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                    En la madrugada
                del 13 de julio de 1994, un remolcador atestado de disidentes
                cubanos, hombres, mujeres y niños, escapaba a oscuras de las
                aguas cubanas en dirección a Estados Unidos. Sorprendido por
                las autoridades cubanas, fue embestido repetidamente por varios
                barcos hasta hundirse con sus aterrorizados ocupantes a bordo.
                Resultado, cuarenta muertos, diez de ellos niños. Pues bien, éste
                es el Castro mimado en nuestras televisiones. Su régimen viene
                marcado por el terror desde el principio; entre Castro y el Che
                Guevara, sádico y analfabeto intérprete del comunismo,
                convirtieron la represalia asesina en dogma del nuevo régimen. 
                 
                   Así, para los disidentes y represaliados de la
                isla, Castro es el cruel dictador que aterroriza casa por casa y
                barrio por barrio; implacable, rencoroso, sin asomo de piedad.
                Pero además, para los gobernantes y políticos extranjeros,
                Castro aparece como un tipo sosegado, con las ideas claras y
                muy, muy listo. El único logro de Castro en decenios de
                dictadura ha sido saber tomarle el pulso a los países
                occidentales, a sus políticos y a sus sociedades. Da igual que
                su fortuna se calcule entre las primeras del mundo mientras su
                pueblo se muere de hambre y sólo come arroz y alubias, alubias
                y arroz. O que los episodios de crueldad salvaje se acumulen en
                su haber: Castro tiene una inexplicable vitola de estadista
                mundial. 
                 
                   Pero la dictadura castrista, independientemente de
                cual sea el desenlace final de la enfermedad del dictador,
                agoniza lentamente, y ni siquiera la imagen del estadista Castro
                sobrevive a la historia. La lenta decadencia del tirano queda
                patente ante la presencia en La Habana del populista Chávez.
                Ante el viejo dictador, y ante las televisiones mundiales, Chávez
                despliega su habitual espectáculo circense, donde entre
                carcajada y carcajada muestra los colmillos de su nueva
                dictadura. Las imágenes del presidente de Venezuela bufoneando
                junto a la cama de Fidel Castro son la imagen de cómo el
                supuesto estadista cubano se ha convertido en el actor
                secundario Fidel, que débil y envejecido, ríe las gracias al
                nuevo rico venezolano. Ambos escenificaron una globalizada
                bufonada criminal, símbolo del nuevo populismo totalitario. 
                 
                   El viejo zorro cubano, enfermo y consumido, dobla
                la cerviz y sonríe impotente ante las bromas groseras y
                analfabetas de Chávez. Claro que el anciano Castro no es el único
                que ríe las gracias al nuevo rico venezolano, y poca imaginación
                hace falta para saber qué gobernante, en Europa, ríe también
                las payasadas del petropopulista venezolano, aquel que busca sin
                disimulo recoger el testigo del artífice del hundimiento del
                remolcador “13 de marzo”
                 
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