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Antecedentes de documento  
   
Este documento, 
atribuido al Secretario de la Junta municipal de Buenos Aires de 1810, vulgo 
llamada Primera Junta, el doctor Mariano Moreno, fue descubierto accidentalmente 
por el ingeniero Eduardo Madero en el Archivo de Indias de Sevilla, mientras 
buscaba instrumentos, cédulas y contratos para su libro Historia del Puerto 
de Buenos Aires, cuya primera edición viera la luz en agosto de 1891. El 
nombre del descubridor y las fechas me eximen de ser tildado de nazifascista, 
por los progre, o de comunista por los liberales, amigos de 
los progre. Ambos dos muy de moda en este hoy.  
   
Con uno de sus 
amanuenses don Eduardo le hizo sacar una copia certificada (que es la que 
muestro al principio), pensando en Mitre que, en esos años, estaba abocado a la 
recopilación de todos estos escritos históricos. Al llegar de regreso a Buenos 
Aires le regaló el ejemplar, enterándonos sorprendidos que don Bartolomé, 
después de estudiarlo, no dudó un instante en su autenticidad, que viene a ser 
el primer escalón en el debate que se venía.  
   Por este 
motivo  don Bartolomé se lo pasó al doctor Norberto Piñeiro para que lo 
incluyera en la recopilación de escritos de Mariano Moreno que preparaba para 
una editorial en Buenos Aires. Y fue así como el desconocido texto apareció 
publicado íntegramente en 1896.  
   Como el 
manuscrito propone una política del terror y está escrito en el lenguaje propio 
de la canalla, se imaginará el lector cómo cayó en los círculos que exudaban 
liberalismo en plena Degeneración del 80. Se estaba hablando del Numen Tutelar 
de Mayo y los periodistas ya lo habían adoptado como apóstol genial, 
clarividente y magnánimo. Pero ellos jamás pensaron que su santo patrono había 
sido como sus veras figuras: un terrorista, por lo que lo del patronazgo les 
vino a su imagen y semejanza. Y hoy mismo los periodistas, de puro devotos a su 
apóstol, siguen siendo terroristas que asperjan el  terror y la mentira por 
doquier.   
   El 
primero en dar el brinco alarmado, y tal vez el más importante, fue Paul 
Groussac, ferviente admirador y panegirista de don Mariano, así como ahora lo 
son el profesorucho Pigna y el diletante García Hamilton. Por la cabeza del 
franchute, extranjero al fin, jamás había pasado la idea de que Moreno, su 
bienamado, resultase el responsable de los fusilamientos de Cabeza de Tigre y 
del Alto Perú, y de que estas crueldades y otros desaguisados fueran, en verdad, 
actos terroristas.   
   Pero como 
Groussac estaba hasta los ijares con la apología de Moreno no podía recular, 
entones tomó una medida harto inteligente: desconoció el documento descubierto 
por Madero (ya fallecido: muy propio de don Groussac en agarrárselas con los 
muertos), tildándolo de apócrifo porque sí, y dispuso la quema del libro de 
Piñeiro. ¿Se da cuenta el lector que todos estos son iguales? No son parecidos: 
son iguales. Los de ayer y los de hoy. Y en mis noches de insomnio, cuando me 
falta el té de tilo, he llegado a pensar que escribiendo la biografía de uno se 
puede ver la semblanza de todos. Sólo habría que cambiar los nombres. Y a veces 
ni eso. Diga el lector si no es para reír mientras se llora, con lagrimones de 
medio litro, en yunta y por cada ojo, secándose estos lloros con una toalla de 
baño.  
   
Seguidamente se abrió una polémica en torno al escrito y aparecieron una serie 
de impugnaciones que, rodando han llegado hasta nuestro proceloso presente. Sin 
embargo y luego de más de cien años, estos ecos se han ido apagando y hoy existe 
el consenso mayoritario de que el documento existió realmente y que la copia 
traída por Madero es auténtica. Y digo mayoritario y no unánime, porque las 
respuestas a las objeciones sobre su autenticidad no son apodícticas, como dicen 
los forenses en los escaños judiciales. Es decir resulta por lo actuado muy 
probable, pero no se puede certificar su autenticidad, simplemente porque el 
original se desconoce, y lo que se ofrece es una copia de la copia existente en 
Sevilla.   
   Sin 
poderse liberar de estas dudas, aparece, por ejemplo, don Vicente Sierra, que 
decide no darle fe al documento y piensa que se trata de una falsificación lisa 
y llana, o bien que se concierta con un protocolo original adulterado por una 
mano peluda. Que yo no digo no la hubo. Pero a la postre es lo mismo: si un 
pliego está sospechado de adulteración ya no sirve como documento. Por lo menos 
para nosotros que estamos en el Pensamiento Nacional; para otros tal vez sí. No 
sé. Porque si este documento sirviera para denigrar a Rosas o a Perón colgándole 
algún sambenito, por ejemplo, seguramente alguna Academia o algún Instituto, si 
no uno de sus corifeos que tienen y haylos, ya lo hubiese dado por auténtico.  
   Muy 
entretenidos estaban estos cosos en sus dimes y diretes (disquisiciones 
históricas propias de fines del Siglo XIX y principios del XX), hasta que don 
Enrique Ruiz Guiñazú vino a demostrar fehacientemente en su libro Epifanía de 
la libertad, la identidad entre las proposiciones terroristas del plan y las 
instrucciones a Castelli y Belgrano, indudablemente escritas por Moreno, 
lo que viene a constituir el elemento de mayor peso a favor de 
la autenticidad del documento.  
   
Aferrándonos a don Enrique podríamos decir que fue la Junta, en su amalgama, la 
que adoptó este sistema del terror. A inspiración de Moreno, dicen unos. Puede 
ser. Pero esa Junta tenía una presidencia ejercida por el Coronel Saavedra, que 
sin dudas estuvo de acuerdo, o por lo menos al tanto de los contenidos del 
Plano, dicen otros, y con autoridad suficiente para vetarlo, digo yo de puro 
metido. Pero seré más explícito: nadie puede argüir que Saavedra no sabía que 
estaban por asesinar a Liniers y sus compañeros en Cabeza de Tigre el 26 de 
agosto de 1810, porque el decreto que llevaba Castelli y French iba con la firma 
de los nueve.  Incluido el autógrafo de un sacerdote católico. No. Y esta 
actitud de Saavedra no se condice con la personalidad de víctima con que él 
mismo se pinta en sus Memorias, donde por poco no pasa a ser un minino de 
retablo.  
   Y desde 
que todos opinan yo también quiero opinar: creo humildemente que 
los nueve miembros de la Junta conocieron el documento y estuvieron de 
acuerdo con él. Que al Plano lo haya redactado un endiablado, dos o 
tres satanistas, es harina de otro costal. Que hubo algún miembro que no lo 
conocía, no lo exceptúa que era su deber haberlo conocido. Que existieron 
algunos que no estuvieron de acuerdo, puede ser, pero en ningún lugar ha quedado 
constancia de esa discordancia que, por la gravedad del asunto, bien hubiera 
valido una renuncia o un forcejeo. No. Nada. Tampoco hubo notas ni renuncias.   
Examen 
del Plano de Operaciones  
   El título 
completo de este documento es Plano de Operaciones que el gobierno 
provisional de las Provincias Unidas del Río de la Plata debe poner en práctica 
para consolidar la grande obra de nuestra libertad e independencia. Para su 
examen he utilizado la edición de la Editorial Plus Ultra, Buenos Aires 1965 
(prologada por un marxista que defiende a Moreno y elípticamente al sistema de 
terror), y algunos apuntes de José M. Rosa en Historia de Nuestro Pueblo, 
Nro. 6, Ed. Video, Bs. As. 9 de septiembre de 1986.   
   Todos los 
elementos disponibles indican que el autor de la idea de elaborar un Plano 
habría sido Belgrano. Y ello desde los primeros días de actuación de la Junta. 
Como toda esta gente, y los que los apoyaban desde afuera, eran “cultos y 
educados”, es lógico que dijesen: “necesitamos un Plano”. En cambio yo, 
de puro nacionalista y milico bruto que soy, hubiese pedido: “¡Necesitamos un 
Jefe, carajo!” Claro: un Jefe que mande para que el resto obedezca, se dejen de 
joder y se pongan a trabajar por la revolución. Pero a esta necesidad de un Jefe 
la siente el soldado y el pueblo que necesita de su guía. Mas en aquella gavilla 
no había soldados y el pueblo estaba ausente. Pero bueno: a falta de Jefe buenos 
son los planes. Así son los liberales: ellos creen que sentándose en la 
poltrona, sacando una ley, dictando una constitución y cambiándole el nombre a 
una calle ya han hecho una revolución. Ya sabemos cómo les fue y ya sabemos cómo 
les va, y de nosotros van quedando los hollejos.   
   Entonces 
los ocho pares de ojos de la Junta se volvieron hacia el noveno par: el de 
Mariano Moreno. Era el “abogado más prestigioso de Buenos Aires” (en toda su 
vida profesional ganó un solo juicio por desalojo de un inquilino: así de buena 
era esta lumbrera). El miércoles 18 de julio, dos semanas después del desacato 
del Cabildo en Córdoba, la Junta le recomienda formalmente a Moreno la redacción 
del engendro. Este debería ser secreto y sobre él, una vez aprobado, todos los 
miembros debían prestar juramento de lealtad.  
   Al igual 
que en la Representación de los Hacendados, Belgrano habría redactado la 
introducción y la parte económica, trazado de lo restante un esbozo, resaltando 
los temas más importantes. Seré más claro: Belgrano ponía las ideas y Moreno las 
desarrollaba: ¡dos abogados juntos! ¡Ay, Cielo Santo, qué temeridad! El jueves 
30 de agosto, cuatro días después del asesinato de Liniers, Moreno presentó el
Plano terminado a consideración de la Junta. Y les anticipó que aquello 
sólo era el exordio de un gran libro que estaba preparando y del cual no se han 
podido recoger ni las hilachas, señal de que nunca lo escribió, a pesar de su 
hermano, don Manuel, que lo buscó hasta debajo de la cama. Como buen liberal e 
iluminista creyó que escribiendo un libro ya hizo, él solito, una revolución. El
liberalismo no sólo es una doctrina económica: es también una 
forma de ser, de pensar y de proceder.  
   Comienza 
Belgrano haciendo un preámbulo a este desbarajuste, como ya he dicho, en donde 
describe al régimen español, que “había arruinado la agricultura, la ciencia, 
las artes, la navegación y los minerales” y “desconceptuado a los hombres 
de talento, castigando la virtud, premiando el vicio, destruyendo los canales de 
la felicidad pública”. ¿Qué me dice el lector? Lo que yo le puedo contar es 
lo que dijo el historiador inglés H. Ferns muchos años después: “el régimen 
virreinal era cualquier cosa menos la opresora tiranía que se pintaba en la 
propaganda británica y diseminada por sus corifeos en la Argentina.” A lo 
que uno sólo puede agregarle un “¡oh!”, a lo sumo. Pero mire, sufrido leyente: 
en verdad lo que habría que hacer es prohibirlo a este Ferns en nuestra Patria y 
dejarse de escorchar. Sí, porque lo que estaba haciendo el buenazo de don 
Manuel, era justificar la injustificable cámara séptica que seguía a su 
introducción. Como no tiene nada que decir, entonces inventa, olvidándose que él 
había sido parte de ese régimen virreinal como empleado asalariado 
y, al parecer, muy eficiente.  
   Y luego 
de esto, como era de preverse le vino el turno a don Mariano. Que se descuelga 
con una invocación. No a Dios para que lo ayude, ni a la Santa Fe, ni a la Santa 
Religión, digamos como hace José Hernández en su Martín Fierro al estilo 
de los clásicos españoles. No. Invoca a ¡Jorge Washington! ¡Virgen Santísima, 
llena eres de Gracia! Pero no invoca a Washington por lo que fue y pensaba, que 
hubiese sido de algún modo positivo. Lo invoca porque es un extranjero. Un 
gringo, digamos. No podía invocar a una figura nuestra, un héroe como Liniers, 
por ejemplo, porque lo acababan de asesinar. Tampoco una figura criolla como 
Hernandarias, o como nuestro primer virrey, Ceballos, o su sucesor, Vértiz, 
porque les pateaban en contra. Entonces enderezó para el lado del gringo como 
chancho a los camotes.  
   
Seguidamente dice que muchas veces habló sobre la necesidad de “proceder con 
energía”, porque en ciertos casos “el hombre es hijo del rigor”. Dos lugares 
comunes donde han caído siempre nuestros liberales: sea con una bomba por acá, 
con un fusilamiento por allá, una purga estalinista por acullá, etc. Lo mismo 
harían los marxistas, que son los hijos putativos del liberalismo. Y hoy los 
progre que son una mezcla de estas dos perversiones. “Y nada –continúa 
diciendo el apóstol del periodismo argentino- se ha de conseguir con 
benevolencia y moderación, porque estas son buenas, pero no para cimentar los 
principios de nuestra causa.”  ¡Menos mal que Belgrano y Moreno eran hombres 
de derecho! ¿Se imagina el lector si hubiesen sido militares, que siempre en las 
películas hacen los papeles de malos, brutos y comechicos? ¡Lo que hubieran 
dicho las Madres de Plaza de Mayo!  
   ¿Se da 
cuenta el lector como a su tiempo prevalece la cínica y ancestral casuística del 
hombre del estado liberal? Porque la benevolencia, la tolerancia, la humildad, 
son virtudes y principios abstractos que no tienen aplicación inmediata, ni son 
redituables como quería Adam Smith. Entonces el hombre, por ser hijo, nieto, 
tío, cuñado y chozno del rigor, no le venía bien la causa de la 
revolución de mayo, ni de la pérfida revolución francesa, ni la del colonialismo 
español, ni el imperialismo inglés, ni la de la perversa revolución rusa, ni de 
los casos patológicos que van de Nixon a Bush. Aquellas virtudes y principios no 
tienen lugar en las altas empresas políticas de los hombres políticos, y por 
ello se ven constreñidos a usar la ley del garrotazo, aunque detrás de ella 
quede la desolación y la muerte.  
   A 
continuación el Numen de Mayo hace una seria afirmación, que es complementaria 
del pensamiento anterior: “Conozco a los hombres –expresa-, y no conviene sino 
atemorizarlos y oscurecerles aquellas luces que en otros tiempos sería lícito 
iluminarles.” ¿Qué me pueden decir ustedes? ¡El hombre del Iluminismo propone 
que se apaguen las luces!  Moreno no quiere en la revolución hombres que 
piensen, que es lo que enriquece la causa; sólo quiere ejecutores. Este 
pensamiento no es retrógrado, es cavernícola y anterior a ñaupa. Imagine el 
leyente estas palabras en la pluma de don Juan Manuel: ¡el puchero que se 
hubiesen hecho Mitre, Sarmiento, Vicente F. López, el idiota de Pigna y el 
turiferario de Félix Luna! O que hubiesen salido de la cabeza de Perón: ¡la 
ensalada de repollo y perejil que se hubiesen hecho Norteamérico Ghioldi,  el 
geronte Alfredo Palacios, el guitarrero Balbín, la Hormiga Negra bombardera, el 
Aramburro fusilador y la británica Alicia Moreau de Justo en la Junta 
Consultiva! ¡Oh, Dios, ayúdame: mi cerebro no resiste más! No: estoy abusando de 
mí mismo.  
   
Consecutivamente propone este esclarecido jacobino el uso sistemático de la 
calumnia. ¡Con razón los periodistas lo eligieron como Duende Bienhechor y 
es prócer admirado por las desgalichadas huestes marxistas! Y para ejemplo monta 
una calumnia contra Liniers, pero que en realidad está dirigida al Presidente 
Saavedra. Propone calumniar a Cisneros, echándole en cara ¡el libre comercio!, 
porque él “ha destruido todos los canales de la felicidad pública por la 
concesión de franquicias al comercio libre con los ingleses, el que ha 
ocasionado quebrantos y perjuicios.” Y si bien esto es cierto, Moreno es 
justamente el que no lo puede decir, porque él fue compinche del traidor 
Cisneros junto con Castelli y el cura Agüero en la redacción de la 
Representación de los Hacendados. Un verdadero y auténtico caradura que no 
se quiere hacer cargo de aquel bebé.  
   Aconseja 
después Moreno “cortar cabezas, verter sangre y sacrificar, a toda costa, aun 
cuando esto tenga semejanza con las costumbres de los antropófagos y caribes”. 
Es conveniente aclarar que este patricio no se refiere a la efusión de sangre en 
la pelea, sino a la de los prisioneros indefensos. Es una actitud típicamente 
marxista (valga el anacronismo): la necesidad de la violencia para el 
logro de la transformación social, tal cual lo dice el marxista que hace la 
introducción. Nada más que antiguamente era una consecuencia empírica, ahora 
es una realidad científica. Por esta causa y al poco de aparecido este documento 
se llamaba en Montevideo a los hombres de la Junta “los caribes del Río de la 
Plata”.  
   Luego 
propone tres normas de conducta que se encuentran con letras doradas en el 
frontispicio de los gobiernos (virreinatos) que hemos tenidos y aún siguen 
vigentes en el virreinato actual: La diplomacia secreta; El perdón de 
los delitos comunes si son cometidos por partidarios del gobierno y El 
fomento de la delación. Sobre este último punto nauseabundo Moreno propone 
premiar a los alcahuetes y proceder sobre la víctima delatada sin hacer muchas 
averiguaciones. Y aquí viene un punto que me hace pensar que el documento es 
auténtico: refiere Saavedra en una de sus cartas que estas prácticas se 
hacían. A confesión de parte, relevo de pruebas. Yo no me voy a poner a 
discutirlo.  
   Sostiene 
el Secretario Florentino que “debe observarse la conducta más cruel y 
sanguinaria con los enemigos de la causa”, agregando que “la menor 
semiprueba de hechos, palabras, etc., contra la causa deben castigarse con la 
pena capital, principalmente si se trata de sujetos de talento, riqueza, 
carácter y alguna opinión”, remarcando que “a los gobernadores, capitanes 
generales, mariscales de campo, coroneles y brigadieres que caigan en poder de 
la causa debe decapitárselos.” Pero más adelante dice: “Los bandos y 
mandatos públicos –por otra parte- deben ser muy sanguinarios  y sus castigos 
muy ejecutivos.”  
   Mientras 
tanto al pueblo lo trata con el más absoluto desprecio: “los pueblos nunca 
saben, ni ven lo que se les enseña y muestra.” Recomienda en cambio, 
recurrir a “los desertores, delincuentes, la gente vaga y ociosa y otras 
muchas que (…) luego se apartarán como miembros 
corrompidos que han merecido aceptación por necesidad.”  
   Una sola 
excepción hay en estas crueldades: 
“los bienes de Inglaterra deben ser sagrados.” 
   Después 
hay algunos que se andan sorprendiendo por Stalin, Bakunin, Kerenski, Trotzki,  
Molotov, Fidel Castro (Patriarca de las Américas) y el Che Guevara (hoy
Héroe Universal). Todos judíos, lo digo de paso y ya que estamos, para 
enaltecer a los Predilectos del Señor.  
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