DOCTRINA CATÓLICA
La Familia Cristiana - 62  
S. S. Pío XII

   LXXVII

LAS VIRTUDES DEL HOGAR DOMÉSTICO
III. Cómo se cultivan las virtudes

14 de Abril de 1943.

(Oss. Rom,, 15 de Abril de 1943.).

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   De todos los tesoros que os habéis traído el uno al otro, queridos recién casados, y que ponéis en común para embellecer con ellos vuestro hogar doméstico y para transmitirlos a los hijos y a las generaciones que nacerán de vosotros, no hay ninguno que enriquezca tanto, fecunde, adorne la morada y la vida familiar, como el tesoro de las virtudes: buenas disposiciones naturales heredadas de vuestros padres, de vuestros abuelos, y transformadas en virtudes con la repetición de los actos; virtudes sobrenaturales recibidas en la fuente del bautismo, al que vuestros mismos padres os condujeron a vuestro nacimiento.

   Estas virtudes, que se suelen comparar a las flores —lirio de pureza, rosa de caridad, violeta de humildad—, es preciso cultivarlas en el hogar y para el hogar.

   Pero he aquí que algunos espíritus poco instruidos o superficiales, o simplemente indolentes y ansiosos sólo de ahorrarse cualquier esfuerzo, os dicen: ¿Para qué fatigarse tanto por cultivar las virtudes? Si son sobrenaturales, son un don gratuito de Dios; ¿qué necesidad hay, por lo tanto, del trabajo del hombre, y de qué eficacia puede ser una acción tal, desde el momento que la obra es divina y que no tenemos en ella poder alguno?

   Eso es razonar mal; lo comprendéis bien vosotros mismos. Vosotros responderéis con San Pablo: "Por la gracia del Señor soy lo que soy, y su gracia, que está en mí, no ha sido infructuosa"[1]. Ciertamente sólo Dios infunde en el alma las virtudes esencialmente sobrenaturales de la Fe, Esperanza y Caridad; sólo Él viene a injertar sobre las virtudes naturales la virtud de Cristo, que les comunica su vida divina y hace de ellas otras tantas virtudes sobrenaturales. Pero, ¿a quién le asaltará el pensamiento de que tales flores divinas sean comparables a las pobres flores artificiales, de papel o de seda, flores sin vida, sin perfume, sin fecundidad? Esas últimas, es verdad, no se marchitan; permanecen tales como fueron hechas. No mueren: pero en cambio las flores naturales de nuestros jardines son bien delicadas: el viento las deseca, el hielo las quema, son sensibles lo mismo al exceso que a la falta de sol o de lluvia. Es preciso que el jardinero las cuide atentamente para protegerlas. Es necesario que las cultive.

   De manera semejante —porque las cosas terrenas no son una imagen perfecta de las divinas— también las flores sobrenaturales, con las que el Padre celestial adorna la cuna del niño recién nacido, exigen solícitos cuidados para no morir; requieren todavía más para vivir, para abrirse y producir sus frutos. Pero tienen sobre las flores naturales de los jardines de la tierra esta superioridad, que aunque expuestas también ellas a morir, están sin embargo destinadas a la inmortalidad, a aumentar indefinidamente el esplendor, sin que su marchitez sea la triste condición de su fecundidad. A crecer hasta que plazca al jardinero divino recogerlas para adornar y perfumar eternamente con ellas el jardín del Paraíso.

   ¿Cómo se han de cultivar, pues, las virtudes? Del mismo modo que las flores. Hace falta defender a estas flores contra las causas de muerte, secundar su brote y su desarrollo; un sabio y hábil cultivo llega a traspasar a ellas las cualidades y las bellezas de otras. Así ocurre también en el cultivo de las flores sobrenaturales que son las virtudes.

   ¿No habéis acaso, jóvenes esposos, tenido cuidado de ofrecer a vuestras novias algunas flores desde vuestra promesa hasta vuestras bodas? Flores brillantes o modestas, cortadas de la planta y colocadas en vasos llenos de agua limpia, donde, a pesar de todo, muy pronto se marchitaban; cuando esto ocurría, les llevabais otros ramos más frescos. Mañana en casa, en un ángulo de jardín, aunque no sea sino en una humilde caja puesta sobre el antepecho de la ventana, removeréis un poco de tierra, depositaréis una semilla, la regaréis; después, con una curiosidad casi ansiosa, espiaréis la aparición de una pequeña punta verde, del tallo, de las hojas, la sonrisa del primer botón, en fin, el abrirse de las flores. ¡De cuántos cuidados las vais a rodear!

   Sin duda, Dios no niega su gracia ni siquiera a un infiel; así, señor y dueño de sus dones, puede dársela para actos virtuosos, incluso extraordinarios. Pero, según el orden normal de su providencia, la verdadera vida virtuosa florece y llega a plena madurez, desde que con el Bautismo se infunden las virtudes en el alma del niño, donde, como en una buena tierra, se desarrollarán progresivamente, cuando sean cultivadas con cuidado.

   Aquel Dios que ha creado la tierra con sus elementos nutritivos, el sol que ilumina y calienta la planta, la lluvia y el rocío que la refrescan, ha creado también la naturaleza humana, el alma que Él une al cuerpo formado en el seno materno, y esta naturaleza es un terreno rico de buenas disposiciones e inclinaciones. Él pone en esta misma naturaleza la luz de la inteligencia, el calor, el vigor de la voluntad y del sentimiento; pero en esta tierra, bajo esta luz y este calor, Él deposita, animándolas con vida divina, las virtudes sobrenaturales, como gérmenes escondidos, y mandará el sol, la lluvia y el rocío de su gracia, para que el ejercicio de las virtudes, y con él las virtudes mismas, avancen y se desenvuelvan. Pero hace falta todavía que el trabajo del hombre coopere con los dones y con la acción de Dios. Y, ante todo, desde el primer instante, la educación del niño por parte del padre y de la madre; luego, la correspondencia personal por parte del niño mismo, a medida que va siendo adolescente y hombre.

   Si la cooperación de los padres con la potencia creadora de Dios, para dar la vida a un futuro elegido del cielo, es uno de los designios más admirables de la Providencia para honrar la humanidad, ¿no es todavía más admirable su cooperación para formar un cristiano? Esta cooperación es tan real y eficaz, que un autor católico ha podido escribir un libro delicioso sobre las "Madres de los Santos". ¿Qué padres dignos de este nombre dudarían en apreciar un tan grande honor y en corresponder a él?

   Pero también en vosotros mismos, o más bien ante todo en vosotros mismos, hace falta que cultivéis las virtudes. Lo exige vuestra misión y vuestra dignidad. Cuanto más perfecta y santa es el alma de los padres, tanto más delicada y rica es en todo caso la educación que dan a sus hijos. Los hijos son "como el árbol plantado en la ribera del agua, que da a su tiempo su fruto, y no ve secarse sus hojas"[2] . ¿Pero qué poder ejercerá sobre ellos, queridos esposos, vuestro modo y tenor de vida, que tendrán ante sus ojos desde su nacimiento? No olvidéis que el ejemplo obra sobre aquellas pequeñas criaturas incluso antes de la edad en que podrán comprender las lecciones que recaban de vuestros labios. Pero aun suponiendo que Dios supla con fervores excepcionales el defecto de educación, ¿cómo serían verdaderamente virtudes del hogar domésticos aquéllas que, a la vez que florecen en el corazón del niño, están secas y marchitas en cambio en el corazón del padre y de la madre?

   Además, el jardinero tiene un doble oficio: poner la planta en condiciones de beneficiarse de las circunstancias exteriores y no sufrir con ellas; trabajar la tierra y la planta misma para favorecer su crecimiento, floración y fruto.

   Por eso, vosotros tenéis el deber de preservar al niño, y a vosotros mismos, de todo lo que podría poner en peligro vuestra vida honesta y cristiana y la de vuestros hijos, de todo lo que podría entenebrecer o dañar vuestra fe y la suya, ofuscar la pureza, la claridad, la frescura de vuestras almas y las suyas. ¡Cuánto son de lamentar aquellos que no tienen en absoluto conciencia de esta responsabilidad, ni consideran el mal que se hacen a sí mismos y a las inocentes criaturas, que han dado a la luz de este mundo, cuando desconocen el peligro de tantas imprudencias de lecturas, de espectáculos, de relaciones, de usos, cuando no se dan cuenta de que un día la imaginación, la sensualidad, harán revivir en el espíritu y en el corazón del adolescente lo que de niño sus ojos habían entrevisto sin comprender! Preservar no basta: hace falta ir deliberadamente al sol, a la luz, al calor de la doctrina de Cristo, buscar la rociada y la lluvia de su gracia para recibir de ella la vida, el desarrollo, el vigor. Pero hay todavía más. Si no hubiera existido el pecado original, Dios habría mandado al padre y a la madre de familia, como a nuestros progenitores, que trabajaran la tierra, que cultivaran las flores y los frutos, pero de modo que el trabajo hubiera sido al hombre alegre, no gravoso[3]. Pero el pecado, tan frecuentemente olvidado, práctica o descaradamente negado, ha hecho el trabajo austero: la naturaleza, como la tierra, pide ser trabajada con el sudor de la frente. Es preciso trabajar incesantemente, escardar, arrancar las malas inclinaciones, los gérmenes viciosos, combatir los influjos nocivos; es preciso cortar, podar, es decir, rectificar las desviaciones hasta de las mejores tendencias; hace falta, según los casos, luchar contra la inercia, la indolencia en la práctica de algunas virtudes, frenar o regular la tendencia natural, la espontaneidad en el ejercicio de otras, a fin de asegurar el armonioso incremento de todas.

   Este trabajo es de todos los instantes de la vida; se extiende al cumplimiento de los otros trabajos diarios, y da a éstos el único valor que importa en definitiva, y juntamente su belleza, su encanto, su perfume. ¡Que vuestro hogar, gracias a vuestros cuidados, tienda a resultar semejante al de la Sagrada Familia de Nazaret y sea un jardín íntimo, donde el Maestro guste de venir a cortar lirios![4]. Sobre él descenderá, como rocío, su bendición fecundante, en prenda de la cual os impartimos de corazón nuestra paterna bendición apostólica.

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NOTAS
  • [1] I Cor, 15, 10. 

  • [2] Ps., 1, 3.

  • [3] Cfr. S. Th., 1 p. q. 102, a, 3.

  • [4] Cfr. Cant., 6, 1.