DOCTRINA CATÓLICA
La Familia Cristiana - 46 
S. S. Pío XII

   LX

LA "PORCIÓN DE DIOS" EN
LA FAMILIA CRISTIANA

25 de Marzo de 1942.  

(Ecclesia, 25 de Abril de 1942.)

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   Una palabra, amados recién casados, que querríamos que llegase también a los no recién casados, próximos o lejanos, es la que queremos deciros hoy a vosotros; o más que deciros, recordaros. Porque es una palabra que siempre ha exaltado a la familia y a los cónyuges cristianos. Esta palabra es "la parte que toca a Dios" en el banquete familiar, que algunas veces Jesús quiere reservar para sí, como amigo o como una persona que tiene necesidad de ayuda. En el hermoso libro de Tobías, inspirado por Dios para enseñar a los hombres las virtudes de la vida doméstica, se cuenta que un día de fiesta, habiéndose preparado en casa un gran convite, le dijo Tobías a su hijo: "Anda y trae a alguno de nuestra tribu, temeroso de Dios, para que banquetee con nosotros[1]. Y en otros tiempos fue costumbre piadosa y amable de muchas familias cristianas, especialmente en el campo, reservar en las fiestas solemnes una parte de la comida para el pobre que la Providencia enviara y que así habría sido llamado a tomar parte en la alegría común. Es lo que en algunos sitios se solía llamar "la porción de Dios". 9;

   Una porción semejante podría el Señor un día venir, a lo mejor, a pedir a vuestro hogar, cuando se alegre ya vuestra mesa con las florecientes joyas de vuestros hijos o de vuestras hijas, con los rostros ardientes y serios de jovencitos y jovencitas, animados por pensamientos y afectos escondidos, que dejan entrever una vida y un camino que les acerca a los ángeles. Jesús, que ha bendecido vuestra unión, que hará fecundo vuestro tálamo, que hará crecer al pie de vuestro olivo los alegres brotes de vuestras esperanzas, pasará acaso en aquella hora que Él sólo sabe, para llamar a la puerta de alguna de vuestras casas, como un día, sobre las orillas del lago de Tiberíades, llamaba, para que le siguiesen, a los dos hijos del Zedebeo[2]; como en Betania dejaba a Marta entre las faenas domésticas y acogía a María a sus pies para que oyese y gustase aquella palabra que el mundo ignora[3]. Él es quien dijo a los Apóstoles: "La mies es mucha, pero los obreros son pocos. Rogad al Señor de la mies para que envíe obreros a su mies"[4]. Él, el Redentor, cuyas miradas contemplan el inmenso campo de las almas rescatadas con su sangre, no deja de pasar a través del mundo, ante los umbrales de las cabañas y de las ciudades, a lo largo de las playas, de los lagos y de los mares, y se vuelve hacia los que ha elegido, repitiéndoles, con las secretas inspiraciones de su gracia, el "Ven, sígueme"[5] del Evangelio, llamándoles unas veces a roturar y trabajar tierras todavía no ocupadas; otras, a recoger el grano que ya amarillea.

   El campo de Cristo, que es su viña, viva imagen del pueblo de Dios, que los pastores de la Iglesia deben cultivar, esta Iglesia universal en el tiempo y en el espacio, la cual, como dice san Gregorio Magno, "desde el justo Abel hasta el último elegido, que nacerá al fin del mundo, a manera de vid, produce tantos sarmientos cuantos santos engendra"[6]; esta Iglesia, amados hijos e hijas, sabéis que es también el campo de Nuestra solicitud como Vicario de Cristo; así que su celo y su oración, su amor y su dolor, se convierten en Nuestro amor, Nuestro dolor, Nuestro celo y Nuestra plegaria; y por eso sentimos el ímpetu de "la caridad de Cristo" que "nos urge"[7] mientras los admirables progresos del ingenio humano, acortando las distancias a través de las tierras, de los mares y de los cielos, parecen hacer más pequeño y estrecho nuestro globo. Al ver abrirse constantemente ante Nos nuevas vías de predicación del Evangelio entre los lejanos pueblos todavía paganos, o de próximo apostolado en medio de las almas agitadas, turbadas, hambrientas, acaso sin saberlo, de un anhelo divino de la verdad eterna; una de las grandes tristezas que invade Nuestro corazón es el saber lo insuficiente que es el número de los generosos que nuestro deseo puede enviar para ayudarles. ¿Quién sabe si alguno de los elegidos por el cielo, perdido entre el pueblo cristiano o errante por las regiones infieles, no será, en los designios divinos, ligado a a palabra o al ministerio de uno de los hijos que el Señor os querrá conceder? ¿Quién podrá investigar las profundidades del consejo de Dios, Nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad"?[8].

   Pensad, amados hijos e hijas; de la familia fundada según el querer divino por la legítima unión del hombre y de la mujer, Cristo y la Iglesia universal sacan sus ministros y los Apóstoles del Evangelio; obtienen los sacerdotes y los heraldos que apacientan al pueblo cristiano y atraviesan los mares para iluminar y salvar las almas. ¿Qué haríais vosotros si el Maestro Divino viniese a pediros "la porción de Dios", es decir, uno u otro de vuestros hijos o hijas, de los que se digna concederos, para formar su sacerdote, su religioso, su religiosa? ¿Qué responderíais cuando, recibiendo sus confidencias filiales os manifestasen las santas aspiraciones, despertadas en su alma por la voz de Aquel que amorosamente murmura: "Si quieres..."? Ea, y en nombre de Dios os lo pedimos; no, no cerréis entonces en un alma, con gesto brutal y egoísta, la puerta y el oído a la divina llamada. Vosotros no conocéis las auroras y los ocasos del sol divino sobre el lago de un corazón joven, sus afanes y su aliento, sus deseos y esperanzas, su llama y sus cenizas. El corazón tiene abismos inescrutables también para un padre y una madre; pero el Espíritu Santo, que sostiene nuestra debilidad, pide por nosotros con gemidos inenarrables, y Aquel que escruta los corazones conoce lo que desea el Espíritu Santo[9].

   Sin duda ninguna, frente a un deseo de vida sacerdotal o religiosa, los padres tienen el derecho —y en ciertos casos aun el deber— de asegurarse de que no se trata de un simple impulso de imaginación o de sentimiento que anhela un hermoso sueño fuera de casa, sino una deliberación seria, ponderada, sobrenatural, examinada y aprobada por un sabio y prudente confesor o director espiritual. Pero si a la realización de tal deseo se quisiesen imponer retrasos arbitrarios, injustificados, irracionales, sería luchar contra los designios de Dios; y peor aún si se tratase de tentar, probar o experimentar su solidez o firmeza con pruebas inútiles, peligrosas, atrevidas, que arriesgarían, no solamente desanimar una vocación, sino aun poner acaso en peligro la misma salud del alma.

   Como verdaderos cristianos, que sienten en sí la grandeza y la elevación de la fe en el gobierno divino de la Iglesia y de la familia, cuando Dios hiciese un día el honor de pedir uno de vuestros hijos o de vuestras hijas para su servicio, sabed apreciar el valor y el privilegio de una gracia tan grande, para el hijo o para la hija escogidos, para vosotros y para vuestra familia. un gran don del cielo que se os mete en casa; es una flor, crecida de vuestra sangre, regada con el rocío celeste, olorosa con perfume virginal, que ofrecéis al altar al obsequio del Señor, para que allí viva una vida consagrada a Él y a las almas; vida, para quien rectamente corresponde a la invitación divina, con la que ninguna otra puede compararse, la más hermosa y la más bella que se puede vivir acá abajo; vida que aun para vosotros y para los vuestros, es una fuente de bendiciones.

   Nos parece ver a este hijo o a esa hija, entregado al Señor por vosotros, postrarse en su presencia e invocar  sobre vosotros la abundancia de los favores celestiales como compensación al sacrificio que se os ha pedido al amor vuestro, pidiéndole a Él. ¡Qué votos, qué acciones harán por vosotros, por sus hermanos, por sus  hermanas! ¡Qué plegarias acompañarán todos los días vuestros pasos, vuestras acciones y vuestras necesidades!; en las horas difíciles y tristes serán más ardientes y frecuentes; y en todo el curso de vuestra vida os seguirán hasta el último suspiro, y aún más allá, en aquel ando que es sólo de Dios.

   No creáis que estos corazones, entregados enteramente al Señor y a su servicio, os amarán o deberán amaros con un amor menos fuerte o menos tierno; el amor de Dios no niega ni destruye la naturaleza, sino que la perfecciona y exalta en una esfera superior, en donde la caridad de Cristo y el sentimiento humano se encuentran, en donde la caridad santifica al sentimiento y juntos se unen y se abrazan. Y si la dignidad y austeridad de la vida sacerdotal y religiosa exigen alguna renuncia en alguna manifestación del afecto filial, no lo dudéis: este mismo afecto no disminuirá ni se entibiará, sino que será más libre de todo egoísmo y de toda división humana[10]; porque Dios solo se repartirá con vosotros aquellos corazones.

   Elevaos en el amor de Dios y en el verdadero espíritu de fe, amados esposos, y no temáis el don de una santa vocación que desciende del cielo en medio de vuestros hijos. Para quien cree y se eleva en la caridad, para quien entra en un sagrado templo o en un retiro religioso, ¿acaso no es un consuelo, un honor, una felicidad el ver en el altar al propio hijo que, vestido con los ornamentos sacerdotales, ofrece el incruento sacrificio y se acuerda de su padre y de su madre? ¿No es acaso una consolación, que hace vibrar con íntimos latidos el seno maternal, el ver a una hija esposa de Cristo, que le sirve, que le ama en los tugurios de los pobres, en los hospitales, en los asilos, en las escuelas, en las misiones, y aun en los campos de batalla, en los refugios de los heridos y de los moribundos? Dad gloria a Dios y agradecedle que de vuestra sangre escoja sus héroes predilectos y heroínas para servirle; y no seáis menos que muchos padres cristianos, que piden a Dios que se digne tomar su porción en la bella corona de su hogar, prontas hasta para ofrecer el retoño único de sus esperanzas.

   Pero vuestra plegaria de padres cristianos debe ser movida y dirigida por los altos pensamientos del Espíritu Divino. En otros tiempos, o acaso allí donde las condiciones del clero son menos inciertas, donde la vida sacerdotal o religiosa puede aparecer todavía a los ojos profanos como una profesión deseable, el que algunos padres la deseen no estaría lejos de tener su causa en motivos más o menos humanos e interesados: mejorar o elevar el estado de la familia gracias a la influencia y a las ventajas de un hijo sacerdote; esperanza de encontrar a su lado, en favor de sí mismos, después de una vida laboriosa, un reposo tranquilo en la edad senil. Y si estos pensamientos, desgraciadamente frecuentes en años no lejanos, no revisten al presente el carácter de bajos cálculos ambiciosos o de interés, siguen siendo siempre de naturaleza demasiado terrenal y no tienen valor en nuestras devotas invocaciones en la presencia del Señor...

   Sursum corda... Más arriba ha de elevarse vuestro espíritu y la intención de vuestra alma. Como para las familias que reservan la "porción de Dios" en los bienes recibidos de Él y de los que gozan, lo mismo para vosotros: lo que sobre todo conviene que excite vuestra ambición santa de tan bella vocación para alguno de vuestros hijos, debe ser el pensamiento de lo que en la vida espiritual tan abundantemente da Dios por medio de su Iglesia a sus sacerdotes y a sus religiosos. Vivís en un país de vieja fe católica, en donde el celo de los ministros de Dios vela sobre vosotros y os conforta en los trabajos y en las penas, en donde las iglesias y oratorios os ofrecen, para vuestra piedad y devoción, pasto de sacramento, de oficios, de misas, de predicación, de obras santas, con todos los socorros que para bien de vuestras almas la solicitud maternal de la Iglesia multiplica en todas las circunstancias, alegres o tristes, de la vida. ¡Qué cuidado para vosotros, para vuestros hijos, para vuestra felicidad, en el corazón del piadoso sacerdote que os visita y está al cuidado de todos los que se le han confiado! ¿De qué familia ha salido aquel sacerdote? ¿Quién le envía? ¿Quién le ha infundido para con vosotros el amor paternal, la palabra y el consejo amistoso? Le envía la Iglesia, le manda Cristo.

   ¿Y serán solamente los otros, dando a Dios sus hijos y sus hijas, los que han de procurar y asegurar la continua recepción de tan grande abundancia de bienes espirituales? Vuestro ardor patriótico, se conformaría acaso de estarse quieto perezosamente y dejar a los demás el peso del sacrificio en favor de la prosperidad y de la grandeza de vuestro país? ¿Y dónde quedaría la altura de vuestro sentido cristiano, si quisierais excusaros del honor de concurrir, cooperar y ayudar también vosotros, no sólo con las ofertas materiales, sino también con el don más precioso de los hijos que Dios os pidiese, a la exaltación y a la propagación de la fe y de la Iglesia católica, en una palabra, al cumplimiento de su divina misión en el mundo, en favor de las almas de vuestros hermanos? Ayudad a la Esposa de Cristo, amados esposos, ayudad a Cristo, salvador de los hombres, aun con los hijos de vuestra sangre; ayudadnos a Nos, indigno Vicario suyo, pero que llevamos en el corazón a todos los hombres como hijos Nuestros, ovejuelas reunidas en en el único redil o dispersos por los áridos pastos; debemos a todos el camino, la verdad y la vida que es Cristo. Haced crecer a vuestros hijos e hijas en la fe, que es la victoria que vence al mundo[11]; no ahoguéis en sus almas el espíritu que viene del cielo; plantad aquella fe no fingida, sino sincera, que el Apóstol Pablo estaba cierto de hallar en su amado discípulo Timoteo, corno antes en su abuela Loide y en su madre Eunice[12]. No seáis avaros con Dios; devolvedle aquella parte de bendiciones que Él está para pedir a vuestro nido.

   No os resulte, pues, inoportuno, amados esposos, si la bendición apostólica que os damos con toda efusión de nuestro corazón de Padre para vosotros y desde ahora también para los hijos que vendrán a rodearos, añadimos la plegaria de que entre ellos el Divino Maestro, si así le agrada, os conceda el honor y la gracia de escoger su porción y os dé fe y amor para no rehusársela y negársela, sino para darle gracias, no sólo como del mejor de sus beneficios, sino también como de la señal más segura de sus predilecciones para con vosotros y del premio que os prepara en el cielo.

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NOTAS
  • [1] Tob., II, 2.

  • [2] Mat.. IV, 21.

  • [3] Luc., X, 38 y sig.

  • [4] Mat, IX, 37-38.

  • [5] Mat., XIX, 21. 

  • [6] Hom., XIX in Ev. N. 1. 

  • [7] Cor, V, 14.

  • [8] I, Tim., II, 4. 

  • [9] Rom., VIH, 26-27. 

  • [10] Cfr. I Cor., VII, 32-34. 

  • [11] I. Jo., V, 4.

  • [12] II Tim., I, 5.