COMPLOT CONTRA LA IGLESIA

Maurice Pinay

Cuarta Parte
LA QUINTA COLUMNA JUDÍA EN EL CLERO

Capítulo Trigésimo Séptimo

EL GRAN PAPA INOCENCIO III Y EL FAMOSO CONCILIO IV DE LETRÁN, IMPONEN COMO BUENO Y OBLIGATORIO LO QUE LOS JUDÍOS LLAMAN RACISMO Y ANTISEMITISMO

   S.S. el Papa Inocencio III, reconocido con justicia como uno de los más grandes pontífices de la santa Iglesia, desempeñó indudablemente primerísimo papel en la lucha por salvarla de la demoníaca revolución criptojudía incrementada en el siglo XII, al mismo tiempo que hacía posible el florecimiento de la Cristiandad en el siglo XIII, que con toda razón fue llamado el Siglo de Oro de la iglesia. Pero para lograr todo esto era necesario, ante todo, combatir eficazmente y dominar al enemigo capital del cristianismo y de toda la humanidad, es decir, la Sinagoga de Satanás, y en este terreno el ilustre Papa se distinguió como en todas sus santas empresas. No es pues de extrañar que el rencor hebraico lance contra el benemérito pontífice las más venenosas invectivas.

   El gran dirigente judío Moses Hess, precursor del sionismo, colaborador de Carlos Marx, de quien después se distanció y que tuvo al que éste una influencia decisiva en el mundo israelita del siglo pasado y en el desarrollo de las ideas socialistas, en su obra titulada "Roma y Jerusalén", dice textualmente lo siguiente sobre el Papa Inocencio III:

   "Desde que Inocencio III concibió el diabólico plan de destruir a los judíos, que ene se tiempo trajeron la luz de la cultura española a la Cristiandad, obligándolos a coserse una insignia de oprobio en sus ropas, proceso que condujo hasta el reciente plagio de un niño judío bajo el régimen del Cardenal Antonelli, la Roma papal se convirtió en una invencible fuente de veneno contra los judíos" (315).

   Es, sin embargo, importante hacer notar que a su S.S. el Papa Inocencio III le pasó lo que a muchos hombres piadosos que en un principio desconocen en toda su magnitud la maldad judaica. Bombardeados por la hábil intriga de los hebreos que les hablan de injusticias, de atrocidades, y de que los israelitas no son malos como los pintan, acaban por creer que es indebido atacarlos; de lo que en realidad se trata es que todo ello obedece a una natural defensa de los pueblos por ellos agredidos. Así, al principio de su pontificado, Inocencio subió al trono de San Pedro movido de compasión hacia los judíos, dictando en 1199 una serie de medidas tendientes a asegurar a los hebreos protección en el desarrollo de su culto, y en la integridad de su vida, su cuerpo y sus propiedades. Influía, sin duda, también en esta política la idea que acariciaron primero San Bernardo y después el famoso ministro castellano Álvaro de Luna, de que era necesario evitar el hacerles a los judíos la vida imposible, y así obligarlos a convertirse fingidamente al cristianismo, con lo cual el judaísmo adquiría una forma más temible y peligrosa. Era preferible que fueran hebreos declarados y no falsos cristianos que desgarraran por dentro la Iglesia. Esta idea inspiró la política de algunos Papas que brindaban tolerancia y cierta protección a los judíos públicos, mientras por otra parte combatían a sangre y fuego a los cristianos judaizantes, criptojudíos que minaban a la Cristiandad y amenazaban con destruirla. Pero como en el caso de Pío IX y de otros ilustres pontífices, los golpes traidores de los hebreos y la comprobación de que éstos eran el motor de las herejías obligaron a Inocencio III a cambiar su inicial política de benevolencia.

   Qué de cosas no habrá enseñado la dolorosa experiencia a este gran Papa para hacerle cambiar en pocos años su inicial política de protección a los hebreos por ese "diabólico plan para destruir a los judíos", que el destacado y autorizado israelita Moses Hess atribuye a Su Santidad, quien por otra parte demostró en el Concilio IV de Letrán que estaba dispuesto a combatirlos con la energía necesaria para salvar a la Iglesia.

   Con el fin de lograr los objetivos de estructurar debidamente las defensas de la Santa Iglesia frente a sus mortales enemigos, mediante una reforma adecuada y para solucionar el asunto de la libertad de Tierra Santa y otras cuestiones capitales, Inocencio III convocó a un nuevo concilio ecuménico, que es quizá el más famoso de los reunidos por la Iglesia, el Concilio IV de Letrán, que hasta la fecha sigue siendo luz que ilumina las conciencias de los católicos. Además de los prelados, abades y priores que asistieron a él, concurrieron el emperador de Constantinopla, los reyes de Francia, Inglaterra, Aragón, Hungría, Sicilia, Jerusalén, Chipre, otros príncipes destacados y emperadores de otros Estados, inaugurándose el Sínodo universal el 11 de noviembre de 1215.

   ¡Qué distintas esas innovaciones y reformas que fueron aprobadas en el Concilio IV de Letrán de las que en el próximo Concilio Vaticano II pretenden imponer los que están sirviendo a los intereses del judaísmo y del comunismo! Mientras aquéllas tendían a fortalecer a la Iglesia en su lucha contra la sinagoga y sus herejías, las que ahora fraguan el judaísmo y el comunismo, por medio de sus agentes en el alto clero, tienen por objeto destruir las tradiciones básicas de la Santa Iglesia, impedir a los católicos toda defensa contra el imperialismo judaico y abrirle las puertas al comunismo, todo naturalmente disfrazado como siempre con postulados en apariencia tan hermosos como engañosos, que sólo son utilizados como medio para encubrir finalidades ocultas que tienden a los objetivos antes indicados. Pretextando luchar por la unidad de los pueblos o la unidad cristiana –postulados sublimes con los que todos estamos de acuerdo- los quintacolumnistas desean colocar a la Santa Iglesia sobre bases falsas que faciliten en un futuro el triunfo de sus ancestrales enemigos. Lo que interesa a éstos no es precisamente modernizar a la Iglesia y adaptarla a los tiempos modernos, desechando tradiciones caducas que ya no tienen razón de ser, sino precisamente modernizar a la Iglesia y adaptarla a los tiempos modernos, desechando tradiciones caducas que ya no tienen razón de ser, sino precisamente destruir aquellas tradiciones que constituyen la mayor fortaleza para la Santa Iglesia, y que mejor la defienden contra las acechanzas de sus enemigos. Nosotros no nos oponemos a las reformas que faciliten a la Iglesia el cumplimiento de su misión y la refuercen contra sus peores enemigos, que son el comunismo ateo y el judaísmo; lo que consideramos un peligro mortal, son esas pretendidas reformas que tienden precisamente a lograr lo contrario, es decir, a facilitar la derrota de la Iglesia frente a dichos adversarios, que también lo son de la humanidad libre.

   El Concilio IV de Letrán dio vigencia universal a la disposición aprobada por sínodos provinciales, de que los judíos fuesen señalados en forma tal que se les pudiera distinguir de los cristianos. Así el Canon LXVIII ordena:

   "Para que no puedan tener escape o excusa del abuso de tan dañina mezcla, por el velo de un error semejante: Decretamos que los tales de ambos sexos, en toda provincia de cristianos y en todo tiempo, se distingan públicamente de los otros pueblos por la calidad del vestido habiéndoles sido esto mismo mandado también por Moisés" (316).

   Este Concilio de Letrán es el que más protestas y furor contra la Santa Iglesia ha provocado siempre entre los hebreos, sin tomar en cuenta que esa Ley de Moisés, que ellos dicen con tanto celo observar, les ordenó señalarse en el vestido, como lo afirma el santo Sínodo. Pero es que los judíos cumplen la Ley de Moisés en lo que les conviene.

   Y la desobedecen también en lo que se les antoja. Si por la aprobación de ese canon tanto se disgustan con la Santa Iglesia, deberían –si fueran lógicos- disgustarse también con Moisés que se los ordenó; pero ese mandato de inspiración divina tuvo que tener sus razones bien fundadas. En efecto, quien pertenece a una organización virtuosa y buena puede ufanarse de llevar un uniforme que ante todo el mundo lo honre como miembro de dicha institución; en cambio, si pertenece a una asociación perversa, el uniforme será indudablemente signo de oprobio ante todas las gentes. Se ve que el mandato de Dios por boca de Moisés estuvo basado en su infinita previsión y sabiduría, ya que si la nación hebrea cumplía con sus mandamientos y obraba con virtud, la señal en el vestido sería un motivo de honra y orgullo; en cambio, si obraba con maldad y perfidia, dicha señal lo sería de vergüenza y deshonra, y serviría para que los demás pueblos se cuidaran de las asechanzas de ese pueblo-secta perverso, que ser el escogido por Dios acabó por sus maldades convertido en la Sinagoga de Satanás.

   A su vez el Canon LXIX, confirmando leyes canónicas anteriores, ordenó que los hebreos fueran eliminados de los puestos de gobierno, ya que ello les permitía ejercer funesto dominio sobre las naciones cristianas. Al efecto dicho sagrado canon manda:

   LXIX. "Para que no intervengan los judíos en los oficios públicos.- Siendo asaz absurdo que el blasfemo de Cristo ejerza la fuerza del poder sobre los cristianos, sobre esto ya decretó próvidamente el Concilio Toledano. Nosotros a causa de la audacia de los transgresores lo renovamos en este capítulo. Prohibiendo que los judíos intervengan en los oficios públicos, ya que con ese motivo son dañados muchos cristianos. Mas si alguien los admitiere a tal oficio, mandamos que por Concilio Provincial (que prescribimos sea celebrado cada año) sea reprimido con el rigor que conviene, una vez que haya sido dado el aviso. Y del mismo modo le sea negada la sociedad de los cristianos en los comercios y en otras cosas...Y dimita con pudor el oficio que irreverentemente asumió..." (317).

   Se ve, pues, que este canon dicta disposiciones severas para reafirmar la separación entre judíos y cristianos, que tan fatal ha sido siempre para estos últimos, por la mala fe e intenciones perversas con que obran los primeros.

   El Canon LXVII trata de reprimir la tendencia judaica que ya hemos estudiado de despojar a los cristianos de sus bienes, y que en la Edad Media, por lo general, satisfacían por medio de cruel usura.

   Al efecto dicho canon ordena:

   LXVII. "De las usuras de los judíos.- Cuanto más es lesionada la religión cristiana por la exacción de las usuras, tanto más gravemente crece sobre éstas la perfidia de los judíos, de tal modo que en breve tiempo arruinan los bienes de los cristianos. Y para que no sean gravados excesivamente por los judíos: Decretamos en decreto sinodal, que si bajo cualquier pretexto los judíos arrancaren de los cristianos fuertes e inmoderadas usuras, les sean quitadas por los cristianos afectados mientras satisfacieren completamente el inmoderado gravamen. También los cristianos si fuese necesario propuesta la apelación por la censura eclesiástica, sean compelidos a abstenerse de comercio con aquéllos".

   "Y añadimos a los príncipes, que a causa de esto no sean dañados los cristianos, sino más bien traten de contener a los judíos de tanto gravamen" (318).

   Como se ve, este incontrovertible documento de las Actas de Letrán que acusa a la perfidia de los judíos de arruinar en breve las riquezas de los cristianos, nos confirma una vez más la tendencia hebraica, basada en sus libros sagrados del Talmud y de la Cábala, de arrebatar a cristianos y gentiles sus bienes. Las sinagogas han sido hace casi dos mil años, más que templos para rendir culto a Dios los cuarteles generales de la cuadrilla de ladrones más peligrosa y potente de todas las edades, siendo indudable que los demás pueblos tienen un derecho natural de legítima defensa, como lo tienen para cuidar sus riquezas de cualquier otra banda de ladrones. Y nadie puede privar a las naciones de este derecho, ni siquiera los clérigos quintacolumnistas que más que servir a Dios, están sirviendo a los intereses del judaísmo.

   Qué distinto este santo Concilio de Letrán a algunos supuestos concilios, que al contradecir la doctrina y normas tradicionales de la Iglesia han sido en realidad verdaderos conciliábulos como aquellos que convocados por el Papa Silvestre cayeron en garras de herejes arrianos, o aquel reunido por Witiza que ya estudiamos en capítulos anteriores. En el Concilio Lateranense se palpó claramente la inspiración divina, ya que se respetaron las tradiciones vitales y se hicieron algunas innovaciones; pero todas tendientes a defender a las ovejas de las asechanzas del lobo y a combatir a éste, personificado principalmente por el judaísmo y sus movimientos heréticos.

   El Canon LXX está dirigido contra los cristianos que en secreto son judíos, diciendo que los tales aunque voluntariamente tomaron las aguas del bautismo, no abandonan el antiguo nombre (es decir su anterior personalidad) para vestir el nuevo, "...reteniendo las reliquias del rito anterior, juntan en tal mezcla el decoro de la religión cristiana. Maldito el hombre que entra en la tierra por dos caminos y que no debe vestir ropas tejidas con lino y lana (al margen, Deut. 22). Decretamos que los tales sean reprimidos por los prelados de las Iglesias, por la observancia en cualquier manera del antiguo rito: Para que, a los que el arbitrio de la libre voluntad trajo a la religión cristiana, los conserve en su observancia la necesidad de una saludable coacción" (319).

   Es interesante notar cómo coincide este sagrado canon con la cita que hicimos de un autorizado escritor israelita, en el sentido de que los marranos o judíos secretos tenían dos personalidades, la cristiana ostentosa y pública, y la judía clandestina. Es, pues, evidente que este diagnóstico es muy acertado, ya que lo aceptan autoridades respetables de las dos partes en pugna. Por otra parte, se ve claramente que en estas fechas la coacción contra estos delincuentes estaba a cargo de los obispos, es decir de la llamada Inquisición Episcopal, lo que confirma la opinión de Henri Charles Lea, de que la Inquisición Pontificia nació unos años después. Además, se ve claro que es inexacta la afirmación que hacen muchos historiadores judíos, de que las conversiones simuladas de hebreos al cristianismo fueron obligadas por la fuerza, ya que aquí se habla claramente de conversiones voluntarias y se insiste en este punto, lo que demuestra que ya para estas fechas las falsas conversiones de los israelitas no eran forzadas, sino determinadas por el hecho de que así convenía a los intereses de los judíos, lo que se explica fácilmente por las grandes posibilidades que les habían abierto esas fingidas conversiones para introducirse en la sociedad cristiana y en el clero, socavar sus cimientos y facilitar su destrucción.

   Por mucho menos de lo que aprobaron el célebre Papa Inocencio III y el autorizadísimo Concilio Ecuménico IV de Letrán, definiendo la doctrina de la Iglesia y normas a seguir, son acusados de racismo y antisemitismo muchos patriotas que defienden a sus naciones o a la Iglesia del imperialismo judaico y de sus revoluciones masónicas o comunistas. Es indudable que si ese famoso Papa y el no menos célebre Concilio Lateranense hubieran existido en nuestros días, habrían sido acusados de ser nazis y condenados por racismo y antisemitismo por esos cardenales y prelados que al igual que aquellos que ayudaban a los adoradores de Lucifer y a otras judaicas herejías, más están al servicio de los enemigos de Cristo que de su Iglesia. Por ello son tan peligrosas las ponencias planeadas en los oscuros conventículos de la sinagoga y del comunismo que proponen la condenación del antisemitismo por el Concilio Vaticano en preparación; ya que si se obedece la consigna hebrea, podría parecer que la Santa Iglesia se contradice a sí misma, y que lo que antes dijo que era bueno ahora dice que es malo, con gravísimo peligro de que se quebrante la fe que en ella tienen los fieles. Pero esto no les importa a los agentes del judaísmo en el alto clero, ya que lo que desean precisamente es quebrantar la fe religiosa de los católicos y lograr que las iglesias se vayan quedando desiertas. Estamos seguros que los padres del Concilio obrarán en todo esto con suma cautela, estudiando detenidamente las Bulas Papales, Concilios Ecuménicos, Doctrina de los Padres y de los Santos, que han considerado como buena y necesaria la lucha contra los judíos, para no incurrir en contradicciones que causen perjuicios fatales a la Santa Iglesia. Tendrán que vencer indudablemente la enconada resistencia de la quinta columna judía en el clero, que ha extendido sus poderosos tentáculos al Episcopado y al Cuerpo cardenalicio, pero tenemos fe que en ésta como en otras ocasiones semejantes, los buenos, con la ayuda de Dios podrán triunfar sobre los malos. 

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NOTAS  

  • [315] Moses Hess, Rome and Jerusalem, traducido y publicado por el rabino Maurice J. Bloom. New York: Philosophical Library, 1958. Prefacio del autor, p. 7. 

  • [316] Concilio Ecuménico IV de Letrán, Canon XLVIII en Compilación citada de Joannis Harduini, S.J., París, 1714, tomo VII, folio 70. 

  • [317] Concilio Ecuménico IV de Letrán, Canon XLIX en Compilación citada de Joannis Harduini, S.J., París, 1714, tomo VII, folio 70. 

  • [318] Concilio Ecuménico IV de Letrán, Canon LXVII en Compilación citada de Joannis Harduini, S.J., París, 1714, tomo VII, folio 70. 

  • [319] Concilio Ecuménico IV de Letrán, Canon LXX en Compilación citada de Joannis Harduini, S.J., París, 1714, tomo VII, folio 70.