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              El primer acto 
              
                
               Si hay 
              dos entidades que se repiten asiduamente en nuestra historia son: 
              las espeluznantes visitas de los piratas y las escalofriantes 
              andanzas de los portugueses. De los piratas ya se sabe: poco se 
              habla, porque los que escriben están al cabo de la calle: detrás 
              de cada uno de estos malhechores, estuvo y está la Patronal que 
              hoy, con toda lozanía, reina y gobierna. Y también se conoce que,
              empleado que habla mal del Patrón, poco futuro tiene. 
              Entonces muchos pregoneros han hecho de escribir la historia un 
              artesa: como el burro no se olvidan donde está el forraje, y se 
              cuidan más de sacar los pies del plato que de remojarse en la 
              cama.  
              
              
                 En cambio de los portugueses se ha 
              hablado bastante. Comparativamente, desde luego Pero es asunto 
              libérrimo hasta por ahí, no más, a pesar de que por ellos guerras 
              hubo. Porque Portugal, pudiendo ser salón de baile y comedor por 
              la opulencia de entonces,  prefirió ser dependencia de servicio y 
              escusado de la casa, que del Mundo, hiciera su Graciosa Majestad 
              Británica. De manera que tampoco es cuestión de ponerse a hacer 
              rebatiña con el despojo de la Lusitania: porque se puede tocar sin 
              querer a Su Majestad, y ya se sabe que, quien así lo haga, tiene 
              los días contados en la tronchadota de cogotes. Hay que ser cautos 
              por este lado a la vez de por aquel.  
              
              
                 Pero releyendo nuestra historia 
              resulta que hubo dos tipos de portugueses. Digamos que dos 
              modelos. Que  los separo de puro autoritario, porque nunca lo 
              estuvieron en la realidad. De los que se discute pertenecen a 
              cierto modelo. De los otros jamás nadie ha dicho ni puede decir 
              nada, so  pena de ser pasado por el picador de carne rumbo a 
              transformarse, de inmediato, en un chorizo empalado dorándose a la 
              llama. Bien: Hernandarias de Saavedra tuvo que vérselas con estos 
              últimos y así le fue. Hasta hoy mismo, en que el Túnel 
              Subfluvial Hernandarias pasó a llamarse Uranga-Silvestre 
              Begnis. Es decir: trocaron el nombre de nuestro primer prócer 
              por el de un par de bribones de siete suelas, que bailaron, cuando 
              todos estábamos de luto, hasta con un maricón disfrazado de María 
              Antonieta con rulos incluidos, pero sin guillotina. 
               
              
              
                 Hace muy pocos días estuve trabajando 
              en unos borradores viejos sobre un escrito que me pidieron unos 
              amigos de allende esta costa. Sin querer, voy a darme con 
              Hernandarias, y tras él con este asunto de los portugueses, que 
              bien se ve en aquel entonces ya me había llamado la atención. 
              Motivo por el cual paso a referir el asunto sin otro trámite. 
              
              
              Segundo acto 
              
              
                 Ocho años después de fundada la ciudad 
              de Buenos Aires, el 1° de marzo de 1588, el licenciado Rufino 
              Téllez, fiscal de la Audiencia de Charcas, escribía: 
              
              
                 “En las provincias del Río de la Plata 
              se ha descubierto una nueva navegación del Brasil. Si este puerto 
              (de Buenos Aires) no se cierra, se ha de henchir por allí al Perú 
              de portugueses y otros extranjeros (…) porque cada día vienen 
              navíos de portugueses con negros y mercaderías.” 
              
              
                 En ese entonces, Buenos Aires iba 
              dejando de ser la ciudad de la Santísima Trinidad y 
              comenzaba a ser “el puerto”. El trastocado no fue barato: y se 
              puede decir que Sevilla fue a España, como Buenos Aires fue a sus 
              hermanas del Río de la Plata. Ni en esto fueron originales, y 
              transplantaron un modelo (inaugurado por una necesidad de la 
              corona después de 1492) que, en aquel entonces, ya llevaba cerca 
              de cien años y que terminó siendo la ruina económica de España y 
              de sus posesiones ultramarinas (lo que en Sevilla costaba un 
              maravedí, pasaba a América costando ochocientos). 
               
              
              
              Por las reiteradas quejas de otros puertos de 
              España, Carlos V trató de cambiar esto abriendo nuevos ancladeros 
              a la economía de Castilla (1526) con un éxito relativo. Porque los 
              precios, los monopolios y los banqueros eran manejados desde 
              Sevilla, y de allí bailaba el mono por sutiles piolines que se 
              operaban desde Florencia, Nápoles, Génova, Amberes y Hamburgo, más 
              con un tumor que ya se avecindaba llamado Cádiz, pegada luego a la 
              Gibraltar británica. 
              
              
                 Como la adusta ciudad fundada por 
              Garay no progresaba por la falta de mano de obra para trabajar la 
              tierra (suertes de estancias) y manejar el ganado (no se 
              pudo reducir a los pampas que aceptaron el Evangelio, “pero no 
              cuidar vacas ajenas” como les dijo el cacique Bagual), de 
              aquellos sesenta vecinos fundadores, en diez años se había pasado 
              a quinientos o tal vez seiscientos habitantes. Y en el aspecto 
              edilicio debió ser peor que el rancherío paupérrimo que pintara 
              Acarette Du Biscay en 1658 (Relación de un viaje al Río de la 
              Plata y de allí por tierra al Perú).  
              
              
                 De estos vecinos, la mayoría 
              estaba empadronada en el Cabildo y formaban los alardes de la 
              milicia cada vez que una vela extraña quebraba el horizonte, como 
              fue el caso de Cavendish en 1588. Pero había otro grupo de 
              habitantes domiciliados entre menestrales, 
              artesanos y algunos estantes del Puerto de Santa María 
              de Buenos Aires, todos ellos llegados por beneficios marítimos y 
              comerciales. No eran los vecinos, eran los porteños, 
              los abocados a los negocios del puerto, sin interesarles un 
              rábano lo que ocurría a un tiro de arcabuz del muelle que no 
              tuviese que ver con el chanchullo, el agio, la especulación, el 
              robo y el contrabando. De manera que sin querer hemos encontrado 
              una población que, pareciendo solidaria, estaba dividida: la 
              vecindad trinitaria, aferrada a la tierra, y los porteños 
              enganchados como garrapatas al negocio. 
              Quien logre entender esto, puede llegar a deducir toda nuestra 
              historia restante hasta el día de hoy. 
              
              
                 Como la corona española tenía otros 
              planes para la ciudad de la Santísima Trinidad, ubicada en un 
              lugar geopolítico envidiable, con un hinterland que 
              entonces comprendía a toda la Pampa Húmeda, se dio cuenta, por los 
              informes como el de Téllez que he citado, que en lugar de ser la 
              ciudad cabecera de una gran empresa colonizadora y pobladora, 
              pasaría a ser, de no mediar alguna medida, una factoría de 
              mercaderes y un antro de traficantes inescrupulosos. Por este 
              motivo el Adelantado Vera solicitó a la Corte el permiso para la 
              introducción de quinientos negros de Guinea. Con ellos habría se 
              suplirse la mano de obra inexistente por la negativa indígena. 
              
              
                 Con la medida se apoyaba a los 
              vecinos feudatarios, aunque no se desalentó a los del 
              puerto que, haciendo su jugada, también sacaron provecho de la 
              medida auxiliadora. Y así, lentamente, el puerto se fue 
              comiendo a la ciudad, hasta no dejar de la otra ni los huesos 
              para los perros. Esta es la causa por la que la ciudad terminó 
              teniendo el nombre del puerto. 
              
              
                 Después de cierto debate, en 1591 el 
              Consejo de Indias aprobó la iniciativa. Deberían traerse los 
              negros en barcas portuguesas (Portugal era posesión del Rey de 
              España de 1589) y, para aprovechar el viaje, podrían llevarse de 
              vuelta la harina de las chácaras y el sebo de los 
              cimarrones de la pampa.  
              
              
                 La disposición fue cumplida, pero a la 
              manera de los del puerto. En lugar de traer los portugueses el 
              número fijado de esclavos, los transportaron de a miles en forma 
              constante y no interrumpida para, luego de desembarcados, 
              arrearlos hacia el opulento Potosí para su venta en riquísima 
              plata que luego sacaban en retorno por el escasamente 
              vigilado puerto de Buenos Aires. Los precios de los esclavos en el 
              Potosí (en 1590: tenía 160.000 habitantes), alcanzaban un nivel 
              que era imposible de conseguir por los miserables habitantes de la 
              Santísima Trinidad (con unos 600 habitantes), y tampoco en 
              ciudades de cierto desahogo como Lima (alrededor de 10.000 
              habitantes). Esta es la causa por la que no hubo negros en Buenos 
              Aires y es lo que comentan admirados todos los cronistas y 
              viajeros entre los siglos XVII y XIX. No fueron las causas que han 
              inventado un montón de diletantes. Si nos diesen un dólar por cada 
              macana que han dicho algunos delirantes de nuestra historia, en 
              una semana pagaríamos la deuda externa. 
              
              
                 Establecido este negocio de pingüe 
              beneficio, se instituyó rápidamente un collarín, cuya primera
              perla estaba en el puerto de Buenos Aires, pasaba por 
              Córdoba y la última llegaba al Potosí. Los restantes 
              aljófares estaban ubicados en las distintas ciudades por donde 
              pasaba el arreo negrero. Las ganancias suculentas de los 
              encargados de estos negocios en cada punto, y particularmente de 
              los del puerto de Buenos Aires, contrastaban notoriamente con las 
              obtenidas por los vecinos, labriegos todos, por las ventas de los 
              producidos de sus chácaras, doblado el espinazo de sol a sol, 
              quienes además debían cubrir los puestos de la milicia para la 
              defensa de los corsarios y de las indiadas bravas, más con 
              aquellos otros menesteres que eran considerados como carga 
              pública. 
              
              
                 Por este motivo los vecinos 
              trinitarios, los compañeros de Garay y sus descendientes 
              despreciaban a los portugueses. Pero este desprecio tenía 
              un trasfondo muy particular: los portugueses, aparte de 
              mercaderes, eran todos cristianos nuevos, aunque más les 
              vendría el nombre de marranos que les daban en España. Es 
              decir cristianos de antigua fe mosaica o si se prefiere 
              judíos que se decían conversos. Ellos, los vecinos antañones, 
              no se dieron cuenta de  que con el correr de los años los recién 
              llegados habrían de suplantarlos social y políticamente. Más aún, 
              con el tiempo caerían en la cuenta del gran beneficio que se tenía 
              al ponerse al servicio de los dueños del dinero, y pasaron a ser 
              sus sirvientes. 
              
              
              Tercer acto 
              
              
                 Pero aparte del negocio negrero, que 
              permitía un rápido enriquecimiento con un riesgo cero, los 
              portugueses comenzaron a quedarse con los mejores solares 
              urbanos haciendo una inversión miserable de riego nulo: prestaban 
              dinero a los siempre apurados vecinos trinitarios, poniendo 
              como garantía su propiedad. Como los vencimientos eran imposibles 
              de cubrir por la usura sin conmiseración, porque se llegaba a 
              pagar el interés del interés, estos amplios lotes terminaban en 
              manos de los portugueses. 
              
              
                 Sin embargo se produjo un fenómeno 
              digno de comentario. Inicialmente los portugueses no fueron 
              por las chácaras ni las suertes de estancias como 
              seguramente el lector estará pensando. Es decir, las medianas y 
              grandes extensiones terrenas, sino por las propiedades urbanas. Y 
              esto se puede explicar solamente arguyendo los siguientes motivos: 
              no alejarse del puerto, aparentar cierto feudalismo y darse 
              posición y lustre ante la vieja sociedad. 
              De esta manera los portugueses fueron propietarios 
              antes que vecinos, lo que no sé si tendrá parangón en la historia 
              de otros países del mundo. 
              
              
                 Esta prosperidad cierta, atrajo a su 
              vez a cientos, o tal vez miles, de esta colectividad de 
              portugueses que llegaron para hacer la Patria. Porque 
              arribados a la ribera en las sentinas de los barcos, harapientos y 
              comiendo mendrugos, al poco tiempo deambulaban por las calles con 
              vestuarios de grandes señores y, en menos que canta un gallo, ya 
              tenían fijado su domicilio en la urbe. Después hay algunos que 
              andan diciendo que los milagros no existen. Aquí les dejo uno para 
              que lo comenten. 
              
              
                 El desprecio de los vecinos viejos 
              hacia los portugueses no iba tan lejos como para que 
              algunos no autorizasen el casamiento de sus hijas. De esta manera 
              ellas salían de carpir la tierra, de azotarse en los solazos del 
              estío, de vivir en ranchos de adobe y paja, y bañarse a los 
              baldazos, para pasar a vivir en casas de ladrillos y a ser
              señoras de posibles. No me digan que es poca la diferencia. 
              Sólo había que cambiar de colectividad. 
              
              
                 Y hablando de ella, su cabeza en 1599 
              era el judío converso Bernardo Sánchez (posiblemente el primer 
              rabino del Río de la Plata), que retirado ya con una fortuna 
              cuantiosa se hacía llamar Hermano Pecador,  y haría pública 
              penitencia de su vida pasada. Mientras que su hijo, convertido en
              vecino  de influencia, casado con la hija de un antiguo 
              poblador (Diego de Trigueros), llegaba a ser, con el irreprochable 
              apellido castellano de Barragán, regidor perpetuo del Cabildo y 
              una de las figuras señeras de la sociedad. 
              
              
                 En 1606 a Buenos Aires se la conocía 
              secretamente como la Ciudad de los Judíos. Y no era para 
              menos. Otros personajes han llegado hasta nosotros como el caso 
              del acaudalado portugués y judío converso Diego López de Lisboa. 
              Este había sido gerente del tráfico negrero en Córdoba y por sus 
              buenos servicios lo mandaron a Potosí, que era donde se recogía el 
              metálico que, al final de cuentas, era lo que interesaba para ser 
              embarcado en Buenos Aires en naves inglesas que lo llevaban a 
              Europa. Otro contrabandista de nota y metido hasta los sobacos en 
              la empresa negrera era el piadoso Fray Francisco de Victoria, que 
              fuera Obispo del Tucumán (uno de los puntos de estación del arreo 
              de negros), judío converso para algunos de su tiempo, y marrano 
              para sus correligionarios. 
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