| 
                 
                 La revolución, en su período de ascenso, pudo ser cruel y brutal, pero fue 
              honesta. Expresaba sus pensamientos de viva voz. La política de Stalin es mentirosa. Es allí donde se revela que su pensamiento es 
              reaccionario. La reacción miente porque debe ocultar sus 
              verdaderos fines ante el pueblo. La reacción encaramada sobre una 
              revolución proletaria miente por partida doble. Puede decirse sin 
              temor a exagerar que el régimen termidoreano de Stalin es el 
              régimen más mentiroso de la historia. Desde hace catorce años el 
              autor de estas líneas es el blanco principal de las mentiras termidoreanas.  
              
              
              Hasta 
              fines de 1933 la prensa moscovita y su sombra, la prensa de la 
              Internacional Comunista, me retrataban como agente norteamericano 
              o británico y me llamaban Mister Trotsky. En el Pravda
              del 8 de marzo de 1929 hay un artículo dedicado a demostrar 
              que yo era aliado del imperialismo británico (en esa época Moscú 
              no hablaba de “democracia británica”), sin dejar de establecer mi 
              total acuerdo con Winston Churchill. El artículo concluía con las 
              siguientes palabras: “¡ Ahora comprendemos por qué la burguesía 
              le paga decenas de miles de dólares!” En esa época eran dólares... 
              ¡no marcos alemanes! 
              
              El 2 de 
              julio de 1931, Pravda publica unos documentos groseramente 
              falsificados -los olvidaría al día siguiente- para denunciarme 
              como aliado de Pilsudski y defensor del tratado pirata de 
              Versalles. En esa época Stalin no defendía el statu quo, sino la 
              “liberación nacional” de Alemania. En agosto de 1931, Les 
              Cahiers du bolchevisme, publicación teórica del Partido 
              Comunista Francés, denunció la existencia de “un frente único que 
              va... desde Blum, Paul-Boncour y el estado mayor francés por un 
              lado, a Trotsky por el otro”[2]. 
              ¡Yo era un firme aliado de los países de la Entente!  
              
              El 24 de 
              julio de 1933 -Hitler ya se había consolidado en Alemania- llegué 
              a Francia vía Marsella; el gobierno de Daladier me había concedido 
              una visa. Según las declaraciones retrospectivas de los procesos 
              de Moscú, yo preparaba la derrota de la URSS y Francia. En el 
              proceso de Radek-Piatakov, de enero de 1937, se “comprobó” que, a 
              fines de julio de 1933, yo mantuve una entrevista en el Bois de 
              Boulogne con Vladimir Romm, corresponsal de la agencia Tass, con 
              el fin de crear, por su intermedio, un vínculo entre los 
              terroristas rusos y Hitler y el Mikado. L'Humanité no lo 
              puso en tela de juicio; el día de mi llegada denunció mis 
              relaciones secretas con el señor Daladier. “Al permitir las 
              intrigas de los emigrados blancos y al invitar a Trotsky -dice el 
              periódico de Stalin-Cachin-Thorez- la burguesía francesa muestra 
              cuál es su verdadera política hacia la URSS: discute por 
              necesidad, sonríe por obligación, pero en la trastienda ayuda y 
              apoya a los saboteadores, intervencionistas, conspiradores, 
              calumniadores y renegados de la revolución... Desde Francia, desde 
              esta caldera antisoviética, puede atacar a la URSS... ¡Es un punto 
              estratégico! Para eso viene Mister Trotsky.” Todas las 
              fórmulas del fiscal Vishinski estaban ahí, con una diferencia: en 
              esta actividad criminal yo actuaba de acuerdo con la burguesía 
              francesa, no con el fascismo alemán.  
              
              ¿Pero 
              quizás el infeliz L'Humanité no estaba informado? No; el 
              órgano de Stalin en París expresaba muy bien las posiciones de su 
              patrón. Las pesadas ideas de la burocracia moscovita se negaban a 
              salir de la órbita a la que se habían acostumbrado. La alianza con 
              Alemania, independientemente del régimen interno de ese país, era 
              un axioma de la política exterior soviética. El 13 de diciembre de 
              1931, Stalin le dijo al escritor alemán Emil Ludwig que: “Si 
              hablamos de nuestra simpatía por alguna nación, nos referimos, 
              lógicamente, a los alemanes... Nuestras relaciones con Alemania 
              son tan amistosas hoy como ayer.” Stalin cometió la imprudencia 
              de agregar: “Algunos políticos declaran o prometen una cosa un 
              día, para olvidarla al día siguiente sin siquiera sonrojarse. 
              Nosotros no podemos actuar de esa manera.”  
              
              Es cierto 
              que seguía la época de Weimar. Pero la victoria del fascismo no 
              alteró la orientación de Moscú. Stalin se esforzó por obtener la 
              buena voluntad de Hitler. En el órgano gubernamental Izvestia
              del 4 de marzo de 1933, leemos que la URSS es el único país 
              del mundo que no siente hostilidad hacia Alemania, 
              “independientemente de la forma y composición del gobierno del Reich”. Le Temps del 8 de abril dice: “La opinión pública 
              europea está sumamente preocupada por el advenimiento del señor 
              Hitler y hace abundantes comentarios al respecto; mientras tanto, 
              la prensa de Moscú se mantiene en silencio.” Stalin le volvía la 
              espalda a la clase obrera alemana para tratar de granjearse la 
              amistad del vencedor.  
              
              El cuadro 
              resulta claro. Cuando, de acuerdo con la versión retrospectiva 
              inventada a posteriori, yo debía estar organizando mi colaboración 
              con Hitler, la prensa de Moscú y de la Internacional Comunista me 
              presentaban como agente de Francia y del imperialismo 
              anglosajón. Me convirtieron en aliado de los alemanes y japoneses 
              cuando Hitler rechazó la mano cordial que le tendió Stalin y lo 
              obligó a buscar la amistad de las “democracias occidentales”, 
              contrariando sus planes y sus cálculos previos. 
              
              Las 
              acusaciones formuladas contra mí no eran ni son sino un 
              complemento de las evoluciones diplomáticas de Moscú. Los 
              distintos cambios de rumbo que se me imputan no contaron con la 
              menor participación de mi  parte. Sin embargo, existe una 
              diferencia importante entre las dos versiones opuestas, aunque 
              simétricas, de la calumnia. La primera, que me convirtió en agente 
              de la Entente, tenía un carácter puramente literario. Los 
              calumniadores calumniaban, los periódicos difundían el veneno, 
              Vishinski todavía no salía de las sombras. Es cierto que la GPU 
              fusiló a algunos militantes de la Oposición, acusándoles de 
              espionaje; pero se trataba de asesinatos experimentales, donde las 
              víctimas eran individuos desconocidos. Mientras tanto, proseguía 
              la educación de los magistrados indagadores, jueces y verdugos de 
              Stalin. Necesitaba tiempo para llevar a la burocracia a un grado 
              de desmoralización y a la opinión pública mundial a un grado de 
              envilecimiento tales que le permitieran montar los monstruosos 
              fraudes judiciales contra los trotskistas.  
              
              Los 
              documentos permiten seguir la evolución de los preparativos a 
              través de todas sus etapas. Más de una vez Stalin se encontró con 
              una resistencia que le obligó a retroceder, para luego proseguir 
              sus actividades en forma más sistemática. Su objetivo era montar 
              una guillotina que actuara automáticamente contra cualquier 
              opositor de la camarilla dirigente: quien no apoya a Stalin es 
              agente a sueldo del imperialismo. Este esquema grosero, sazonado 
              con el rencor personal, corresponde por completo al espíritu de Stalin. Diríase que no dudó por un instante de que las 
              “confesiones” de sus víctimas convencerían al mundo y 
              consolidarían la inviolabilidad del régimen totalitario. Las cosas 
              no sucedieron así. Los procesos se volvieron contra Stalin. Ello 
              no se debe tanto al carácter burdo de los fraudes, como al 
              siguiente hecho: el desarrollo del país ya no soportaba la garra 
              burocrática. La presión de las contradicciones crecientes obligó 
              a Stalin a ampliar constantemente el radio del fraude. La purga 
              sangrienta continúa, sin dar señales de llegar a su fin. La 
              burocracia se devora a sí misma y clama frenéticamente por una 
              vigilancia mayor. Es el clamor de un animal herido de muerte.  
              
              
              Recordemos una vez más que todos los miembros del Buró Político de 
              la época de Lenin - la única excepción es Stalin - encabezan la 
              lista de traidores: entre ellos se encuentran el ex jefe de la 
              defensa del país durante la guerra civil, dos ex dirigentes de la 
              Internacional Comunista, el ex presidente del Consejo de 
              Comisarios del Pueblo, el ex presidente del Consejo de Defensa y 
              Trabajo, el ex jefe de los sindicatos soviéticos. Siguen muchos 
              miembros del Comité Central y del gobierno. Se dice que Piatakov, 
              jefe de la industria pesada, organizaba el sabotaje, Lifshits, 
              vicecomisario del pueblo de transportes, era agente de Japón y 
              organizador de los descarrilamientos; Iagoda, jefe supremo de las 
              fuerzas de seguridad, era un criminal y un traidor; Sokolnikov, 
              vicecomisario del pueblo de relaciones exteriores, era agente de 
              Alemania y Japón, junto con Radek, el periodista más influyente 
              del régimen. Más aun: todo el alto mando del ejército estaba al 
              servicio del enemigo. El mariscal Tujachevski, enviado 
              recientemente a Inglaterra y Francia a familiarizarse con las 
              últimas técnicas militares, vendió secretos a Alemania...; Gamarnik, jefe político del ejército, era un traidor. 
              Recientemente, los representantes de los ejércitos francés, inglés 
              y checoslovaco rindieron homenaje a la capacidad organizativa de Iakir, por la forma en que condujo las maniobras militares en 
              Ucrania. Este Iakir preparaba la conquista de Ucrania por Hitler. 
              El general Uborevich, responsable de la defensa en el frente 
              occidental, se preparaba a entregar la Rusia Blanca al enemigo. 
              Los generales Eidemann y Kork, ex comandantes de la Academia 
              Militar, destacados comandantes en la guerra civil, instruían a 
              sus alumnos para obtener derrotas, no victorias. Decenas de 
              oficiales superiores, menos conocidos, pero no menos 
              importantes, son acusados de traición. Los destructores, 
              saboteadores, criminales y espías llevaron a cabo su obra criminal 
              durante años. Pero si los Iagodas, Piatakovs, Sokolnikovs, 
              Tujachevskis y demás eran espías, ¿de qué sirven los Stalins, 
              Voroshilovs y demás “líderes”? ¿De qué sirve exigirle vigilancia 
              a un Buró Político que ha hecho gala de tanta ceguera y falta de 
              realismo?  
              
              La última 
              purga desacreditó al régimen hasta un punto tal que la prensa 
              mundial se pregunta seriamente si Stalin no se ha vuelto loco. 
              ¡Es una hipótesis demasiado simplista! Primero se dijo que Stalin 
              debió su triunfo a su brillante intelecto. Posteriormente, cuando 
              los reflejos de la burocracia se volvieron convulsivos, los 
              admiradores de ayer empezaron a preguntarse si el líder no había 
              perdido el juicio. Las dos apreciaciones son igualmente falsas. Stalin no es ningún “genio”. En sentido literal, ni siquiera es un 
              hombre inteligente, si inteligencia significa capacidad de 
              aprehender los fenómenos en sus correlaciones y desarrollo. Pero 
              tampoco está loco. La ola del termidor lo alzó en su cresta. Creyó 
              que la fuente de sus fuerzas estaba en sí mismo. La casta de 
              advenedizos que lo proclamó genio se corrompió y desmoralizó 
              rápidamente. La tierra de la Revolución de Octubre exige un cambio 
              de régimen. La situación de la camarilla dominante no le permite 
              tener una política racional. La locura no es de Stalin, sino de 
              un régimen que ha agotado sus posibilidades. Esta explicación no 
              justifica moralmente a Stalin en lo más mínimo. Saldrá de escena 
              como uno de los personajes más sucios de la historia humana.  
              
              Este 
              libro fue escrito por partes y en diversas circunstancias. En 
              principio debía ser una refutación del proceso de Zinoviev y 
              Kamenev (agosto de 1936). Pero el autor no pudo continuar el 
              trabajo debido a su internamiento en Noruega. Pude retomar el 
              manuscrito al cruzar el Atlántico en un buque tanque. Apenas hube 
              llegado al hospitalario México y empezado a ordenar mis papeles, 
              se inició el proceso de Piatakov y Radek; éste merecía un análisis 
              detallado. Mientras criticaba los juicios de Moscú, tuve tiempo de 
              reunir materiales para la investigación jurídica realizada por el 
              comité Nueva York que asumió mi defensa. Una buena parte de este 
              libro es el discurso que pronuncié ante la Comisión Investigadora 
              que vino de Nueva York a México en abril a escuchar mi versión de 
              los hechos. Por último, cuando ya estaba entregando el manuscrito 
              a los editores, las agencias noticiosas anunciaron el arresto y 
              ejecución de los generales más destacados del Ejército Rojo. Por 
              eso la estructura del libro sigue los acontecimientos muy de 
              cerca. ¡Agrego que al escribir estas páginas hube de observar más 
              de una vez cuán limitados son nuestro vocabulario y la gama de 
              nuestros sentimientos frente a la monstruosidad de los crímenes 
              que se cometen en Moscú! 
              
               |