En la asamblea litúrgica la palabra no sólo se dice o se pronuncia, se "proclama", para ello se cantaba, para darle mayor alcance -hasta el último rincón de la iglesia- y solemnidad. La forma más sencilla de hacerlo es la cantilación-salmodia; ésta consiste en la amplificación del texto ritual en un reducido número de sonidos, regulada por el ritmo verbal en frases libres de cualquier estructura métrica en las Escrituras, o dispuestas en forma de paralelismos poéticos en los Salmos. Una sola nota, una "cuerda", para la mayor parte del texto, y ascensos y descensos de un tono o semitono para marcar el acento principal de la frase o verso, o al principio y al final -la cadencia-; sólo en estos accidentes de la recitación se dejaba espacio libre para expansiones musicales, en forma de melismas según escalas -sucesiones de notas- aprendidas, los iubili, adornos susceptibles de ser ampliados si la ocasión -fiestas como Navidad, Pascua, Ascensión...-, o la especial destreza del cantor se prestaban a ello. Como es lógico, si el Cristianismo surgió del seno de la Religión Judía estas primeras formas de canto fueron tomadas de las sinagogas, pero con el paso de los siglos, lo que sin duda es evidente en la estructura no lo es tanto en las melodías. En cualquiera de las formas, el cantor-solista dirige a la asamblea simbólica, la schola; ésta responde repitiendo un versículo cualquiera del salmo -responsorial-, un texo distinto -antifonal-, o simplemente alleluia tras cada versículo -aleluyático-. El progresivo enriquecimiento musical de estos modelos dio lugar a varios géneros de antifonales-responsoriales: los hay que acompañan una acción litúrgica, Introitus, Communio, cuya extensión, de acuerdo con la ocasión, se modifica con la simple adición de versículos entre cada repetición, Offertoria, normalmente de gran calado melódico, aunque han perdido sus elaborados versículos (excepto en la missa pro defunctis), o que ilustran acciones específicas como la escenificación del Lavatorio en Jueves Santo; o dirigen el antiguo rito de la Adoración de la Cruz en Viernes Santo. El otro gran grupo lo formarían los cantos de meditación y alabanza tras las lecturas, el llamado Graduale por ser cantado desde los gradus del ambón, el alleluia, heredero del iubilus y el tractus. La repetición de los motivos musicales no es sólo por imperativos litúrgicos. Es un recurso estético consciente, que corrobora las diferentes frases musicales y prepara sucesivos desarrollos, en un continuo y variado juego melódico; modelo que hará increíble fortuna en la música occidental.
Mención aparte merecen los himnos. En ellos el texto, normalmente versos breves formados por varios grupos de sílaba breve-larga, se adapta a una fórmula musical preparada para la primera estrofa de la composición, melodía que se impone a las estrofas siguientes, en uno de los primeros casos de supremacía de la música sobre la palabra, y aun de textos poéticos de nueva creación frente a los sacados de las Escrituras. Es por este origen extra-bíblico el que los himnos sean atribuidos a autores concretos, casi siempre grandes personajes de la época que les aportan legitimidad, aunque en la mayoría de los casos se limitaran a encajar nuevas letras en melodías preexistentes.
El inmenso acervo de cantos, de los que hoy conocemos sólo una parte, se desarrolló en un mundo que no conocía la notación. Durante siglos continuó el extenuante esfuerzo de memorización (diez años no eran suficientes para aprender la técnica, según testimonios de los contemporáneos), y trasmisión del repertorio de un cantor a otro, de una generación a otra. Como se puede suponer, el ejercicio dilatado y el intenso aprendizaje situaban a los "iniciados" en condiciones de recrear artísticamente la melodía de un texto litúrgico, si bien utilizaban fórmulas estereotipadas, engarzadas hasta conseguir una creación unitaria en la medida de su talento, fruto del que nacían continuamente nuevas composiciones. Se puede decir que nunca se cantaba igual una melodía, aunque para ellos se trataba siempre de la misma obra. Hecho musical existente sólo en el momento de su interpretación (los sonidos non scribi possunt, como nos recuerda S. Isidoro), materia inasible como la misma esencia divina, y como tal considerada más un "poder" que un arte, por todas partes se trasluce el deseo de trascendencia. Obra colectiva, hablar de composiciones personales resulta superfluo, como tampoco ninguna era una novedad, están vinculadas a una tradición en cuya base son reconocibles una más bien limitada serie de células musicales entre esa aparente variedad infinita, y ordenadas, disimuladas, desarrolladas o comprimidas según leyes precisas. Se trataba de música estrictamente contemporánea. Era la creación del momento, la vanguardia musical, sujeta a tantas variantes locales y temporales como inamovible en sus fundamentos. De todas formas, arte vivo o costumbre ritual, el canto litúrgico no estaba destinado a ser escuchado. Se cantaba por ofrecer la propia música a Dios, en alabanza o súplica. Ya no es que no hubiera compositores con nombres y apellidos, ni siquiera había oyentes en el sentido actual del término; solamente participantes. El coro y los solistas no son artistas ante un auditorio, sino delegados que se expresan en nombre de todos. Su canto, como las preces del celebrante del rito del que forman parte, debe ir sancionado por la aprobación colectiva: tal es el sentido del amen final de los fieles y de las antífonas e himnos.
A partir de mediados del siglo VIII la Iglesia Romana sigue los dictados de los francos. Es entonces cuando empieza a consolidarse la idea de unificar los ritos de la Iglesia de Occidente, muy diferenciados tras siglos de evolución autónoma. Así, lo que más tarde se consideró en Roma "Secundum consuetudinem Romanæ Curiæ" era una elaborada amalgama de tradiciones musicales locales y romanas que tuvo lugar en el territorio franco-germánico, en concreto en torno a la región de Metz, en los siglos anteriores al X. De esos mismos años data la hermosa leyenda que coloca al Espíritu Santo, bajo su habitual forma de paloma, al hombro del papa Gregorio el Grande dictándole al oído, una por una, todas las melodías del oficio litúrgico trescientos años antes (ningún texto que le pertenezca, ni las biografías contemporáneas, prueban la menor intervención directa de este papa en relación con la música). Sacralizado y legitimado por el único pontífice que en la Edad Media fue apodado "Magno", el canto franco-romano llamado a partir de entonces "gregoriano" pasó a ser el emblema musical de la Iglesia de Occidente y, si por una parte se estimularon los intentos de trasmisión escrita de esta música, gracias a los cuales hoy la conocemos, se "congeló" su evolución, lo que supuso el cese de la creatividad y el fin de una tradición viva, y lo que es peor, se extinguieron para siempre prácticas musicales locales que, como la mozárabe, permanecen en silencio pues nadie sabe cómo interpretarlas.
Por canto llano en la Edad Media se entendía no una melodía "plana", sin contrastes, neutra y recogida. El término se acuñó para diferenciarlo de la música medida, y sólo aludía a que no estaba sujeto a compás, carecía de barras de medida. No hay más que escuchar sus rutilantes vocalizaciones para captar ese lirismo, a veces desenfrenado, bien alejado de la "llaneza" que suele atribuirse al "gregoriano". Exento de compás, no de ritmo. La frase musical "planea" sobre el texto; la puntuación, la coordinación rítmica de las sílabas y su articulación dan la medida temporal con mucha más exigencia y fidelidad que cualquier compás. Tampoco podemos pasar por alto que las ideas de recogimiento y meditación son cometidos asignados a esta música a partir de la Edad Moderna pero sobre todo desde finales del siglo XIX. San Pablo, en su Carta a los Corintios, aprueba aquellas reuniones en que, en medio de la colectiva excitación de los cantos, los fieles se levantan, fuera de sí, para improvisar. Así se entendía la música en la iglesia en la época clásica del canto gregoriano. Era casi un "canto de éxtasis", arrebatado y exultante, éxtasis en el sentido medieval: "salir de sí mismo", llevado por el ritmo y los mágicos sonidos; nada que ver con el éxtasis místico que, a partir del siglo XVI, hace entrar al fiel en sí mismo en la paz del silencio del alma. El oyente-espectador moderno no debe buscar en esta música algo distinto a lo que esperaría de una cantata barroca, una sinfonía romántica o una ópera italiana. El canto gregoriano, perdido su cometido práctico, ha vuelto a ser un instrumento de creación de belleza.