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¿DEBE SER EXTRADITADA DOÑA
ISABEL MARTÍNEZ DE PERÓN?

   El Juez Norberto Oyarbide sorprendido, después de dictar sentencia,  jugando en Espartacus con un amigo disfrazado de león.

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   Los Colorados del Monte, enero de 2007.  

   Querido camarada y muy digno compatriota:

   Tal cual lo hacían nuestros abuelos y como lo hace Fierro, antes de comenzar, hago mi invocación al Señor, y en su día a Santa Margarita que le agradó en este mundo.

   Mucha alegría me causó su llamada telefónica. Digamos como siempre. Pero mucho más me alegra que haya recibido todo lo que le mandé, en orden y para su complacencia. Sobre aquel particular, surgido de la conversación telefónica, en verdad, no sé qué dictarle. Porque usted me preguntaba si a mi juicio doña Isabel debería volver o debería quedarse en España. Pero don Carlos: separa que me puso en el brete, y no me deja una tranquera abierta para disparar. Por lo que no sé qué hacer y menos qué decirle en esta ocasión tan ruda.

   Mientras se me ocurre algo, le voy contando lo que le pasó al viejo Jara, pescador, coplero y animoso en su acordeón. Jara supo ser mi compañero de pesca y no hubo rincón del Paraná que no lo hayamos visitado. ¡Si habremos andado por ahí, encarnando el taruchero! También fue mi cumpa de cacería, y en pleno invierno, con la escarcha enlenzando el campo, a puro perro y escopeta, hacíamos buena cosecha para que no se acabe el escabeche.

   Un día me entero por el amigo Melgarejo que vive en los galpones del puerto, que andado de noche don Jara intentando al surubí, en un riacho que le dicen El Indio, lo picó una raya cerca de la tetilla izquierda. Parece que azotado por el calor y acorralado en la canoa por la mosquitada, el viejo no tuvo mejor idea que tirarse al agua de cabeza. Y mientras retozaba en el frescor y libre de las sabandijas, le vino a ocurrir el accidente. Lo que no sabemos es cómo no se ahogó, porque el dolor de chuzazo es paralizante. Pero Dios misericordioso le dijo que no, y nos lo devolvió para que nos siga deleitando con una chamarrita o corralera improvisada, bien decidora y montielera de mi flor.

   En el hospital lo tuvieron una semana, ponga y dele con inyecciones de esto para prevenir aquello. Así le quedó la nalgada que parecía un morrón en primavera. Y vino a acontecer que, después que le dieron el alta, don Jara desapareció. O por mejor decir, nadie sabía dónde estaba, y hasta la china que tenía de mujercita, ignoraba a dónde se había metido.

   Hasta que un día y como debía ser, apareció don Jara, pero con novedades. Se había vestido con un talar blanco de hilo que le llegaba a los pies, calzados ellos con una sandalias de suela sujetas con reatas. Llevaba un bastón de sarandí y lo seguía un perro. Parecía un predicador, al estilo de Oberá o de San Bernardo de Cluny: serio, circunspecto, caminaba por las calles del pueblo con gran solemnidad y a nadie le contestaba el saludo. De lejos lo ví una tardecita, barba y melena rucia al viento,  y pensé que se había vuelto loco.

   Pero vea mire don Carlos que aquí no se acaba la función. Porque este Jara iba deambulando y, parándose de golpe, señalaba con su dedo índice que tenía la uña negra como visera de guarda, a uno que elegía y le espetaba: ¡Bruto! Seguía entonces y unos pasos más allá se topaba con una gorda y la sentenciaba: ¡Yegua! Al repartidor de garrafas le dijo: ¡Chancho! A don Chichilo Funes, el tendero, le enjaretó: ¡Ladrón!

   Y pensando que estaba loco por la picadura de la raya, nadie lo quería contradecir. Con este antecedente yo lo andaba cuerpeando para que no me encare. Pero una mañana, frente a la vereda del Banco de la Nación, no tuve más remedio que hacerle frente para no salir corriendo, que era mayor vergüenza. Y parado delante de mí me tomó por los hombros y dijo con voz de sótano: ¡No te bautizo, porque sos un hombre bueno! Y sin dejar que le conteste siguió su ruta repartiendo bateos y sambenitos, a los de esta vereda y a los de la otra, tal como si fuera asperjando agua florida.

   Como lo que les decía el viejo Jara era más o menos la verdad de cada cual, llegó un momento en el que, por la cuadra donde andaba el viejo, no transitaba nadie. Pero un jueves a la tarde de esos días, se fue a la Municipalidad, subió al primer piso, y se metió con perro y todo en el recinto donde estaba reunido el Honorable Concejo Delirante. ¿Qué quiere que le diga don Carlos de los señores concejales? Cuando vieron a don Jara, el más lerdo se quería tirar por la ventana. Pero no les dio tiempo y levantando su bastón les grito: ¡Hijos de puta!, que sonó ronco como un trueno que se dilata retumbando.

   Los del Concejo no querían hacer nada, y tomaron al viejo por orate, echando el asunto a la bolsa de los malos recuerdos para seguir con sus chanchullos. Pero el hecho trascendió y la gente se empezó a reír de ellos: entonces había que tomar una medida ejemplarizadora. Y pensaron de todo: desde rociarlo con nafta y arrimarle una yesca, hasta pedirle al Párroco que lo exorcise. Pero al final, por absoluta mayoría, resolvieron denunciarlo ante el Juzgado de Instrucción Nro. 1. Porque esta es gente de la ley y la Democracia.

   Entonces lo mandó a llamar el Juez, o mejor dicho se lo llevó la policía. Y en cuanto estuvo en el despacho de Su Señoría, sin que ella pudiese musitar esta lengua es mía, lo ensartó con un: ¡Judío!, que se escuchó desde la Plaza. Pero como todo lo que había dicho el viejo Jara era verdad, incluido lo del Juez y lo de los Concejales, cuyas madres habían sido lavanderas, vendedoras de pastelitos con membrillo, fregonas de cocina y todas trotacalles en sus mocedades, se resolvió desterrar a don Jara para que de una semillita no se hiciera un ombú. Lo metieron en una ambulancia y lo mandaron al Hospital San Martín de Paraná de donde todavía no ha vuelto.

   Ahora bien: usted me dirá don Carlos, ¿qué tiene que ver esto con doña Isabel? Le digo yo con mesura, porque ha visto usted que uno en estos pueblos se retrasa y no tiene la chispa de la gente de las grandes ciudades, que doña Isabel podría venir y hacer lo del viejo Jara. Vestirse de talar blanco y un garrote, y comenzar a repartir bendiciones públicas a los que fuere encontrando. Por ejemplo a Caffiero: ¡Traidor!; a Ruckauf: ¡Musaraña!; a Kirchner: ¡Judío fraudulento!; a Oyarbide: ¡Maricón prostibulario!; al Rey de España en memoria de su padre y del generalísimo que fuera su tutor: ¡Hijo de puto!; a Rodríguez Zapatero: ¡Masón!; a Aníbal Fernández: ¡Mula embastada! y a Alberto: ¡Canalla!; a Cristina: ¡Yegua sachera!; a Bergoglio gritarle: ¡Puigjané! Y así podría ir armando epítetos más ingeniosos que estos, porque si bien la mayoría de los de su tiempo ya han muerto, otros quedan vivos y ella los conoce bien. Como el viejo Jara hay que decirles la verdad.

   No sé don Carlos si yo con esta idea le contesto una pregunta. Quizá sí. Hay que ver. Pero le recuerdo lo de mi otra carta: estos han sembrado vientos, cosecharán tempestades, es la sentencia que dicta la Historia. No escaparán a ella, porque si Dios elige a alguien para zafar o exceptuar de esta condena, no será a ellos que lo han ofendido gratuitamente. Y así cien años les parecerá un día y un día como cien años. Que se busquen un rincón en el Mundo, recóndito y arcano, porque puede que, en el apuro, el Mundo les resulte chico. Tengan entonces los boletos del avión a la mano. Consíganse abundante cocaína porque presiento que el tirón será medio largo y la necesitarán.

   Que Nuestro Salvador Jesucristo y su Santa Madre, Vida, Dulzura y Esperanza nuestra, lo mantengan como hasta ahora con la absoluta fe en nuestra Patria y su Pueblo.

NI YANQUIS, NI MARXISTAS.
JUAN.

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