ti busca mi anhelante vista con inquieto afanar? ¿Por qué no miro alrededor de tu caverna inmensa las palmas, ¡ay!, las palmas deliciosas, que en las llanuras de mi ardiente patria nacen del sol a la sonrisa, y crecen, y al soplo de las brisas del Océano bajo un suelo purísimo se mecen?
Este recuerdo a mi pesar me viene... Nada ¡oh Niágara! falta a tu destino, ni otra corona que el agreste pino a tu terrible majestad conviene. La palma, y mirto, y delicada rosa, muelle placer inspiren y ocio blando en frívolo jardín; a ti la suerte guarda más digno objeto y más sublime. El alma libre, generosa, fuerte, viene, te ve, se asombra, el mezquino deleite menosprecia, y aún se siente elevar cuando te nombra.
¡Dios, Dios de la verdad! En otros climas vi monstruos execrables, blasfemando tu nombre sacrosanto, sembrar error y fanatismo impío, los campos inundar en sangre y llanto, de hermanos atizar la infanda guerra, y desolar frenéticos la tierra. Vilos y el pecho se inflamó a la vista en grave indignación. Por otra parte vi mentidos filósofos que osaban escrutar tus misterios, ultrajarte, y de impiedad al lamentable abismo a los míseros hombres arrastraban. Por eso siempre te buscó mi mente en la sublime soledad; ahora entera se abre a ti; tu mano siente en esta inmensidad que me circunda, y tu profunda voz baja a mi seno de este raudal en el eterno trueno.
¡Asombroso torrente! ¡Cómo tu vista el ánimo enajena y de terror y admiración me llena! ¿Do tu origen está? ¿Quién fertiliza por tantos siglos tu inexhausta fuente? ¿Qué poderosa mano hace que al recibirte no rebose en la tierra el Oceano?
Abrió el Señor su mano omnipotente, cubrió tu faz de nubes agitada, dió su voz a tus aguas despeñadas, y ornó con su arco tu terrible frente. ¡Miro tus aguas que incansables corren como el largo torrente de los siglos rueda en la eternidad!... ¡Así del hombre pasan volando los floridos días y despierta al dolor!... ¡Ay! agostada yace mi juventud, mi faz marchita, y la profunda pena que me agita ruga mi frente de dolor nublada.
Nunca tanto sentí como este día mi soledad y mísero abandono y lamentable desamor... ¿Podría un alma apasionada y borrascosa sin amor ser feliz? ¡Oh!, ¡si una hermosa digna de mí me amase, y de este abismo al borde turbulento mi vago pensamiento y mi andar solitario acompañase! ¡Cuál gozara, viéndola cubrirse de leve palidez y ser más bella en su dulce terror, y sonreírse al sostenerla en mis amantes brazos!... ¡Delirios de virtud!... ¡Ay! Desterrado, sin patria, sin amores, sólo miro ante mi llanto y dolores.
¡Niágara poderoso! oye mi última voz; en pocos años ya devorado habrá la tumba fría a tu débil cantor. ¡Duren mis versos cual tu gloria inmortal! ¡Pueda piadoso viéndote algún viajero, dar un suspiro a la memoria mía! Y yo, al hundirse el sol en Occidente, vuele gozoso do el Criador me llama, y al escuchar los ecos de mi fama, alce en las nubes la radiosa frente.
Reproducimos aquí el texto de la primera edicióm realizada en Nueva York en 1825.
Foto: Vista de las Cataratas del Niágara, tomada desde el lado canadiense desde donde se observan las Cataratas Americanes y parte del salto de la Herradura.
Tenga su propia página gratis.