VERSIONES 14/15

Año del Buey - Junio/Julio - Agosto/Setiembre de 1997


Director, editor y operador: Diego Martínez Lora.
Versiones se elabora desde la ciudad de Vila Nova de Gaia, Portugal


Rainer Maria Rilke:
Primera y Décima Elegías de Duino


Traducción del alemán de Renato Sandoval(*)


Primera elegía

¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros celestiales? Y si sucediera que de pronto un ángel me estrechase contra su corazón, perecería ante su más poderosa existencia. Pues lo bello no es más que el comienzo de lo terrible que aún ahora soportamos y admiramos tanto porque, impasible, desdeña destruirnos. Todo ángel es terrible. Y por eso me contengo engullendo el reclamo de un sombrío llanto. ¡Oh! ¿Y de quién entonces podríamos valernos? No del ángel, no de los hombres, ahora que los sagaces animales advierten que en casa ya no estamos muy seguros, en este mundo señalado. Tal vez nos quede algún árbol en la pendiente al que a diario contemplásemos: nos queda la calle de ayer y la complacida lealtad de una costumbre que gustó de estar en nosotros, y se quedó y no partió. ¡Ah, y la noche! La noche cuando el viento, henchido de espacio cósmico, nos roe el rostro... ¿A quién no le será dada ella, la anhelada, la gentil decepcionante que ante el solitario corazón penosamente se presenta? ¿Será más leve para los amantes? Oh, ellos no hacen más que ocultarse mutuamente su destino. ¿Es que aún no lo sabes? Arroja de tus brazos el vacío hacia los espacios que inhalamos; tal vez para que las aves sientan el aire dilatado con más íntimo vuelo. Sí, pero las primaveras te requerían. Algunas estrellas te exigían que las presintieras. Una ola se alzó hasta ti en el pasado, o cuando pasabas frente a una ventana abierta, las notas de un violín se te entregaron. Todo eso era misión. ¿Pero la cumpliste? ¿No te hallabas disperso aún por tanta espera, como si todo te anunciase una amada? (¿Dónde querrás ocultarla ahora que los grandes y extraños pensamientos en ti entran y salen quedándose a menudo por la noche?) Pero si tienes nostalgia, canta pues a las amantes; lejos aún de ser bastante inmortal está su famoso amor. A esas desvalidas -¡casi les envidias!- a las que hallaste más apasionadas que a las satisfechas. Empieza siempre de nuevo la alabanza tan inalcanzable; recuerda que el héroe se sostiene; hasta la caída fue para él sólo pretexto de ser: su último nacimiento. Pero, exhausta, la naturaleza vuelve a acoger a las amantes, como si no tuviera fuerzas para volver a acometerlo. ¿Has pensado lo suficiente en Gaspara Stampa, como para que cualquier muchacha, abandonada por el amado, ante el admirable ejemplo de esta mujer amante pueda decir: «Si yo fuese como ella»? ¿No deberían al fin estos dolores remotos hacernos más fecundos? No es tiempo de que al amar nos liberemos del amado y logremos resistirlo, estremecidos: como la flecha que, tensa en el arco, reúne el impulso que la hará superior a sí misma. Pues el quedarse no existe. Voces, voces. Escucha, corazón mío, como antes solo los santos lo hacían: el inmenso llamado los elevaba del suelo; pero ellos seguían de rodillas, irreales, más distantes y sin reparar en nada. Así, atentos, escuchaban. No es que podrías soportar la voz de Dios, ni de asomo. Pero escucha siquiera el soplo, la noticia constante que se forma del silencio. Ahora te llega el susurro de esos jóvenes muertos. Donde quiera que entrabas, en las iglesias de Nápoles y Roma, ¿no te contaban, serenamente, su destino? O excelsa se te presentaba una inscripción, como hace poco aquella losa en Santa María Formosa. ¿Qué quieren de mí? Suavemente debo apartar de ellos esa apariencia de injusticia que a veces impide un poco el movimiento puro de sus espíritus. En verdad que es extraño no habitar ya la tierra, abandonar las costumbres apenas aprendidas, y a las rosas, y a otras cosas a su modo promisorias, no conferirles el sentido del porvenir humano; no ser ya lo que se fue en manos de angustia infinita y desprenderse hasta del propio nombre como un juguete hecho pedazos. Extraño no seguir deseando los deseos. Extraño ver que todo lo que nos concernía revolotea sueltamente en el espacio. Y penosa la tarea de estar muerto, penoso el recobrarse plenamente hasta llegar a sentir poco a poco un asomo de eternidad. Pero todos los vivos cometen el error de querer distinguir con demasiada nitidez. Los ángeles (se dice) a veces no sabrían decidir si andan entre los vivos o los muertos. La corriente eterna arrastra siempre todas las eras consigo surcando los dos reinos, y más fuerte que ellas en ambos resuena. Y a la postre los tempranamente arrebatados ya no nos necesitan, suavemente uno se aparta de lo terrestre como de los dulces pechos de la madre. Pero nosotros, que tan grandes secretos necesitamos, pues de la tristeza brota a menudo el bendito progreso, ¿podríamos estar sin ellos? No en vano cuenta la leyenda cómo antaño, en el lamento por Lino, la primera música osó horadar la dureza de la materia inerte, y que por vez primera en el espacio estremecido, del que fugara de pronto y para siempre un joven semidivino, el vacío se vio colmado con aquella vibración que ahora nos transporta, nos consuela y nos asiste.


Décima elegía

Que un día, libre ya de esta terrible visión, se eleve mi canto de júbilo y alabanza a los ángeles propicios. Que de los martillos claramente pulsados de mi corazón, ninguno se rehúse a herir las flojas, vacilantes o desgarradas cuerdas. Que mi bañado rostro me vuelva más resplandeciente; que florezca el llanto escondido. Oh noches, tan llenas de pesadumbre, qué amadas me serán entonces. Cómo no las acogí, genuflexo, inconsolables hermanas, disolviéndome en su ondulante cabellera. Nosotros, que disipamos las penas. Cómo vislumbramos, en el triste transcurrir, su probable final. Pero en realidad ellas son nuestro follaje invernal, nuestra sombría siempreviva, una de las estaciones del año secreto; no solo estación: son lugar, poblado, campamento, suelo, residencia. Ay, qué extrañas son en verdad las callejas de la ciudad del dolor, donde en la falsa calma, hecha de excesivo ruido, del molde del vacío surge con fuerza el estrépito dorado, el monumento que estalla. Oh, cómo un ángel hubiera aplastado, sin dejar rastros, su mercado de consuelos, circundado por la iglesia que compraron hecha: tan limpia y cerrada, defraudada como el correo en domingo. Pero afuera se crispan siempre los contornos de la feria anual. ¡Columpios de la libertad! ¡Buzos y prestidigitadores del afán! Y el tiro al blanco con muñecos de la dicha engalanada, donde se patalea desde el blanco y resuena la hojalata cuando alguien con mayor fortuna acierta. Y éste, entre el aplauso y el azar, se marcha dando traspiés, ahora que de las barracas se llama a los curiosos, y se escuchan los pregones y redobles de tambor. Para los adultos hay aún una atracción especial: cómo el dinero se acrecienta, anatómicamente, y no solo por placer: el órgano sexual del dinero, todo, el conjunto, el acto; eso instruye y hace fértil... ...Ah, pero enseguida, más allá, detrás de la última valla, cubierto con los anuncios de «Sin muerte», aquella amarga cerveza que los bebedores encuentran dulce, cuando con ella rumian sin cesar nuevas distracciones..., justo detrás de la valla, justo allí, está lo real. Los niños juegan y se abrazan los amantes, retirados, serios, sobre la hierba miserable, y unos perros dan rienda suelta a su naturaleza. El joven se deja arrastrar aún más lejos: tal vez porque ama a una joven Queja... La sigue hasta la pradera. Ella dice: -Lejos. Vivimos allí afuera... ¿Dónde? Y el joven la sigue. Le impresiona su porte. Los hombros, el cuello; quizás ella sea de un linaje ilustre. Pero él la abandona, regresa, vuelve la cabeza, le hace una seña... ¿Para qué? Ella es una Queja. Sólo los jóvenes difuntos, en el primer estado de su serenidad intemporal, de su paulatino desprendimiento, la siguen con amor. A las jóvenes aguarda y procura ganar su amistad. Con dulzura les muestra lo que lleva sobre sí: las perlas de la pena y los finos velos de la resignación. Con los jóvenes ella marcha en silencio. Pero allí donde viven, en el valle, una de las Quejas más viejas responde al joven que le hace preguntas. -Alguna vez, dice ella, nosotras las Quejas fuimos una raza ilustre. Nuestros padres trabajaban en la mina de la gran montaña. Entre los hombres encontrarás a veces un fragmento tallado del dolor primigenio, o bien, expulsada de un viejo volcán, la pétrea lava de la ira. Sí, todo eso proviene de allí. En otro tiempo fuimos ricas. Y ligera, ella lo conduce por el vasto paisaje de las Quejas, le muestra las columnas de los templos o las ruinas de aquellos castillos donde un día los príncipes de las Quejas gobernaban sabiamente sus dominios. Le muestra los altos árboles de las lágrimas y los campos de la melancolía en flor (los vivos solo conocen su suave follaje); le muestra los rebaños del luto, que ahora pacen; a veces un ave se espanta y, volando a ras de la mirada, traza a lo lejos la imagen escrita de su grito solitario. Al atardecer, lo conduce a las tumbas de los ancestros de las Quejas, las sibilas y los augures. Pero a la llegada de la noche, van más quedamente, y pronto se levanta, bañada por la luna, la lápida mortuoria que todo lo vigila. Hermana de la del Nilo, la grandiosa Esfinge, rostro de la cámara silenciosa. Y se maravillan ante la coronada cabeza que, para siempre y en silencio, ha colocado la faz de los hombres en la balanza de las estrellas. La mirada de él no lo abarca, y con la prematura muerte le llega el vértigo. Pero la de ella, que ahora surge detrás del Pschent,(1) ahuyenta al búho. Y éste, surcando suavemente la mejilla, aquélla de la más madura redondez, con delicadeza dibuja en el reciente oído del muerto, como sobre las dos páginas de un libro abierto, la silueta indescriptible. Y más arriba, las estrellas. Nuevas. Las estrellas del país del dolor. La queja las va nombrando lentamente: Mira, aquí están Caballero, Cayado, y a la constelación más exuberante la llaman Guirnalda de frutas. Luego, más lejos, hacia el polo, Cuna, Senda, El libro ardiente, Muñeca, Ventana. Pero en el cielo austral, pura como en la palma de una mano bendita, la clara y esplendorosa M, símbolo de «Madres»... Pero el difunto debe seguir su camino, y en silencio la anciana Queja lo conduce hasta la hondonada donde ahora, a la luz de la luna, resplandece la fuente de la alegría. Ella la nombra con reverencia, y dice: Entre los hombres es un torrente arrasador. Se detienen al pie de la montaña. Y ella lo abraza, llorando. Solo, él asciende la montaña del Dolor Primigenio. Y ni una vez su paso resuena desde el hado enmudecido. Pero, mira, si los innumerables difuntos suscitaran en nosotros un símbolo, tal vez señalarían las vacías cáscaras del avellano, o aludirían a la lluvia que cae sobre la sombría tierra en primavera. Y nosotros, que pensamos en una dicha ascendente, sentiríamos la emoción que casi nos aterra cuando una cosa feliz se precipita.V


(1) Pschent : Corona de la Esfinge, símbolo de la unión del Alto y Bajo Egipto (T.)


(*)Renato Sandoval, traductor de más de una decena de lenguas, ensayista, poeta, narrador, periodista y profesor universitario peruano. Vive en Lima. Para este número 14 Sandoval nos cedió como primicia, en la WEB y en nuestra edición en papel, dos de las diez elegías traducidas que conforman Elegías de Duino, del gran poeta Rainer Maria Rilke. La traducción completa será publicada próximamente por la Universidad Católica del Perú.
Renato Sandoval: (Lima, 1957) estudió Lingüística y Literaturas Hispánicas en la Universidad Católica del Perú, y en la actualidad realiza estudios doctorales en Filología Románica en la Universidad de Helsinki, Finlandia.
En poesía ha publicado Singladuras (1985), Pértigas (1992), Luces de talud (1993) y Nostos (1996). En 1988 apareció El centinela de fuego, libro dedicado al poeta simbolista José María Eguren, y en 1994 su ensayo Ptyx: Eielson en el caracol.
En el campo de la traducción, son conocidas sus versiones de Pavese, Quasimodo, Tabucchi, Arnaut Daniel, Tieck, Södergran, Ågren, Haavikko, Saarikoski, Isak Dinesen, Drummond de Andrade, Sylvia Plath, entre otros.
Ganador en 1988 del primer premio de "El cuento de las 1000 palabras", de la revista "Caretas", tiene un libro de relatos de próxima aparición titulado Tardes de mercurio V.