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En 1832 el sanguinario José Manzini 
(1805-1872), funda en Marsella la sociedad carbonaria  que llamará Joven 
Italia, hecho que, para nosotros, vasallos de este aporreado virreinato, no 
fue un asunto menor, aunque en realidad así parezca. Tal como lo fue para Europa 
que, dieciséis años después, sufriría el martirio. 
   
En tan magno acontecimiento aparecen una multitud de sujetos, de los cuales sólo 
tres son de nuestro interés por el momento: el italiano Giuseppe Garibaldi 
(1807-1882), compatriota y correligionario de Manzini, y dos americanos: Juan 
Bautista Alberdi (1810-1884) y Esteban Echeverría (1805-1851), que ya nos 
estaban enseñando a mirar la Patria desde Europa. Por eso cuando redactan dicen 
“este país” y no “nuestro país”, porque se sentían extranjeros en su propia 
patria. Digamos que una variedad de mal paridos, no porque sus madres fuesen 
malas siendo que quizá fueron santas, sino porque los parió aquí y no en París o 
Londres, donde hubiesen sido “gente decente”, como querían Sarmiento y Mitre. 
   
En 1834 regresa de su estancia parisina Juan B. Alberdi y funda, con el nombre 
de Salón Literario, una logia carbonaria, en donde vemos anotados a 
individuos maravillosos,  veros jirones de la bandera británica, como Juan María 
Gutiérrez, Marcos Sastre, Vicente Fidel López, Miguel Cané, Carlos Tejedor, 
Thompson y su esposa Mariquita Sánchez, Félix Frías y un etcétera kilométrico. 
De esta manera desembarcaron Manzini y sus ideas carbonarias en esta tierra de 
la Confederación, mandada entonces por el Ilustre Restaurador, y luego de la 
Derrota Nacional de Caseros, Tirano Sangriento. 
   
Alertada la policía del Gaucho de los Cerrillos de las andanzas de estos 
mal vivientes (hoy sus nombres están diseminados por toda la república), comenzó 
a presionarlos por lo que levantaron el rancho y se mudaron a Montevideo. Allí, 
en la Cartago del Río de la Plata anduvieron de capa caída, hasta que al pícaro 
de Juan Bautista se le ocurrió una idea genial para levantar un poco la puntería 
y atraer acólitos: hacer venir al condottiero Garibaldi, lugarteniente de 
Manzini, para que civilice un poco a los bárbaros de las pampas. Esta es la 
razón, y no otra, de la aparición de Garibaldi en este hemisferio como hongo 
después de la lluvia y que nuestros historiadores, como siempre, sin querer se 
les ha olvidado y no se lo explican a los chicos en las escuelas. 
   
Es que el Río de la Plata era una pieza muy importante para la Patronal, 
encarnada entonces por Incalaperra, como para no prestarle atención. Y 
Giuseppino, como tantos otros antes y después que él, pasó por Londres de donde 
vino a enseñarnos lo que es la Carcoma (Carbonarismo, Comunismo y 
Masonería), llegando a Montevideo en 1836. 
   
Enterado el gobierno brasilero de su presencia, don Pedro II, El Magnánimo,  
lo declaró, sin más trámite, pirata. Y aunque Giuseppe era prófugo de la 
Justicia italiana, francesa y suiza, el epíteto no le gustó, porque él había 
sido importado como hombre decente. Entonces, para matar el ocio, se dedicó a 
saquear las poblaciones al sur de Río Grande y a los de Santa Catalina  e Imeriú 
los dejó en lienzos, demostrando en la faena “una extraordinaria crueldad, 
propia de hombres a los que sólo atraía el botín y el pillaje” (Juan Bautista 
Tonelli, Garibaldi y la masonería Argentina, pp. 6 y 12, Bs. As., Ed. 
1951). 
   
En su autobiografía este héroe del liberalismo argentino evoca aquellas hazañas 
y no tiene reparos en decir: “Como no recuerdo los detalles de aquellos 
atropellos, me es imposible narrar minuciosamente las infamias cometidas (…) 
Nadie era capaz de detener a esos insolentes salteadores (…) Todos vivían 
permanentemente alcoholizados (…) Me dan ganas de reír cuando pienso en el honor 
del soldado” (J. B. Tonelli, op. cit., pág. 5, y Atilio García Mellid, 
Proceso al liberalismo argentino, pág. 26, Ed. Theoría, Bs. As. 1957). 
   
Presionado por la escuadra brasilera el italiano terminó recalando en Montevideo 
donde reposaba la Hermandad. Mientras tanto en Buenos Aires, otro 
carbonario virulento Esteban Echeverría, había creado otra logia de la 
Carcoma, junto con Alberdi y Gutiérrez, y unos treinta jóvenes del Salón 
Literario, todos ellos de “familias bien”, como José Mármol, Rivera Indarte, 
Pastor Obligado, y le puso por nombre La Joven Generación Argentina en 
remembranza, seguramente, de la Joven Italia creada por el Maestro 
Manzini en Marsella. 
   
Pero la policía del Restaurador que le seguía el tranco a la gavilla y, habiendo 
acumulado ésta una buena cantidad de pruebas de su andar subversivo, fue 
clausurada al año siguiente y sin que nadie los persiga, los forajidos se 
transplantaron a la Cartago Sudamericana donde los vientos de Minerva les eran 
más favorables. 
   
En 1838 Alberdi crea en Montevideo con estos agentes emigrados, un nuevo lupanar 
que bautizará con el nombre de Asociación de Mayo, que en verdad es La 
Joven Generación Argentina replantada. Pero por arte de magia aparecieron en 
la Confederación asociaciones similares en San Juan, Tucumán, Córdoba, Santa Fe, 
Paraná, etc. En el seno de ellas trabajará la “gente educada” como Sarmiento, 
Benjamín Villafañe, Marcos Avellaneda, Vicente Fidel López, Luis Domínguez, etc. 
En Buenos Aires, los facciosos que no emigraron formaron el antro llamado 
Club de los Cinco con personajes como Jacinto Rodríguez Peña, Rafael 
Corvalán, Enrique La Fuente, Carlos Tejedor y Santiago R. Albarracín. 
   
Cuenta Zinny (Historia de los gobernadores argentinos), que Garibaldi en 
Montevideo era poco menos que un menesteroso y se ganaba la vida como profesor 
de matemática. Sin embargo en 1841 el gobierno uruguayo le confió su marina de 
guerra. Con ella se dedicaría a la piratería en toda la costa entrerriana. 
Mandado por el Restaurador, el insigne Almirante Guillermo Brown, que a pesar de 
ser de la Marina amaba a la Patria, salió a buscarlo y, luego de muchas 
peripecias, lo alcanzó el 16 de junio de 1842 en un recodo que se llama Costa 
Brava en el Paraná, a la altura del límite actual de Entre Ríos y Corrientes. 
   
Los regimientos que llevaba embarcados quedaron tendidos en los arenales de los 
bancos de recebo que allí abundan; todas sus embarcaciones fueron incendiadas, 
incluida la soberbia nave capitana, y Giuseppino se dio a la fuga por un arroyo 
que se llama Granadillo y, a revientacaballo, con un hilo de una pata, llegó a 
la costa del río Uruguay. Debió ser muy interesante ver al gringo haciendo 
doscientos kilómetros a pura lonja y espuela, y con los colorados de Urquiza 
buscándolo para carnearlo. ¡Las cosas que uno se ha perdido por no haber nacido 
en los tiempos de don Juan Manuel!  
   
El parte que Brown le envió al Restaurador dice: “La conducta de estos hombres 
ha sido más bien de piratas, pues han saqueado y destruido cuanta casa o 
criatura caía en su poder, sin recordar que hay un Poder que todo lo ve y que, 
tarde o temprano, nos premia o castiga según nuestras acciones” (Publicado en la
Gaceta Mercantil del 20 de noviembre de 1842). 
   
A su regreso a Montevideo, Garibaldi trabó amistad con Mitre, ya hecho todo un 
resentido porque a su padre lo habían echado del puesto público que ocupaba, lo 
que puso en grave aprieto económico a su familia y su madre debió salir a vender 
pastelitos al vecindario. La administración del General Oribe no le perdonó la 
costumbre de quedarse con los vueltos. Digamos que como el caso de Jorge Luis 
Borges en la Biblioteca Nacional, de donde pasó a ser adalid de la democracia 
por su “lucha contra el peronismo” y un “perseguido por su amor a la libertad” 
(de quedarse con los vueltos). 
   
Protegido por la escuadra anglofrancesa, don Giuseppe pudo realizar inicuos e 
infames saqueos a Colonia y Gualeguaychú en el mes de septiembre de 1845. Porque 
el botín de la chusma garibaldina, compuesta mayormente por carbonarios 
italianos, fue siempre el amor por lo ajeno. Al apoderarse de Martín García 
arrió la bandera argentina e izó en su lugar el pabellón británico, demostrando 
en el fondo cuál era la Patronal a la que se debía y la que lo financiaba en sus 
actividades terroristas. 
   
Pero, ¡cuidado con llamar chusma a los garibaldinos! El Almirante Murature de la 
Marina Británica de la República Argentina fue Capitán de Garibaldi. Durante la 
guerra contra el Ilustre General de la Confederación don Ricardo López Jordán, 
Murature se dedicaba a cañonear las ciudades  indefensas de la costa de Entre 
Ríos con el vapor Rosetti. En esto era un experto. Hoy un patrullero de la 
Armada perpetúa el nombre de alguien que luchó a muerte contra el Almirante 
Brown, que es el prócer máximo de la Marina. ¿Quién los entiende a estos cosos? 
¿O serán como la gata de doña Flora? 
   
En 1848 encontramos a Giuseppino en Europa, porque allí la masonería habría de 
dar el más formidable golpe que jamás se imaginó: el 24 de febrero de 1848 
estalla la revolución en París; el 13 de marzo en Viena; el 18 de marzo el masón 
von Garen proclama la república en Berlín; el mismo día comienza la revolución 
en Milán; el 20 en Parma, el 22 en Venecia, Roma, Nápoles y Toscana. Los 
cadáveres se cuentan por pilas: sólo en París hay más de 12.000 (y 16.500 si se 
cuentas los fusilados después). 
   
Pero, ¿Garibaldi estuvo en este aquelarre francés que en junio de 1848 
reventaría de nuevo? No sé. Aunque es posible, porque allí estuvo el asesino 
Manzini y él era su ladero. Nubius (pseudónimo del jefe de la Alta Venta 
carbonaria) había muerto, y el judío financista de la secta que se hacía llamar 
Piccolo Tigre, también (Maurice Fara, La masonería al descubierto, pp. 68 
y 69, Ed. La Hoja de Roble, Bs. As. 1960). Por esta causa la secta carbonaria 
fue absorbida por la masonería, pero no dejó de impregnarla con sus métodos 
subversivos y monstruosos. Tal cual les pasó con Weishaupt y sus Iluminados. 
Porque la Masonería es la secta de donde todos salen y a donde todos vuelven. 
   
Pero en aquellas jornadas dramáticas de París a principios de 1848 estuvieron 
presentes otros personajes junto con Giuseppino y Manzini. Me refiero al rabino 
Mordechai Kissel, alias Carlos Marx y su amigo Federico Engels. Cuando se les 
derrumbó la estantería parisina, huyeron a Boulogne Sur Mer, y de allí muchos de 
estos terroristas pasaron a la costa inglesa de Sussex y otros a la vecina 
Bruselas. En esta ciudad Marx redactaría su Manifiesto Comunista que, por 
supuesto llegaría tarde, porque debió ser leído antes de la revuelta. Aunque 
sirvió para la junio, continuación de la de febrero. 
   
Resulta una entera casualidad, y nada más que eso, que en esa columna de 
fugitivos (de 10.000 apresados, 4.600 fueron fusilados), fuese nuestro General 
San Martín, que no siguió más adelante y se quedó en Boulogne. Lo acompañaban su 
hija y su yerno Balcarce. Enterado de esto el Duque de Sussex, Gran Maestre de 
la Masonería Inglesa, puso un barco a su disposición, que fue rechazado por el 
Padre de la Patria, aunque dejó entrever su deseo de radicarse en Incalaperra. 
   
San Martín vivía entonces en la ciudad de París, en el número 1 de la Rue Neuve 
Saint Georges, resultando su vivienda pegada a la del político e historiador 
Adolfo Thiers (masón, recién llegado de Londres y protegido de la Alta Finanza 
inglesa encarnada en Lord Palmerston), y pared de por medio a la del masón 
socialista y revolucionario Ledruc-Rollin (J. P. Otero, Historia del 
Libertador José de San Martín, Tomo 7, Cap. LXXXVI, pp. 250 y 252). Pero, 
como ya lo dije lo repito: toda una casualidad. Pero, ¿San Martín conoció a Marx? 
No sé. Pero Marx estuvo alojado en la casa del ácrata Ledruc-Rollin. 
   
Poco tiempo después el Gran Oriente de Egipto lo encumbró con el aparatoso 
título de Gran Masón de Ambos Mundos, concediéndole el último grado en el 
Rito de Menfis. Halagado por esta distinción no pudo con su vanidad y se 
transformó, junto con el homicida Manzini, en un fiel sirviente la masonería. En 
1860 expulsó a los Padres Jesuitas de Nápoles y nacionalizó los bienes de la 
Iglesia Católica. Y escribe en sus Memorias: “Siempre he tratado de 
atacar al clericalismo; he ahí el verdadero azote de Dios.” 
   
Cuando Carlos Marx fundó su Primera Internacional en 1864, don Giuseppe se 
declaró internacionalista, y ese mismo año en el Congreso de la Paz reunido en 
Ginebra dijo: “¡Guerra a las tres tiranías: política, social y religiosa!” En 
1867 dio un discurso en el Congreso Internacional de la Liga por la Paz, donde 
exclamó: “Declárase caduco el poder del papado por ser la más funesta de las 
sectas.” Para agregar en el de 1880: “La Masonería es la base fundamental de 
todas las asociaciones liberales.” 
   
Tal vez por estas razones el Padre del Aula Sarmiento Inmortal dijese: 
“Garibaldi es una gloria argentina.” (Diccionario Enciclopédico de la 
Masonería, Tomo I, pág. 441, Barcelona 1891, reeditado y actualizado en tres 
tomos por Ed. Kier, Bs. As. 1947). 
   
Finalmente el 15 de junio de 1882, el General Roca desde los balcones de la Casa 
Rosada presidió los homenajes que le tributó la masonería en Buenos Aires en el 
año de su muerte. El diputado nacional Emilio Gouchón, Gran Maestre de la 
Masonería Argentina, defendió en el Congreso el proyecto del emplazamiento de la 
estatura ecuestre en la plaza de Palermo. El monumento fue inaugurado el 18 de 
junio (tres días antes de la Fiesta Solsticial de la Masonería Universal) de 
1904, y contó con la presencia del Presidente de la Nación, General Julio A. 
Roca, del General Bartolomé Mitre y el repudio general de la ciudadanía herida 
en su fibra más íntima de argentinidad y catolicidad (véase J. B. Tonelli, op. 
cit., pp. 51 y 61). 
   
En 1957, al cumplirse el 75° aniversario del tránsito de Garibaldi al Gran 
Oriente do mora Minerva, la Involución Libertadora de 1955 le tributó un cálido 
homenaje, previa restauración de la estatua, con dineros del erario público 
desde luego. Tal como había sido su construcción: con dineros del pueblo 
argentino y no como se ha dicho con una contribución generosa de los residentes 
italianos en Argentina. 
   
Para finalizar y como cristiano pido que se baje de ese monumento a Garibaldi. 
No por odio, rencor o revancha. No. Sino porque lo pusieron en donde él nunca 
estuvo: a caballo. Así que me imagino el mareo que debe tener el pobre gringo 
desde hace más de 100 años. A menos que se evoque aquella huida por el arroyo 
Granadillo perseguido por los soldados federales que solamente lo querían 
despellejar. 
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