Conciencia Ambiental

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Güemes y la “gente decente” de Salta

 

Escrito a mediados de la década del 60 por el dirigente del socialismo nacional Jorge Enea Spilimbergo a raíz de un día como hoy, aniversario de la muerte del general don Martín Miguel de Güemes, el siguiente artículo, desde un ángulo de análisis marxista, mantiene un vigor inusitado, una profundidad desacostumbrada y un eje de debate muy actual, por lo que tal vez se justifica una mayor extensión de la habitual en nuestras entregas.

 

El nuevo aniversario de la muerte de Güemes, que se cumplió el 17 de junio, dio lugar a las conocidas efusiones patrióticas. Pero estos homenajes al caudillo popular ocultaron escrupulosamente el real significado de su acción militar y política, así como las causas que determinaron su muerte a los 36 años en manos de la misma oligarquía salteña que aún hoy mantiene su poder infame integrada a la oligarquía “nacional”.

A diferencia de Artigas, Güemes mereció el indulto póstumo del partido unitario y los historiadores oficiales seguidores de Mitre. Pero esta entrada en redil se debe únicamente al hecho de que Güemes acertó a morir oportunamente. Por otra parte, la gloria póstuma servía para tapar el proceso del asesinato de Güemes por la oligarquía salteña en connivencia explícita y directa con las armas del rey de España y apuñalando por la espalda a la empresa liberadora de San Martín en Perú. Los Uriburu, Cornejo, Saravia, Zuviría, Benítez, Figueroa y demás asesinos de Güemes, en complicidad con el invasor realista, tuvieron abundante y funesta progenie que ha sabido guardarse las espaldas de la honorabilidad patriótica con el mismo celo con que los Mitre han creado el mito del siniestro caudillo de la bárbara oligarquía bonaerense.

El asesinato de Güemes, rubricado por la designación por aquella pérfida oligarquía del jefe de los ejércitos realistas como gobernador de Salta, significó la pérdida definitiva de las provincias del Alto Perú (Bolivia), que habrían de ser liberadas y erigidas en Estado independiente por Bolívar y Sucre. La empresa americana de la generación de la Independencia sufría así un colapso decisivo por el lado argentino, ya que dejaba a San Martín en inferioridad
operativa frente a los españoles y le obligaba a ceder al libertador Bolívar la parte final de la campaña. Pero estos alcances no fueron tenidos en cuenta por los autores del complot oligárquico para quienes se trataba, exclusivamente, de producir una contrarrevolución social, un golpe de Estado contra el gauchaje y la democracia militar del barbudo comandante de la guerrilla patria. Como volvería a ocurrir innumerables veces en nuestra historia hasta los amargos días que vivimos, la causa de la soberanía y la afirmación nacional se encarnaba en los estrados más humildes, numerosos y explotados de la población, mientras la oligarquía -la clase “decente” como entonces se decía, el vecindario “distinguido” que formaba el “pueblo” de los cabildos abiertos- ligaba su destino a la balcanización, la rapiña y el vasallaje. No es difícil designar por sus nombres a los traidores a la patria aunque se corra el riesgo de ir preso por ofender a algún “pundonoroso”.

La imagen que se nos ha dado de Güemes es la de un monaguillo unitario que defendió como Robin Hood una frontera desamparada, permitiendo a San Martín hacerse el Aníbal con el Ejército en los Andes. Esta imagen es falsa. Güemes, gobernador de Salta desde 1815, a los 29 años, defendió con método de guerrillas las quebradas jujeñas y los valles de Salta rechazando ocho invasiones, de las cuales la tercera dirigida, por los generales Ramírez y Canterac, fue realmente formidable. Pero esta guerra que dejó a Salta victoriosa, aunque arrasada, no se llevó a cabo con métodos guerrilleros porque la empresa de San Martín hubiese absorbido la totalidad de las armas nacionales. Allí estaba, a pocas jornadas, el Ejército del Norte, inmovilizado en Tucumán desde la retirada de Sipe Sipe hasta la marcha hacia Buenos Aires en apoyo del Congreso unitario, oportunamente desbaratada por el pronunciamiento de Arequito. ¿Por qué, en más de cuatro años, ese ejército, a todas luces respetable por el número de sus efectivos, su parque, oficialidad y caballadas, no osó moverse en apoyo de las bravas milicias gauchas que combatían sobre Salta y Jujuy?

La respuesta la suministra el eminente historiador salteño don Bernardo Frías en el IV tomo de su “Historia del general Güemes y de la provincia de Salta, o sea, de la independencia argentina”. Título tan pretencioso es en buena medida justificado, aunque merecería este subtítulo: “E historia de la infamia oligárquica en Salta, o sea, de la conjuración contra la independencia argentina”. Esta historia, como gran parte de la bibliografía fundada en el manejo de los archivos provinciales y las tradiciones familiares locales, yace sepultada en su misma publicidad. Para  entender esta paradoja hay que decir que don Bernardo Frías, hombre de la “clase decente” salteña pero dotado de objetividad crítica (y sobreabundante documentación) dedicó largos años, en los comienzos del siglo [se refiere al siglo XX], a los ocho tomos de su obra, de los cuales sólo los tres primeros vieron la luz en vida del autor. Los decisivos tomos IV y V publicáronse en 1954 (segunda gobernación Durand) y en 1961 (Comisión Salteña del Sesquicentenario), respectivamente. Lo modesto de la tirada -mil ejemplares- aseguraba que el honor no implicase publicidad, máxime porque, como sucede con estas ediciones oficiales, casi todos sus ejemplares duermen un sueño institucional en los más impensados anaqueles públicos y privados. En cuanto a los tres tomos finales, siguen en estado de manuscritos. Pero quien desee un atisbo del material suministrado por Frías puede consultar al tomo VIII de la Historia de Vicente Fidel López, quien relata entera aunque sucintamente los episodios que desembocaron en el asesinato del comandante guerrillero, gobernador de Salta y general en jefe del Ejército Expedicionario al Perú (así designado por San Martín en junta de generales y reconocido por todas las provincias), general don Martín Güemes.

La causa de la inactividad del Ejército del Norte acampado en Tucumán es la misma por la cual, hacia la misma época, el Director Pueyrredón y el Congreso unitario dejaban a los portugueses invadir impunemente a la Banda Oriental. Si en un caso se admitía preferible que una provincia argentina se perdiera a que un caudillo federal la gobernase, en el caso de Güemes el plan consistía en hacerlo servir de paragolpes, dejar que las tropas españolas lo liquidaran y liquidar a su vez a  los godos sobre Tucumán, previsiblemente debilitados por el accionar de las milicias salteñas. Se mataban así dos pájaros de un tiro, aunque en uno y otro caso el territorio nacional quedase desgarrado en jirones.

Tanto Salta como la Banda Oriental tenían una decisiva importancia estratégica en la querella del federalismo. Si éste no lograba abrirle “puertas a la tierra” estableciendo su propio enlace geo-económico con el mercado mundial, acabaría estrangulado por el puerto de Buenos Aires y la oligarquía bonaerense, como en efecto ocurrió, bajo la divisa unitaria de Rivadavia, “federal” de Rosas y separatista o “nacional” de Mitre. Pero el portugués Lecor ocupaba Montevideo y el godo Olañeta Salta. Desmoronada la democracia militar, gaucha y americanista de Güemes, Salta recién ahora se convertiría en frontera-límite, dejaba de ser la frontera combatiente, la puerta armada hacia el Alto Perú y el Pacífico.

Porque junto al Güemes defensivo, que tapó la frontera norte para hacer posible la campaña de Chile, está el Güemes ofensivo a quien San Martín encomendará la campaña del Alto Perú en conexión con su campaña sobre Lima y la del General Arenales sublevando la Sierra peruana. Esta expedición se reputaba indispensable por la necesidad de dividir los efectivos españoles, calculados en 24 mil hombres contra los 8 mil de la expedición sanmartiniana, impidiendo que se concentraran sobre el Capitán de los Andes.

A tal fin respondió el nombramiento de Güemes como general del Ejército Expedicionario al Perú, recibido en Salta el 2 de agosto de 1820, un mes antes del desembarco sanmartiniano en la costa peruana. Habiendo quedado Salta desolada por la tercera invasión española (cuyos efectivos lograron apoderarse durante cierto tiempo de la misma capital) parece increíble que se hubiese encomendado a Güemes organizar una ofensiva hacia el norte.

Pero San Martín medía en sus reales dimensiones el temple del líder salteño y el entusiasmo patriótico de sus gauchos. De hecho, faltó un pelo para que al abandonar Salta y retirarse hostigados por la Quebrada de Humahuaca, los españoles no fueran  rodeados y rendidos por las milicias de Güemes, que volaban en su persecución. Si éste no fue el epílogo de la tercera invasión se debe exclusivamente al sabotaje indescriptible del gobernador tucumano Aráoz y del Ejército de Norte, a quien los gobernantes porteños consideraban apto para marchar sobre Buenos Aires para batirse por la constitución unitaria, pero inepto para avanzar sobre los ejércitos del rey en derrota. Mucho menos pedía Güemes: algunas caballadas de refresco para seguir la persecución que, al faltarle por la acción deliberada que señalamos, dejaron escapar la presa y le permitieron rehacerse en Tarija y Mojos.

Ahora se hacía necesario operar contra ellos nuevamente, aunque en plan ofensivo; pero, mientras tanto, la batalla de Cepeda había liquidado las autoridades nacionales, ya no existía Director Supremo, el Congreso unitario se había dispersado. La leyenda mitrista pretende que los caudillos traicionaron la causa de la Independencia al derribar el poder nacional. Pero sabemos que éste cayó cuando intentó traer a Buenos Aires los ejércitos de Chile y de Tucumán. Los caudillos, por el contrario, apoyaron activamente, salvo excepciones, la continuidad de la guerra nacional. Bustos urgía la convocatoria de un nuevo Congreso Constituyente a fin de vigorizar la unidad y la guerra exterior, y una de las exigencias que esgrimieron los gobernadores de Salta, Santiago y Catamarca al suscribir el pacto del 12 de abril de 1821 contra el tucumano Aráoz fue la de obligarlo a mandar diputados a ese Congreso. Pero el plan fracasó, como es sabido, por la resistencia de la provincia de Buenos Aires, cuyo ministro Rivadavia anticipaba en las instrucciones a los diputados la tesis que años después esgrimiría Rosas en su célebre carta a Quiroga. Esa misma Provincia era capaz de gastar el equivalente de 10 millones de pesos en las fiestas mayas de 1821, pero no daría un auxilio para la marcha de Güemes sobre el norte.

Así y todo, Córdoba envía 350 coraceros al mando de Heredia, Santiago reúne fondos y medios considerados para proveer  a la vanguardia del nuevo ejército nacional, que ya en enero de 1821 se mueve sobre Humahuaca. Catamarca recluta fuerzas. El viejo general Ocampo, gobernador de La Rioja, se ofrece a marchar a las órdenes de Martín Güemes. Este, mientras tanto, ha reunido 2.500 hombres en operaciones, bajo el mando inmediato del tucumano Heredia (uno de los sublevados de Arequito), remitido por Bustos al frente de la división cordobesa. La exigüidad de estas fuerzas se compensaba por la debilidad política imperante en el bando español, cuyo jefe, el general Olañeta, no podía unificar a sus 4.000 hombres, casi todos americanos, profundamente trabajados por la propaganda patriótica. De hecho, a fines del año anterior, Güemes había  logrado organizar una formidable conspiración en el ejército español, de la que participaba la guarnición de Oruro (parque militar de primer orden), con los cuerpos de Chilotes, del Centro y de la Reina, y los Cazadores y Partidarios, apostados con Olañeta en Potosí. De esta Conspiración formaba parte, incluso, el gobernador de Oruro, coronel Fermín de la Vega, y la dirigía el coronel Mariano Mendizábal, jefe del regimiento de la Reina, contando con la mayoría de la oficialidad americana. Pero la demora impuesta a Güemes por la negativa de los auxilios falazmente prometidos por el tucumano Aráoz, determinaron el descubrimiento del Complot y su represión en sangre.

Una vez más la traición interna impidió abrir el camino del Alto Perú sin disparar un solo tiro y marchar con  ejército reforzado hacia la ciudadela del poder español. Debe recordarse que los auxilios de Aráoz se referían a los implementos del disuelto Ejército del Norte (liquidado en Arequito), propiedad de la nación, reclamados por Güemes con títulos suficientes en su calidad de comandante en jefe designado y reconocido de un ejército nacional.

A pesar del fracaso de la conspiración patriota, el espíritu subversivo campeaba en las filas de Olañeta, tanto más ahora que el virrey había llamado a los cuerpos, españoles para que reforzaran la defensa de Lima, dejando en la frontera sur, a los cuerpos formados por americanos.

Pero el Ejército argentino jamás franqueó la altura de Humahuaca,  alcanzada, a principios de ese año 1821. Seis meses después, el 17 de junio, Güemes moría a consecuencia de las heridas recibidas de la vanguardia española que lograra infiltrarse hasta la misma ciudad de Salta por la traición de su “clase decente”.

Este episodio trágico e infame simboliza y tipifica el enfrentamiento prolongado hasta nuestros días entre el pueblo argentino y la oligarquía antinacional. La infamación y la traición desplegadas, los lemas “republicanos” y “democráticos” contra el “tirano”, el clamor de la “propiedad” ofendida, la genuflexión “patriota” ante el enemigo extranjero, los auxilios de la autoridad eclesiástica, la injuria contra la chusma y el mulataje, el odio abyecto que va mas allá de la tumba, no podrían sorprender a ningún argentino que haya vivido en su patria en los últimos doce años [desde 1955], aunque el paralelo, las “constantes oligárquicas”, sí sean impresionantes. Como este aluvión denigratorio de la “gente decente” tiene a su manera su imponencia, es indispensable conocer su dimensión histórica, sus ramificados episodios, principalmente allí donde la perspectiva del tiempo permite con toda claridad medir el abismo entre esa “imponencia” y su realidad miserable y ruin.

Y nada mejor que recurrir a este episodio tan sepultado y tan paradigmático de nuestros orígenes, como ilustración y enseñanza de lo que es una guerra popular revolucionaria, de cómo la soberanía política se llena en el proceso de la lucha de un contenido social revolucionario, y de cómo la oligarquía antepone invariablemente la mezquindad de sus privilegios a los objetivos de la Nación.

La inmolación de Güemes

La hostilidad levantada a retaguardia por el tucumano Aráoz impuso a Güemes un paréntesis en los preparativos para invadir el Alto Perú en apoyo de San Martín. La campaña contra el gobernador de Tucumán se hizo inevitable cuando éste atacó a Santiago para impedir que Ibarra enviase dinero y materiales al ejército de Güemes. Este arrolla a Aráoz hasta las mismas puertas de su capital. Pero el astuto tucumano aprovecha una momentánea ausencia de Güemes para
enredar al sustituto Heredia en negociaciones y batirlo en la sorpresa de Marlopa (1821). El imprevisto desastre acelera la conspiración en Salta, mientras Olañeta avanza nuevamente, para aprovechar las discordias en el campo patriota. Pero una encerrona magistral del vicegobernador Gorriti captura en Humahuaca la vanguardia de Olañeta (30 de abril), obligándolo a retroceder hasta Mojos. Güemes, en tanto, se rehace en Rosario de la Frontera y su vanguardia (a las órdenes de Vidt, ex oficial napoleónico) vuelve a operar en las afueras de Tucumán.

Aráoz, entonces, ordena al coronel Arias (ya en tratos con Olañeta) que avance hacia el valle de Lerma por la apartada ruta de Las Cuestas, en apoyo de la conspiración que trama la “clase decente” de Salta. La capital tucumana hervía de exiliados salteños, quienes azuzaban en Aráoz el temor de que Güemes, so pretexto de guerrear contra España, se fortaleciese militarmente. Estos exilados y la “buena sociedad” tucumana captaron para la conspiración a los
comandantes salteños y al propio general Heredia.

Era indispensable que todos estos hilos se urdieran en un viso de legalidad. A tal fin, el 24 de mayo reúnese en Salta un cabildo abierto semejante a aquel otro de 1815 que hiciera de Güemes gobernador. Este plenario de la “clase decente”, por abrumadora mayoría, derroca a Güemes, le quita la “ciudadanía” salteña y lo destierra de la provincia nombrando gobernador a Saturnino Saravia y comandante de armas a Antonio Cornejo. Los facciosos se apresuran a
armarse y distribuyen abundante dinero entre la “plebe” con la despectiva convicción de apartarla del “demagogo”.

Pero bastó a Güemes presentarse con 25 hombres de escolta ante el ejército adversario en las afueras de Salta y arengarlo bravamente, para que los batallones se pasasen en masa y huyesen los “decentes” con justificado pánico. Así se hundió la “evolución del comercio”, como la llamaron sus autores con lenguaje más franco que el de sus cíclicos herederos. Güemes autorizó por primera vez ciertos saqueos y encarceló a los que no pudieron huir; pero no dictó condenas capitales, como era derecho y costumbre.

Uno de los fugitivos, el comerciante Benítez, se refugia en la vanguardia de Olañeta (que avanza sigilosamente mientras el grueso del ejército español fingía un repliegue a Oruro). El jefe de esa fuerza, coronel Valdez, concibe entonces el audaz plan de capturar a Güemes en su propia capital, para lo cual Benítez supo guiarlo por la inaccesible senda del Despoblado hasta las puertas de Salta (7 de junio). Aunque esta presencia fue advertida desde varias casas principales, un silencio cómplice ocultó los indicios. Güemes pernoctaba en casa de su hermana, que Benítez señaló al jefe realista. Varias patrullas la rodearon, y cuando Güemes rompió con su escolta el cerco y casi tocaba las afueras, una bala alcanzó a herirlo. Diez días después moría en brazos de sus gauchos. Al clarear el 8, Valdez rinde a la guarnición del Cabildo con el auxilio de los conspiradores allí presos. El 10 entra Olañeta, y el 16 el mismo Cabildo abierto que destituyera al “tirano” designa al general realista gobernador de Sa1ta, no bajo presión del miedo sino de la gratitud, como lo testimonia el comandante de armas designado por la “revolución del comercio”, Antonino Cornejo, en su mensaje a Olañeta: “La gratitud es ciertamente con la que debió manifestarse a V. S. la virtuosa Salta, por haberle debido su sacudimiento del bárbaro poder de un déspota que, a la funesta sombra de una libertad rastrera, fue el mayor de los tiranos”.  El epílogo de esta deshonra sería el acuerdo entre los “gobernadores” Olañeta y Cornejo, que pacificaba la frontera, retirándose Olañeta a Humahuaca. Los “decentes” arguyeron imposibilidad de hacerlo más decorosamente; pero su “falta de medios” era su miedo a los gauchos, quienes, ya sin jefe, aún hostilizaron al español y hasta le provocaron 300 deserciones durante la retirada.

Con Güemes moría el impulso americano en la frontera norte, desgarrábase el Alto Perú, perdía San Martín su nexo estratégico con el Plata y obligábase al “renunciamiento” de Guayaquil; cerrábase la ruta del Pacífico como contrapeso al centralismo porteño; empezaban la balcanización, la dictadura oligárquica, el patriotismo de la entrega. Veamos ahora cuáles fueron las causa del odio a Güemes y a su causa americana.

“Todo vino así a acumularse sobre Güemes: él era el falsificador de la moneda; el corruptor de la masas ignorantes, antes respetuosas y ordenadas; el responsable de la destrucción del comercio del Perú”. Andaba en tratos con el enemigo. Se rodeaba de una turba de delincuentes, “La Gavilla”,  cuyos desmanes “daban los rasgos más hondos del sistema infernal o sistema de Güemes. Zaheríanlo con la pasión amorosa, que veían era su flaco. Y pues entregaba a sus comandantes la dirección de los combates, tomaron tal conducta como signo visible de su cobardía personal, que comenzaron a atribuirle. Los libelos corrían en arte métrico de mano en mano, por los cuales derramábanse los escapes de su odiosidad para con él”.

Sobre todo, hubo una causa “que excedió en poder para formarle una atmósfera de odio: la inclinación que empezó a mostrar por la plebe. La plebe era tres veces superior en número a la gente decente, mezcla grosera de todas las razas, en que sobresalían los mulatos. Siendo libertos, tratarlos como esclavos era para ellos la más importante ofensa. De estos libertos y demás gente libre de la plebe se formaba el batallón de los Cívicos (400 plazas). Ejercían todos los oficios viles: zapateros, blanqueadores, talabarteros, sastres y albañiles. Por lo general, eran aquellos mulatos fornidos y altos, de voz estentórea, entusiastas por la política, de natural y bulliciosas sus aclamaciones. En estos casos, formaban las puebladas, que era así como ejercían la vida pública, puebladas terribles a veces.

“Güemes, que carecía de recursos y necesitaba de esta gente para hacer la guerra, trató de captarse su voluntad e infundirles la noción de sus derechos; con lo que el mulataje, de natural altanero y atrevido, fue tomando alas hasta convertirse en una “malvada e insolente canalla” que alcanzaría a imponer su repugnante dominación.

“Tal como estaban las cosas, la guerra no podía sostenerse sino con el apoyo espontáneo de la plebe; que al fin, sin paga, muchas veces sin pan, era la que iba a derramar la sangre, y si Güemes exaltaba a los derechos del hombre en las muchedumbres, también las contenía en los lindes del orden social, pues -necesitando también el apoyo de la cllase rica- trataba en aquella difícil situación de mantener el equilibrio”. Y así no ofrecía repartir las tierras ni las fortunas; no era “un revolucionario en ese orden, mostrando más bien un espíritu conservador”.

Los “decentes” conspiraban desde 1817. El complot “no era ni federal ni unitario”; querían “liberar la provincia del yugo de un tirano aborrecido”. La conspiración comenzó al fracasar las instancias ante Pueyrredón y Belgrano para que éste ocupara a Salta y derrocara a Güemes con el Ejército del Norte. Abortados los intentos de 1817 y 1818, en 1819 se suma a los manejos el coronel Arias, quien propone “hacer las paces con los españoles: en la primera vez que cargue el enemigo, nos presentamos todos e imploramos el perdón del Rey” (Archivo de la provincia de Salta).

Se llega a sobornar a Panana para que asesine a Güemes, quien lo descubre y desarma. Y aunque Güemes perdona a todos los complotados, “su clemencia sólo dio por fruto el calzar en la lengua de muchos de sus terribles adversarios el candado del silencio”.

Estas conspiraciones eran alentadas por la hostilidad de los unitarios porteños. “Desde 1815, para ello, Güemes había sido en el Norte lo que Artigas en el Oriente: un prototipo de los tiranos”. Fracasada la Constitución de 1819, la “juventud liberal salteña” (unitaria o federal) quiso “organizar” la provincia, pensando así deshacerse pacíficamente de Güemes e imponer “el orden y la libertad”. Facundo Zuviría, Juan Marcos Zorrilla y Dámaso Uriburu encabezaban este partido que se llamó “la Patria Nueva”, el cual contaba “con casi toda la gente decente, ilustrada, rica y culta”. A las causas expresadas de esta unanimidad añadíase el deseo de “constituir la provincia legalmente sobre el sistema representativo. Los seducía la implantación del verdadero gobierno constitucional en Francia por Luis XVIII, cuyas Cámaras llenaban de novedad el mundo. El sistema francés era el asunto de moda de toda la gente intelectual”. Se trataba, obviamente, del parlamentarismo aristocrático impuesto por la Restauración.

“Ya es necesario, decían, que se pongan frenos a la autoridad. No es ésta la manera de gobernar a hombres libres; queremos que se gobierne con formas”.

“Viendo que los trabajos subversivos lo ponían a riesgo de ser derrocado y que aquella oposición se la hacia la gente decente, no encontró Güemes más apoyo que echarse en manos de la plebe. Y como la clase decente estuviera formada de la raza blanca, la lucha de razas se inició en Salta”. El general acudía a los campamentos, alejaba a los oficiales (“por lo común, de la clase enemiga”) y arengaba a sus tropas con “las nuevas doctrinas, subversivas a su vez
contra el antiguo orden social”.

“Por estar a vuestro lado -les decía- me odian los decentes; por sacarles cuatro reales para que vosotros defendáis su propia libertad dando la vida por la Patria. Y os odian a vosotros, porque os ven resueltos a no ser más humillados y esclavizados por ellos. Todos somos libres, tenemos iguales derechos, como hijos de la misma Patria que hemos arrancado del yugo español. ¡Soldados de la Patria, ha llegado el momento de que seáis libres y de que caigan para siempre vuestros opresores!”.

“La guerra de clases había sido declarada. El sistema infernal se desarrolló desde esta hora de manera tremenda y espantosa. Güemes concedió una extremada licenciosidad a sus gauchos; la propiedad, sobre todo, quedó sin amparo. El mulataje fanatizaba la venganza de su condición de nuestros días. Habían llegado a tal extremo las cosas que el gobierno de Güemes es la negación de todo gobierno”. De ahí brotó en los decentes un odio tan fuerte que, en la mayor parte de ellos, ni el tiempo largamente corrido después de su muerte pudo ser capaz de extinguirlo. “No me hables más de ese bandido -oíamos decir a los últimos viejos que alcanzamos de aquellos tiempos, a los 60 años de pasadas estas cosas- ¡Dios lo haya perdonado!”.

De la guerra nacional a la guerra social

El análisis de Frías que hasta aquí hemos trascripto, señala con claridad dos momentos en la radicalización política de Güemes. Estos dos momentos se suceden a partir de las exigencias de la propia lucha nacional. La lógica interna de esa lucha, al exigir crecientes sacrificios en hombres, equipos y dinero, impuso a Güemes, surgido de la clase dominante salteña, una creciente radicalización de su política.

El primer momento es de carácter democrático. Como bien señala Frías, Güemes se limita a prometer a los gauchos, artesanos, etcétera, la igualdad política, la igualdad ante la Ley.

“Pero no les ofreció dar las tierras del Estado, ni los sobrantes de las tierras de los ricos, no obstante poseer éstos leguas y leguas de campos sin cultivos; ni les repartió la fortuna de los enemigos; ni los colocó en la altura dirigente de la sociedad, no siendo por tal manera, un revolucionario en este orden, mostrando más bien en esto un espíritu conservador”. Se trataba, en consecuencia, de asegurar un frente único entre el sector “decente” y el “plebeyo”, acorde con el carácter nacional de la lucha. Sin embargo, la mera concesión de los derechos políticos implicaba una amenaza al orden constituido, que el grupo dirigente no pretendía modificar mediante la independencia, sino adaptarlo aun más a sus necesidades.

Por eso, subraya Frías, “las consecuencias no fueron tan bellas como las teorías, porque la clase decente vino forzosamente a significar para (la plebe rural y urbana) como un representante de la antigua opresión. Los hombres decentes comenzaron a ser heridos por la canalla fanatizada y ensoberbecida”.

Ahora bien, la lógica interna de la lucha nacional obligó a Güemes a radicalizarse socialmente, pues de otro modo no habría podido solventar los gastos de la guerra. Al mismo tiempo, las clases dominantes comenzaron a resistir mayores contribuciones, y esto creó una causa complementaria de tensión. De esta manera, el frente único entró en crisis, y Güemes tuvo que apoyarse en los estratos más explotados contra la aristocracia salteña.

Frías describe con sorprendente claridad este segundo momento de la lucha.  “Por 1816 hizo Güemes una asamblea de notables afincados en la campaña y expuso la necesidad de sostener la guerra con los propios recursos de la provincia. No alcanzando para pagar a los gauchos milicianos que servían gratuitamente a la Patria, nada más justo, les presentó, ni equitativo, que concederles la gracia, mientras prestaran sus servicios a la Nación, de que no pagaran sus arrendamientos por las tierras que ocupaban. La asamblea sancionó generosamente el pensamiento.

“Pero resultó a poco que aquellos hombres comenzaron a considerarse como no sujetos ya a su patrón por vínculo obligatorio sino voluntario a su buena gana; generalizándose el caso de que en cuanto el propietario les exigía prestar la obligación (trabajo personal por 15 ó 20 días en el año, durante siembras y cosechas; el propietario les daba el usufructo de una parcela y los instrumentos y semillas; el arrendero pagaba una renta anual en dinero y la ‘obligación’), hacíanlo a su albedrío, o se le negaban orgullosamente respondiéndole que el general les tenía dicho e informado no tenían que pagar arriendo ni servicio por las tierras ocupadas, porque tenían que servir a la Patria. Aún regía el apremio personal por deudas, y cuando el propietario trataba de llevar las cosas por la fuerza, el gaucho fugaba buscando el amparo de Güemes, que le daba protección”.

“Cosa idéntica acontecía con los que habían sentado plaza de soldados bajo sus banderas, porque la prohibición general de que fueran ejecutados ni compelidos al pago de cualquier cosa que adeudaran, pues era gente infeliz que sin sueldo ni recompensa prestaba sus servicios a la Patria, así con sus escasos intereses como con su propia vida. Justo era que el acreedor que no prestaba estos servicios militares contribuyera de este modo a la causa pública, no exigiéndolo”. Como vemos, Güemes se vio obligado a interferir en las relaciones de distribución con el objeto de pagar parcialmente a sus tropas, congelando los arriendos feudales y el cobro de deudas. Inicialmente, la clase dominante aceptó el criterio, que se imponía como necesidad de las operaciones militares. Pero terminó por resistirlo, conforme la carga de la guerra se le volvía cada vez más insoportable.

Por esta vía, la medida se imbuyó de un nuevo sentido de justicia social, por de pronto para las masas, y también para el propio Güemes.

Respecto a aquéllas, escribe Frías, “tanto favor llevó y levantó al mayor grado de adhesión al paisanaje hacia la persona y causa de Güemes”, en quien vieron un protector. Por su parte, Güemes, salido -como dijimos- de la clase dominante y de la milicia regular, fue moralmente influido por la adhesión irrestricta de los oprimidos a la causa emancipadora, y por el contraste entre tal actitud y el egoísmo codicioso de las clases dirigentes, que no vacilaban
en traicionar a la revolución en aras de sus propios intereses.

En este segundo momento de la política de Güemes ha quedado atrás la pura democracia e igualdad políticas ofrecidas como premio de la lucha por la independencia, y se esboza, por la vía de la distribución, un planteo de democracia social como fundamento inexcusable de esa lucha.

Dialécticamente, la guerra nacional se ha convertido en una guerra de clases. La lógica del proceso llevaba a un tercer momento, que es el señalado por Frías cuando dice que, inicialmente, Güemes no pensó en nada parecido a un reparto de las tierras públicas o una expropiación parcial de los latifundios. El tercer momento sería, precisamente, el de la revolución agraria, llevando la justicia social del mero plano distributivo al del cambio en las relaciones de producción y las formas de propiedad, o sea, a la constitución de una clase de pequeños campesinos independientes. Es de gran interés investigar si el caudillo salteño llegó a plantearse esta tarea tal como en el otro extremo del virreynato lo hiciera Artigas con su Ley Agraria de 1815.

Otro aspecto de indudable importancia -que aquí nos limitamos a esbozar- reside en la mecánica de la lucha militar emprendida por Güemes. De acuerdo a Mitre, la revolución de Mayo en Salta puso en movimiento dos fuerzas independientes y potencialmente antagónicas. La de la clase dirigente urbana, que engendró el nuevo Estado y el Ejército regular; y la fuerza “instintiva” del paisanaje rural, que dio nacimiento a la táctica irregular de la guerrilla, cuyo
caudillo fue Güemes.

Cuando esa guerrilla se subordinó al orden nacional y regular del Estado, cumplió una función de apoyo, permitiendo al Ejército regular obtener las victorias decisivas, de valor estratégico. Pero, constantemente, Güemes (y los demás “caudillos”) transgredieron esos límites para convertirse en factores de caos. Este planteo es falso y corresponde a una visión oligárquica del problema. En primer término, Güemes no brota en el año 10 como representante elemental del “gauchaje”, pues él es oficial del Ejército regular y actúa en ese carácter. La guerrilla nace de ese mismo Ejército regular, a inspiración de San Martín que le hace cumplir un papel de vanguardia defensiva luego de los fracasos de las expediciones de Balcarce y Belgrano sobre el Alto Perú.

Pero tras la dura invasión de Pezuela, rechazada sin auxilio del Ejército del Norte, y ante el sabotaje “porteño” de esa fuerza al producirse la formidable tercera invasión, Güemes se ve obligado a replantear los términos del problema. La defección del Ejército regular, que es la defección de la clase dominante, obliga a Güemes a atender no sólo a la “táctica”, sino también a la “estrategia” de la guerra de la independencia. Esto significaba la transformación de la guerrilla gaucha en un ejército popular revolucionario, en otros términos, la regularización de la guerrilla, pero no en torno a la antigua dirección de clase (oligárquica), sino en torno a una nueva dirección de clase (plebeya).

Tal fue el problema que un siglo más tarde se plantearon y resolvieron los revolucionarios chinos y vietnamitas al crear la teoría del paso de las formaciones guerrilleras al ejército popular revolucionario. Güemes se propuso también resolverlo mediante la constitución de regimientos regulares de caballería gaucha, y cuando la muerto lo sorprendió, como dijimos al principio, tenía reunido un ejército de 2500 hombres sobre la Quebrada, para marchar hacia el Alto Perú en apoyo de la campaña sanmartiniana.

Esta regularización de la guerrilla implicaba superar la antinomia guerrilla / ejército regular propia del planteo militar clásico, en la cual la guerrilla sólo puede servir de apoyo táctico para las fuerzas regulares, únicas llamadas a lograr resultados estratégicos, tal como el perro sirve al cazador, pero no lo sustituye (a menos de convertirse en monstruo digno de exterminio).

Aquí, la defección de la clase dominante abre el curso a un reemplazo de clase en la conducción del proceso. Cómo éste se da en términos militares, la defección del viejo ejército regular (sometido a la clase oligárquica y a la burguesía comercial porteña) abrió el camino para la regularización de la guerrilla, es decir, para la irrupción dirigente de sectores sociales oprimidos.

Ambos procesos, el militar y el social, se interpenetran. La guerra de clases interna que describe Frías, convirtió a Güemes de revolucionario democrático en defensor económico de los gauchos, según una lógica de actuación que, al menos potencialmente, apuntaba hacia la revolución agraria. La lucha militar, la defección del Ejército del Norte, lo transformó de oficial de carrera en guerrillero clásico, subordinado a las fuerzas regulares; y de guerrillero “clásico” en jefe revolucionario que en el momento de su muerte había comenzado la tarea de convertir sus formaciones montoneras en un ejército revolucionario popular de nuevo tipo.

Así, en un rincón heroico de la América del Sur a principios del siglo pasado, las leyes de la revolución permanente se abrieron paso en la lógica interna de la guerra nacional esbozando por un instante una perspectiva gloriosa, que es la que hereda como tarea irresuelta el proletariado de nuestros días.

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