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Hasta hace veinte o treinta años, la pobreza era fruto de la injusticia. Lo denunciaba la izquierda, lo admitía el centro, rara vez lo negaba la derecha. Mucho han cambiado los tiempos, en tan poco tiempo: ahora la pobreza es el justo castigo que la ineficiencia merece, o simplemente es un modo de expresión del orden natural de las cosas. La pobreza puede merecer lástima, pero ya no provoca indignación: hay pobres por ley de juego o fatalidad del destino.

Los medios dominantes de comunicación, que muestran la actualidad del mundo como un espectáculo fugaz, ajeno a la realidad y vacío de memoria, bendicen y ayudan a perpetuar la organización de la desigualdad creciente. Nunca el mundo ha sido tan injusto en el reparto de los panes y los peces, pero el sistema que en el mundo rige, y que ahora se llama, pudorosamente, economía de mercado, se sumerge cada día en un baño de impunidad. La injusticia está fuera de la cuestión. El código moral de este fin de siglo no condena la injusticia, sino el fracaso.

Hace unos meses, Robert McNamara, que fue uno de los responsables de la guerra de Vietnam, escribió un largo arrepentimiento público. Su libro, In retrospect (Times Books, 1995) reconoce que esa guerra fue un error. Pero esa guerra, que mató a tres millones de vietnamitas y a 58 mil norteamericanos, fue un error porque no se podía ganar, y no porque fuera injusta. El pecado está en la derrota, no en la injusticia. Según McNamara, ya en 1965 el gobierno de Estados Unidos disponía de abrumadoras evidencias que demostraban la imposibilidad de la victoria de sus fuerzas invasoras, pero siguió actuando como si la victoria fuera posible. El hecho de que Estados Unidos estuviera practicando el terrorismo internacional para imponer a Vietnam una dictadura militar que los vietnamitas no querían, está fuera de la cuestión.

En un sistema de recompensas y castigos, que concibe la vida como una despiadada carrera entre pocos ganadores y muchos perdedores, los winners y los loosers, el fracaso es el único pecado mortal. El orden biológico, quizás zoológico. Con la violencia ocurre lo mismo que ocurre con la pobreza. Al sur del planeta, donde habitan los perdedores, la violencia rara vez aparece como un resultado de la injusticia. La violencia casi siempre se exhibe como el fruto de la mala conducta de los seres de tercera clase que habitan el llamado Tercer Mundo, condenados a la violencia porque ella está en su naturaleza: la violencia corresponde, como la pobreza, al orden natural, al orden biológico o quizás zoológico de un submundo que así es porque así ha sido y así seguirá siendo.

Las tradiciones, que perpetúan la maldición desde el oscuro fondo de los tiempos, actúan al servicio de esta naturaleza cómplice de la desigualdad social, y proporcionan la explicación mágica de todos los horrores. La reciente reunión mundial de las mujeres en Pekín desencadenó una oleada de denuncias, en los medios masivos de comunicación, a propósito de una costumbre aberrante: en India, China, Pakistán, Corea del Sur y otros países asiáticos, millones de niñas son asesinadas al nacer. Los medios atribuyeron el sistemático infanticidio solamente a ``la barbarie milenaria''. Pero el desbalance de la población asiática, cada vez más hombres, cada vez menos mujeres, se ha agudizado en estos últimos años. ¿No tendrá este hecho algo que ver, quizás mucho que ver, con la incorporación acelerada y brutal de esos países a la llamada ``modernización'', a través del desarrollo de las industrias exportadoras de bajísimos costos? Los valores del mercado, valores dominantes en el mundo de hoy, ¿son inocentes de esos crímenes? La coartada de la tradición, ¿puede absolver a un sistema que cotiza a precio vil la mano de obra femenina, y convierte en desgracia el nacimiento de las niñas en los hogares pobres? Campana de palo Mientras McNamara publicaba su libro sobre Vietnam, dos países latinoamericanos, Guatemala y Chile, atrajeron, por asombrosa excepción, la atención de la opinión pública norteamericana.

Un coronel del ejército de Guatemala fue acusado del asesinato de un ciudadano de Estados Unidos y de la tortura y muerte del marido de una ciudadana de Estados Unidos. Desde hacía unos cuantos años, se reveló, ese coronel cobraba sueldo de la CIA. Pero los medios de comunicación, que difundieron bastante información sobre el escandaloso asunto, prestaron poca importancia al hecho de que la CIA viene financiando asesinos y poniendo y sacando gobiernos en Guatemala desde 1954. En aquel año, la CIA organizó, con el visto bueno del presidente Eisenhower, el golpe de Estado que volteó al gobierno democrático de Jacobo Arbenz. El baño de sangre que Guatemala viene sufriendo desde entonces, ha sido siempre considerado natural, y raras veces ha llamado la atención de las fábricas de opinión pública. No menos de cien mil vidas humanas han sido sacrificadas; pero ésas han sido vidas guatemaltecas, y en su mayoría, para colmo del desprecio, vidas indígenas.

Al mismo tiempo que revelaban lo del coronel en Guatemala, los medios informaron que dos altos oficiales de la dictadura de Pinochet habían sido condenados a prisión en Chile. El asesinato de Osvaldo Letelier constituía una excepción a la norma de la impunidad, y este detalle no fue mencionado. Impunemente habían cometido muchos otros crímenes los militares que en 1973 asaltaron el poder en Chile, con la colaboración confesa del presidente Nixon. Letelier había sido asesinado, con su secretaria norteamericana, en la ciudad de Washington. ¿Qué hubiera ocurrido si hubiera caído en Santiago de Chile, o en cualquier otra ciudad latinoamericana? ¿Qué ocurrió con el general chileno Carlos Prats, impunemente asesinado, con su esposa también chilena, en Buenos Aires, en 1974?Cosas de negros. Automóviles imbatibles, jabones prodigiosos, perfumes excitantes, analgésicos mágicos: a través de la pantalla chica, el mercado hipnotiza al público consumidor. A veces, entre aviso y aviso, la televisión cuela imágenes de hambre y guerra. Esos horrores, esas fatalidades, vienen del otro mundo, donde el infierno acontece, y no hacen más que destacar el carácter paradisíaco de las ofertas de la sociedad de consumo. Con frecuencia esas imágenes vienen del Africa. El hambre africana se exhibe como una catástrofe natural y las guerras africanas no enfrentan etnias, pueblos o regiones, sino tribus, y no son más que cosas de negros. Las imágenes del hambre jamás aluden, ni siquiera de paso, al saqueo colonial. Jamás se menciona la responsabilidad de las potencias occidentales, que ayer desangraron al Africa a través de la trata de esclavos y el monocultivo obligatorio, y hoy perpetúan la hemorragia pagando salarios enanos y precios de ruina. Lo mismo ocurre con las imágenes de las guerras: siempre el mismo silencio sobre la herencia colonial, siempre la misma impunidad para los inventores de las fronteras falsas, que han desgarrado al Africa en más de cincuenta pedazos, y para los traficantes de la muerte, que desde el norte venden las armas para que el sur haga las guerras.

Durante la guerra de Ruanda, que brindó las más atroces imágenes en 1994 y buena parte de 1995, ni por casualidad se escuchó, en la tele, la menor referencia a la responsabilidad de Alemania, Bélgica y Francia. Pero las tres potencias coloniales habían sucesivamente contribuido a hacer añicos la tradición de tolerancia entre los tutsis y los hutus, dos pueblos que habían convivido pacíficamente, durante varios siglos, antes de ser entrenados para el exterminio mutuo.

Eduardo Galeano

 

 

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