COMPLOT CONTRA LA IGLESIA

Maurice Pinay

Cuarta Parte
LA QUINTA COLUMNA JUDÍA EN EL CLERO

Capítulo Trigésimo Cuarto

LA IGLESIA Y LOS ESTADOS CRISTIANOS ORGANIZAN SU DEFENSA CONTRA LA GRAN REVOLUCIÓN JUDAICA MEDIEVAL

   Ante la acción subversiva llevada a cabo por esa red de sociedades secretas dirigidas por el judaísmo, cuyas actividades pusieron en peligro a la Santa Iglesia, a los estados cristianos y a todo el orden de cosas entonces existente, los amenazados se aprestaron a organizar una defensa efectiva, en la que participaron varios Papas sucesivamente; y en forma destacada, el gran Inocencio II, Santo Domingo de Guzmán, San Francisco de Asís, los Concilios Ecuménicos III y IV de Letrán y otros sínodos provinciales.

   Lo más asombroso fue que en la organización de esta eficaz defensa haya intervenido también un librepensador, un incrédulo, enemigo enconado de S.S. el papa Inocencio III, al comprender que Europa estaba a punto de sucumbir en las sangrientas garras de los judíos y de sus herejías. Nos referimos al Emperador Federico II de Alemania, que haciendo a un lado sus pugnas con el papado, tuvo la serenidad y la gran visión política de aquilatar en toda su magnitud el peligro de muerte que se cernía sobre las naciones europeas. A Federico le importaba más, quizá, salvar a su pueblo que a la Iglesia, pero por fortuna la conciencia de esta mortal amenaza impidió que estorbara la obra defensiva, y es más, contribuyó a ella en forma enérgica y eficaz. Ojalá que sigan su ejemplo los patriotas alemanes que luchan actualmente contra la bestia, y que aunque algunos puedan ser incrédulos, no vayan a seguir la senda equivocada y nociva de los nazis de adoptar una posición anticristiana. Los edictos del emperador Federico sirvieron en gran parte de base al régimen inquisitorial, ya que fueron después aprobados por los Papas, demostrándonos la intervención decisiva de este incrédulo, enemigo del papado, que el peligro no sólo amenazaba a la Iglesia, sino a Europa misma, y que el régimen inquisitorial fue indispensable para salvar a ésta de hacer bajo el dominio del imperialismo judaico.

   La situación por la que actualmente atravesamos es tan grave como la del siglo XII, pero se convierte más peligrosa aún si se tiene en cuenta que en nuestros días ni las jerarquías de la Iglesia ni los gobernantes civiles quieren darse cuenta del peligro y aprestarse a la defensa, como si tuvieran puesta una venda en los ojos; o quizá como si una crisis, idéntica a la que ocasionó el cardenal criptojudío Pierleoni, se estuviera gestando en la alta jerarquía, al parecer, muy minada por quintacolumnistas, dispuestos por todos los medios a sujetar la venda frente a los ojos de quienes podrían salvar a la Iglesia y a la Cristiandad.

   Antes de pasar al estudio de las medidas defensivas adoptadas contra el judaísmo y sus herejías en las bulas de diversos Papas y en los Concilios Ecuménicos III y IV de Letrán, haremos una síntesis de dichas medidas.

   Como los judíos militantes públicamente impulsaban por todos los medios las herejías revolucionarias que desgarraban a Europa y no desaprovechaban la menor oportunidad para conquistar y sojuzgar a los pueblos cristianos, se imponían, desde luego, medidas tendientes a evitar que estos extranjeros dañinos y traidores siguieran haciendo tanto mal.

   Lo más importante era prevenir su contacto estrecho con los cristianos, porque éste les servía para engañarlos y envenenar sus conciencias con doctrinas disolventes. Para lograr este fin, se hicieron ejecutar rigurosamente lo cánones de los santos Concilios de la Iglesia, que a través de los siglos habían ordenado esta separación. Estos cánones, aunque vigentes, estaban relegados al olvido en vastas regiones, bastando solamente con hacerlos cumplir por las autoridades civiles y religiosas. Posteriormente se fueron aprobando, por los concilios ecuménicos, nuevos cánones que daban vigencia universal obligatoria a la disposición referente a la señal que debían llevar puesta en sus vestidos los judíos, para que los cristianos los identificaran como tales y se cuidaran de sus fábulas, engaños y fraudes. Trayendo la señal, si un hebreo intentaba predicar una herejía o la subversión del orden social nadie le hacía caso pues sabía que se trataba de un judío timador, contra cuya falsedad se prevenía constantemente a los fieles en los púlpitos de las iglesias y a los clérigos en el ritual y en la liturgia, en donde había constantes alusiones a la perfidia judaica, entendiéndose como tal todo el conjunto de actividades subversivas, heréticas, de infiltración interna en el clero de la Iglesia y en general, todas las maldades que caracterizaban la acción del hebreo en la sociedad cristiana. Después, para completar este cuadro defensivo, vino la implantación del guetto obligatorio, forzándose a los hebreos a morar en un barrio especial de cada población, impidiéndoles vivir entre los cristianos y pervertirlos con sus ponzoñosas doctrinas e intrigas.

   Con el mismo fin, se les excluyó de los gremios de artesanos, de las nacientes universidades y de las instituciones esenciales de la sociedad cristiana, librándolas así de su dominio y evitando que las utilizaran para hacer triunfar sus repetidas conspiraciones contra la Santa Iglesia y contra los infelices pueblos que les habían abierto sus fronteras y brindado cordial acogida.

   En una palabra, la Iglesia y sus pastores se aprestaron a cumplir con el deber de cuidar a sus ovejas de las asechanzas del lobo, tal como Cristo Nuestro Señor lo ordenó.

   En nuestros días, los quintacolumnistas infiltrados en la alta jerarquía del clero, pretextando supuestas mejoras, pretenden que en el actual Concilio Vaticano II se aprueben ciertas reformas equivalentes a entregar las ovejas en las garras del lobo, ya que planean en la sombra facilitar al comunismo su victoria o impedir que los pueblos se defiendan del imperialismo de los judíos y de sus perversas conspiraciones, tratando que sean aprobadas por el Concilio tesis generales y vagas sobre la unidad de los pueblos o de las Iglesias, las cuales puedan ser aprovechadas después por el comunismo, el judaísmo, sus cómplices y sus agentes en el clero católico.

   Mientras la Santa Iglesia y los estados cristianos tomaban las medidas antes dichas para impedir o cuando menos disminuir la eficacia de la actividad subversiva de los judíos públicos, volvían especialmente su atención al problema de los judíos secretos (herejes judaizantes) y de sus movimientos subversivos (herejías diversas).

   Como los judíos clandestinos aparecían en público como sinceros cristianos, vivían en lo exterior como piadosos católicos y hasta se infiltraban en el clero; en muchos de ellos se había perdido con los siglos toda noción y origen de su origen hebreo, con lo que se hizo muy difícil localizarlos.

   Infiltrados en todas las esferas de la vida religiosa, política y social, eran muchísimo más peligrosos que los hebreos que públicamente profesaban su religión. Por otra parte, las sectas heréticas que organizaban, funcionaban en forma parecida al judaísmo clandestino, pues los herejes vivían en lo exterior como católicos; sus organizaciones y sus reuniones eran secretísimas. Como sus ocultos directores, los judíos subterráneos se metían por todas partes, minando la sociedad cristiana sin que la Iglesia o el Estado pudieran evitarlo. Sólo cuando la conspiración estaba madura y con fuerza suficiente para dar un golpe decisivo, la secta hacía estallar una de esas sangrientas revoluciones que estremecieron y ensangrentaron a la sociedad medieval y que de no haber sido aniquiladas por completo, hubieran adelantado varios siglos la catástrofe que ahora se cierne sobre el mundo.

   Se necesitaba, pues, extirpar este tumor si los pueblos querían vivir en paz, si la Iglesia quería salvarse y salvar a la sociedad cristiana y si las naciones no querían caer en la garras del judaísmo.

   Todos comprendieron que contra esa red de organizaciones secretas no era posible combatir de otra manera, sino utilizando una organización también de carácter secreto, capaz de destruir todos los tentáculos del pulpo y sobre todo la cabeza, que es el judaísmo clandestino. Así surgió la idea de la constitución del Santo Oficio de la Inquisición.

   Al principio los Papas dieron a los obispos las funciones inquisitoriales, pero ocupados los prelados en los asuntos de sus diócesis, que les absorbían casi todo el tiempo, muy poco les quedaba para atender esas funciones. La experiencia demostró pues que la Inquisición Episcopal era por tal motivo ineficaz, faltándole además la debida coordinación.

   El judaísmo clandestino se encontraba extendido por todo el mundo cristiano, lo mismo que sus herejías revolucionarias. El enemigo constituía una organización de carácter interestatal –o internacional, como se le llama ahora- por lo que era imposible combatirla a base de organizaciones de carácter local. Los tribunales civiles, por las mismas razones apuntadas, eran inadecuados para lograr los objetivos señalados, ya que los de un Estado carecían de coordinación respecto a los de otro, cosa que les hacía imposible la organización de una acción represiva universal, indispensable para un enemigo que tenía tal carácter.

   En medio de la división de la Cristiandad, desmembrada en varios estados, algunos de los cuales estaban divididos por sordas rivalidades, el Papa era el único lazo de unión, la única institución de carácter interestatal que podía enfrentarse a un enemigo de esas proporciones. La Inquisición Pontificia fue, por tanto, indispensable para el objeto.

   Al principio algunos obispos se opusieron a la medida, instigados por los clérigos quintacolumnistas; por fortuna, en esos tiempos el poder de la quinta columna era mucho menor que en tiempos de Pierleoni y ésta no pudo evitar la creación de la Santa Inquisición Pontificia, en la que los inquisidores funcionaban con el carácter de delegados del Papa y que acabó siendo puesta bajo la dirección de un Gran Inquisidor. De esta manera quedó constituido el organismo capaz de destruir al enemigo; y lo hubiera aniquilado, de no haber sido porque el judaísmo, en diversas ocasiones, logró capitalizar en su provecho la bondad natural de los Papas, abusando de su buena fe para obtener perdones generales en beneficio de criptojudíos y herejes, los cuales destrozarían más tarde de un solo golpe la obra realizada por los inquisidores durante muchos años de laborioso trabajo. Esta bondad de los Papas fue aprovechada hábilmente por los judíos clandestinos para salvarse de repetidas catástrofes y para poderse reorganizar con miras a una nueva embestida. Así, después de tres siglos durante los cuales la Santa Inquisición Pontificia defendió a Europa y a la Cristiandad del dominio judaico, pudo la sinagoga clandestina, perdonada una y otra vez, dar el zarpazo que desgarró a la Cristiandad en los inicios del siglo XVI y que facilitó al imperialismo judaico realizar, a partir de esa fecha, cada vez más progresos, que le permitieron por fin colocar a la Santa Iglesia y a todos los pueblos del mundo frente a la amenaza del comunismo ateo, asesino y tiránico.

   Lo que durante esos tres siglos hizo tan efectiva la defensa del sistema inquisitorial fue el haber afrontado el problema en todos sus aspectos. La experiencia había demostrado a la Iglesia que muchos sectarios se mantenían impecablemente ortodoxos, de tal manera que era imposible acusarlos de herejía, pero en forma extraña, al mismo tiempo que ostentaban indiscutible ortodoxia, prestaban a los herejes y a los movimientos herético-revolucionarios un apoyo tan valioso, que en muchas ocasiones causaban más daño a la Iglesia y a los pueblos cristianos que los mismos herejes manifiestos. En una palabra, estos individuos actuaban en las filas de la ortodoxia en complicidad con la herejía y en beneficio de ésta. Usando nuestros términos del siglo XX podemos decir que eran como una quinta columna de la secta herética en las filas del catolicismo. Es más, ostentaban su ortodoxia para alcanzar en la sociedad católica, o en las jerarquías de la Iglesia mejores posiciones, desde las que realizaban una más eficaz labor de espionaje en beneficio de la herejía o desde las cuales causaban más estragos a la Iglesia, prestando más valiosos servicios a la secta de que formaban parte.

   Estos individuos que sin ser herejes manifiestos ayudaban en alguna forma a la herejía y a sus adeptos, fueron llamados por la legislación canónica y por la Inquisición "fautores de herejes" o "fautores de la herejía", pudiendo ser castigado su delito con la degradación inmediata, si se trataba de clérigos, y todos con la pena de prisión, confiscación de bienes y hasta de muerte, según los daños que causaran a la sociedad cristiana y a la Iglesia con su apoyo directo o indirecto a la herejía. Aquí nos e trata meramente de un asunto religioso, pues no era el caso demostrar si el individuo era ortodoxo o heterodoxo, sino que era un asunto meramente político, porque lo que había que examinar era si en alguna forma el clérigo o seglar había ayudado a la herejía o a los herejes.

   Al dar este paso la Santa Iglesia y los príncipes pusieron el dedo en la llaga y empezaron a quebrantar los movimientos revolucionarios del judaísmo hasta derrotarlos por completo, ya que desde esos tiempos el secreto de los triunfos judaicos iba radicado en la acción de su quinta columna, es decir, de los fautores de la herejía, que manteniéndose impecablemente ortodoxos, escalaban las altas jerarquías del clero para ayudar desde allí al judaísmo y a sus herejías, al mismo tiempo que con intrigas y condenaciones anulaban a los verdaderos defensores de la Iglesia.

   A fines del siglo XII la Santa Iglesia y los Estados cristianos dirigieron todo el rigor de su acción represiva contra estos quintacolumnistas, pudiendo una vez más triunfar sobre sus mortales enemigos, aunque fuera sólo por tres siglos más. En cambio en nuestros días, estos autores de la herejía: cardenales, obispos y clérigos de toda jerarquía, mientras hacen alarde de ortodoxia, ayudan en diversas formas a los progresos de los movimientos y de las revoluciones masónicas y comunistas, traicionando a la Iglesia y a sus respectivas patrias sin que ninguna degradación les sobrevenga por tan criminal labor; al mismo tiempo atacan con furor inexplicable a los gobernantes cristianos que defienden a sus países del comunismo, de la masonería y del judaísmo o condenan y desprestigian a los anticomunistas que tratan de luchar realmente contra una dictadura roja.

   Esta ha sido la razón capital de los triunfos masónicos y comunistas en el mundo católico, pues al quedar impunes estos sucesores de Judas Iscariote, aumentan cada vez más su fuerza, amenazando ya con apoderarse de la Iglesia entera. En los tiempos de la Inquisición Pontificia hubieran sido sin duda encarcelados, degradados de las órdenes sacerdotales y en algunos casos hasta relajados al brazo seglar para su ejecución. Solamente así la Cristiandad, depurada de los quintacolumnistas, pudo hacer frente con éxito a todas las embestidas del enemigo.

Pero la Santa Iglesia y los Estados cristianos no pararon aquí en su obra de defensa, ya que habiendo algunos que sin ser herejes ni fautores de herejes los encubrían, establecieron penas severas contra esos simples encubridores, fueran clérigos o seglares.

Con esto se fortalecieron grandemente las defensas de la Iglesia y de la sociedad cristiana, ya que en cuanto empezó la degradación de clérigos fautores y encubridores de herejes y su enérgico castigo, fueron disminuyendo los casos de cardenales, arzobispos, obispos o clérigos de otras jerarquías que ayudaban a los movimientos herético-revolucionarios, porque sabían que al hacerlo perdían el puesto y sufrían duros castigos. En nuestros días un arzobispo puede ayudar impunemente a la masonería y al comunismo y traicionar a la Iglesia porque sabe que con sus actos facilite el triunfo de una sangrienta revolución masónica o comunista, siendo por ello responsable después del asesinato de clérigos y de la persecución de la Iglesia, seguirá ocupando cómodamente su silla episcopal como si nada hubiera pasado. Todo esto debemos meditarlo los que tanto interés tenemos en salvar a la Santa Iglesia.

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