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¿LOS 
DERECHOS HUMANOS
SON 
LOS CHOREDE SUMANOS?
(Paren la mano che: ¡alguien 
me lo tiene que explicar!) 
        
        Juan Pampero
         
        
        
 
        
 
        
         
Una prueba oftalmológica 
para el lector: ¿cuántas banderas ve usted en el recuadro? No me venga
con que 
son tres. No. Es una sola. Créame. Es un efecto de la polarización de la luz. 
Usted padece de
astigmatismo primera variedad provocado por la prensa. ¿O es una 
al precio de tres? ¡Pardiez!
   No sé si existirá algún 
despistado soñoliento que no sepa que los Derechos Humanos son un invento 
netamente yanqui, que han operado sobre nosotros, como tantas otras engañifas, 
por una maniobra de transferencia[1]. Tal vez sí, haya alguno: pero de seguro que 
es pariente de Babieca, sin apero ni bridón. En este asunto de endosar a la 
gilada todo lo nefasto, los hermanitos del norte, tal cual fueron los ingleses y 
en general los europeos, han sido y son unos campeones. ¿Recuerdan el asunto de 
la sífiles? ¡Miren lo viejo que es este asunto! Bueno: ella apareció en Europa 
casi al mismo tiempo que el Descubrimiento de América y de lo que la vulgaridad 
llama renacimiento. Pero, ¿quién tenía la culpa? Las indígenas de este 
hemisferio, desde luego. ¿En que cabeza cabe que una francesita pizpireta pueda 
tener semejantes chancros y unas bubas como ubres? ¡Jamás! O la Primera Guerra 
Mundial: ¿de quién fue la responsabilidad? Si es por los que la pagaron peso 
sobre peso, fue de los siempre a mano Hispanoamericanos. Y así siguiendo con 
este mambo infernal, aceptado por el pillaje de aquí, siempre apátrida y canalla, 
con toda resignación.
   Estudiemos a los Derechos 
Humanos un poco. Mal no nos hará, si es que tiempo nos sobra.
   Este desatino fabuloso 
comienza cuando el Presidente de todos estos sumisos Virreinatos, James Carter, 
manifestó en uno sus discursos inaugurales, allá por 1977, que la materia 
Derechos Humanos se transformarían “en el alma de nuestra política exterior”. 
Pocos años antes se había iniciado una campaña de prestigio, siempre financiada 
y auspiciada por el CFR, de una organización que es un auténtico hongo después 
de la lluvia: Amnesty International. Justamente a ella le darían en 1977 
el Premio Nóbel (órgano ejecutivo de la sinarquía) de la Paz. Que es como decir, 
amable lector, le otorgaron chapa para destripar a cualquiera que no sea yanqui.
   La definición de Derechos 
Humanos, es una terminología acuñada y empleada por el CFR (Council on 
Foreing Relations) norteamericano, en conjunción con la RIIA (The Royal 
Institute of International Affaires) inglesa al formarse la ONU (Organización de 
las Naciones Unidas, otro brazo de la sinarquía), y al promulgar ésta su 
declaración universal de los derechos humanos. Una proclamación lisiada 
desde la partida, porque no se dio al mundo y paralelamente, una declaración 
universal de los deberes humanos. De donde surge que el hombre en este mundo 
tiene derechos solamente, por lo que resto de la vida es una bicoca. Y 
todos sabemos, por la dura experiencia cotidiana, que los derechos emergen de 
los deberes. O dicho de otra forma: que a cada deber cumplido le corresponde su 
derecho adquirido. Por lo menos así lo dice la normativa más chanfaina que se 
pueda pedir. Se acabó entonces lo de la responsabilidad, lo del compromiso, de 
lo que es el deber hacer. Digamos que se borocotizó al mundo.
   Por lo que el lector ya está 
viendo, lo de los Derechos Humanos, es añoso como el tango La Comparsita y mucho 
más viejo que el mismísimo Jimmy Carter que los tomó como si hubiese descubierto 
el agujero del mate. Quiero decir que formó parte del gobierno diseñado por el 
CFR y la RIIA (es posible que haya sido al revés: salido de las entrañas de doña 
Isabel II) con mucha anterioridad, y que se denominó Proyecto de Agenda para 
los Años Ochenta.
   Pero, ¿para qué podría servir 
semejante herramienta? Bueno: primeramente para llevar un bálsamo al muy 
magullado pueblo norteamericano, cuya autoestima se encontraba por la segunda 
capa freática. En verdad, de todo este plan monstruoso, el intento de aparejar 
un lenitivo a la opinión pública para revalorizar lo que diariamente asperjan 
sobre ellos los medios con presión de enemas, fue lo más importante. En esos 
tiempos estaban muy frescos los fracasos estrepitosos al estilo del escándalo 
devenido por el caso Watergate que terminó con don Richar Nixon y sus formas de 
hacer políticas y, cuando esta tormenta estaba por abonanzar, comenzaron a 
surgir las enormes violaciones y abusos a los derechos humanos perpetrados por 
las fuerzas armadas de los EE. UU. durante los casi 15 años que duró la guerra 
de Vietnam. Esto era previsible: aparte de la derrota (lo de Corea e Indochina 
no fueron derrotas: se trató de retiradas elegantes, como dicen ellos, o huidas 
espeluznantes como cuentan otros), los 50.000 yanquis muertos, a la par de unos 
250.000 lisiados y mutilados, y 1.200.000 vietnamitas entre muertos y 
desaparecidos, los soldados al reintegrarse a cada comunidad norteamericana, con 
goma de mascar y morfina incluida, comenzaron a hablar. Y lamentablemente 
dijeron la verdad, que siempre en estos casos es peor que la mentira y, para 
colmo, todo fue trascendiendo más de boca en boca que por la presa adicta. Así 
les reventó en las manos la masacre de My Lai, cuyo responsable fue el 
Capitán Calley, indultado por Nixon inmediatamente. Una bola de nieve imparable. 
Un tizón ardiendo en las manitas del bueno de don Jimmy.
   Pero allí hubo delitos de 
lesa humanidad que se sabe, internacionalmente, son imprescriptibles 
(Estatuto de Roma de julio de 1998). Y alguien habló de Holocausto. Y en 
verdad, para este caso, la definición de holocausto, la dada por el diccionario 
y la justicia internacional, se ajusta perfectamente.
   No cuento aquí, pero el pueblo 
norteamericano sí, de las intervenciones sistemáticas de los EE. UU. durante la 
guerra fría y más allá de ella, en cuestiones internas en casi todos los países 
del mundo, siendo algunos de los casos más notorios: Irán, Chile, Tibet, 
Guatemala, Libia, Laos, Grecia, Irak, Cuba, República Dominicana, Panamá, 
Palestina, Indonesia, Chad, Angola, Colombia, Liberia, Sudán y Serbia. Ello al 
margen de las intervenciones militares directas y oficiales en 
otras naciones como: Corea (1950), Líbano (1958 y 1983), Vietnam (en 1955, 1961 
y 1965), República Dominicana (1965), Grenada (1983), Camboya (1970 y 1975), 
Libia (1986), Panamá (1990), Irak (1991 y 1998), Somalía (1996), Sudán y 
Afganistán (1998) y Serbia (1999). Creo que es un buen muestrario.
   Pero en los Estados Unidos de 
América, la tierra de la Libertad, de la Justicia, de la Democracia, de los 
Derechos Humanos, donde reside la vigilante ONU, la cáustica Amnesty 
International, la célebre Corte de Justicia impoluta y el Congreso maravilloso 
que no perdona una, ¿cómo anda este asunto de los Derechos Humanos?
   Mientras Franklin D. Roosevelt 
se enardecía contra el racismo hitleriano, nadie podía ignorar lo que estaba 
pasando con sus propias poblaciones negras de Alabama, Mississipi, Georgia, 
Texas, Carolina del Sur y Florida, sumidas en condiciones sociales infrahumanas, 
las que continuaron mucho más allá de finalizada la Guerra Mundial II. “Ello 
permite comprobar –dice Adrián Salbuchi en su Cerebro del Mundo, Cap. IV, 
pág. 181-, uno de los contrastes más destacables entre ambos bandos en la 
contienda: el nivel de hipocresía con la que los Aliados expusieron sus 
respectivas metas e idearios ante el resto del mundo, y la relativa honestidad 
con la que el Eje propagó su propia ideología claramente racista y 
aristocrática.”
   El rigor del racismo en los 
EE. UU. contra sus propias poblaciones negras se reflejó en su sistema jurídico 
y en las costumbres sociales. De allí no lo podrán borrar. Unas raíces que se 
hunden en los tiempos del mercado esclavista a cargo de ingleses y holandeses 
durante los Siglos XVII al XIX. El resultado de la Guerra Civil fue para los 
negros una emancipación más formal que real en los estados del sur a partir de 
1865. Sin embargo los esquemas esclavistas y racistas subsistieron hasta 
nuestros días. Recién en los años ’60 del siglo pasado, comenzó la lenta 
liberación de los negros para la conquista de sus derechos civiles bajo la 
conducción de personajes como Malcolm X, Martin Luther King y Ralph Abernathy.
   Mas hoy mismo, nadie es capaz 
de negar la fractura existente en la sociedad norteamericana. Sobre todo en las 
desigualdades económicas que afectan a negros, hispánicos, orientales y otras 
comunidades minoritarias, por más que el racismo no tenga sustento legal alguno. 
Pero está. Se siente. Y así de un plumazo, e hipócritamente a lo Roosevelt, se 
afecta seriamente la vida de unos 45.000.000 de negros y de otros 40.000.000 de 
inmigrantes e hijos de inmigrantes caribeños, centro y sudamericanos, que se 
encuentran sumidos en altos índices de pobreza, desempleo y carentes de 
educación, falta de asistencia sanitaria y de cualquier otra cobertura social.
   Pero este caso, irrefragable 
por donde se lo mire, que es el sufrimiento, casi martirio, impuesto como 
sistema a mucho más de 85.000.000 de almas que han quedado en la periferia del 
Régimen, y no 30.000 supuestos desaparecidos (yo sigo insistiendo que no superan 
los 4.000) con que se bate el parche, no es privativo en nuestro presente de los 
EE. UU. También las supuestas potencias democráticas, defensoras del 
mundo libre, han ejercido estas violencias contra poblaciones autóctonas a 
lo largo de todo el Siglo XX y algunas hasta hoy mismo: los ingleses en la 
India, Birmania, Sudáfrica, China y en el Medio Oriente; Bélgica, dechado de 
virtudes, en el Congo, y otras colonias africanas por los franceses y luego por 
los estadounidenses en Indochina, y hasta hace poco por los comunistas rusos en 
los países mantenidos como rehenes en Europa, Asia y en Afganistán, más con las 
barbaridades y latrocinios perpetrados por el Estado de Israel contra el pueblo 
palestino. Y traigo a coleto cuestiones que sonarán a viejas, justamente porque 
estos constructores de la modernidad han declarado a los crímenes de lesa 
humanidad como imprescriptibles. De manera que yo no me salgo un centímetro 
de sus propios dichos: lo ocurrido en 1900 es como si hubiese ocurrido ayer. A 
los textos me remito. ¡Por favor que no me cambien de nuevo el libreto!
   Y dentro de estas perlas como 
para hacerse un collar, hay una perla negra. Se trata de los soldados de raza 
negra que combatieron por los EE. UU. en la Guerra Mundial II. Ellos tuvieron 
innumerables acciones heroicas. Algunas muy famosas. Comportamientos ejemplares.
Sin embargo, ni un solo combatiente negro del 1.200.000 que combatió fue 
condecorado con la Medalla de Honor Militar (ver artículo del News Report 
& World Report del 6 de mayo de 1996, titulado Military Injustice, 
que está en las pp. 28 y ss.). Por este motivo invito a la siempre amable 
Embajada de los EE. UU., que en cierto tiempo fuera sillón del hebreo Braden o 
del negro Terencio Todman, que me desmientan lo que ellos mismo dicen. Siempre y 
desde luego para que los Derechos Humanos sigan vivitos y coleando y los 
turiferarios de aquí sigan haciendo espumar el puchero.
   En los EE. UU. aparte del 
exterminio de una población por el Capitán Calley, amnistiado inmediatamente, 
ningún otro funcionario o militar resultó enjuiciado o condenado por abuso a los 
Derechos Humanos (teniendo Carter muy a mano a: Robert S. McNamara, responsable 
y director de esta guerra; Dean Rusk que fuera secretario de Estado; el General 
William Westmoreland, comandante de las fuerzas armadas; Henry Kissinger que 
acordó esa caricatura de la paz con el representante de Vietnam del Norte, Le 
Duc Tho, en París a principio de los ’70; etc.). Y hoy cuando el mundo cuenta 
con una Corte Criminal Internacional, según el estatuto firmado en Roma (firmado 
sin chistar por toda la gilada de Centro y sur América), resulta que nos 
encontramos con que el impulsor de esta corte supranacional, los Estados Unidos, 
decidieron no firmar el tratado, debido a los “temores del Pentágono 
–dice John Bolton en un artículo titulado La Corte Peligrosa, aparecido 
en el The National Interest, invierno de 1998/99-, por la suerte de 
sus fuerzas de paz en todo el mundo (…) y su principal preocupación de que el 
presidente, los miembros de su gabinete que integran el National Security 
Council y otros altos líderes civiles y militares responsables de nuestras 
política de defensa e internacionales, pudieran ser blancos potenciales de algún 
juez no subordinado (a los intereses norteamericanos) dentro del marco de 
la corte creada en Roma.”
   Sorpresivamente nos venimos a 
enterar que el otro que no quiso firmar el tratado fue el Estado de Israel, el 
que aquí clama justicia por el caso DAIA-AMIA, temeroso de que fueran llevados a 
los estrados judiciales por las carnicerías judías, modelo Libro de Esther, en 
la guerra de los 6 Días. Objetando además el Artículo 8.2 (b) (viii) que 
define como crimen de guerra “la transferencia directa o indirecta por una 
Fuerza de Ocupación de partes de su propia población dentro de los territorios 
que ocupa, o la deportación o transferencia de parte de la población de su 
territorio ocupado dentro o fuera de él.” Esto es: lo que han hecho los 
judíos con el pueblo palestino.
   La dirigencia de los 
Virreinatos Hispanoamericanos, vivos ejemplos de la decadencia, la incuria y el 
estercolero, aceptaron estas monsergas emanadas e impuestas por el Imperio para 
tapar sus propios chanchullos. A esto, todos se lo han creído, y han hecho leyes 
y hasta en algunos casos le han dado rango constitucional para que siempre 
conste. Han juzgado a las Juntas Militares, otrora aliadas incondicionales y 
subproductos de sus fechorías imperialistas; a Presidentes y a un sinnúmero de 
personas; han cuestionado las instituciones de cada país; han quebrantado 
instituciones añejas como el Indulto que nos viene a nosotros del tiempo del 
regalismo; han mancillado los valores nacionales y pisoteado el orgullo nacional 
y han maniatado a presidentes como el de Colombia obligándolo a convivir con el 
terrorismo tan cruel y sanguinario como el que tuvimos aquí, para no lesionar 
los pregonados Derechos Humanos. ¡Que destruyan las Patrias, pero no los 
Derechos Humanos que están sobre ella! Todo esto y desde luego, del brazo de las 
izquierdas vernáculas, las lepras nacionales, siempre aliadas y para todo 
servicio del imperialismo capitalista que ostentan las tres banderas que he 
colocado en el frontispicio de este artículo.
   A tanto ha llegado este 
dislate paranoico, que hemos tenido un Presidente, Néstor Kirchner, que ha 
fundado todo un programa de gobierno de una gran nación como la nuestra en los 
Derechos Humanos. Lo que ya lo revela como un obediente sirviente del Imperio. 
Obsérvese que tiene la autonomía de 20 palabras sin que mencione la década de 
los ’70. Porque es lo único que tiene. Si se lo saca de allí se quedaría mudo. Y 
yo podría haber pensado cualquier cosa como siempre, menos que a Gramsci lo iba 
a aplicar los Estado Unidos: un paquidermo en una cristalería. Lo que han hecho 
los EE. UU. con nosotros lo revelan como nuestro único, autentico y verdadero 
enemigo. 
        
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