EL 
        DIARIO DE ANA FRANK
        
        (Una 
        mentira sin abuela y un curro fenomenal)
         
        
        
        
        Única fotografía 
        que dispongo en mi archivo de Anna Frank cuando 
        
        cumplía 12 años. 
        Luego caería en desgracia hasta su muerte a los 14.
        
         La imagen fue 
        divulgada por su padre, don Otto Frank. Si Anna tenía 
        
        
        12 años en la 
        fotografía, entonces yo tomé mi Primera Comunión a los
        
         18, hacía 5 que me 
        afeitaba, y tenía una novia de 35, Rita, que era costurera.
         
        
           
        Indulgente el lector sabrá disimular el estado calamitoso de mis 
        meninges, pero creo que siendo el año 1959 ó 1960, tiempos del gorila 
        Frondizi, leí por primera vez el Diario de Anna Frank que a la 
        sazón estaba muy de moda. Andando el tiempo, pero no ha mucho de 
        aquellas fechas, cayó en mis manos un segundo ejemplar de este Diario, 
        cuya factura era de distinta editorial; y hete aquí que voyme a dar 
        cuenta que entre los dos ejemplares había diferencias. ¡Qué dígole señor 
        lector!, importantes diferencias. Porque resultaron partes que habían 
        sido suprimidas, otras reemplazadas y las más corregidas. Mas sepa usted 
        que mucha importancia no le di al asuntejo, por ser ésa mi época de 
        calabacín. 
        
           Este 
        Diario, siguiendo mis paupérrimos conocimientos literarios, entraría 
        en la categoría de las memorias, papeletas que enantes, cuando se 
        hablaba en castellano, se les decía crónicas; viniendo a ser hoy 
        en día, y por las maravillas del modernismo, las tres cosas lo mismo 
        siendo, como sonlo géneros diferentes. Pero lo importante, rupias de por 
        medio, es que el libro vino a ser un éxito de librería, desde 1952 que 
        apareció editado por primera vez en París. A partir de donde se hicieron 
        más de cuarenta ediciones en casi todos los idiomas, aparte de una 
        película lacrimógena de contundente éxito, de numerosas adaptaciones 
        melodramáticas para teatro y de otras tantas de igual tenor para 
        transmisiones que se hicieron por radio y televisión. Que insinúo, de 
        tanto sacarle el jugo a tal asunto, sus propietarios no dejaron ni el 
        hollejo.
        
           El 
        Diario pretende ser el verdadero diario íntimo de una niñita judía 
        de Ámsterdam, de unos 12 años de edad, que fuera escrito durante la 
        ocupación alemana, mientras ella permanecía oculta con su familia en los 
        fondos de una casa. Posteriormente todos sus integrantes resultaron 
        descubiertos y, arrestados que fueron, se los remitió a un campo de 
        concentración, donde se supone falleció Anna a los 14 años de edad.
        
        
           Como se 
        puede leer en el New York Times de 2 de octubre de 1955, en este
        Diario de Anna, “sólo figuraban 159 testimonios”, que puede 
        decirse son de su puño y letra, los que, si fuesen pasados a máquina, no 
        llegarían, tras duras penas, a una modesta gacetilla. Allí se 
        consignaban “cronológicamente las sensaciones e impresiones de una 
        adolescente”. Como por ejemplo: “mamita me trata a veces como un bebé, 
        lo que no puedo soportar”. Y “adicionalmente –sigue el periódico- muy 
        pocas que no podrían considerarse como pertenecientes a la categoría de 
        una adolescente”. Digamos como: “temo mucho que nos descubran y seamos 
        fusilados.” Editorial periodística que llenóme de alegría, porque pude 
        saber que ya éramos dos, el articulista y yo, los que pensábamos lo 
        mismo en este mundo vacío, hueco y llano, y mediando entrambos una 
        distancia sideral. Por lo menos para mí, nacido en Atamisqui donde se 
        anda en carro con mula.
        
           Pero mire 
        don lector: no le diré, para citarle algo, que el Diario fue 
        escrito en un cuaderno en una fecha que se estima pudo andar entre 1942 
        y 1943. Lo que en realidad no nos dice nada, si es que no se sabe que el 
        texto fue redactado con un bolígrafo. Lo que a su vez tampoco aclara 
        nada, si no se recuerda que los bolígrafos aparecieron entre 1949 y 
        1950, y su difusión popular fue muy posterior. De donde viene a resultar 
        que Anna fue como don Bernardino Rivadavia: el hombre que se adelantó a 
        su tiempo, según nos enseñó Mitre en sus letanías. O como el tano 
        Culaciatti, al que le decían Marconi porque había inventado el matambre 
        sin hilos. Así era de avezada esta gente, incluido don Bartolomé que 
        aparte era poeta mistongo. Cuando se dieron cuenta de este error, cruel 
        y desnudador, el original no apareció más, y hasta el día de la fecha en 
        la cual hay como treinta originales del Diario de Anna. 
        Demostración palmaria que la chica era previsora y hacía copias a 
        mansalva, sabiendo de antemano el éxito que habría de tener.
        
           Los 
        Diarios que se fueron presentando oscilan entre 280 y 300 páginas, 
        siempre para igual tipo y formato en octava. El que pude espigar, por 
        ejemplo, allá lejos y hace tiempo, tenía 293. Digamos que me tocó una 
        cantidad estándar. De hecho llama la atención las observaciones de 
        carácter político que se han manuscrito, así como su contenido general y 
        su estilo que sugieren un plan en la obra, presuponiendo además un 
        conocimiento a priori, por parte de su autora, de interrelaciones 
        históricas, su juicio equilibrado y el arte en la expresión, 
        particularmente descriptiva, virtudes que, en verdad, son poco comunes 
        en los adultos, tanto de aquel ayer como de este lastimero hoy. De 
        manera que esto, en una nena de 12 años es impensado. Cualquier libro 
        que trate sobre la psicología de la niñez, pubertad y adolescencia, me 
        dará la razón sin hesitar. 
        
           Conviene 
        advertir aquí que para aliviar las sospechas sobre la autenticidad del 
        libro –impuesto por las autoridades alemanas como “lectura obligatoria” 
        en las escuelas-, se llegó al extremo de adoptar medidas disciplinarias 
        –por ejemplo: retiro de la venia docendi- contra los maestros o 
        profesores que osaran manifestar sus dudas al respecto. Cuando estuve en 
        Alemania, a fines de 1976, algunos oficiales germanos me confiaron que 
        se había abierto un escándalo, porque el padre de Anna, don Otto Frank, 
        accionaba contra Heinz Roth –de la vecina ciudad de Odenhausen-, en un 
        juicio tendiente a prohibir aquellas publicaciones que sostengan que el 
        diario, tal como se publicó –sin decir cuál de todos ellos-, no pudo 
        haber sido escrito por una niñita de 12 años. Es este un buen ejemplo de 
        cuán estrecho es el margen de la libertad de pensamiento cuando se rozan 
        los derechos de los Elegidos del Señor de Israel.
        
           Las 
        sospechas –siempre lógicas- que suscita la somera lectura del Diario, 
        se agigantan apreciablemente al estudiar el pleito en que se enzarzaron 
        el conocido sionista y escritor norteamericano Meyer Levin y el padre de 
        Anna Frank. Y ya se sabe que una pelea entre judíos siempre es 
        interesante. Este juicio fue diligenciado entre 1956 y 1958 ante el 
        Country Court House de la ciudad de Nueva York, obteniendo el 
        demandante, Meyer Levin, un fallo favorable que condenaba al pobre Frank 
        a abonarle una indemnización de 50.000 dólares (en la actualidad unos 
        2.000.000), por fraude, violación de contrato y el uso 
        ilícito de ideas. ¡Oh!, dirá usted. ¡Ay! Digo yo. A su vez el pleito 
        que se tranzó privadamente después de la sentencia, versaba sobre la 
        dramatización escenográfica y venta del Diario para teatro, 
        cine, radio y televisión. Una dramatización encargada a Meyer 
        Levin por Otto Frank antes de producirse la primera edición parisina. Y 
        por esta razón es que el Diario apareció en París y no en Quimilí 
        o Añatuya, en Santiago del Estero. Pero mi comadre doña Deolinda, que de 
        esto sabe un montón, me aconsejó no hacerle caso a esto por ser pura 
        casualidad.
        
           Poco 
        después se conoció la copiosa correspondencia privada entre Meyer y 
        Frank –seguramente publicada por algún nazi de esos que cazaba 
        Weisenthal-, la que no transcribo por obvias razones de espacio, y que 
        fueran aportadas al juicio como pruebas de las partes. De ellas surge la 
        grave presunción juris tantum, de que el Diario es, 
        sustancialmente una falsificación, hecha, derecha y sin abuela, y que el 
        autor de tal falsificación fue Meyer Levin, que vendría a ser el Ano 
        Frank. Y como decía Aristóteles que para que una cosa sea debe 
        tener principio, medio y fin, entonces se dice que es, aquí 
        habría que comenzar por el principio: ¿existió Anna Frank o en realidad 
        es Ano Frank? Tal vez la pobrecita chiquilla existió, pero fue usada por 
        su padre para juntar dinero con pala y carretilla. Tal cual lo hacen 
        ciertas madres que mandaron a sus hijos a la muerte segura sin 
        importarles un comino, y hoy en día, tras rasgarse las vestiduras a lo 
        Caifás, siguen lucrando con recuerdo tan doloroso. Y el pañuelito 
        blanco, ¿acaso será para secar las lágrimas y juntar mocos o para 
        embolsar el estipendio? ¡Ah, no! Yo tanto no sé. 
        
           Pero mire 
        sufrido lector, que abnegado me ha seguido hasta aquí, en verdad, todo 
        lo antedicho  es ocioso. Porque los eventuales sufrimientos de esta 
        niñita judía de 12 años no son más significativos, por el mero hecho de 
        que los haya plasmado en un diario, que los sufrimientos tanto, o más 
        terribles –lo que podemos afirmar con certeza por una simple deducción 
        lógica-, de otros niños judíos. O de las terribles desgracias, 
        infinitamente más numerosas sufridas por los niños alemanes de Essen, 
        Dresde y Hamburgo; o de los japonesitos de Hiroshima y Nagasaki 
        inmolados por Truman (Harry Salomón Schipp), compadre de Meyer Levin y 
        de Otto Frank; de niños que sufrieron horriblemente, incinerados, 
        despedazados, mutilados, quemados vivos o violados por los soldados 
        norteamericanos e ingleses según el color del bello del pubis, tal cual 
        lo cuenta en La piel, don Curzio Malaparte. Conste que Malaparte 
        jamás fue fascista y sí enemigo declarado del Duce. De manera que a 
        revelación de carnero, relevo de pruebas. Que los muertos van al hoyo, y 
        los vivos al bollo.
        
           Pero, 
        ¿quién se acuerda de esta suma de horrores? ¿Alemania inició alguna 
        investigación para saber, nada más que para saber, qué pasó en Dresde y 
        Hamburgo? Jamás. Que de eso no se habla. Y el Papa este, y el anterior, 
        se fueron a pedir disculpas a los judíos en Auschwitz, y digo yo, de 
        metido no más: ¿ni un Padrenuestro en Dresde, ni un Ave María en 
        Hamburgo, ni unas gotas de agua bendita esparcidas en Hiroshima y 
        Nagasaki? Porque todas estas ciudades eran católicas. Las únicas 
        católicas inmersas en un mundo hereje cuando no pagano. Entonces: ¿cómo 
        se come esta butifarra mis queridos Santos Padres? 
        
           De estas 
        monstruosidades nadie habla. No hay best seller, por ejemplo, ni 
        dramatizaciones, no hay películas, ni cuarenta ediciones, tampoco cine, 
        teatro o televisión. La falsedad del mito de Anna Frank va más allá, 
        muchísimo más allá de aquellas cosas, es más profunda que la eventual 
        falsificación del texto por dos mercaderes del dolor de la desgracia. 
        Porque reside en la unilateralidad y en la recurrencia 
        infinita sobre la escabrosidad de un tema. Una especie del 
        Bolero de Mauricio Ravel, pero de la propaganda. Es el viejo tema, 
        pero de aplicación política, de la niña inocente atrapada por la maldad, 
        que triunfa finalmente, y de preferencia muerta en el trámite: una 
        Blanca Nieves (no la de Guido Antonini Wilson, no; la del cuento) 
        perseguida por su madrastra más perversa que la Fernández Meijide y doña 
        Hebe en paños menores; una Cenicienta encerrada por sus hermanas, unas 
        granujas peores que la Carrió en chancletas después de la gripe: una 
        débil doncella prisionera en un torreón medieval; o las gringas 
        veteranas, presentadas por los yanquis como vírgenes impúberes, de las 
        películas del far-west, salvadas por el cow-boy con cara de adoquín con 
        pelo, que la salva diez minutos antes de una indiada feroz, que pujaba 
        para verle el color de la bombacha floreada, o vaya uno a saber qué 
        pensaban esos sabandijas.
        
           “Y así el 
        mito de Anna Frank –dice el catedrático inglés Richard Harwood que no es 
        precisamente un nazi-, por la fuerza de su impacto sobre la sensibilidad 
        colectiva, se convierte no sólo en un símbolo de la inocente nación 
        perseguida, sino más aún y contra todas las reglas de la lógica, en 
        prueba indiscutible de la maldad intrínseca, irredimible, de los 
        perseguidores.” 
        (¿Did 
        six million really die?, pp. 27 a 29, Historical Review Press, 
        Chapel Ascote, Ladbroke, Southam, Warwickshire). 
[1]
        
        
        
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            Un comentario ad hoc:
              - 
              
              
        
              
              ste folleto fue comprado en una tienda de revistas 
              en el aristocrático barrio de Picadilly en Londres, donde fui a 
              tomar el té con unas señoritas muy amables y me quedé dos días. Lo 
              compré así como usted lector puede comprar en el quiosco de su 
              barrio la revista Gente. Obsérvese la libertad que tienen 
              los ingleses para publicar sus ideas, venderlas, editarlas y 
              adquirirlas sin que a nadie se le mueva un solo cabello. Si tal 
              folleto se editase en la Argentina, el autor, el quiosquero, los 
              vecinos y usted con toda su familia ya habrían pasado del estado 
              sólido al gaseoso. Es decir: se habrían sublimado. 
                
             
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