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Jueves 30 de noviembre de 2006:
En varias editoriales los 
economistas liberales del Régimen Perverso se asustan de la hecatombe que está 
por producir el liberalismo indefectiblemente. 
   No hará de esto que voy a contarles 
mucho tiempo y sucedió como en siguiendo les diré. Por unas cuestiones de 
trabajo que debía arreglar, me allegué una mañana a la Casa Parroquial. Pero 
como el Cura Párroco estaba ocupado con los acomodos de unos bautismos, me mandó 
decir que lo esperara en una sala que está a la entrada y que hace las veces de 
comedor, que no digo es de diario porque es el único que hay. 
   Cuando traspuse la puerta me 
encontré con un sacerdote sentado en un sillón. También estaba esperando al 
Párroco y me dije, de puro mal pensado, aquí nos vamos a amontonar como en 
consultorio de dentista manco.  
   Pero como ustedes verán, no ocurrió 
así. Confraternizamos enseguida con este Padre y me enteré de su boca que era un 
jesuita residente en Buenos Aires. Había sido invitado por el Párroco, de quien 
era amigo, a pasar unos días en esta ciudad. Ustedes habrán visto que todos los 
jesuitas son atildados y medio señoritos, y con ellos se puede hablar de 
cualquier tema, inclusive de herejías sin que se les mueva un pelo, así que a 
los quince minutos ya estábamos trenzados en no recuerdo qué asunto interesante. 
   Pocos minutos después cayó el Cura 
Párroco siempre agitado por andar a las disparadas y al vernos dijo: 
-         
¡Ay, ay, ay! ¡Los dos que se 
han juntado! –y mirándome agregó enseguida:- ¿No quiere almorzar con nosotros?
 
   Sintiendo el tufillo que venía de la 
cocina de un cordero a la cazadora, no tuve más remedio que decirle que sí. Y 
dicho esto se volvió a ir con la promesa de regresar pronto. 
   Volvimos a quedarnos solos y una 
vieja que andaba dando vueltas por allí nos trajo todos los chirimbolos para 
iniciar una mateada. 
   No recuerdo cuál era el tema central 
de que se trataba, pero en determinado momento le pregunté al jesuita como para 
tantearlo e iniciar un nuevo tema: 
-         
Padre, ¿podría decirme usted 
qué es el liberalismo? 
-         
Mire –me contestó-, yo no 
podría decirle en tan estrecho tiempo qué es el liberalismo, pero sí le puedo 
decir cómo es el liberalismo. Y a esto yo se lo podría hacer con un cuento que 
le será más llevadero que cien definiciones y doscientas fechas como hacen los 
escolásticos. 
-         
Cuénteme entonces de cómo es 
el liberalismo –le replique como un resorte-. 
-         
Resulta que había un 
matrimonio –comenzó diciendo-, integrado por Pedro y  Marta. Llevaban como 
quince años de casados sin que se conociese entre ellos un sí o un no. Un buen 
día Pedro le dice a su mujer que se iba a sentar en un banco de la plaza para 
tomar un poco de fresco de la mañanita. Habría pasado una hora de la partida de 
su esposo, cuando Marta recordó que le faltaba un ingrediente para la comida que 
haría de almuerzo. Entonces se dispuso ir al almacén que, justamente, estaba del 
otro lado de la plaza. Mientras caminaba, ya en la calle, iba pensando: “De paso 
le daré una sorpresa a Pedro que ni se imagina que voy a su encuentro.” 
 
   
Pero al llegar a la mitad de una de las diagonales de la plaza, se encontró a 
Pedro abrazado y dándose besos con una morocha fenomenal. Marta quedó helada y 
los gritos le preguntó: 
-                    
¡Pedro! ¡Qué me estas 
haciendo!  
-                     
Perdón señora, ¿qué se le 
ofrece? –respondió Pedro con el rostro asustado y cubierto de una palidez 
marmórea. 
-                     
¿Cómo que se me ofrece? 
¡Pedro: me estas traicionando y encima me preguntas! –tartamudeaba Marta con los 
brazos en forma de jarra mientras soltaba unos sollozos cubierto su rostro por 
la cabellera. 
-                     
Señora, cálmese –le dijo el 
hombre con tono señorial y conciliador-. Aquí hay un error: yo no soy Pedro. Yo 
no soy su esposo, ¿me entiende? 
-                     
¡Pero cómo no vas a ser 
Pedro si tienes puesta la misma camisa usada que te regaló mi hermano y que yo 
planché esta mañana; el mismo pantalón que hice zurcir el martes con doña 
Timotea y los mismos zapatos que todavía falta pagar la media suela! Hasta 
reconozco los lunares que tienes en la cara. ¡Ah, maldito estafador y  granuja! 
-                     
Si señora, seré todo lo que 
usted quiera –repuso Pedro-, pero créame que es toda una casualidad. Una 
coincidencia fatal, pero yo no soy Pedro. Seré muy parecido, hasta en la ropa y 
los lunares, pero no soy su marido. Todos tenemos nuestro Sosías en la vida, ¿no 
lo sabía usted? Y es posible que yo sea el vivo retrato de su esposo Pedro. 
Pero… 
-                     
¡Pero si hasta te llamas 
Pedro! –lo interrumpió la mujer a los chillidos. 
-                     
… así es señora, me llaman 
Pero no soy el Pedro que usted dice. 
-                     
¡Canalla, ni te aparezcas 
por casa porque te despellejaré! –le repuso la Marta fuera de sí, agregando:- 
¡Debes ir pensando mientras te refriegas con esta negra a dónde vas a comer a 
mediodía! Y a la noche, ¿qué me dices? ¿Dónde pasarás la noche con semejante 
rocío? ¡Se te comerán los pulmones y los huesos se te harán crubica! 
-                     
No se haga problemas doña 
–terció la morocha que hasta ese momento no había abierto la boca-, si usted no 
lo quiere, ¡me lo llevo yo para mi casa!  
   Hasta aquí el cuento del jesuita que 
ni se sonrió cuando me lo contaba. Deduzco de la viñeta que el liberalismo 
es Pedro y nosotros somos las Martas. Sí: miles, millones de Martas victimadas 
por la hipótesis liberal, porque nunca llegó a teoría y ahí nomás se hizo 
doctrina. Ellos, los liberales, son así: capitalizan los pocos éxitos que logran 
y socializan los muchos fracasos que cosechan. Cuando algo les sale mal o es un 
desastre, que es lo común y corriente, apelan a que no los dejaron aplicar la 
teoría completamente por cierto intervencionismo estatal, o de tal ley, o de 
cual dirigente. Y estas intrusiones producen distorsiones que ellos no pueden 
arreglar. Es decir, terminan siendo como Pedro: muy parecidos al liberalismo, 
pero no son el liberalismo químicamente puro como lo enseñara don Adam Smith y 
sus secuaces David Ricardo y John Stuart Mill desde la Incalaperra. 
 
   De esta manera, después de la 
hecatombe económica más terrible que el lector pueda imaginar, regresan a la 
poltrona, limpios, sanos y rozagantes, porque ellos jamás fueron culpables de 
nada y algunos hasta se han colocado en el papel de víctimas. Desde allí dictan 
sentencia a lo Prebisch: un liberal dogmático, primero en devaluar y el causante 
de nuestro ingreso al FMI con la firma de la Involución Libertadora de 1955. 
   Desde 1930, con Federico Pinedo, 
El Canalla, hasta Lavagna, El Turiferario, que son unos 75 años, han 
pasado 79 ministros de economía, lo que arroja que vegetó más de uno por año. Lo 
que ya, de por sí, es una barbaridad. Todos ellos fueron liberales, unos más 
doctrinarios que otros, recalcitrantes llamados por el vulgo ortodoxos, pero 
formados en la escuela y el pensamiento liberal de escuelas extranjeras que 
dictan cursos para aborígenes de sus virreinatos. Cada uno a su tiempo vino con 
su receta: un liberal-capitalismo sin crédito, con sueldos congelados y precios 
por el ascensor mientras la gente los sigue por la escalera. A este antecedente 
histórico no lo van a poder borrar las bandas que hemos tenido, ni con piedra 
pómez y lavandina, menos con viruta mechada con muriático. Está escrito y si 
fuere por esto están muertos con la leyenda lapidaria: Fracasados. 
   Volviendo a Adam Smith digo que no 
me resulta extraño que esta doctrina apareciere primero en Incalaperra y, antes 
de exportarla, madurase primero allí hasta oficializarse. En rigor de verdad el 
liberalismo fue la política económica que convenía en ese momento a los ingleses 
(primera mitas del Siglo XIX) por la particular situación que estaban 
atravesando. Incalaperra era una especie de islote industrial, muy avanzado 
técnicamente, y rodeado de un mar precapitalista.  
   Se entiende cabalmente la situación 
de privilegio inusitado de que gozó el Reino Unido de la Gran Bretaña a partir 
de su Revolución Industrial y hasta fines del Siglo XIX que sería, redondeando, 
el siglo victoriano. 
   Pero le pregunto a mi lector: ¿que 
más le conviene a un gigantón que debe luchar contra un enano pulguiento, que la 
ausencia de reglas que lo limiten, de árbitros que lo inhiban y de un 
cuadrilátero que lo circunscriba? El gigantón necesita vencer al enano sin que 
nadie lo detenga, y destriparlo si fuere posible para que luego de la contienda 
él reine aunque no gobierne. Entonces crearon el juego libre: dos 
palabrejas que aún siguen tan lozanas como una mocita veinteañera. Pero juego 
libre ¿de qué? De la oferta y la demanda. Dos entelequias que 
nadie ha visto ni conoce, a menos en las pizarras y con tiza, fantasmagóricas, y 
que de puro positivista que me han hecho, digo que no existen. 
   Y el juego libre no es otra 
cosa que la libertad del zorro en el gallinero, lleno de gallinas y con la 
puerta cerrada. O del gigantón amasijando al enano hasta dejarlo minusválido. 
Pero, ¿si al zorro se lo ata con un torzal? ¡Ah, no, así no vale! Y, ¿si al 
gigantón se le echa otro gigantón forrajeado con polenta, lentejas, porotos y 
carne? ¡Tampoco! No, no y no. Porque así, el gigantón primero, podría recibir 
una tunda como la de la Vuelta de Obligado, donde el que ellos creían un enano 
les hizo pata ancha y fueron bien cogidos, por el fuego, digo. 
   Adam Smith (1723-1790) es el 
hijo putativo de la escuela fisiocrática (condenada por la Iglesia Católica), o 
naturalista fundada por Francisco Quesnay (1694-1774) y Filangieri[1]. 
Lo que hizo don Adam fue sujetar la economía a leyes naturales cuyo sentido 
último es el equilibrio. ¿Pero qué es esto que cada vez se engalleta más y más? 
Lo explico. 
   Cuando algún factor del todo, 
que a priori se supone armónico, se descarrila, desborda sus 
funciones o exagera su incidencia, el organismo económico, en su totalidad, 
reacciona para corregir tal anormalidad, construye una réplica para corregir tal 
irregularidad y se restaura el equilibrio perdido. De allí es que el liberalismo
no permite la injerencia del estado en la economía para restablecer la 
armonía, ni de leyes ni de nadie ajeno a la naturaleza de la cosa y las sabias 
leyes naturales (el liberalismo también está condenado por la Iglesia Católica 
por intrínsecamente perverso). 
   De estos orígenes es que los 
liberales decimonónicos adoptasen como suyo el lema de los fisiócratas: “Laissez 
faire, laissez passer” (dejar hacer, dejar pasar). Una imbecilidad que en el 
virreinato del Río de la Plata tomó la calidad de credo político, siendo 
su numen tutelar el ingeniero Alvaro Alsogaray que, casi momificado, siguió 
repitiéndolo hasta que lo encontró la Parca y se lo llevó al Jardín de las 
Hespérides, do mora Minerva, con la promesa de que no lo van a devolver y lo 
mantendrán allí pastoreando. Pero creo que este embolleré se verá mejor con un 
ejemplo: 
   Supongamos que por una razón 
determinada se produce una cosecha enjuta de repollitos de bruselas. Ello 
provocará una escasez de repollitos en el mercado. La demanda insatisfecha,  
estimulará un alza en el precio de los repollitos en la plaza. He ahí el 
desequilibrio. Pero como los altos precios que se llegaron a pagar por los 
repollitos han estimulado a los productores, en la próxima temporada éstos 
sembrarán más repollitos. Entonces la oferta aumentará y los precios bajarán 
necesariamente. Solo, naturalmente, el equilibrio entre la oferta y la 
demanda, se ha restablecido. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. 
Sí, porque es un cuento, peor que los que contaba mi abuela a la siesta. 
   Y es un cuento porque si la economía 
estuviese sujeta a leyes naturales como las que acabamos de ver, la mayoría de 
las naciones prosperarían de igual modo, cualquiera sea su producción: de coles, 
repollitos o lagartijas. De esta manera debería haber un equilibrio entre 
productores de manufacturas y productores de materias primas. La Historia ha 
demostrado de mil formas las falacias de la doctrina liberal: símbolo eterno del 
fracaso. 
   A mí me la hicieron estudiar de 
prepo: Adam Smith y Samuelson, siendo profesor Alieto Guadagni, hoy en trance de 
ir a la gayola por choreo indiscriminado. Y a pesar de que tuve 10 de promedio 
en el año, me vengaré, y en el Purgatorio pediré que me hagan un 30% de 
descuento por leer tantos sofismas juntos. ¡No, no es humano hacerle esto a un 
tipo! 
   Para despedirme les dejo una viñeta. 
A la Incalaperra liberal, encapsulada en una cáscara de nuez, fue a recalar por 
1850 Carlos Marx , más conocido en el ghetto como el rabino Kissel Mordechai. En 
este paraíso del juego libre habría de escribir Das Capital. Pero 
como in itinere Jehová se lo llevó por ser del Pueblo del Señor, 
la obra (casi ininteligible) fue publicada por su amigo Federico Engels que 
también era un Elegido del Pueblo de Israel. De allí se dispersaría por 
el mundo entero (traducida al castellano en 1938).  
   Pero, ¿qué tenemos por aquí, Santo 
Cielo? ¡Resulta que para escribir contra el liberalismo económico Marx se fue a 
vivir al paraíso del liberalismo económico! ¿No será que estas dos doctrinas en 
el fondo son lo mismo? ¿O que una es la causa y la otra la consecuencia? No sé. 
De manera que creyendo la gilada que hay dos opciones en realidad hay una sola y 
para colmo las dos salieron de Incalaperra. Como siempre, incluidos el Mahatma 
Gandhi y el Ayatollah Komeini, los libertadores son exportados desde 
Incalaperra que es la verdadera usina mundial de la liberación de los pueblos 
(que quedarán sujetos a la hegemonía de la Incalaperra, porque la caridad 
comienza por casa). 
   Esta Enfermérides fue con cuentito y 
todo. No se pueden quejar. 
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