Conciencia Ambiental

Un Aporte para la Construcción de una Sociedad Sustentable

Leandro N. Alem

El 1º de julio de 1896 se suicidó Leandro Alem, fundador y padre del partido radical, la Unión Cívica. Hijo de un hombre de acción de Juan Manuel de Rosas fusilado después de Caseros, Alem infundió a su partido las tensiones de su atormentado espíritu. Para el pueblo común, Alem era la contrafigura de los próceres del régimen. Pobre, austero, principista, incapaz de acuerdos y flexibilidades, fue el temperamental paladín de los desposeídos.

            Relata Gabriel del Mazo: “Frente mismo a casa, calle Cuyo 1752 [la actual Sarmiento], vivía Alem y con él su hermana Tomasa y sus sobrinos Hipólito y Martín Yrigoyen. (...) Barba negra hasta entrada la década de los 80, y muy blanca después. El cabello totalmente blanco desde el 90. Estatura no muy alta; cuerpo delgado. Saco largo como media levita y todo el traje negro, la camisa blanca almidonada, la corbata blanca, la galera de felpa, que desde el 90 sustituyó al chambergo, ligeramente requintada y ligeramente ladeada. Extraordinaria pulcritud. Rostro pálido. Mucho mate, hasta en la puerta de la calle. Ahí se paraba un rato al salir y al llegar, tocaba el aldabón para que la muchachita le trajera el amargo.

“La cuadra se alborotaba cuando lo veía, y algunos de los que pasaban por su vereda conversaban con él. Los chicos eran su debilidad y nunca faltaba su ayuda de lápices y cuadernos, o algún dinero a la madre. Por la puerta pasaba el tranvía ‘de a caballo’. (...) Si don Leandro estaba en la puerta, el conductor iba frenando, deseoso de que el doctor Alem lo individualizara, y si la operación era ajustada sacaba su chambergo o gorrita saludando, y Alem contestaba con su galera. Todos los pasajeros lo saludaban. Otro mundo.

            “Como sucedió en los tiempos que vivía en Balvanera, [donde luchó por años y entre balas dirigió batallas de defensa del sufragio contra soldados del gobierno disfrazados y sin disfraz], Alem se aquerenciaba con el barrio, que se le volvía una especie de pequeña patria de amigos. Aún por motivos políticos generales, prefería reunirse dentro de él, como si fuera una capital. Así con los cafés y así con los actos cívicos, para los que, cuando se mudó a esta calle Cuyo de la Piedad, frecuentemente usaba la Casa Francesa, como le decían, salón que quedaba en la manzana de mi casa, Rodríguez Peña entre Cuyo y Corrientes [números pares], todavía existente; la Casa Suiza que está todavía en la misma Rodríguez Peña entre Cuyo [Sarmiento] y Cangallo [Perón]; el salón de la calle Cangallo entre Rodríguez Peña y Callao, y el Teatro del Recreo, Libertad entre Cuyo y Cangallo.

“Era el consejero de los vecinos, de las cosas grandes y de las chicas, de las personales y de las colectivas. Como abogado era un perpetuo defensor de pobres, de la gente sin un peso.

“(...) Cuando murió, el desfile fue interminable, particularmente durante las noches del 1º y 2 de julio de 1896. ‘El viejo’ joven de canas y barbas blancas moría con solo cincuenta y cuatro años. Las tropas formaron al pie de la vereda de mi casa, es decir, frente a la casa de Alem, y doblaban por Callao hacia la recoleta. [Alem era senador nacional por la Capital, en ejercicio]. Al retirar el féretro de la casa, el día 3, desde la mía se vio la escena: Hipólito Yrigoyen y Roque Sáenz Peña llevaban la cabecera. Un símbolo”.

Hipólito Yrigoyen fue el primer presidente argentino elegido por el pueblo según la Ley Sáenz Peña de voto universal, secreto y obligatorio.

            Momentos antes de su muerte, Leandro N. Alem escribió un testamento político y lo dejó bajo sobre, con un rótulo que decía: “Para publicar”. He aquí su contenido:

 

He terminado mi carrera, he concluido mi misión. Para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. ¡Sí, que se rompa, pero que no se doble!

He luchado de una manera indecible en los últimos tiempos; pero mis fuerzas, tal vez gastadas ya, han sido incapaces para detener la montaña... ¡y la montaña me aplastó!

He dado todo lo que podía dar; todo lo que humanamente se puede exigir de un hombre, y al fin mis fuerzas se han agotado... y para vivir estéril, inútil y deprimido, es preferible morir. Entrego decorosa y dignamente todo lo que me queda: mi última sangre, el resto de mi vida. Los sentimientos que me han impulsado, las ideas que han alumbrado mi alma, los móviles, las causas y los propósitos de mi acción y de mi lucha en general, en mi vida, son, creo, perfectamente conocidos. Si me engaño a este respecto, será una desgracia que yo ya no podré ni sentir ni remediar...

Ahí están mi labor y mi acción desde largos años, desde muy joven, desde muy niño, luchando siempre de abajo. No es el orgullo el que me dicta estas palabras, ni es debilidad en estos momentos lo que me hace tomar esta resolución. Es un convencimiento profundo que se ha apoderado de mi alma en el sentido que lo enuncio en los primeros párrafos, después de haberlo pensado, meditado y reflexionado en un solemne recogimiento.

Entrego, pues, mi labor y mi memoria al juicio del pueblo, por cuya noble causa he luchado constantemente.

En estos momentos el partido popular se prepara para entrar nuevamente en acción en bien de la patria. Esta es mi idea, éste es mi sentimiento, ésta es mi convicción arraigada, sin ofender a nadie. Yo mismo he dado el primer impulso, y, sin embargo, no puedo continuar. Mis dolencias son gravísimas, necesariamente mortales. ¡Adelante los que quedan! ¡Ah, cuánto bien ha podido hacer este partido, si no hubiesen promediado ciertas causas y ciertos factores!

¡No importa! Todavía puede hacer mucho. Pertenece principalmente a las nuevas generaciones. Ellas le dieron origen y ellas sabrán consumar la obra: ¡deben consumarla!

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