Cuba, la isla de nuestros sueños frustrados, se ha
      convertido en la de todas nuestras pesadillas. Hace menos de dos meses, 75
      opositores pacíficos –intelectuales, periodistas y militantes que
      clamaban por un referendo a favor de reformas constitucionales– han sido
      condenados a penas de hasta 28 años de prisión. Para los más viejos, se
      trata en realidad de una condena a perpetuidad, tras un proceso judicial
      que las mismas autoridades cubanas tildaron de sumario. Se trata incluso
      de una pena de muerte para aquellos que, gravemente enfermos como el
      economista Oscar Espinosa Chepe, han sido confinados en celdas deplorables
      y privados de atención médica.
         Las “pruebas” presentadas ante tales
      condenas demuestran la naturaleza totalitaria del régimen. Poseer una máquina
      de escribir o un ejemplar de la “Declaración universal de los derechos
      humanos” constituyen, en lo adelante, un crimen contra el Estado.
      Quienes acusan han echado mano a los testimonios ofrecidos por supuestos
      vecinos que en realidad no son más que chivatos asalariados. Para
      encarcelar, se han apoyado en testimonios de agentes de la seguridad del
      Estado infiltrados en las organizaciones de disidentes. Hasta la fecha sólo
      ha faltado la parodia de las confesiones y las autocríticas “espontáneas”.
      Lo que sucedió es que el calendario del terror apremiaba. Había que dar
      el golpe mientras que la guerra de Iraq ocupase todavía el espíritu de la
      gente en otros frentes. Al ser derrocado Saddam Hussein con mayor rapidez
      que la prevista, las actas acusatorias tuvieron que acelerarse, sin poder
      entonces recurrir a las técnicas sofisticadas aprendidas fundamentalmente de la
      policía de Alemania del Este. 
         ¡Y todo esto, entiéndase bien, bajo los colores de
      la revolución y el socialismo!
         Ante esta ola de represión masiva, quiero,
      como muchos otros, declarar, antes que nada, mi indignación y mi cólera.
      Hay que llamar a la gente y a las cosas por su nombre: Fidel Castro, quien
      reclama el reconocimiento renovado de la comunidad internacional, es
      simplemente un dictador. Enfrentándosele, la Unión Europea, ha consolidado su apoyo a los disidentes y al pueblo cubano. Con firmeza incitó
      a Castro a renunciar a los beneficios de los acuerdos de Cotonou: la
      dictadura prefirió privar a su país de la ayuda europea antes que
      aceptar el respeto de los derechos humanos. 
         En cambio, yo me confieso sorprendido y hasta
      estupefacto ante lo que desgraciadamente habrá que llamar la atonía
      francesa. En diciembre, el disidente Oswaldo Payá recibía en Estrasburgo
      el premio Sajarov de derechos humanos por su acción pacífica a favor de
      elecciones democráticas en Cuba. En París, esperaba un apoyo oficial,
      sin embargo, ni el Primer Ministro ni el Ministro de Relaciones Exteriores
      quisieron recibirlo, mientras que en Madrid había sido el jefe de
      gobierno quien lo había acogido y en la República Checa Vaclav Havel
      lo había propuesto como candidato del Premio Nobel de la Paz 2003. Las
      recientes exacciones no han provocado mayor firmeza de parte del gobierno
      francés. Nada se ha hecho para socorrer a los prisioneros. Nada se ha
      dicho oficialmente contra Castro. 
         ¿Cómo explicar que Francia, tan ceñuda ante otras
      causas, persista en no salir de su mutismo ante el endurecimiento del régimen
      cubano? Es cierto que una parte de la izquierda francesa reaccionó. Pero
      sólo una parte muy pequeña, y de forma bastante tímida. Entre la tiranía
      y los viejos mitos son estos últimos los que pesan más. ¿Apoyará el
      pueblo cubano a Castro? ¡Tonterías! Tiene éste demasiado cuidado en
      pedirle que opine y rechaza el referendo a favor de reformas democráticas
      que bajo el nombre de “Proyecto Varela” ha proclamado Oswaldo Payá.
      La vigilancia es permanente. Toda información independiente es
      amordazada. El acceso libre a internet y a los medios de comunicación
      extranjeros está prohibido. ¿Estará actuando el Estado cubano en
      beneficio del progreso social? En La Habana, la miseria se ha
      generalizado, la prostitución y el mercado negro son a menudo las únicas
      fuentes de recursos, la corrupción estatal es la norma. Todo lo que se
      compra se paga con dólares norteamericanos y ya no quedan más que los
      turistas para aferrarse a los pesos cubanos con la imagen del Che Guevara.
      Después del derrumbe de la URSS, la economía se halla en estado de coma.
      Incluso los sistemas educativo y médico, alabados durante mucho tiempo,
      se hallan prácticamente en bancarrota. 
         Criticar a Cuba, dicen algunos, sería hacerle el
      juego al imperialismo norteamericano. ¡Falso! Los Estados Unidos podrán
      presentarse como los únicos opositores al régimen de Castro para
      “cobrar la puesta” cuando la necesaria trancisión democrática venga
      después de la caída de un régimen hecho a la medida de su amo. Y como
      quiera que sea, nosotros debemos definir nuestra actitud por nosotros
      mismos, sin entrar en consideraciones de tal o mas cual reacción de parte
      de terceros. 
         Ante todos estos argumentos la Revolución es un
      buen pretexto. Hace mucho tiempo que Castro ha traicionado sus propios
      ideales. “Nadie escuchaba”, se quejan a menudo los opositores de la
      primera línea, muchos de los cuales habían combatido junto a él la
      dictadura de Batista. Las condiciones mismas de la Revolución, hace
      varias décadas, no justifican en lo absoluto el desenfreno ni los crímenes
      actuales. En lugar de una perestroika a la cubana, esperada por todos, el
      régimen ha agravado la represión. 
         El clamor que se eleva desde las prisiones cubanas
      no debe ni puede silenciarse ya. Varias asociaciones se han movilizado:
      hay que acompañarlas y ayudarlas. Deberían tomarse sin demora diversas
      iniciativas. Por ejemplo, incluso si se trata de un gesto modesto, debemos
      ser más numerosos a la hora de concentrarnos durante las manifestaciones
      organizadas cada martes, a las 6 de la tarde, delante de la embajada de
      Cuba. Por pequeños que sean estos acontecimientos no dejan de tener sus
      consecuencias. Asimismo, los partidos políticos deberían invitar a
      Francia, en número mayor, a los opositores cubanos. Las dictaduras
      prosperan bajo el silencio del mundo. Mas la movilización de los
      ciudadanos termina siempre por debitarlas.
         A nivel diplomático, Francia debería
      emprender al menos dos acciones: apoyar la candidatura del disidente
      Oswaldo Payá para el Premio Nobel de la Paz; pedir la liberación
      inmediata y sin condiciones de todos los prisioneros políticos. Dentro de
      la misma Cuba, nuestros diplomáticos deberían ayudar a la oposición:
      organizando, por ejemplo, el transporte de las familias de los detenidos
      para que puedan visitar a sus allegados, invitando a disidentes y a
      periodistas independientes a las actividades culturales, sociales o
      formativas organizadas por la embajada. ¿Por qué esto no se ha hecho? 
         Más allá del caso de Cuba, la misión de nuestro
      país es la de movilizarse para que los derechos humanos sean respetados
      en todo el mundo. No se trata de un viejo sueño sino, al contrario, el
      verdadero jalón de una mundialización más justa y más humana. El
      combate debe llevarse a cabo en las instancias internacionales
      fundamentalmente, y ante todo en la Comisión de Derechos Humanos de la
      ONU, instancia llamada a defender la causa del nombre que lleva y ¡presidida
      hoy día por Libia! La Comisión cuenta entre sus miembros a numerosas
      dictaduras, entre las cuales está Cuba. ¿Cómo podemos abogar a la vez
      por el multilateralismo y acomodarnos a esta farsa siniestra?
         Que Francia y la Unión Europea reclamen
      entonces sin demora lo que podría considerarse lo mínimo: condicionar
      la admisión en la Comisión al respeto de los derechos humanos en su
      propia casa. Los cubanos tienen necesidad evidente y urgente de nuestro
      apoyo. Pero para ello tiene que cesar la extraña indulgencia hacia
      Castro. ¡Como si, por un análisis extraordinariamente superficial, los
      largos discursos, el sol, la música, las grandes palmadas en la espalda,
      los grandes puros y la hostilidad de los vecinos norteamericanos sirvieran
      de marco a un régimen que por su naturaleza no puede ser menos que
      detestable! Las dictaduras no son ni de izquierda ni de derecha: son
      simplemente infames. Debemos reaccionar en favor de la
      solidaridad y los derechos humanos. 
                  
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