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“Serían las diez y media de la mañana cuando llegué a Santa Fe capital, 
procedente de Rosario, siguiendo aquella fatigosa Ruta 11, porque entonces no 
existía la autopista ni como proyecto. Mi intención era cruzar a Paraná para 
llegar a destino a las tres o cuatro de la tarde. Un calor bochornoso, 
inclemente, se desplomaba sobre la ciudad a pesar de ser mediados de noviembre 
de aquel 1969. En esto había errado fiero, porque el día anterior fue de una 
temperatura agradable y esto me había animado un tanto para largarme a la 
querencia para no hacer de haragán y estar tan de balde. Seguramente el calor 
era el presagio de que se estaba preparando una tormenta de esas que Dios libre 
y guarde. 
   
Siguiendo el camino empedrado del bajo pasé los silos, el puente colgante y 
enderecé para el lado del Colastiné, donde debía tomar la primera balsa. Porque 
tampoco se disponía de los puentes que hoy se han construido y del túnel 
subfluvial sólo se veía, allá lejos, en el recodo de una curva, su obrador. 
   En 
este camino encontré una estación de servicio a mano izquierda y entré en ella: 
para darle un traguito de nafta y agua a la carrindanga y un buche de sombra 
para mí. Enseguida me atendió un muchacho muy diligente. Entonces lo indagué 
sobre cómo andaba el asunto de las barcazas que nos pasaban de una costa a la 
otra, dado que siempre aparecía un problema que retrasaba todo proyecto que uno 
hubiese hecho con anterioridad. 
   No 
me sorprendió que me dijese que aquello andaba mal, como no me inquietó que me 
informara que, por este motivo, se había formado delante del atracadero una cola 
fenomenal de automóviles, chatas y camiones. Para los curtidos esto no era 
novedad. 
   - 
Con suerte –me auguró-, va a poder cruzar a las tres o cuatro de la tarde. 
   Es 
decir a la hora que yo pensaba estar en casa, recién estaría saliendo de la cola 
para cruzar y hacer otra cola para tomar la segunda balsa. Mi llegada a destino 
sería a la noche con seguridad. Claro está que sin protestar, porque esto era 
parte de lo que la gente llamaba la travesía. ¿Y las urgencias? ¡Ah, no! 
Entonces no se usaba eso de las urgencias, y menos en Entre Ríos, donde las 
semanas se contaban como días y los meses como semanas. Lo de las urgencias 
es mucho más moderno. 
   Con 
toda resignación seguí la marcha hacia el embarcadero. Muy tranquilo iba a media 
marcha, cuando veo a la derecha unos carteles indicadores, creo que blancos con 
letras negras, que decía “A Cayastá” y más adelante “A Santa Fe la Vieja”. Y no 
sé por qué, en unos segundos resolví ladearme para ese lado, porque enseguida 
estaba el camino que hace el desvío. En verdad, hacía tiempo que quería ver las 
ruinas de la antigua Santa Fe. De todas maneras, hasta más tarde, no tenía 
posibilidad de cruzar y esta oportunidad me era propicia: si había algo que me 
sobraba en ese momento era el tiempo, al que había que matarlo de algún modo. 
   Así 
lo hice entonces y, al llegar a Cayastá después de un tirón, busqué el lugar 
donde estaban las ruinas. Me encontré con un portal y, tras de él, un camino 
recto que iba en dirección al río San Javier. A mi derecha había unos dos o tres 
edificios blancos con techos de tejas, resplandecientes por el sol del mediodía. 
Todos ellos eran de diseño moderno y factura más o menos reciente. Marchaba así, 
lentamente, cuando me salió un hombre al cruce que, si mal no recuerdo, fue el 
único que vi en aquella jornada y en esa desolación. 
   Muy 
atentamente este sujeto me interrogó. Cuando le dije que era un Teniente con 
destino en Entre Ríos, no se qué se le habrá pasado por su imaginación y me 
dijo: 
-     
¡Ah, pero usted mi Teniente tiene que ver al doctor! 
-     
Pero, ¿qué doctor? –le pregunté pensando que tal doctor era un médico y 
que para entrar debía presentar un certificado bucodental y ver si tenía hongos 
en los pies. 
-     
El doctor Zapata Gollán, que es el Director de todo este complejo –me 
respondió-. 
-     
No, mire mi amigo: yo solamente quiero, si se puede, dar una vuelta por 
aquí y enseguida me voy. ¿Y dónde está el doctor? –le demandé, sin apearme del 
automóvil. 
-     
Vea: aquella de la izquierda es su casa –me explicaba con su dedo índice 
de una mano que parecía una pata-. El edificio de la derecha son las oficinas. 
El doctor está en su despacho ahora. Si viene conmigo lo recibirá. Y si no viene 
él se enojará conmigo cuando se entere que usted estuvo y yo no lo invité a 
pasar. 
   En 
fin, pensé para mis adentros, una complicación menor. No se deben dramatizar 
estas cosas, ni hacer al trabajador variable de ajuste. Al bajar del auto le di 
la mano a este personaje: ya éramos amigos. Y fue él quien me llevó hasta el 
escritorio del doctor Zapata Gollán, distante por un sendero, como a unos 
quinientos metros del camino, y puesto el solazo de sombrero. 
   Al 
llegar a su escritorio, Zapata Gollán nos hizo pasar y despachó al empleado con 
mucha discreción. Cuando quedamos solos le expliqué los motivos de mi visita y 
las intenciones que traía, que no eran otras que las que acabo de referir. 
-     
¡Enhorabuena que se le haya ocurrido venir a visitarnos! –exclamó. 
 
-     
Me han dicho que aquí se encuentran los restos óseos de los que en vida 
fueron Juan de Garay y su esposa… -comencé a decirle-. 
-     
No. No es así –me interrumpió con voz muy amable-. Lo que tenemos aquí, 
en lo que sería el templo de la vieja ciudad, es a Hernandarias y a su mujer 
Jerónima de Contreras. También tenemos ruinas de casas… todavía estamos 
trabajando. 
-     
Bueno, yo… -no sabía qué decirle ante semejante metida de pata- En 
realidad es lo único que quería ver. Digamos como un homenaje que les quiero 
rendir. Por este motivo me desvié del camino. 
-     
Entonces no perdamos más tiempo –dijo mirando su reloj-. Vamos a verlos. 
Yo lo acompañaré. 
   
Salimos del edificio y por la senda llegamos al camino donde había dejado el 
automóvil. Por esta calle seguimos caminando hasta alcanzar lo que recuerdo era 
un gran galpón, que se encuentra a la vera del río, después que éste hace un 
recodo. Entramos en él y siguiendo una pasarela con baranda baja, pude ver dos 
esqueletos, uno al lado del otro. Vistos de arriba, el de la izquierda era un 
hombre y el de la derecha una mujer. Era fácil distinguirlos por la cavidad 
pelviana, mucho más grande en la que habría sido una matrona. Por las longitudes 
es posible que en vida tuviesen la misma altura. 
-     
Estos son los restos mortales de Hernandarias y su esposa, la hija mayor 
de Juan de Garay –me explicó señalando los esqueletos con la mano derecha 
abierta. 
-     
¿Y cómo llegó usted a esta conclusión, doctor? –le pregunté lleno de 
emoción. 
-     
Bueno, sabemos que estas son las ruinas de la iglesia de la antigua Santa 
Fe. En esos tiempos se estilaba enterrar a los muertos ilustres a los pies del 
altar. Pienso que a la altura donde están los cráneos, debieron estar las tres 
escalinatas para acceder al altar. Y en la vieja Santa Fe no hubo dos personajes 
más ilustres que estos dos. No cabe duda entonces que a este lugar se los 
reservaron para ellos. 
-     
Entonces doctor –le pregunté después de un breve silencio que se produjo 
entre los dos mientras contemplábamos aquellos huesos-, usted me dice que estos 
no son los restos de Hernandarias y su mujer. 
-     
¿Cómo? –me preguntó sorprendido este hombre de estatura mediana, de 
rostro envejecido y de cabeza completamente canosa-. ¿Cómo dice? –insistió-. 
-     
Que digo: usted no cree que quienes reposan allí sean Hernandarias y su 
esposa. Eso es lo que a mi criterio entiendo y así lo expreso como usted me 
pide. 
-     
¡Pero yo le he dicho todo lo contrario! –exclamó sorprendido, tomándome 
por un loco seguramente-. ¿O usted no me ha entendido nada? –indagó mirándome 
con su par de ojos claros por sobre sus anteojos-. ¿Por qué me dice una cosa 
así? –agregó al final, tirando los hombros y la cabeza hacia atrás y 
acomodándose las gafas con el dedo índice, con aires de superioridad-. 
-     
Porque este no puede ser Hernandarias y aquella su mujer –le respondí con 
rapidez. 
-     
¿Y qué fundamentos tiene usted para decirme esto, cuando me consta que 
los acaba de conocer? –me demandó con voz grave, muy serio y con la cara que, de 
un blanco cebolla había virado a matices rubicundos de un tomate. Señal –me dije 
para mis adentros- de que se viene el aguacero. 
-      
Mire doctor: si este fuese a quien en vida llamaban Hernandarias no 
estaría aquí… 
-     
¿A no?- me interrumpió muy molesto- ¿Y dónde le parece que podrían estar? 
-     
Si este fuese Hernandarias y doña Jerónima, deberían estar en un 
mausoleo, con  un alto monolito de mármol y bronce que perpetúe para siempre su 
memoria, con todos los símbolos de la Santa Religión Católica de la que ellos 
fueron fieles devotos y dieron mil testimonios. Un lugar bendecido donde todos 
le podamos rendir nuestro homenaje público y sincero. No concibo doctor que 
estos restos mortales sean una atracción turística. Un lugar para sacar 
fotografías y hacer filmaciones. No es de cristianos hacer diabluras, o no es 
cristiano, ni de criollos de ley hacer esto con uno de nuestros próceres 
máximos. ¿Conoce usted algún país donde se haga algo parecido a esto con sus 
prohombres? Piense usted en España, exhibiendo como atracción turística los 
esqueletos  del Cid Campeador y de doña Jimena… 
-     
Sí, lo entiendo. Pero este no es el Cid –me respondió bajando la voz y 
mirando a los costados como hacen los fulleros que juegan a las barajas. 
-     
En esto tiene razón doctor: este es nuestro Cid Campeador que debería 
llamarse Cid Hernandarias –le repuse. 
-     
Sepa señor –me respondió abriendo los brazos para significarme la 
grandiosidad del edificio, mientras su vista recorría el techo, como si 
estuviese buscando a Dios-, que atrás de esta obra estuvo y está la Iglesia… 
Desde el principio… 
-     
No lo dudo. Justamente es lo que se nota –lo detuve-: no hay una sola 
cruz, ni una mención a Cristo para estos hermanos difuntos, ni alguien que les 
rece un bendito o un rosario por la paz de sus almas nobles. Siempre he visto 
detrás de algunos curas las herejías más terribles. Y esta es una herejía. 
¿Cuántas misas se han dado aquí? Ninguna, ¿no es así? 
-     
Muy interesante la conversación Teniente –me confesó en voz muy baja como 
si se le hubiesen acabado las pilas-. Y ahora si usted me disculpa uno momento 
debo hablar con el encargado. En unos segundos vuelvo. No se mueva de aquí. 
   Lo 
que el lector presiente es lo que verdaderamente ocurrió: no lo he visto más al 
doctor Zapata Gollán, ni aquel día, ni los de ayer y menos los de hoy, porque me 
han dicho  que se ha muerto como por 1980. No sé. Así como se murieron todos los 
complotados que armaron Cayastá sin piedad ni parsimonia. Digamos que me mandó 
con mucha dulzura de paseo. Lo que me trajo una gran amargura que me duró como 
cinco minutos. 
   Fue 
el aire tibio y húmedo del mediodía santafesino el que me despidió de aquel 
lugar. Tampoco volví a Cayastá que me han dicho ha cambiado mucho y yo también, 
por lo que este relato puede diferir en parte de lo que vi. 
   
Para consolarme pasé por la ranchada de Chiquito, un amigo del alma,  para 
confortarme con una buena variedad de pescados, remojados con un prosaico vino 
blanco: porque el pescado en el estómago tiene que navegar y lo hace mejor si 
es con vino. Así dicen mis hermanos, los indios Mocoví del Arroyo El Toba, 
de Santa Fe al norte. Y yo les hago caso. 
   
Después del ajetreo de las balsas, estuve en Paraná a la hora 21, 
aproximadamente. Lo que no sabía era que allí me esperaba otra peor que esta. 
Porque asina es la vida de este cuerpecito: andar de un lado para el otro como 
encomienda de pobre.  
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   Del 
autor, fragmento de Los que me deformaron,
pp. 101 y 102, Rosario, Santa Fe; terminado el 24 de mayo, día de María 
Auxiliadora, Nuestra Madre, del año 1992 y a 174 años de la llegada al Gobierno 
del Ilustre Restaurador de la Leyes. 
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