DOCTRINA CATÓLICA
La Familia Cristiana - 34  
S. S. Pío XII

   XLVIII

MÁS SOBRE LA EFICACIA DE LA ORACIÓN

9 de Julio de 1941. (Oss. Rom., 10 Julio 1941.)

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   Es siempre un gran consuelo para Nos vernos rodeado de un número tan grande de recién casados cristianos, venidos de muchas regiones, que a la bendición de su sagrado vínculo, recibida ya del sacerdote, desean que se una la del Padre común de la universal familia cristiana. ¡A cuántos devotos hijos vemos en vosotros! ¡Cuántas esperanzas tiene la Iglesia, la Patria, el Cielo, en vosotros! Al cielo levantarnos la mirada, y nos parece que sobre vosotros, queridos esposos de viva fe y piedad, desciende aquella bendición alta y eficaz que el Señor concede a quien le teme. ¿No es acaso el temor de Dios el principio de la sabiduría, de aquella sabiduría que se edifica para sí una casa, sostenida no por los frágiles puntales del mundo, sino por las siete columnas de las virtudes teologales y cardinales? Aquella casa resulta así como un Santuario, donde reina el sacrificio del afecto y de la paciencia recíproca, de la concordia y de la. fidelidad; donde los padres se hacen maestros que enseñan a los hijos que hay un Padre y una Madre en los Cielos; donde la oración, que consuela las penas y afirma las esperanzas de la vida, inicia y cierra la jornada.

   La oración fue precisamente el tema de nuestras palabras en la audiencia del miércoles pasado, en la que hablamos de su eficacia y de su necesidad, y mostramos cómo no todas las oraciones que se dirigen a Dios están hechas en el nombre de Jesucristo, y por eso no todas son oídas. Cuanto entonces dijimos, deseamos repetirlo y completarlo en el breve discurso de hoy, para que este pensamiento y recuerdo os acompañe por toda la vida, sea la guía de vuestro camino, sea la luz de vuestro hogar,. sea la bendición de vuestras alegrías y el aliento en vuestros afanes, sea el indestructible sostén de vuestra confianza en Dios.

   Nuestro Señor no nos ha prometido en lugar alguno hacernos infaliblemente felices en este mundo: nos ha prometido —como leemos en el Evangelio— oírnos como el padre que no dará por alimento a su hijo, aunque éste se lo pidiese, ni una piedra, ni una serpiente, ni un escorpión, sino el pan, el pez, el huevo, que le nutrirán y le harán progresar en la vida y en el crecimiento[1]. Lo que Jesús, Salvador nuestro, se ha comprometido a concedernos infaliblemente como fruto de nuestras oraciones, no son aquellos favores que los hombres piden con frecuencia por ignorancia de lo que realmente ayuda para su salud, sino aquel "espíritu bueno", aquel pan de los dones sobrenaturales necesarios o útiles para nuestras almas; aquel pez preparado por Él que, como futuro símbolo suyo, dio Cristo resucitado como manjar a los Apóstoles en las orillas del lago de Tiberíades; aquel huevo, alimento para los pequeños en la piedad y en la devoción, que los hombres no distinguen con frecuencia de las piedras más dañosas a la salud espiritual, que les ofrece el tentador Satanás. El gran Apóstol Pablo confesaba a los romanos: "No sabemos, como convendría, lo que tenemos que pedir; pero el Espíritu mismo clama en nuestro lugar con gemidos inenarrables. Y Él, que es escrutador de los corazones, conoce lo que ansia el Espíritu; sabe que pide para los santos según Dios"[2]. Los hombres son muchas voces como niños ignorantes de lo que les es bueno y conviene pedir; son disparatadas las plegarias que muchas veces dirigen al Padre celestial. Pero el Espíritu Santo, que, con su gracia, obra en nuestras almas y nos inspira nuestros gemidos, sabe darles bien el verdadero sentido y el verdadero valor; y el Padre, que lee en el fondo de los corazones, ve clarísimamente lo que, a través de nuestras plegarias y de nuestros deseos, pide su divino Espíritu para nosotros, y tales peticiones del Espíritu, profundamente íntimas en nosotros, las oye Él, sin duda ninguna.

   ¿No veis, pues, en este Espíritu que obra en vosotros, el apoyo indestructible de vuestra confianza en la oración? ¿Ño veis el fuerte vínculo que liga la oración a su cumplimiento? Vosotros sabéis y creéis con toda el alma que ninguna de vuestras plegarias queda sin efecto, y que, cuando no obtenéis exactamente el especial favor que habéis pedido, debéis o reconocer la ignorancia de vuestro verdadero bien, o pensar que aquel favor se os concederá en el momento que Dios determine; porque algunas gracias no son negadas, sino retrasadas para concederse en tiempo oportuno; entretanto, recibís otra cosa mejor, mucho mejor, es decir, lo que el Espíritu Santo ha pedido en vosotros con los gemidos que os inspiraba. Tal debe ser la convicción y la ciencia del cristiano; tal la guía, el sostén y la luz de vuestra oración en medio de las oscuridades de la fe. Luz que no han de oscurecer en vuestros corazones ni la concesión retardada o no conseguida de vuestras súplicas, ni las desventuras o los afanes de vuestro espíritu, sino que debe animaros también a perseverar en la oración.

   ¿Por qué —se puede aún preguntar— no obtenéis tantas veces lo que pedís? Porque mientras el Espíritu Santo os inspira y os mueve a orar, cesáis vosotros de seguir su inspiración y el movimiento que Él os imprime, y no continuáis en la constancia de la oración, haciendo que ésta no obtenga el efecto esperado. Nuestro Señor ha dicho y repetido que la oración perseverante es infaliblemente oída; porque el perseverar es una insistencia que hace violencia a su Corazón, y triunfa. Él, que ve las cosas y sus consecuencias desde más alto y desde más lejos, y contempla todo el bien que vuestras almas obtienen de las oraciones prolongadas, de los deseos confiados, de las humillaciones ante Él, de la animosa fe que sostiene vuestra constancia, no quiso prometer la inmediata concesión del favor pedido; ¿y por qué? Porque tiene un corazón más que de madre, de aquella avisada y tierna madre que no duda denegar el alimento a su querido hijo y dejarlo también llorar un poco, porque sabe que la leche que éste querría obtener en seguida, le ayudará más esperando un rato.

   La oración tiene que ser, por lo tanto, un pedir lo que está bien para nuestras almas, un pedirlo con perseverancia; pero también un pedirlo piadosamente: tal es la tercera condición que pone Santo Tomás para la eficacia de la oración, entre las cuatro que señala: "pro se, necessaria ad salutem, pie et perseveranter"[3]. ¡La oración piadosa! ¿Cuál es? No es la oración hecha de puro sonido de palabras, con la mente y el corazón vagantes, con los ojos desparramados por todas partes; sino la oración recogida que se anima ante Dios de filial confianza, se ilumina de fe viva, se impregna de amor hacia Él y hacia los hermanos; es la oración hecha siempre en gracia de Dios, merecedora siempre de vida eterna, humilde siempre en su misma confianza; es la oración que, cuando vosotros os arrodilláis ante el altar, o la imagen del Crucifijo o de la Virgen Santísima en vuestra casa, no conoce la arrogancia del fariseo que se enorgullece de ser mejor que los otros hombres, sino que, a semejanza del pobre publicano, os hace sentir en vuestro corazón que todo lo que recibiréis no será sino pura misericordia de Dios hacia vosotros[4].

   Piadosa, perseverante, sobrenatural, la oración que hagáis por vosotros mismos será siempre oída, asegura el Doctor angélico[5]; pero, ¿y en relación con los demás, para aquellas almas cuya salvación tanto queréis, cuya compañía esperáis y anheláis en la felicidad celeste, almas del esposo, de la esposa, del hijo, cíe la hija, del padre, de la madre, de los amigos y de los conocidos? ¿Cuánto vale para ellos vuestra oración? ¿Cuánto hace ante el trono de Dios?

   Aquí, sin duda, interviene aquella terrible posibilidad, inherente al libre arbitrio del hombre, de resistir a las gracias potentes y multiformes que vuestras oraciones hayan obtenido para aquellas almas; pero los misterios infinitos de la omnipotente misericordia de Dios vencen todos nuestros pensamientos y permiten a todas las madres aplicarse a sí mismas las palabras de un piadoso Obispo a Santa Mónica, que imploraba su ayuda y derramaba gran abundancia de lágrimas ante él, por la conversión de su hijo Agustín: "No puede ser que un hijo de tantas lágrimas se pierda": "Fien non potest ut filius istorum lacrymarum pereat"[6]. Y aun cuando no se os concediera ver en esta vida con vuestros ojos el triunfo de la gracia en las almas por las cuales habéis orado y llorado tan largamente, vuestro corazón no deberá renunciar a la firme esperanza de que, en aquellos misteriosos instantes en los que, en el silencio de la agonía de un moribundo, el Creador se prepara a llamar a sí el alma, obra de sus manos, su inmenso amor no haya obtenido al fin, lejos de vuestras miradas, aquella victoria por la que vuestro agradecimiento le bendecirá allí arriba eternamente.

   En esta vida común, que vosotros, queridos recién casados, comenzáis, no faltarán, como no faltan en ninguna vida humana, las horas duras y difíciles, los momentos desolados y amargos: entonces, elevad los ojos al Cielo. Vuestro primero y más alto aliento y sostén será la oración confiada, porque estaréis siempre seguros del amor de Dios hacia vosotros, sabiendo bien que ninguna de vuestras oraciones será vana, que Dios las oirá todas, si no en la hora y en el modo que hayáis soñado en vuestro deseo e imaginación, al menos en el tiempo más oportuno para vosotros, de aquel modo infinitamente mejor que la providente sabiduría y el poder de su ternura saben disponer en favor vuestro.

   Entretanto, mientras pedimos al Señor que conserve siempre viva en vuestros corazones esta confianza, os impartimos con afecto paternal la bendición apostólica.

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NOTAS
  • [1] Cfr. Luc., XI, 11-13.

  • [2] Rom., VIII, 26-27.

  • [3] S. Th., 2ª 2.ae,, q. 3, a. 15, ad 2.

  • [4] Cfr. Luc., XVIII, 9-14.

  • [5] Loc. cit.

  • [6] San Agustín. Confesiones, 1. 3, r. 12.