EL PRINCIPIO DEL ESTADO

Mijail Bakunin

En el fondo, la conquista no sólo es el origen, es también el fin supremo de todos los Estados grandes o pequeños, poderosos o débiles, despóticos o liberales, monárquicos o aristocráticos, democráticos y socialistas también, suponiendo que el ideal de los socialistas alemanes, el de un gran Estado comunista, se realice alguna vez.

 

Que ella fue el punto de partida de todos los Estados, antiguos y modernos, no podrá ser puesto en duda por nadie, puesto que cada página de la historia universal lo prueba suficientemente. Nadie negará tampoco que los grandes Estados actuales tienen por objeto, más o menos confesado, la conquista. Pero los Estados medianos y sobre todo los pequeños, se dirá, no piensan más que en defenderse y sería ridículo por su parte soñar en la conquista.

 

Todo lo ridículo que se quiera, pero sin embargo es su sueño, como el sueño del más pequeño campesino propietario es redondear sus tierras en detrimento del vecino; redondearse, crecer, conquistar a todo precio y siempre, es una tendencia fatalmente inherente a todo Estado, cualquiera que sea su extensión, su debilidad o su fuerza, porque es una necesidad de su naturaleza. ¿Qué es el Estado si no es la organización del poder? Pero está en la naturaleza de todo poder la imposibilidad de soportar un superior o un igual, pues el poder no tiene otro objeto que la dominación, y la dominación no es real más que cuando le está sometido todo lo que la obstaculiza; ningún poder tolera otro más que cuando está obligado a ello, es decir, cuando se siente impotente para destruirlo o derribarlo. El solo hecho de un poder igual es una negación de su principio y una amenaza perpetua contra su existencia; porque es una manifestación y una prueba de su impotencia. Por consiguiente, entre todos los Estados que existen uno junto al otro, la guerra es permanente y su paz no es más que una tregua.

 

Está en la naturaleza del Estado el presentarse tanto con relación a sí mismo como frente a sus súbditos, como el objeto absoluto. Servir a su prosperidad, a su grandeza, a su poder, esa es la virtud suprema del patriotismo. El Estado no reconoce otra, todo lo que le sirve es bueno, todo lo que es contrario a sus intereses es declarado criminal; tal es la moral de los Estados.

 

Es por eso que la moral política ha sido en todo tiempo, no sólo extraña, sino absolutamente contraria a la moral humana. Esa contradicción es una consecuencia inevitable de su principio: no siendo el Estado más que una parte, se coloca y se impone como el todo; ignora el derecho de todo lo que, no siendo él mismo, se encuentra fuera de él, y cuando puede, sin peligro, lo viola. El Estado es la negación de la humanidad.

 

¿Hay un derecho humano y una moral humana absolutos? En el tiempo que corre y viendo todo lo que pasa y se hace en Europa hoy , está uno forzado a plantearse esta cuestión. Primeramente; ¿existe lo absoluto, y no es todo relativo en este mundo? Respecto de la moral y del derecho: lo que se llamaba ayer derecho ya no lo es hoy, y lo que parece moral en China puede no ser considerado tal en Europa. Desde este punto de vista cada país, cada época no deberían ser juzgados más que desde el punto de vista de las opiniones contemporáneas y locales, y entonces no habría ni derecho humano universal ni moral humana absoluta.

 

De este modo, después de haber soñado lo uno y lo otro, después de haber sido metafísicos o cristianos, vueltos hoy positivistas, deberíamos renunciar a ese sueño magnífico para volver a caer en las estrecheces morales de la antigüedad, que ignoran el nombre mismo de la humanidad, hasta el punto de que todos los dioses no fueron más que dioses exclusivamente nacionales y accesibles sólo a los cultos privilegiados.

 

Pero hoy que el cielo se ha vuelto un desierto y que todos los dioses, incluso naturalmente, el Jehová de los judíos, se hallan destronados, hoy sería eso poco todavía: volveríamos a caer en el materialismo craso y brutal de Bismarck, de Thiers y de Federico II, de acuerdo a los cuales dios está siempre de parte de los grandes batallones, como dijo excelentemente este último; el único objeto digno de culto, el principio de toda moral, de todo derecho, sería la fuerza; esa es la verdadera religión del Estado.

 

¡Y bien, no! Por ateos que seamos y precisamente porque somos ateos, reconocemos una moral humana y un derecho humano absolutos. Sólo que se trata de entenderse sobre la significación de esa palabra absoluto. Lo absoluto universal, que abarca la totalidad infinita de los mundos y de los seres, no lo concebimos, porque no sólo somos incapaces de percibirlo con nuestros sentidos, sino que no podemos siquiera imaginarlo. Toda tentativa de este género nos volvería a llevar al vacío, tan amado de los metafísicos, de la abstracción absoluta.

 

Lo absoluto de que nosotros hablamos es un absoluto muy relativo y en particular relativo exclusivamente para la especie humana. Esta última está lejos de ser eterna; nacida sobre la tierra, morirá en ella, quizás antes que ella, dejando el puesto, según el sistema de Darwin, a una especie más poderosa, más completa, más perfecta. Pero en tanto que existe, tiene un principio que le es inherente y que hace que sea precisamente lo que es: es ese principio el que constituye, en relación a ella, lo absoluto. Veamos cuál es ese principio.

 

De todos los seres vivos sobre esta tierra, el hombre es a la vez el más social y el mas individualista. Es sin contradicción también el mas inteligente. Hay tal vez animales que son más sociales que él, por ejemplo las abejas, las hormigas; pero al contrario, son tan poco individualistas que los individuos que pertenecen a esas especies están absolutamente absorbidos por ellas y como aniquilados en su sociedad: son todo para la colectividad, nada o casi nada par sí mismos. Parece que existe una ley natural, conforme a la cual cuanto más elevada es una especie de animales en la escala de los seres, por su organización más completa, tanto más latitud, libertad e individualidad deja a cada uno. Los animales feroces, que ocupan incontestablemente el rango más elevado, son individualistas en un grado supremo.

 

El hombre, animal feroz por excelencia, es el más individualista de todos. Pero al mismo tiempo –y este es uno de sus rasgos distintivos- es eminente, instintiva y fatalmente socialista. Esto es de tal modo verdadero que su inteligencia misma, que lo hace tan superior a todos los seres vivos y que lo constituye en cierto modo en el amo de todos, no puede desarrollarse y llegar a la conciencia de sí mismo más que en sociedad y por el concurso de la colectividad eterna.

 

Y en efecto, sabemos bien que es imposible pensar sin palabras: al margen o antes de la palabra pudo muy bien haber representaciones o imágenes de las cosas, pero no hubo pensamientos. El pensamiento vive y se desarrolla solamente con la palabra. Pensar es, pues, hablar mentalmente consigo mismo. Pero toda conversación supone al menos dos personas, la una sois vosotros, ¿quién es la otra? Es todo el mundo humano que conocéis.

 

El hombre, en tanto que individuo animal, como los animales de todas las otras especies, desde el principio y desde que comienza a respirar, tiene el sentimiento inmediato de su existencia individual; pero no adquiere la conciencia reflexiva de si, conciencia que constituye propiamente su personalidad, más que por medio de la inteligencia, y por consiguiente sólo en la sociedad. Vuestra personalidad más íntima, la conciencia que tenéis de vosotros mismos en vuestro fuero interno, no es en cierto modo más que el reflejo de vuestra propia imagen, repercutida y enviada de nuevo como por otros tantos espejos por la conciencia tanto colectiva como individual de todos los seres humanos que componen vuestro mundo social. Cada hombre que conocéis y con el cual os halláis en relaciones, sean directas sean indirectas, determina más o menos vuestro ser más íntimo, contribuye a haceros lo que sois, a constituir vuestra personalidad. Por consiguiente, si estáis rodeados de esclavos, aunque seáis su amo, no dejáis de ser un esclavo, pues la conciencia de los esclavos no puede enviaros sino vuestra imagen envilecida. La imbecilidad de todos os imbeciliza, mientras que la inteligencia de todos os ilumina, os eleva; los vicios de vuestro medio social son vuestros vicios y no podríais ser hombres realmente libres sin estar rodeados de hombres igualmente libres, pues la existencia de un solo esclavo basta para aminorar vuestra libertad. En la inmortal declaración de los derechos del hombre, hecha por la Convención nacional, encontramos expresada claramente esa verdad sublime, que la esclavitud de un solo ser humano es la esclavitud de todos.

 

Contienen toda la moral humana, precisamente lo que hemos llamado la moral absoluta, absoluta sin duda en relación sólo a la humanidad, no en relación al resto de los seres, no menos aún en relación a la totalidad infinita de los mundos, que nos es eternamente desconocida. La encontramos en germen más o menos en todos los sistemas de moral que se han producido en la historia y de los cuales fue en cierto modo como la luz latente, luz que por lo demás no se ha manifestado, con mucha frecuencia, más que por reflejos tan inciertos como imperfectos. Todo lo que vemos de absolutamente verdadero, es decir, de humano, no es debido más que a ella.

 

¿Y cómo habría de ser de otra manera, si todos los sistemas de moral que se desarrollaron sucesivamente en el pasado, lo mismo que todos los demás desenvolvimientos del hombre, incluso los desenvolvimientos teológicos y metafísicos, no tuvieron jamás otra fuente que la naturaleza humana, no han sido sus manifestaciones más o menos imperfectas? Pero esta ley moral que llamamos absoluta, ¿qué es sino la expresión más pura, la más completa, la más adecuada, como dirían los metafísicos, de esa misma naturaleza humana, esencialmente socialista e individualista a la vez?

 

El defecto principal de los sistemas de moral enseñados en el pasado, es haber sido exclusivamente socialistas o exclusivamente individualistas. Así, la moral cívica, tal como nos ha sido transmitida por los griegos y los romanos, fue una moral exclusivamente socialista, en el sentido que sacrifica siempre la individualidad a la colectividad: sin hablar de las miríadas de esclavos que constituyen la base de la civilización antigua, que no eran tenidos en cuenta más que como cosas, la individualidad del ciudadano griego o romano mismo fue siempre patrióticamente inmolada en beneficio de la colectividad constituida en Estado. Cuando los ciudadanos, cansados de esa inmolación permanente, se rehusaron al sacrificio, las repúblicas griegas primero, después romanas, se derrumbaron. El despertar del individualismo causó la muerte de la antigüedad.

 

Ese individualismo encontró su más pura y completa expresión en las religiones monoteístas, en el judaísmo, en el mahometanismo y en el cristianismo sobre todo. El Jehová de los judíos se dirige aún a la colectividad, al menos bajo ciertas relaciones, puesto que tiene un pueblo elegido, pero contiene ya todos los gérmenes de la moral exclusivamente individualista.

 

Debería ser así: los dioses de la antigüedad griega y romana no fueron en último análisis más que los símbolos, los representantes supremos de la colectividad dividida, del Estado. Al adorarlos, se adoraba al Estado, y toda la moral que fue enseñada en su nombre no pudo por consiguiente tener otro objeto que la salvación, la grandeza y la gloria del Estado.

 

El dios de los judíos, déspota envidioso, egoísta y vanidoso si los hay, se cuidó bien, no de identificar, sino sólo de mezclar su terrible persona con la colectividad de su pueblo elegido, elegido para servirle de alfombra predilecta a lo sumo, pero no para que se atreviera a levantarse hasta él. entre él y su pueblo hubo siempre un abismo. Por otra parte, no admitiendo otro objeto de adoración que él mismo, no podía soportar el culto al Estado. Por consiguiente, de los judíos, tanto colectiva como individualmente, no exigió nunca más que sacrificios para sí, jamás para la colectividad o para la grandeza y la gloria del Estado.

 

Por lo demás, los mandamientos de Jehová, tal como nos han sido transmitidos por el decálogo, no se dirigen casi exclusivamente más que al individuo: no constituyen excepción más que aquellos cuya ejecución supera las fuerzas del individuo y exige el concurso de todos; por ejemplo: la orden tan singularmente humana que incita a los judíos a extirpar hasta el último, incluso las mujeres y niños, a todos los paganos que encuentren en la tierra prometida, orden verdaderamente digna del padre de nuestra santa trinidad cristiana, que se distingue, como se sabe, por su amor exuberante hacia esta pobre especie humana.

 

Todos los otros mandamientos no se dirigen más que al individuo; no matarás (exceptuados los casos muy frecuentes en que te lo ordene yo mismo, habría debido añadir); no robarás ni la propiedad ni la mujer ajenas (siendo considerada esta última como una propiedad también); respetarás a tus padres. Pero sobre todo me adorarás a mí, el dios envidioso, egoísta, vanidoso y terrible, y si no quieres incurrir en mi cólera, me cantarás alabanzas y te prosternarás eternamente ante mí.

 

En el mahometanismo no existe ni la sombra del colectivismo nacional y restringido que domina en las religiones antiguas y del que se encuentran siempre algunos débiles restos hasta en el culto judaico. El Corán no conoce pueblo elegido; todos los creyentes, a cualquier nación o comunidad que pertenezcan, son individualmente, no colectivamente, elegidos de dios. Así, los califas, sucesores de Mahoma, no se llamarán nunca Sión, jefes de los creyentes.

 

Pero ninguna religión impulsó tan lejos el culto del individualismo como la religión cristiana. Ante las amenazas del infierno y las promesas absolutamente individuales del paraíso, acompañadas de esta terrible declaración que sobre muchos llamados habrá sino muy pocos elegidos, la religión cristiana provocó un desorden, un general sálvese el que pueda; una especie de carrera de apuesta en que cada cual era estimulado sólo por una preocupación única, la de salvar su propia almita. Se concibe que una tal religión haya podido y debido dar el golpe de gracia a la civilización antigua, fundada exclusivamente en el culto a la colectividad, a la patria, al Estado y disolver todos sus organismos, sobre todo en una época en que moría ya de vejez. ¡El individualismo es un disolvente tan poderoso! Vemos la prueba de ello en el mundo burgués actual.

 

A nuestro modo de ver, es decir según nuestro punto de vista de la moral humana, todas las religiones monoteístas, pero sobre todo la religión cristiana, como la más completa y la más consecuente de todas, son profunda, esencial, principalmente inmorales: al crear su dios, han proclamado la decadencia de todos los hombres, de los cuales no admitieron la solidaridad más que en el pecado; y al plantear el principio de la salvación exclusivamente individual, han renegado y destruido, tanto como les fue posible hacerlo, la colectividad humana, es decir el principio mismo de la humanidad.

 

No es extraño que se haya atribuido al cristianismo el honor de haber creado la idea de la humanidad, de la que, al contrario, fue el negador más completo y más absoluto. Bajo un aspecto pudo reivindicar este honor, pero solamente bajo uno: ha contribuido de una manera negativa, cooperando potentemente a la destrucción de las colectividades restringidas y parciales de la antigüedad, apresurando la decadencia natural de las patrias y de las ciudades que, habiéndose divinizado en sus dioses, formaban un obstáculo a la constitución de la humanidad; pero es absolutamente falso decir que el cristianismo haya tenido jamás el pensamiento de constituir esta última, o que haya comprendido o siquiera presentido lo que llamamos hoy la solidaridad de los hombres, ni la humanidad, que es una idea completamente moderna, entrevista por el Renacimiento, pero concebida y enunciada de una manera clara y precisa sólo en el siglo XVIII.

 

El cristianismo no tiene absolutamente nada que hacer con la humanidad, por la simple razón de que tiene por objeto único la divinidad, pues una excluye a la otra. La idea de la humanidad reposa en la solidaridad fatal, natural, de todos los hombres. Pero el cristianismo, hemos dicho, no reconoce esa solidaridad más que en el pecado, y la rechaza absolutamente en la salvación, en el reino de ese dios que sobre muchos llamados no hace gracia más que a muy pocos elegidos, y que en su justicia adorable, impulsado sin duda por ese amor infinito que lo distingue, antes mismo de que los hombres hubiesen nacido sobre esta tierra, había condenado a la inmensa mayoría a los sufrimientos eternos del infierno, y eso para castigarlos por un pecado cometido, no por ellos mismos, sino por sus antepasados primeros, que estuvieron obligados a cometerlo: el pecado de infligir una desmentida a la presciencia divina.

 

Tal es la lógica sana y la base de toda moral cristiana ¿Qué tienen que hacer con la lógica y la moral humanas?

 

En vano se esforzarán por probarnos que el cristianismo reconoce la solidaridad de los hombres, citándonos fórmulas del evangelio que parecen predecir el advenimiento de un día en que no habrá más que un solo pastor y un solo rebaño; en que se nos mostrará la iglesia católica romana, que tiende incesantemente a la realización de ese fin por la sumisión del mundo entero al gobierno del papa. La transformación de la humanidad entera en un rebaño, así como la realización, felizmente imposible, de esa monarquía universal y divina no tiene absolutamente nada que ver con el principio de la solidaridad humana, que es lo único que constituye lo que llamamos humanidad. No hay ni la sombra de esa solidaridad en la sociedad tal como la sueñan los cristianos y en la cual no se es nada por la gracia de los hombres, sino todo por la gracia de dios, verdadero rebaño de carneros disgregados y que no tienen ni deben tener ninguna relación inmediata y natural entre si, hasta el punto que les es prohibido unirse para la reproducción de la especie sin el permiso o la bendición de su pastor, pues sólo el sacerdote tiene derecho a casarlos en nombre de ese dios que forma el único rasgo de una unión legítima entre ellos: separados fuera de él, los cristianos no se unen ni pueden unirse más que en él. Fuera de esa sanción divina, todas las relaciones humanas, aun los lazos de la familia, son alcanzados por la maldición general que afecta a la creación; son reprobados la ternura de los padres, de los esposos, de los hijos, la amistad fundada en la simpatía y en la estima recíprocas, el amor y el respeto de los hombres, la pasión de lo verdadero, de lo justo y de lo bueno, la de la libertad, y la más grande de todas, la que implica todas las demás, la pasión de la humanidad; todo eso es maldito y no podría ser rehabilitado más que por la gracia de dios. todas las relaciones de hombre a hombre deben ser santificadas por la intervención divina; pero esa intervención las desnaturaliza, loas desmoraliza, las destruye. Lo divino mata lo humano y todo el culto cristiano no consiste propiamente más que en esa inmolación perpetua de lo humano en honor de la divinidad.

 

Que no se objete que el cristianismo ordena a los niños a mar a sus padres, a los padres a amar a sus hijos, a los esposos afeccionarse mutuamente. Sí, les manda eso, pero no les permite amarlo inmediata, naturalmente y por sí mismos, sino sólo en dios y por dios; no admite todas esas relaciones actuales más que a condición de que dios se encuentre como tercero, y ese terrible tercero mata las uniones. El amor divino aniquila el amor humano. El cristianismo ordena, es verdad, amar a nuestro prójimo tanto como a nosotros mismos, pero nos ordena al mismo tiempo amar a dios más que a nosotros mismos y por consiguiente también más que al prójimo, es decir sacrificarle el prójimo por nuestra salvación, porque al fin de cuentas el cristiano no adora a dios más que por la salvación de su alma.

 

Aceptando a dios, todo eso es rigurosamente consecuente: dios es lo infinito, lo absoluto, lo eterno, lo omnipotente; el hombre es lo finito, lo impotente. En comparación con dios, bajo todos los aspectos, no es nada. Sólo lo divino es justo, verdadero, dichoso y bueno, y todo lo que es humano en el hombre debe ser por eso mismo declarado falso, inicuo, detestable y miserable. El contacto de la divinidad con esa pobre humanidad debe devorar, pues, necesariamente, consumir, aniquilar todo lo que queda de humano en los hombres.

 

La intervención divina en los asuntos humanos no ha dejado nunca de producir efectos excesivamente desastrosos. Pervierte todas las relaciones de los hombres entre sí y reemplaza su solidaridad natural por la práctica hipócrita y malsana de las comunidades religiosas, en las que bajo las apariencias de la caridad, cada cual piensa sólo en la salvación de su alma, haciendo así, bajo el pretexto del amor divino, egoísmo humano excesivamente refinado, lleno de ternura para sí y de indiferencia, de malevolencia y hasta de crueldad para el prójimo. Eso explica la alianza íntima que ha existido siempre entre el verdugo y el sacerdote, alianza francamente confesada por el célebre campeón del ultramontanismo, Joseph de Maistre, cuya pluma elocuente, después de haber divinizado al papa, no dejó de rehabilitar al verdugo; uno era en efecto el complemento del otro.

 

Pero no es sólo en la iglesia católica donde existe y se produce esa ternura excesiva hacia el verdugo. Los ministros sinceramente religiosos y creyentes de los diferentes cultos protestantes, ¿no han protestado unánimemente en nuestros días contra la abolición de la pena de muerte? No cabe duda que el amor divino mata el amor de los hombres en los corazones que están penetrados de él; tampoco cabe duda que todos los cultos religiosos en general, pero entre ellos el cristianismo sobre todo, no han tenido jamás otro objeto que el sacrificio de los hombres a los dioses. Y entre todas las divinidades de que nos habla la historia, ¿hay una sola que haya hecho verter tantas lágrimas y sangre como ese buen dios de los cristianos o que haya pervertido hasta tal punto las inteligencias, los corazones y todas las relaciones de los hombres entre sí?

 

Bajo esta influencia malsana, el espíritu se eclipsó y la investigación ardiente de la verdad se transformó en un culto complaciente a la mentira; la dignidad humana se envilecía, el hombre (una palabra ilegible en el original) se convertía en traidor, la bondad cruel, la justicia inicua y el respeto humano se transformaron en un desprecio creyente para los hombres; el instinto de la libertad terminó en el establecimiento de la servidumbre, y el de la igualdad en la sanción de los privilegios más monstruosos. La caridad, al volverse delatora y persecutora, ordenó la masacre de los heréticos y las orgías sangrientas de la Inquisición; el hombre religioso se llamó jesuita, devoto o pietista 'renunciando a la humanidad se encaminó a la santidad' y el santo, bajo la apariencias de una humanidad más (una palabra ilegible en el original), se volvió hipócrita, y con la caridad ocultó el orgullo y el egoísmo inmensos de un yo humano absolutamente aislado que se ama a sí mismo en su dios. Porque no hay que engañarse: lo que el hombre religioso busca sobre todo y lo cree encontrar en la divinidad que ama, es a sí mismo, pero glorificado, investido por la omnipotencia e inmortalizado. También sacó de él muy a menudo pretextos e instrumentos para someter y para explotar el mundo humano.

 

He ahí, pues la primera palabra del culto cristiano: es la exaltación del egoísmo que, al romper toda solidaridad social, se ama a sí mismo en su dios y se impone a la masa ignorante de los hombres en nombre de ese dios, es decir en nombre de su yo humano, consciente e inconscientemente exaltado y divinizado por sí mismo. Es por eso también que los hombres religiosos son ordinariamente tan feroces: al defender a su dios, toman partido por su egoísmo, por su orgullo y por su vanidad.

 

De todo esto resulta que el cristianismo es la negación más decisiva y la más completa de toda solidaridad entre los hombres, es decir de la sociedad, y por consiguiente también de la moral, puesto que fuera de la sociedad, creo haberlo demostrado, no quedan más que relaciones religiosas del hombre aislado con su dios, es decir consigo mismo.

 

Los metafísicos modernos, a partir del siglo XVII, han tratado de restablecer la moral, fundándola, no en dios, sino en el hombre. Por desgracia, obedeciendo a las tendencias de su siglo, tomaron por punto de partida, no al hombre social, vivo y real, que es el doble producto de la naturaleza y de la sociedad, sino el yo abstracto del individuo, al margen de todos sus lazos naturales y sociales, aquel mismo a quien divinizó el egoísmo cristiano y a quien todas las iglesias, tanto católicas como protestantes, adoran como su dios.

 

¿Cómo nació el dios único de los monoteístas? Por la eliminación necesaria de todos los seres reales y vivos.

 

Para explicar lo que entendemos por eso, es necesario decir algunas cosas sobre la religión. No quisiéramos hablar de ella, pero en el tiempo que corre es imposible tratar cuestiones políticas y sociales sin tocar la cuestión religiosa.

 

Se pretendió erróneamente que el sentimiento religioso no es propio más que de los hombres; se encuentran perfectamente todos los elementos constitutivos en el reino animal, y entre esos elementos el principal es el miedo. "El temor de dios 'dicen los teólogos' es el comienzo de la sabiduría". Y bien, ¿no se encuentra ese temor excesivamente desarrollado en todos los animales, y no están todos los animales constantemente amedrentados? Todos experimentan un terror instintivo ante la omnipotencia que los produce, los cría, los nutre, es verdad, pero al mismo tiempo loas aplasta, los envuelve por todas partes, que amenaza su existencia a cada hora y que acaba siempre por matarlos.

 

Como los animales de todas las demás especies no tienen ese poder de abstracción y de generalización de que sólo el hombre está dotado, no se representan la totalidad de los seres que nosotros llamamos naturaleza, pero la sienten y la temen. Ese es el verdadero comienzo del sentimiento religioso.

 

No falta en ellos siquiera la adoración. Sin hablar del estremecimiento de alegría que experimentan todos los seres vivos al levantarse el sol, ni de sus gemidos a la aproximación de una de esas catástrofes naturales terribles que los destruyen por millares; no se tiene más que considerar, por ejemplo, la actitud del perro en presencia de su amo. ¿No está por completo en ella la del hombre ante dios?

 

Tampoco ha comenzado el hombre por la generalización de los fenómenos naturales, y no ha llegado a la concepción de la naturaleza como ser único más que después de muchos siglos de desenvolvimiento moral. El hombre primitivo, el salvaje, poco diferente del gorila, compartió sin duda largo tiempo todas las sensaciones y las representaciones instintivas del gorila; no fue sino a la larga como comenzó a hacerlas objeto de sus reflexiones, primero necesariamente infantiles, darles un nombre y por eso mismo a fijarlas en su espíritu naciente.

 

Fue así cómo tomó cuerpo el sentimiento religioso que tenía en común con los animales de las otras especies, cómo se transformó en una representación permanente y en el comienzo de una idea, la de la existencia oculta de un ser superior y mucho más poderoso que él y generalmente muy cruel y muy malhechor, del ser que le ha causado miedo, en una palabra, de su dios.

 

Tal fue el primer dios, de tal modo rudimentario, es verdad, que, el salvaje que lo busca por todas partes para conjurarlo, cree encontrarlo a veces en un trozo de madera, en un trapo, en un hueso o en una piedra: esa fue la época del fetichismo de que encontramos aún vestigios en el catolicismo.

 

Fueron precisos aún siglos, sin duda para que el hombre salvaje pasase del culto de los fetiches inanimados al de los fetiches vivos, al de los brujos. Llega a él por una larga serie de experiencias y por el procedimiento de la eliminación: no encontrando la potencia temible que quería conjurar en los fetiches, la busca en el hombre-dios, el brujo.

 

Más tarde y siempre por ese mismo procedimiento de eliminación y haciendo abstracción del brujo, de quien por fin la experiencia le demostró la impotencia, el salvaje adoró sucesivamente todos los fenómenos más grandiosos y terribles de la naturaleza: la tempestad, el trueno, el viento y, continuando así, de eliminación en eliminación, ascendió finalmente al culto del sol y de los planetas. Parece que el honor de haber creado ese culto pertenece a los pueblos paganos.

 

Eso era ya un gran progreso. Cuanto más se alejaba del hombre la divinidad, es decir la potencia que causa miedo, más respetable y grandiosa parecía. No había que dar más que un solo gran paso para el establecimiento definitivo del mundo religioso, y ese fue el de la adoración de una divinidad invisible.

 

Hasta ese salto mortal de la adoración de lo visible a la adoración de lo invisible, los animales de las otras especies habían podido, con rigor, acompañar a su hermano menor, el hombre, en todas sus experiencias teológicas. Porque ellos también adoran a su manera los fenómenos de la naturaleza. No sabemos lo que pueden experimentar hacia otros planetas; pero estamos seguros de que la Luna y sobre todo el Sol ejercen sobre ellos una influencia muy sensible. Pero la divinidad invisible no pudo ser inventada más que por el hombre.

 

Pero el hombre mismo, ¿por qué procedimiento ha podido descubrir ese ser invisible, del que ninguno de sus sentidos, ni su vista han podido ayudarle a comprobar la existencia real, y por medio de qué artificio ha podido reconocer su naturaleza y sus cualidades? ¿Cuál es, en fin, ese ser supuesto absoluto y que el hombre ha creído encontrar por encima y fuera de todas las cosas?

El procedimiento no fue otro que esa operación bien conocida del espíritu que llamamos abstracción o eliminación, y el resultado final de esa operación no puede ser más que el abstracto absoluto, la nada. Y es precisamente esa nada a la cual el hombre adora como su dios.

 

Elevándose por su espíritu sobre todas las cosas reales, incluso su propio cuerpo, haciendo abstracción de todo lo que es sensible o siquiera visible, inclusive el firmamento con todas las estrellas, el hombre se encuentra frente al vacío absoluto, a la nada indeterminada, infinita, sin ningún contenido, sin ningún límite.

 

En ese vacío, el espíritu del hombre que lo produjo por medio de la eliminación de todas las cosas, no pudo encontrar necesariamente más que a sí mismo en estado de potencia abstracta; viéndolo todo destruido y no teniendo ya nada que eliminar, vuelve a caer sobre sí en una inacción absoluta; y considerándose en esa completa inacción un ser diferente de sí, se presenta como su propio dios y se adora.

 

Dios no es, pues, otra cosa que el yo humano absolutamente vacío a fuerza de abstracción o de eliminación de todo lo que es real y vivo. Precisamente de ese modo lo concibió Buda, que, de todos los reveladores religiosos, fue ciertamente el más profundo, el más sincero, el más verdadero.

 

Sólo que Buda no sabía y no podía saber que era el espíritu humano mismo el que había creado ese dios-nada. Apenas hacia el fin del siglo último comenzó la humanidad a percatarse de ello, y sólo en nuestro siglo, gracias a los estudios mucho más profundos sobre la naturaleza y sobre las operaciones del espíritu humano, se ha llegado a dar cuenta completa de ello.

 

Cuando el espíritu humano creó a dios, procedió con la más completa ingenuidad; y sin saberlo, pudo adorarse en su dios-nada.

 

Sin embargo, no podía detenerse ante esa nada que había hecho él mismo, debía llenarla a todo precio y hacerla volver a la tierra, a la realidad viviente. Llegó a ese fin siempre con la misma ingenuidad y por el procedimiento más natural, más sencillo. Después de haber divinizado su propio yo en ese estado de abstracción o de vacío absoluto, se arrodilló ante él, lo adoró y lo proclamó la causa y el autor de todas las cosas; ese fue el comienzo de la teología.

 

Dios, la nada absoluta, fue proclamado el único ser vivo, poderoso y real, y el mundo viviente y por consecuencia necesaria la naturaleza, todas las cosas efectivamente reales y vivientes, al ser comparadas con ese dios fueron declaradas nulas. Es propio de la teología hacer de la nada lo real y de lo real la nada.

 

Procediendo siempre con la misma ingenuidad y sin tener la menor conciencia de lo que hacía, el hombre usó de un medio muy ingenioso y muy natural a la vez para llenar el vacío espantoso de su divinidad: le atribuyó simplemente, exagerándolas siempre hasta proporciones monstruosas, todas las acciones, todas las fuerzas, todas las cualidades y propiedades, buenas o malas, benéficas o maléficas, que encontró tanto en la naturaleza como en la sociedad. Fue así como la tierra, entregada al saqueo, se empobreció en provecho del cielo, que se enriqueció con sus despojos.

 

Resultó de esto que cuanto más se enriqueció el cielo –la habitación de la divinidad-, más miserable se volvió la tierra; y bastaba que una cosa fuese adorada en el cielo, para que todo lo contrario de esa cosa se encontrase realizada en este bajo mundo. Eso es lo que se llama ficciones religiosas; a cada una de esas ficciones corresponde, se sabe perfectamente, alguna realidad monstruosa; así, el amor celeste no ha tenido nunca otro efecto que el odio terrestre, la bondad divina no ha producido sino el mal, y la libertad de dios significa la esclavitud aquí abajo. Veremos pronto que lo mismo sucede con todas las ficciones políticas y jurídicas, pues unas y otras son por lo demás consecuencias o transformaciones de la ficción religiosa.

 

La divinidad asumió de repente ese carácter absolutamente maléfico. En las religiones panteístas de Oriente, en el culto de los brahamanes y en el de los sacerdotes de Egipto, tanto como en las creencias fenicias y siríacas, se presenta ya bajo un aspecto bien terrible. El Oriente fue en todo tiempo y es aún hoy, en cierta medida al menos, la patria de la divinidad despótica, aplastadora y feroz, negación del espíritu de la humanidad. Esa es también la patria de los esclavos, de los monarcas absolutos y de las castas.

 

En Grecia la divinidad se humaniza –su unidad misteriosa, reconocida en Oriente sólo por los sacerdotes, su carácter atroz y sombrío son relegados en el fondo de la mitología helénica-, al panteísmo sucede el politeísmo. El Olimpo, imagen de la federación de las ciudades griegas, es una especie de república muy débilmente gobernada por el padre de los dioses, Júpiter, que obedece él mismo los decretos del destino.

 

El destino es impersonal; es la fatalidad misma, la fuerza irresistible de las cosas, ante la cual debe plegarse todo, hombres y dioses. Por lo demás, entre esos dioses, creados por los poetas, ninguno es absoluto; cada uno representa sólo un aspecto, una parte, sea del hombre, sea de la naturaleza en general, sin cesar sin embargo de ser por eso seres concretos y vivos. Se completan mutuamente y forman un conjunto muy vivo, muy gracioso y sobre todo muy humano.

 

Nada de sombrío en esa religión, cuya teología fue inventada por los poetas, añadiendo cada cual libremente algún dios o alguna diosa nuevos, según las necesidades de las ciudades griegas, cada una de las cuales se honraba con su divinidad tutelar, representante de su espíritu colectivo. Esa fue la religión, no de los individuos, sino de la colectividad de los ciudadanos de tantas patrias restringidas y (la primera parte de una palabra ilegible)...mente libres, asociadas por otra parte entre sí más o menos por una especie de federación imperfectamente organizada y muy (una palabra ilegible).

 

De todos los cultos religiosos que nos muestra la historia, ese fue ciertamente el menos teológico, el menos serio, el menos divino y a causa de eso mismo el menos malhechor, el que obstaculizó menos el libre desenvolvimiento de la sociedad humana. La sola pluralidad de los dioses más o menos iguales en potencia era una garantía contra el absolutismo; perseguido por unos, se podía buscar la protección de los otros y el mal causado por un dios encontraba su compensación en el bien producido por otro. No existía, pues, en la mitología griega esa contradicción lógica y moralmente monstruosa, del bien y del mal, de la belleza y la fealdad, de la bondad y la maldad, del amor y el odio concentrados en una sola y misma persona, como sucede fatalmente en el dios del monoteísmo.

 

Esa monstruosidad la encontramos por completo activa en el dios de los judíos y de los cristianos. Era una consecuencia necesaria de la unidad divina; y, en efecto, una vez admitida esa unidad, ¿cómo explicar la coexistencia del bien y del mal? Los antiguos persas habían imaginado al menos dos dioses: uno, el de la luz y del bien, Ormuzd; el otro, el del mal y de las tinieblas, Ahriman; entonces era natural que se combatieran, como se combaten el bien y el mal y triunfan sucesivamente en la naturaleza y en la sociedad. Pero, ¿cómo explicar que un solo y mismo dios, omnipotente, todo verdad, amor, belleza, haya podido dar nacimiento al mal, al odio, a la fealdad, a la mentira?

 

Para resolver esta contradicción, los teólogos judíos y cristianos han recurrido a las invenciones más repulsivas y más insensatas. Primeramente atribuyeron todo el mal a Satanás. Pero Satanás, ¿de dónde procede? ¿Es, como Ahriman, el igual de dios? De ningún modo; como el resto de la creación, es obra de dios. Por consiguiente, ese dios fue el que engendró el mal. No, responden los teólogos; Satanás fue primero un ángel de luz y desde su rebelión contra dios se volvió ángel de las tinieblas. Pero si la rebelión es un mal –lo que está muy sujeto a caución, y nosotros creemos al contrario que es un bien, puesto que sin ella no habría habido nunca emancipación social-, si constituye un crimen, ¿quién ha creado la posibilidad de ese mal? Dios, sin duda, os responderán aun los mismos teólogos, pero no hizo posible el mal más que para dejar a los ángeles y a los hombres el libre arbitrio. ¿Y qué es el libre arbitrio? Es la facultad de elegir entre el bien y el mal, y decidir espontáneamente sea por uno sea por otro. Pero para que los ángeles y los hombres hayan podido elegir el mal, para que hayan podido decidirse por el mal, es preciso que el mal haya existido independientemente de ellos, ¿y quién ha podido darle esa existencia, sino dios?

 

También pretenden los teólogos que, después de la caída de Satanás, que precedió a la del hombre, dios, sin duda esclarecido por esa experiencia, no queriendo que otros ángeles siguieran el ejemplo de Satanás les privó del libre arbitrio, no dejándoles mas que la facultad del bien, de suerte que en lo sucesivo son forzosamente virtuosos y no se imaginan otra felicidad que la de servir eternamente como criados a ese terrible señor.

 

Pero parece que dios no ha sido suficientemente esclarecido por su primera experiencia, puesto que, después de la caída de Satanás, creó al hombre y, por ceguera o maldad, no dejó de concederle ese don fatal del libre arbitrio que perdió a Satanás y que debía perderlo también a él.

La caída del hombre, tanto como la de Satanás, era fatal, puesto que había sido determinada desde la eternidad en la presciencia divina. Por lo demás, sin remontar tan alto, nos permitiremos observar que la simple experiencia de un honesto padre de familia habría debido impedir al buen dios someter a esos desgraciados primeros hombres a la famosa tentación. El más simple padre de familia sabe muy bien que basta que se impida a los niños tocar una cosa para que un instinto de curiosidad invencible los fuerce absolutamente a tocarla. Por tanto, si ama a los hijos y si es realmente justo y bueno, les ahorrará esa prueba tan inútil como cruel.

 

Dios no tuvo ni esa razón ni esa bondad, ni esa (una palabra ilegible) y aunque supiese de antemano que Adán y Eva debían sucumbir a la tentación, en cuanto se cometió ese pecado, helo ahí que se deja llevar por un furor verdaderamente divino. No se contenta con maldecir a los desgraciados desobedientes, maldice a toda su descendencia hasta el fin de los siglos, condenando a los tormentos del infierno a millares de hombres que eran evidentemente inocentes, puesto que ni siquiera habían nacido cuando se cometió el pecado. No se contentó con maldecir a los hombres, maldijo con ellos a toda la naturaleza, su propia creación, que había encontrado él mismo tan bien hecha.

 

Si un padre de familia hubiese obrado de ese modo, ¿no se le habría declarado loco de atar? ¿Cómo se han atrevido los teólogos a atribuir a su dios lo que habrían considerado absurdo, cruel (una palabra ilegible), anormal de parte de un hombre? ¡Ah, es que han tenido necesidad de ese absurdo! ¿Cómo, si no, habrían podido explicar la existencia del mal en este mundo que debía haber salido perfecto de manos de un obrero tan perfecto, de este mundo creado por dios mismo?

Pero, una vez admitida la caída, todas las dificultades se allanan y se explican. Lo pretenden al menos. La naturaleza, primero perfecta, se vuelve de repente imperfecta, toda la máquina se descompone; a la armonía primitiva sucede el choque desordenado de las fuerzas; la paz que reinaba al principio entre todas las especies de animales, deja el puesto a esa carnicería espantosa, al devoramiento mutuo; y el hombre, el rey de la naturaleza, la sobrepasa en ferocidad. La tierra se convierte en el valle de sangre y de lágrimas, y la ley de Darwin –la lucha despiadada por la existencia- triunfa en la naturaleza y en la sociedad. El mal desborda sobre el bien, Satanás ahoga a dios.

 

Y una inepcia semejante, una fábula tan ridícula, repulsiva, monstruosa, ha podido ser seriamente repetida por grandes doctores en teologías durante más de quince siglos, ¿qué digo?, lo es todavía; más que eso, es oficialmente, obligatoriamente enseñada en todas las escuelas de Europa. ¿Qué hay que pensar, pues, después de eso de la especie humana? ¿Y no tienen mil veces razón los que pretenden que traicionamos aun hoy mismo nuestro próximo parentesco con el gorila?

 

Pero el espíritu (una palabra ilegible) de los teólogos cristianos no se detiene en eso. En la caída del hombre y en sus consecuencias desastrosas, tanto por su naturaleza como por sí mismo, han adorado la manifestación de la justicia divina. Después han recordado que dios no sólo era la justicia, sino que era también el amor absoluto y, para conciliar uno con otro, he aquí lo que inventaron:

 

Después de haber dejado esa pobre humanidad durante millares de años bajo el golpe de su terrible maldición, que tuvo por consecuencia la condena de algunos millares de seres humanos a la tortura eterna, sintió despertarse el amor en su seno, ¿y que hizo? ¿Retiró del infierno a los desdichados torturados? No, de ningún modo; eso hubiese sido contrario a su eterna justicia. Pero tenía un hijo único; cómo y por qué lo tenía, es uno de esos misterios profundos que los teólogos, que se lo dieron, declaran impenetrable, lo que es una manera naturalmente cómoda para salir del asunto y resolver todas las dificultades. Por tanto, ese padre lleno de amor, en su suprema sabiduría, decide enviar a su hijo único a la tierra, a fin de que se haga matar por los hombres, para salvar, no las generaciones pasadas, ni siquiera las del porvenir, sino, entre las últimas, como lo declara el Evangelio mismo y como lo repiten cada día tanto la iglesia católica como los protestantes, sólo un número muy pequeño de elegidos.

 

Y ahora la carrera está abierta; es, como lo dijimos antes, una especie de carrera de apuesta, un sálvese el que pueda, por la salvación del alma. Aquí los católicos y los protestantes se dividen: los primeros pretenden que no se entra en el paraíso más que con el permiso especial del padre santo, el papa; los protestantes afirman, por su parte, que la gracia directa e inmediata del buen dios es la única que abre las puertas. Esta grave disputa continúa aún hoy; nosotros no nos mezclamos en ella.

 

Resumamos en pocas palabras la doctrina cristiana:

 

Hay un dios, ser absoluto, eterno, infinito, omnipotente; es la omnisapiencia, la verdad, la justicia, la belleza y la felicidad, el amor y el bien absolutos. En él todo es infinitamente grande, fuera de él está la nada. Es, en fin de cuentas, el ser supremo, el ser único.

 

Pero he aquí que de la nada –que por eso mismo parece haber tenido una existencia aparte, fuera de él, lo que implica una contradicción y un absurdo, puesto que si dios existe en todas partes y llena con su ser el espacio infinito, nada, ni la misma nada puede existir fuera de él, lo que hace creer que la nada de que nos habla la Biblia estuviese en dios, es decir que el ser divino mismo fuese la nada-, dios creó el mundo.

 

Aquí se plantea por sí misma una cuestión. La creación, ¿fue realizada desde la eternidad o bien en un momento dado de la eternidad? En el primer caso, es eterna como dios mismo y no pudo haber sido creada ni por dios ni por nadie; porque la idea de la creación implica la precedencia del creador a la criatura. Como todas las ideas teológicas, la idea de la creación es una idea por completo humana, tomada en la práctica de la humana sociedad. Así, el relojero crea un reloj, el arquitecto una casa, etc. En todos estos casos el productor existe al crear (?) el producto; fuera del producto, y es eso lo que constituye esencialmente la imperfección, el carácter relativo y por decirlo así dependiente tanto del productor como del producto.

 

Pero la teología, como hace por lo demás siempre, ha tomado esa idea y ese hecho completamente humanos de la producción y al aplicarlos a su dios, al extenderlos hasta el infinito y al hacerlos salir por eso mismo de sus proporciones naturales, ha formado una fantasía tan monstruosa como absurda.

 

Por consiguiente, si la creación es eterna, no es creación. El mundo no ha sido creado por dios, por tanto tiene una existencia y un desenvolvimiento independientes de él –la eternidad del mundo es la negación de dios mismo- pues dios era esencialmente el dios creador.

 

Por tanto, el mundo no es eterno; hubo una época en la eternidad en que no existía. en consecuencia, pasó toda una eternidad durante la cual dios absoluto, omnipotente, infinito, no fue un dios creador, o no lo fue más que en potencia, no en el hecho.

 

¿Por qué no lo fue? ¿Es por capricho de su parte, o bien tenía necesidad de desarrollarse para llegar a la vez a potencia efectiva creadora?

 

Esos son misterios insondables, dicen los teólogos. Son absurdos imaginados por vosotros mismos, les respondemos nosotros. comenzáis por inventar el absurdo, después nos lo imponéis como un misterio divino, insondable y tanto más profundo cuanto más absurdo es.

 

Es siempre el mismo procedimiento: Credo quia adsurdum.

 

Otra cuestión: la creación, tal como salió de las manos de dios, ¿fue perfecta? Si no lo fu, no podía ser creación de dios, porque el obrero, es el evangelio mismo el que lo dice, se juzga según el grado de perfección de su obra. Una creación imperfecta supondría necesariamente un creador imperfecto. Por tanto, la creación fue perfecta.

 

Pero si lo fue, no pudo haber sido creada por nadie, porque la idea de la creación absoluta excluye toda idea de dependencia o de relación. Fuera de ella no podría existir nada. Si el mundo es perfecto, dios no puede existir.

 

La creación, responderán los teólogos, fue seguramente perfecta, pero sólo por relación, a todo lo que la naturaleza o los hombres pueden producir, no por relación a dios. Fue perfecta, sin duda, pero no perfecta como dios.

 

Les responderemos de nuevo que la idea de perfección no admite grados, como no los admiten ni la idea de infinito ni la de absoluto. No puede tratarse de más o menos. La perfección es una. Por tanto, si la creación fue menos perfecta que el creador, fue imperfecta. Y entonces volveremos a decir que dios, creador de un mundo imperfecto, no es más que un creador imperfecto, lo que equivaldría a la negación de dios.

 

Se ve que de todas maneras, la existencia de dios es incompatible con la del mundo. Si existe el mundo, dios no puede existir. Pasemos a otra cosa.

 

Ese dios perfecto crea un mundo más o menos imperfecto. Lo crea en un momento dado de la eternidad, por capricho y sin duda para combatir el hastío de su majestuosa soledad. De otro modo, ¿para qué lo habría creado? Misterios insondables, nos gritarán los teólogos. Tonterías insoportables, les responderemos nosotros.

 

Pero la Biblia misma nos explica los motivos de la creación. Dios es un ser esencialmente vanidoso, ha creado el cielo y la tierra para ser adorado y alabado por ellos. Otros pretenden que la creación fue el efecto de su amor infinito. ¿Hacia quién? ¿Hacia un mundo, hacia seres que no existían, o que no existían al principio más que en su idea, es decir, siempre para él?

 

 

Volver a Principal http://www.oocities.org/ar/noti_antifa/textos.html

 Sigue http://www.oocities.org/ar/noti_antifa/anarkismo3.html

 

 

DIOS Y EL ESTADO

Mijail Bakunin

En nombre de esa ficción que apela tanto al interés colectivo, al derecho colectivo como a la voluntad y a la libertad colectivas, los absolutistas jacobinos, los revolucionarios de la escuela de J. J. Rousseau y de Robespierre, proclaman la teoría amenazadora e inhumana del derecho absoluto del Estado, mientras que los absolutistas monárquicos la apoyan, con mucha mayor consecuencia lógica, en la gracia de dios. Los doctrinarios liberales, al menos aquellos que toman las teorías liberales en serio, parten del principio de la libertad individual, se colocan primeramente, se sabe, como adversarios de la del Estado. son ellos los primeros que dijeron que el gobierno –es decir, el cuerpo de funcionarios organizado de una manera o de otra, y encargado especialmente de ejercer la acción, el Estado es un mal necesario, y que toda la civilización consistió en esto, en disminuir cada vez más sus atributos y sus derechos. Sin embargo, vemos que en la práctica, siempre que ha sido puesta seriamente en tela de juicio la existencia del Estado, los liberales doctrinarios se mostraron partidarios del derecho absoluto del Estado, no menos fanáticos que los absolutistas monárquicos y jacobinos.

 

Su culto incondicional del Estado, en apariencia al menos tan completamente opuesto a sus máximas liberales, se explica de dos maneras: primero prácticamente, por los intereses de sus clase, pues la inmensa mayoría de los liberales doctrinarios pertenecen a la burguesía. esa clase tan numerosa y tan respetable no exigiría nada mejor que se le concediese el derecho o, más bien, el privilegio de la más completa anarquía; toda su economía social, la base real de su existencia política, no tiene otra ley, como es sabido, que esa anarquía expresada en estas palabras tan célebres: "Laissez faire et laissez passer". Pero no quiere esa anarquía más que para sí misma y sólo a condición de que las masas, "demasiado ignorantes para disfrutarla sin abusar", queden sometidas a la más severa disciplina del Estado. Porque si las masas, cansadas de trabajar para otros, se insurreccionasen, toda la existencia política y social de la burguesía se derrumbaría. Vemos también en todas partes y siempre que, cuando la masa de los trabajadores se mueve, los liberales burgueses más exaltados se vuelven inmediatamente partidarios tenaces de la omnipotencia del Estado. Y como la agitación de las masas populares se hace de día en día un mal creciente y crónico, vemos a los burgueses liberales, aun en los países más libres, convertirse más y más al culto del poder absoluto.

 

Al lado de esta razón práctica, hay otra de naturaleza por completo teórica y que obliga igualmente a los liberales más sinceros a volver siempre al culto del Estado. son y se llaman liberales porque toman la libertad individual por base y por punto de partida de su teoría, y es precisamente porque tienen ese punto de partida o esa base que deben llegar, por una fatal consecuencia, al reconocimiento del derecho absoluto del Estado.

 

La libertad individual no es, según ellos, una creación, un producto histórico de la sociedad. Pretenden que es anterior a toda sociedad, y que todo hombre la trae al nacer, con su alma inmortal, como un don divino. De donde resulta que el hombre es algo, que no es siquiera completamente él mismo, un ser entero y en cierto modo absoluto más que fuera de la sociedad. Siendo libre anteriormente y fuera de la sociedad, forma necesariamente esta última por un acto voluntario y por una especie de contrato, sea instintivo o tácito, sea reflexivo o formal. en una palabra, en esa teoría no son los individuos los creados por la sociedad, son ellos, al contrario, los que la crean, impulsados por alguna necesidad exterior, tales como el trabajo y la guerra.

 

Se ve que en esta teoría, la sociedad propiamente dicha no existe; la sociedad humana natural, el punto de partida real de toda civilización humana, el único ambiente en el cual puede nacer realmente y desarrollarse la personalidad y la libertad de los hombres, le es perfectamente desconocida. No reconoce de un lado más que a los individuos, seres existentes por sí mismos y libres de sí mismos, y por otro, a esa sociedad convencional, formada arbitrariamente por esos individuos y fundada en un contrato, formal o tácito, es decir , al Estado (Saben muy bien que ningún Estado histórico ha tenido jamás un contrato por base y que todos han sido fundados por la violencia, por la conquista. Pero esa ficción del contrato libre, base del Estado, les es necesaria, y se la conceden sin más ceremonias).

 

Los individuos humanos, cuya masa convencionalmente reunida forma el Estado, aparecen, en esta teoría, como seres completamente singulares y llenos de contradicciones. dotados cada uno de un alma inmortal y de una libertad o de un libre arbitrio inherentes, son, por una parte, seres infinitos, absolutos y como tales complejos en sí mismos, por si mismos, bastándose a sí y no teniendo necesidad de nadie, en rigor ni siquiera de dios, porque, siendo inmortales e infinitos, ellos mismos son dioses. Por otra parte, son seres brutalmente materiales, débiles, imperfectos, limitados y absolutamente dependientes de la naturaleza exterior, que los lleva, los envuelve y acaba por arrastrarlos tarde o temprano. considerados desde el primer punto de vista, tienen tan poca necesidad de la sociedad, que esta última aparece más bien como un impedimento a la plenitud de su ser, a su libertad perfecta. Hemos visto, desde el principio del cristianismo, hombres santos y rígidos que, tomando la inmortalidad y la salvación de sus almas en serio, han roto sus lazos sociales y huyendo de todo comercio humano, buscaron en la soledad la perfección, la virtud, dios. Han considerado la sociedad, con mucha razón, con mucha consecuencia lógica, como una fuente de corrupción, y el aislamiento absoluto del alma, como la condición de todas las virtudes. Si salieron alguna vez de su soledad no fue nunca por necesidad, sino por generosidad, por caridad cristiana hacia los hombres que, al continuar corrompiéndose en el medio social, tenían necesidad de sus consejos, de sus oraciones y de su dirección. Fue siempre para salvar a los otros, nunca para salvarse y para perfeccionarse a sí mismos. Arriesgaban al contrario la pérdida de sus almas al volver a esa sociedad de que habían huido con horror como de la escuela de todas las corrupciones, y una vez acabada su santa obra, volvían lo más pronto posible a su desierto para perfeccionarse allí de nuevo por la contemplación incesante de su ser individual, de su alma solitaria en presencia de dios solamente.

 

Este es un ejemplo que todos aquellos que creen todavía hoy en la inmortalidad del alma, en la libertad innata o en el libre arbitrio, debían seguir, por poco que deseen salvar sus almas y prepararlas dignamente para la vida eterna. Lo repito aún, los santos anacoretas que llegaban a fuerza de aislamiento a una imbecilidad completa, eran perfectamente lógicos. desde el momento que el alma es inmortal, es decir, infinita por su esencia, libre y de sí misma, debe bastarse. Únicamente los seres pasajeros, limitados y finitos pueden completarse mutuamente; el infinito no se completa. Al encontrar a otro, que no es él mismo, se siente, al contrario, restringido; por tanto, debe huir, ignorar todo lo que no es él mismo. En rigor, he dicho, el alma debía poder pasarse sin dios. Un ser infinito en sí no puede reconocer otro que le sea igual a su lado, ni menos aún que le sea superior por encima de sí mismo. Todo ser tan infinito como él mismo y distinto de él, le pondría un límite y por consecuencia haría de él un ser determinado y finito. Reconociendo un ser tan infinito como ella, fuera de sí, el alma inmortal se reconoce por tanto, necesariamente, un ser finito. Porque lo infinito no es realmente tal más que si lo abarca todo y no deja nada afuera de sí. Con mayor razón, un ser infinito no podrá, no deberá reconocer otro ser infinito y superior. La infinitud no admite nada relativo, nada comparativo; estas palabras, infinitud superior e infinitud inferior, implican, pues, un absurdo. La teología, que tiene el privilegio de ser absurda, y que cree en las cosas precisamente porque son absurdas, ha puesto por encima de las almas humanas inmortales y por consecuencia infinitas, la infinitud superior, absoluta de dios. Pero para corregirse, ha creado la ficción de Satanás, que representa precisamente la rebelión de un ser infinito contra la existencia de una infinitud absoluta, contra dios. Y lo mismo que Satanás se ha rebelado contra la infinitud superior de dios, los santos anacoretas del cristianismo, demasiado humildes para rebelarse contra dios, se han rebelado contra la infinitud igual de los hombres, contra la sociedad.

 

Han declarado con mucha razón que no tenían necesidad de ello para salvarse; y que, puesto que por una fatalidad extraña para infinitos (una palabra ilegible en el original) y decaídos, la sociedad de dios, la contemplación de sí mismos en presencia de esa infinitud absoluta les bastaba.

 

Y lo declaro aún, es un ejemplo a seguir para todos los que creen en la inmortalidad del alma. Desde este punto de vista, la sociedad no puede ofrecerles más que una perdición segura. En efecto, ¿que da a los hombres? Las riquezas materiales primeramente, que no pueden ser producidas en proporción suficiente más que por el trabajo colectivo. Pero para quien cree en una existencia eterna, ¿no deben ser esas riquezas un objeto de desprecio? Jesucristo ha dicho a sus discípulos: "No amontonéis tesoros en esta tierra, porque donde están vuestros tesoros está vuestro corazón"; y otra vez: "es más fácil que una maroma pase por el agujero de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos" (Me imagino la cara que deben poner los piadosos y ricos burgueses protestantes de Inglaterra y de Estados Unidos, de Alemania, de suiza, al leer estas sentencias tan decisivas y tan desagradables para ellos).

 

Jesucristo tiene razón; entre la codicia de las riquezas materiales y la salvación de las almas inmortales, hay una incompatibilidad absoluta. Y entonces, por poco que se crea realmente en la inmortalidad del alma, ¿no vale más renunciar al confort y al lujo que da sociedad y vivir de raíces, como hicieron los anacoretas, salvando su alma para la eternidad, que perderla al precio de algunas decenas de años de goces materiales? Este cálculo es tan sencillo, tan evidentemente justo, que estamos forzados a pensar que los piadosos y ricos burgueses, banqueros, industriales, comerciantes, que hacen tan excelentes negocios por los medios que se sabe, aun llevando siempre palabras del evangelio en los labios, no tienen en cuenta de ningún modo la inmortalidad del alma y que abandonan generosamente al proletariado esa inmortalidad, reservándose humildemente par sí mismos los miserables bienes materiales que amontonan sobre la tierra.

 

Aparte de los bienes materiales, ¿qué da la sociedad? Los afectos carnales, humanos, terrestres, la civilización y la cultura del espíritu, cosas todas inmensas desde el punto de vista humano, pasajero y terrestre, pero que ante la eternidad, ante la inmortalidad, ante dios son iguales a cero. La mayor sabiduría humana, ¿no es locura ante dios?

 

Una leyenda de la iglesia oriental cuenta que dos santos anacoretas se habían encarcelado voluntariamente durante algunas decenas de años en una isla desierta, aislándose además uno de otro y pasando día y noche en la contemplación y en la oración, habiendo llegado a tal punto que perdieron el uso de la palabra; de todo su antiguo diccionario, no habían conservado más que tres o cuatro palabras que, reunidas, no representaban sentido alguno, pero que no expresaban menos ante dios las aspiraciones mas sublimes de sus almas. Vivían naturalmente de raíces, como los animales herbívoros. Desde el punto de vista humano, esos dos hombres eran imbéciles o locos, pero desde el punto de vista divino, desde el de la creencia en la inmortalidad del alma, se han revelado calculadores mucho más profundos que Galileo y Newton. Porque sacrificaron algunas decenas de años de prosperidad terrestre y de espíritu mundano para ganar la beatitud eterna y el espíritu divino.

 

Por tanto es evidente que, dotado de un alma inmortal, de una infinitud y de una libertad inherentes a esa alma, el hombre es un ser eminentemente antisocial. Y si hubiese sido siempre prudente, exclusivamente preocupado de su eternidad, si hubiese tenido ánimo para despreciar todos los bienes, todos los afectos y todas las vanidades de esta tierra, no habría nunca salido de ese estado de inocencia o de imbecilidad divina y no se habría formado nunca la sociedad. En una palabra, Adán y Eva no habrían probado el fruto del árbol de la ciencia y nosotros viviríamos todos como animales en el paraíso terrestre que dios les había asignado por morada. Pero desde el momento que los hombres quisieron saber, civilizarse, humanizarse, pensar, hablar y gozar de los bienes materiales, han debido salir necesariamente de su soledad y organizarse en sociedad. Porque tanto como son interiormente infinitos, inmortales, libres, tanto son exteriormente limitados, mortales, débiles y dependientes del mundo exterior.

 

Considerados desde el punto de vista de sus existencia terrestre, es decir, no ficticia, sino real, la masa de los hombres presenta un espectáculo de tal modo degradante, tan melancólicamente pobre de iniciativa, de voluntad y de espíritu, que es preciso estar dotado verdaderamente de una gran capacidad de ilusionarse para encontrar en ellos una alma inmortal y la sombra de un libre arbitrio cualquiera. se presentan a nosotros como seres absoluta y fatalmente determinados: determinados ante todo por la naturaleza exterior, por la configuración del suelo y por todas las condiciones materiales de su existencia; determinados por las innumerables relaciones políticas, religiosas y sociales, por los hábitos, las costumbres, las leyes, por todo un mundo de prejuicios o de pensamientos elaborados lentamente por los siglos pasados, y que se encuentran al nacer a la vida en sociedad, de la cual ellos no fueron jamás los creadores, sino los productos, primero, y más tarde los instrumentos. Sobre mil hombres apenas se encontrará uno del que se pueda decir, desde un punto de vista, no absoluto, sino solamente relativo, que quiere y que piensa por sí mismo. La inmensa mayoría de los individuos humanos, no solamente en las masas ignorantes, sino también en las clases privilegiadas, no quieren y no piensan más que lo que todo el mundo quiere y piensa a su alrededor; creen sin duda querer y pensar por sí mismos, pero no hacen más que reproducir servilmente, rutinariamente, con modificaciones por completo imperceptibles y nulas, los pensamientos y las voluntades ajenas. Esa servilidad, esa rutina, fuentes inagotables de la trivialidad, esa ausencia de rebelión en la voluntad de iniciativa, en el pensamiento de los individuos son las causas principales de la lentitud desoladora del desenvolvimiento histórico de la humanidad. A nosotros, materialistas o realistas, que no creemos ni en la inmortalidad del alma ni en el libre arbitrio, esa lentitud, por afligente que sea, se nos aparece como un hecho natural. Partiendo del estado de gorila, el hombre no llega sino dificultosamente a la conciencia de su humanidad y a la realización de su libertad. Ante todo no puede tener ni esa conciencia, ni esa libertad; nace animal feroz y esclavo, y no se humaniza y no se emancipa progresivamente más que en el seno de la sociedad, que es necesariamente anterior al nacimiento de su pensamiento, de su palabra y de su voluntad; y no puede hacerlo más que por los esfuerzos colectivos de todos los miembros pasados y presentes de esa sociedad, que es, por consiguiente, la base y el punto de partida natural de su humana existencia. Resulta de ahí que el hombre no realiza su libertad individual o bien su personalidad más que completándose con todos los individuos que lo rodean, y sólo gracias al trabajo y al poder colectivo de la sociedad, al margen de la cual, de todos los animales feroces que existen sobre la tierra, permanecería siempre él, sin duda, el más estúpido y el más miserable. en el sistema de los materialistas, el único natural y lógico, la sociedad, lejos de aminorarla y de limitarla, crea, al contrario, la libertad de los individuos humanos. Es la raíz, el árbol y la libertad es su fruto. Por consiguiente, en cada época el hombre debe buscar su libertad, no al principio, sino al fin de la historia, y se puede decir que la emancipación real y completa de cada individuo humano es el verdadero, el gran objeto, el fin supremo de la historia.

 

Muy otro es el punto de vista de los idealistas. En su sistema, el hombre se produce primeramente como un ser inmortal y libre y acaba por convertirse en un esclavo. Como espíritu inmortal y libre, infinito y competo en sí, no tiene necesidad de sociedad; de donde resulta que si se une en sociedad, no puede ser más que por una especie de decadencia, o bien porque olvida y pierde la conciencia de su inmortalidad y de su libertad. Ser contradictorio, infinito en el interior como espíritu, pero dependiente, defectuoso material en el exterior, es forzado a asociarse, no en vista de las necesidades de su alma, sino para la conservación de su cuerpo. La sociedad no se forma, pues, más que por una especie de sacrificio de los interés y de la independencia del alma a las necesidades despreciables del cuerpo. Es una verdadera decadencia y una sumisión del individuo interiormente inmortal y libre, una renuncia, al menos parcial, a su libertad primitiva.

 

Se conoce la frase sacramental que en la jerga de todos los partidarios del Estado y del derecho jurídico expresa esa decadencia y ese sacrificio, ese primer paso fatal hacia el sometimiento humano. El individuo que goza de una libertad completa en el estado natural, es decir antes de que se haya hecho miembro de ninguna sociedad, sacrifica al entrar en esa última, una parte de esa libertad, a fin de que la sociedad le garantice todo lo demás. A quien demanda la explicación de esa frase, se le responde ordinariamente con otra : La libertad de cada individuo no debe tener otros límites que la de todos los demás individuos.

 

En apariencia, nada más justo ¿no es cierto? Y sin embargo esa frase contiene en germen toda la teoría del despotismo. Conforme a la idea fundamental de los idealistas de todas las escuelas y contrariamente a todos los hechos reales, el individuo humano aparece como un ser absolutamente libre en tanto y sólo en tanto que queda fuera de la sociedad, de donde resulta que esta última, considerada y comprendida únicamente como sociedad jurídica y política, es decir como Estado, es la negación de la libertad. He ahí el resultado del idealismo; es todo lo contrario, como se ve, de las deducciones del materialismo, que, conforme a lo que pasa en el mundo real, hacen proceder de la sociedad la libertad individual de los hombres como una consecuencia necesaria del desenvolvimiento colectivo de la humanidad.

 

La definición materialista, realista y colectivista de la libertad, por completo opuesta a la de los idealistas, es ésta. El hombre no se convierte en hombre y no llega, tanto a la conciencia como a la realización de su humanidad, más que en la sociedad y solamente por la acción colectiva de la sociedad entera; no se emancipa del yugo de la naturaleza exterior más que por el trabajo colectivo o social, lo único que es capaz de transformar la superficie terrestre en una morada favorable a los desenvolvimientos de la humanidad; y sin esa emancipación material no puede haber emancipación intelectual y moral para nadie. No puede emanciparse del yugo de su propia naturaleza, es decir no puede subordinar los instintos y los movimientos de su propio cuerpo a la dirección de su espíritu cada vez mas desarrollado, más que por la educación y por la instrucción; pero una y otra son cosas eminentes, exclusivamente sociales; porque fuera de la sociedad el hombre habría permanecido un animal salvaje o un santo, lo que significa poco más o menos lo mismo. En fin, el hombre aislado no puede tener conciencia de su libertad. Ser libre para el hombre como tal por otro hombre, por todos los hombres que lo rodean. La libertad no es, pues, un hecho de aislamiento, sino de reflexión mutua, no de exclusión, sino al contrario, de alianza, pues la libertad de todo individuo no es otra cosa que el reflejo de su humanidad o de su derecho humano en la conciencia de todos los hombres libres, sus hermanos, sus iguales.

 

No puedo decirme y sentirme libre más que en presencia y ante otros hombres. En presencia de un animal de una especie inferior no soy ni libre ni hombre, porque ese animal es incapaz de concebir y por consiguiente también de reconocer mi humanidad. No soy humano y libre yo mismo más que en tanto que reconozco la libertad y la humanidad de todos los hombres que me rodean. Un antropófago que come a su prisionero, tratándolo de bestia salvaje, no es un hombre, sino un animal. Ignorando la humanidad de sus esclavos ignora su propia humanidad. Toda sociedad antigua nos proporciona una prueba de eso: los griegos, los romanos, no se sentían libres como hombres, no se consideraban como tales por el derecho humano; se creían privilegiados como griegos, como romanos, solamente en el seno de su propia patria, en tanto que independiente, inconquistada, y en tanto que conquistaba, al contrario, a los demás países, por la protección especial de sus dioses nacionales; y no se asombraban, ni creían tener el derecho y el deber de rebelarse cuando, vencidos, creían ellos mismos en la esclavitud.

 

Es el gran mérito del cristianismo haber proclamado la humanidad de todos los seres humanos, comprendidas entre ellos las mujeres, la igualdad de todos los hombres ante la ley. Pero ¿como la proclamó? en el cielo, para la vida futura, no para la vida presente y real, no sobre la tierra. Por otra parte, esa igualdad en el porvenir es también una mentira, porque el número de los elegidos es excesivamente restringido, como se sabe. Sobre ese punto, los teólogos de las sectas cristianas más diferentes están unánimes. Por tanto la llamada igualdad cristiana culmina en el más evidente privilegio, en el de algunos millares de elegidos por la gracia divina sobre los millones de perjudicados. Por lo demás, esa igualdad de todos ante dios, aunque debiera realizarse para cada uno, no sería más que la igual nulidad y la esclavitud igual de todos ante un amo supremo. El fundamento del culto cristiano y la primera condición de salvación ¿no es la renunciación a la dignidad humana y el desprecio de esa dignidad en presencia de la grandeza divina? Un cristiano no es un hombre, porque no tiene la conciencia de la humanidad y porque, al no respetar la dignidad humana en sí mismo, no puede respetarla en otro y no respetándola en otro, no puede respetarla en sí. Un cristiano puede ser un profeta, un santo, un sacerdote, un rey, un general, un ministro, un funcionario, el representante de una autoridad cualquiera, un gendarme, un verdugo, un noble, un burgués explotador o un proletario subyugado, un opresor o un oprimido, un torturador o un torturado, un amo o un asalariado, pero no tiene el derecho a llamarse hombre, porque el hombre no es realmente tal más que cuando respeta y cuando ama la humanidad y la libertad de todo el mundo, y cuando su libertad y su humanidad son respetadas, amadas, suscitadas y creadas por todo el mundo.

 

No soy verdaderamente libre más que cuando todos lo seres humanos que me rodean, hombres y mujeres, son igualmente libres. La libertad de otro, lejos de ser un límite o la negación de mi libertad, es al contrario su condición necesaria y su confirmación. No me hago libre verdaderamente más que por la libertad de los otros, de suerte que cuanto más numerosos son los hombres libres que me rodean y más vasta es su libertad, más extensa, más profunda y más amplia se vuelve mi libertad. Es al contrario la esclavitud de los hombres la que pone una barrera a mi libertad, o lo que es lo mismo, su animalidad es una negación de mi humanidad, porque –una vez más- no puedo decirme verdaderamente libre más que cuando mi libertad, o, lo que quiere decir lo mismo, cundo mi dignidad de hombre, mi derecho humano, que consisten en no obedecer a ningún otro hombre y en no determinar mis actos más que conforme a mis convicciones propias, reflejados por la conciencia igualmente libre de todos, vuelven a mí confirmados por el asentimiento de todo el mundo. Mi libertad personal, confirmada así por la libertad de todo el mundo, se extiende hasta el infinito.

 

Se ve que la libertad, tal como es concebida por los materialistas, es una cosa muy positiva, muy compleja y sobre todo eminentemente social, porque no puede ser realizada más que por la sociedad y sólo en la más estrecha igualdad y solidaridad de cada uno con todos. Se pueden distinguir en ellas tres momentos de desenvolvimiento, tres elementos de los cuales el primero es eminentemente positivo y social; es el pleno desenvolvimiento y el pleno goce de todas las facultades y potencias humanas para cada uno por la educación, por la instrucción científica y por la prosperidad material, cosas todas que no pueden ser dadas a cada uno más que por trabajo colectivo, material e intelectual, muscular y nervioso de la sociedad entera.

 

El segundo elemento o memento de la libertad es negativo. Es la rebelión del individuo humano contra toda autoridad divina y humana, colectiva e individual.

 

Primeramente es la rebelión contra la tiranía del fantasma supremo de la teología, contra dios. Es evidente que en tanto tengamos un amo en el cielo, seremos esclavos en la tierra. Nuestra razón y nuestra voluntad serán igualmente anuladas. En tanto que creamos deberle una obediencia absoluta, y frente a un dios no hay otra obediencia posible, deberemos por necesidad someternos pasivamente y sin la menor crítica a la santa autoridad de sus intermediarios y de sus elegidos: Mesías, profetas, legisladores, divinamente inspirados, emperadores, reyes y todos sus funcionarios y ministros, representantes y servidores consagrados de las dos grandes instituciones que se imponen a nosotros como establecidas por dios mismo para la dirección de los hombres: de la iglesia y del Estado. Toda autoridad temporal o humana procede directamente de la autoridad espiritual o divina. Pero la autoridad es la negación de la libertad. Dios, o más bien la ficción de dios, es, pues, la consagración y la causa intelectual y moral de toda esclavitud sobre la tierra, y la libertad de los hombres no será completa más que cuando hayan aniquilado completamente la ficción nefasta de un amo celeste.

 

Es en consecuencia la rebelión de cada uno contra la tiranía de los hombres, contra la autoridad tanto individual como social representada y legalizada por el Estado. Aquí, sin embargo, es preciso entenderse bien, y para entenderse hay que comenzar por establecer una distinción bien precisa entre la autoridad oficial y por consiguiente tiránica de la sociedad organizada en Estado, y la influencia y la acción naturales de la sociedad no oficial, sino natural sobre cada uno de sus miembros.

 

La rebelión contra esa influencia natural de la sociedad es mucho más difícil para el individuo que la rebelión contra la sociedad oficialmente organizada, contra el Estado, aunque a menudo sea tan inevitable como esta última. La tiranía social, a menudo aplastadora y funesta, no presenta ese carácter de violencia imperativa, de despotismo legalizado y formal que distingue la autoridad del Estado. No se impone como una ley a la que todo individuo está forzado a someterse bajo pena de incurrir en un castigo jurídico. su acción es más suave, más insinuante, más imperceptible, pero mucho más poderosa que la de la autoridad del Estado. Domina a los hombres por los hábitos, por las costumbres, por la masa de los sentimientos y de los prejuicios tanto de la vida material como del espíritu y del corazón, y que constituye lo que llamamos la opinión pública. envuelve al hombre desde su nacimiento, lo traspasa, lo penetra, y forma la base misma de su existencia individual de suerte que cada uno no es en cierto modo más que el cómplice contra sí mismo, más o menos, y muy a menudo sin darse cuenta siquiera. Resulta que para rebelarse contra esa influencia que la sociedad ejerce naturalmente sobre él, el hombre debe rebelarse, al menos en parte, contra sí mismo, porque con todas sus tendencias y aspiraciones materiales, intelectuales y morales, no es nada más que el producto de la sociedad. De ahí ese poder inmenso ejercido por la sociedad sobre los hombres.

 

Desde el punto de vista de la moral absoluta, es decir desde el del respeto humano -y voy a decir al momento cómo la entiendo-, ese poder de la sociedad puede ser bienhechor, como puede ser también malhechor. Es bienhechor cuando tiende al desenvolvimiento de la ciencia, de la prosperidad material, de la libertad, de la igualdad y de la solidaridad fraternales de los hombres; es malhechor cuando tiene tendencias contrarias. Un hombre nacido en una sociedad de animales queda, con pocas excepciones, un animal; nacido en una sociedad gobernada por sacerdotes, se convierte en un idiota, en un beato; nacido en una banda de ladrones, será, probablemente, un ladrón; nacido en la burguesía, será un explotador del trabajo ajeno; y si tiene la desgracia de nacer en la sociedad de los semidioses que gobiernan la tierra, nobles, príncipes, hijos de reyes, será, según el grado de su capacidad, de sus medios y de su poder, un despreciador, un esclavizador de la humanidad, un tirano. En todos estos casos, para la humanización misma del individuo, su rebelión contra la sociedad que lo ha visto nacer se hace indispensable.

 

Pero, lo repito, la rebelión del individuo contra la sociedad es una cosa más difícil que su rebelión contra el Estado. El Estado es una institución histórica, transitoria, una forma pasajera de la sociedad, como la iglesia misma de la cual no es sino el hermano menor, pero no tiene el carácter fatal e inmutable de la sociedad, que es anterior a todos los desenvolvimientos de la humanidad y que, participando plenamente de la omnipotencia de las leyes, de la acción y de las manifestaciones naturales, constituye la base misma de toda existencia humana. El hombre, al menos desde que dio su primer paso hacia la humanidad, desde que ha comenzado a ser un ente humano, es decir un ser que habla y que piensa más o menos, nace en la sociedad como la hormiga nace en el hormiguero y como la abeja en su colmena; no la elige, al contrario, es producto de ella, y está fatalmente sometido a las leyes naturales que presiden sus desenvolvimientos necesarios, como a todas las otras leyes naturales. La sociedad es anterior y a al vez sobrevive a cada individuo humano, como la naturaleza misma; es eterna como la naturaleza, o más bien, nacida sobre la tierra, durará tanto como dure nuestra tierra. Una revuelta radical contra la sociedad sería, pues, tan imposible para el hombre como una revuelta contra la naturaleza, pues la sociedad humana no es por lo demás sino la última gran manifestación de la creación de la naturaleza sobre esta tierra; y un individuo que quiera poner en tela de juicio la sociedad, es decir la naturaleza en general y especialmente su propia naturaleza, se colocaría por eso mismo fuera de todas las condiciones de una real existencia, se lanzaría en la nada, en el vacío absoluto, en la abstracción muerta, en dios. Se puede, pues, preguntar con tan poco derecho si la sociedad es un bien o un mal, como es imposible preguntar si la naturaleza, ser universal, material, real, único, supremo, absoluto, es un bien o un mal; es más que todo eso: es un inmenso hecho positivo y primitivo anterior a toda conciencia, a toda idea, a toda apreciación intelectual y moral, es la base misma, es el mundo en el que fatalmente y más tarde se desarrolla para nosotros lo que llamamos el bien y el mal.

 

No sucede lo mismo con el Estado; y no vacilo en decir que el Estado es el mal, pero un mal históricamente necesario, tan necesario en el pasado como lo será tarde o temprano su extinción completa, tan necesario como lo han sido la bestialidad primitiva y las divagaciones teológicas de los hombres. El Estado no es la sociedad, no es más que una de sus formas históricas, tan brutal como abstracta. Ha nacido históricamente en todos los países del matrimonio de la violencia, de la rapiña, del saqueo, en una palabra de la guerra y de la conquista con los dioses creados sucesivamente por la fantasía teológica de las naciones. Ha sido desde su origen, y permanece siendo todavía en el presente, la sanción divina de la fuerza brutal y de la iniquidad triunfante. Es, en los mismos países más democráticos como los Estados Unidos de América y Suiza (una palabra ilegible en el manuscrito) regular del privilegio de una minoría cualquiera y de la esclavización real de la inmensa mayoría.

 

La rebelión es mucho mas fácil contra el Estado, porque hay en la naturaleza misma del Estado algo que provoca la rebelión. El Estado es la autoridad, es la fuerza, es la ostentación y la infatuación de la fuerza. No se insinúa, no procura convertir: y siempre que interviene lo hace de muy mala gana porque su naturaleza no es persuadir, sino imponer, obligar.

 

Por mucho que se esfuerce por enmascarar esa naturaleza como violador legal de la voluntad de los hombres, como negación permanente de su libertad. Aun cuando manda el bien, lo daña y lo deteriora, precisamente porque lo manda y porque toda orden provoca y suscita las rebeliones legítimas de la libertad; y porque el bien, desde el momento que es ordenado, desde el punto de vista de la verdadera moral, de la moral humana, no divina, sin duda, desde el punto de vista del respeto humano y de la libertad, se convierte en mal. La libertad, la moralidad y la dignidad del hombre consisten precisamente en esto: que hacen el bien, no porque les es ordenado, sino porque lo concibe, lo quieren y lo aman.

 

La sociedad no se impone formalmente, oficialmente, autoritariamente; se impone naturalmente, y es a causa de eso mismo que su acción sobre el individuo es incomparablemente más poderosa que la del Estado. Crea y forma todos los individuos que hacen y que se desarrollan en su seno. Hace pasar a ellos lentamente, desde el día de su nacimiento hasta el de su muerte, toda su propia naturaleza material, intelectual y moral; se individualiza, por decirlo así, en cada uno.

 

El individuo humano real es tan poco un ser universal y abstracto que cada uno, desde el momento que se forma en las entrañas de la madre, se encuentra ya determinado y particularizado por una multitud de causas y de acciones materiales, geográficas, climatológicas, etnográficas, higiénicas y por consiguiente económicas, que constituyen propiamente la naturaleza material exclusivamente particular de su familia, de su clase, de su nación, de su raza, y en tanto que las inclinaciones y las aptitudes de los hombres dependen del conjunto de todas esas influencias exteriores o físicas, cada uno nace con una naturaleza o un carácter individual materialmente determinado. Además, gracias a la organización relativamente superior del cerebro humano, cada hombre aporta al nacer, en grados por lo demás diferentes, no ideas y sentimientos innatos, como lo pretenden los idealistas, sino la capacidad a la vez material y formal de sentir, de pensar, de hablar y de querer. No aporta consigo más que la facultad de formar y de desarrollar las ideas y, como acabo de decirlo, un poder de actividad por completo formal, sin contenido alguno ¿Quien le da su primer contenido? La sociedad.

 

No es este el lugar de investigar cómo se han formado las primeras nociones y las primeras ideas, cuya mayoría eran naturalmente muy absurdas en las sociedades primitivas. Todo lo que podemos decir con plena certidumbre es que ante todo no han sido creadas aislada y espontáneamente por el espíritu milagrosamente iluminado de individuos inspirados, sino por el trabajo colectivo, frecuentemente imperceptible del espíritu de todos los individuos que han constituido parte de esas sociedades, y del cual los individuos notables, los hombres de genio, no han podido nunca dar la más fiel o la más feliz expresión, pues todos los hombres de genio han sido como Voltaire: "tomaban su bien en todas partes donde lo encontraban". Por tanto es el trabajo intelectual colectivo de las sociedades primitivas el que ha creado las primeras ideas. Estas ideas no fueron al principio nada más que simples comprobaciones, naturalmente muy imperfectas, de los hechos naturales y sociales y las conclusiones aún menos racionales sacadas de esos hechos. tal fue el comienzo de todas las representaciones, imaginaciones y pensamientos humanos. El contenido de estos pensamientos, lejos de haber sido creado por una acción espontánea del espíritu humano, le fue dado primeramente por el mundo real tanto exterior como interior. El espíritu del hombre, es decir, el trabajo o el funcionamiento completamente orgánico y por consiguiente material de su cerebro, provocado por las impresiones exteriores e interiores que le transmiten sus nervios, no añade más que una acción formal, que consiste en comparar y en combinar esas impresiones de cosas y de hechos en sistemas justos o falsos. Es así cómo nacieron las primeras ideas. Por la palabra se precisaron esas ideas, o más bien esas primeras imaginaciones, y se fijaron, transmitiéndose de un individuo a otro; de suerte que las imaginaciones individuales de cada uno se encontraron, se controlaron, se modificaron, se complementaron mutuamente y, confundiéndose más o menos en un sistema único, acabaron por formar la conciencia común, el pensamiento colectivo de la sociedad. Este pensamiento, transmitido por la tradición de una generación a otra, y desarrollándose cada vez más por el trabajo intelectual de los siglos, constituye el patrimonio intelectual y moral de una sociedad, de una clase, de una nación.

 

Cada generación nueva encuentra en su cuna todo un mundo de ideas, de imaginaciones y de sentimientos que recibe como una herencia de los siglos pasados. Ese mundo no se presenta al principio al hombre recién nacido bajo su forma ideal, como sistema de representaciones y de ideas, como religión, como doctrina; el niño sería incapaz de recibirlo y de concebirlo bajo es forma; pero se impone a él como un sistema de hechos encarnado y realizado en las personas y en todas las cosa que lo rodean, y que habla a sus sentidos por todo lo que oye y lo que ve desde el primer día de su vida. Porque las ideas y las representaciones humanas, no habiendo sido desde el principio nada más que productos de hechos reales, tanto naturales como sociales, es decir, el reflejo o la repercusión en el cerebro humano y la reproducción, por decirlo así, ideal y más o menos racional de esos hechos por el órgano absolutamente material del pensamiento humano, adquirieron más tarde, desde que se han establecido bien la conciencia colectiva de una sociedad cualquiera, de la manera que acabo de explicarlo, el poder de convertirse a su vez en causas productoras de hechos nuevos, no propiamente naturales, sino sociales. Acaban por modificar y por transformar, muy lentamente, es verdad, la existencia, los hábitos y las instituciones humanos, en una palabra, todas las relaciones de los hombres en la sociedad, y por su encarnación en las cosas más diarias de la vida de cada uno, se vuelven sensibles, palpables para todos, aun para los niños. De suerte que cada generación nueva se penetra de ellas desde su más tierna infancia, y cuando llega a la edad viril, donde comienza propiamente el trabajo de su propio pensamiento, necesariamente acompañado de una crítica nueva, encuentra en sí, lo mismo que en la sociedad que la rodea, todo un mundo de pensamientos o de representaciones fijas que le sirven de punto de partida y le dan en cierto modo la materia prima o el material para su propio trabajo intelectual y moral. A ese número pertenecen las imaginaciones tradicionales y comunes que los metafísicos, engañados por la manera por completo imperceptible e insensible con que, desde afuera, penetran y se imprimen en el cerebro de los niños, antes aún de que lleguen a la conciencia de sí, llaman falsamente ideas innatas.

 

Tales son las ideas generales o abstractas sobre la divinidad y sobre el alma, ideas completamente absurdas, pero inevitables, fatales en el desenvolvimiento histórico del espíritu humano, que, no llegando sino muy lentamente, a través de muchos siglos, al conocimiento racional y crítico de sí mismo y de sus manifestaciones propias, parte siempre del absurdo para llegar a la verdad y de la esclavitud para conquistar la libertad; ideas sancionadas por la ignorancia universal y por la estupidez de los siglos, tanto como por el interés bien entendido de las clases privilegiadas, hasta el punto de que hoy mismo no se podría pronunciar uno abiertamente y en un lenguaje popular contra ellas, sin rebelar a una gran parte de las masas populares y sin correr el peligro de ser lapidado por la hipocresía burguesa. Al lado de estas ideas abstractas, y siempre en alianza íntima con ellas, el adolescente encuentra en la sociedad y, a consecuencia de la influencia omnipotente ejercida por esta última sobre su infancia, encuentra en sí mismo una cantidad de otras representaciones e ideas mucho más determinadas y que se refieren de cerca de la vida real del hombre, a su existencia cotidiana. Tales son las representaciones sobre la naturaleza y sobre el hombre, sobre la justicia, sobre los deberes y los derechos de los individuos y de las clases, sobre la conveniencias sociales, sobre la familia, sobre la propiedad, sobre el Estado y muchas otras aun que regulan las relaciones entre los hombres. Todas estas ideas que encuentra al nacer, encarnadas en las cosas y en los hombres, y que se imprimen en su propio espíritu por la educación y por la instrucción que recibe antes de que haya llegado a la conciencia de sí mismo, las encuentra más tarde consagradas, explicadas, comentadas por las teorías que expresan la conciencia universal o el prejuicio colectivo y por todas las instituciones religiosas, políticas y económicas de la sociedad de que constituye parte. Está de tal modo impregnado él mismo por ellas, que, estuviese o no interesado en defenderlas, es involuntariamente su cómplice por todos sus hábitos materiales, intelectuales y morales.

 

De lo que hay que asombrarse, pues, no es de la acción omnipotente que esas ideas, que expresan la conciencia colectiva de la sociedad, ejercen sobre la masa de los hombres; sino al contrario, que se encuentren en esa masa individuos que tienen el pensamiento, la voluntad y el valor para combatirlas. Porque la presión de la sociedad sobre el individuo es inmensa, y no hay carácter bastante fuerte, ni inteligencia bastante poderosa que puedan considerarse al abrigo del alcance de esa influencia tan despótica como irresistible.

 

Nada prueba mejor el carácter social del hombre que esa influencia. Se diría que la conciencia colectiva de una sociedad cualquiera, encarnada tanto en las grandes instituciones públicas como en todos los detalles de la vida privada, y que sirven de base a todas sus teorías, forma una especie de medio ambiente, una especie de atmósfera intelectual y moral, perjudicial, pero absolutamente necesaria para la existencia de todos sus miembros. Los domina, los sostiene al mismo tiempo, asociándolos entre sí por relaciones habituales y necesariamente determinadas por ella; inspirando a cada uno la seguridad, la certidumbre, y constituyendo para todos la condición suprema de la existencia de gran número, la trivialidad, la rutina.

 

La gran mayoría de los hombres, no sólo en las masas populares, sino en las clases privilegiadas e instruidas tanto y a menudo aún más que en las incultas, están intranquilos y no se sienten en paz consigo mismos más que cuando en sus pensamientos y en todos los actos de su vida siguen fielmente, ciegamente la tradición y la rutina: "Nuestros padres han pensado y hecho así, nosotros debemos pensar y obrar como ellos; todo el mundo piensa y obra así a nuestro alrededor, ¿por qué habríamos de pensar y de obrar de otro modo que como todo el mundo?". Estas palabras expresan la filosofía, la convicción y la práctica de las 99/100 partes de la humanidad, tomada indiferentemente en todas las clases de la sociedad. Y como lo he observado ya, ese es el mayor impedimento para el progreso y para la emancipación más rápida de la especie humana.

 

¿Cuáles son las causas de esta lentitud desoladora y tan próxima al estancamiento que constituyen, según mi opinión, la mayor desgracia de la humanidad? Esas causas son múltiples. Entre ellas, una de las más considerables, sin duda, es la ignorancia de las masas. Privadas general y sistemáticamente de toda educación científica, gracias a los cuidados paternales de todos los gobiernos y de las clases privilegiadas, que consideran útil mantenerlas el más largo tiempo posible en la ignorancia, en la piedad, en la fe, tres sustantivos que expresan poco más o menos la misma cosa, ignoran igualmente la existencia y el uso de ese instrumento de emancipación intelectual que se llama la crítica, sin la cual no puede haber revolución moral y social completa. Las masas a quienes interesa tanto rebelarse contra el orden de cosas establecido, se adaptaron más o menos a la religión de sus padres, a esa providencia de las clases privilegiadas.

 

Las clases privilegiadas, que no tienen ya, digan lo que quieran, ni la fe ni la piedad, se han adaptado a ella a su vez por su interés político y social. Pero es imposible decir que sea esa la razón única de su apego pasional a las ideas dominantes. Por mala opinión que tenga del valor actual, intelectual y moral de esas clases, no puedo admitir que sea sólo el interés el móvil de sus pensamientos y de sus actos.

 

Hay sin duda en toda clase y en todo partido un grupo más o menos numeroso de explotadores inteligentes, audaces y conscientemente deshonestos, llamados hombres fuertes, libres de todo prejuicio intelectual y moral, igualmente indiferentes frente a todas las convicciones y que se sirven de todos si es necesario para llegar a su fin. Pero esos hombres distinguidos forman siempre en las clases más corrompidas sólo una minoría muy ínfima; la multitud es tan carneril en ellas como en el pueblo mismo. Sufre naturalmente la influencia de sus intereses que le hacen de la reacción una condición de existencia. Pero es imposible admitir que, al esgrimir la reacción, no obedezca más que a un sentimiento de egoísmo. Una gran masa de hombres, aun pasablemente corrompidos, cuando obra colectivamente no podría ser tan depravada. Hay en toda asociación numerosa –y con más razón en asociaciones tradicionales, históricas, como las clases, aunque hayan llegado hasta el punto de haberse vuelto absolutamente maléficas y contrarias al interés y al derecho de todo el mundo-, un principio de moralidad, una religión, una creencia cualquiera, sin duda muy poco racional, la mayor parte de las veces ridícula y por consiguiente muy estrecha, pero sincera, y que constituye la condición moral indispensable de su existencia.

 

El error común y fundamental de todos los idealistas, error que por otra parte es una consecuencia muy lógica de todo su sistema, es buscar la base de la moral en el individuo aislado, siendo la verdad que no se encuentra y no puede encontrarse más que en los individuos asociados. Para probarlo, comencemos por examinar, una vez por todas, al individuo aislado o absoluto de los idealistas.

 

Ese individuo humano solitario y abstracto es una ficción, semejante a la de Dios, pues ambas han sido creadas simultáneamente por la fantasía creyente o por la razón infantil, no reflexiva, ni experimental, ni crítica, sino imaginativa de los pueblos, primero, y más tarde desarrolladas, explicadas y dogmatizadas por las teorías teológicas y metafísicas de los pensadores idealistas. Ambas, representando un abstracto vacío de todo contenido e incompatible con una realidad cualquiera, de la ficción de dios: en Consideraciones filosóficas probaré aún más su absurdo. Ahora quiero analizar la ficción tan inmoral como absurda de ese individuo humano, absoluto o abstracto, que los moralistas de las escuelas idealistas toman por base de sus teorías políticas y sociales.

 

No me será difícil probar que el individuo humano que preconizan y que aman, es un ser perfectamente inmoral. Es el egoísmo personificado, el ser antisocial por excelencia. Puesto que está dotado de un alma inmortal, es infinito y completo en sí; por consiguiente no tiene necesidad de nadie, ni aun de dios, y con más razón no tiene necesidad tampoco de otros hombres. Lógicamente, no debía soportar la existencia de un individuo superior tan infinito y tan inmortal o mas inmortal y más infinito que él mismo, sea a su lado, sea por encima de él. Debería ser el único hombre sobre la tierra, qué digo, debería ser el único ser, el mundo. Porque lo infinito que halla cualquier cosa fuera de sí, encuentra un límite, no es ya infinito, y dos infinitos que se encuentran se anulan.

 

¿Por qué los teólogos y los metafísicos, que se muestran por otra parte lógicos tan sutiles, han cometido y continúan cometiendo la inconsecuencia de admitir la existencia de muchos hombres igualmente inmortales, es decir igualmente infinitos, y por encima de ellos la de un dios todavía más inmortal y más infinito? Han sido forzados por la imposibilidad absoluta de negar la existencia real, la mortalidad tanto como la independencia mutua de los millones de seres humanos que han vivido y que viven sobre esta tierra. Este es un hecho del que, a pesar de toda su buena voluntad, no pueden hacer abstracción. Lógicamente, habrían debido concluir que las almas no son inmortales, que no tienen existencia separada de sus envolturas corporales y mortales, y que al limitarse y encontrarse en una dependencia mutua, encontrando fuera de ellas mismas una infinidad de objetos diferentes, los individuos humanos, como todo lo que existe en este mundo, son seres pasajeros, limitados y finitos. Pero al reconocer eso, deberían renunciar a las bases mismas de sus teorías ideales, deberían colocarse bajo la bandera del materialismo puro, o de la ciencia experimental y racional. Es a lo que los invita también la voz poderosa del siglo.

 

Permanecen sordos a esa voz. Su naturaleza de inspirados, de profetas, de doctrinarios y de sacerdotes, y su espíritu impulsado por las sutiles mentiras de la metafísica, habituado a los crepúsculos de las fantasías ideales, se rebelan contra las conclusiones francas y contra la plena luz de la verdad simple. Les tienen tal horror que prefieren soportar la contradicción que crean ellos mismos por esa ficción absurda del alma inmortal, a tener que buscar la solución en un absurdo nuevo, en la ficción de dios. Desde el punto de vista de la teoría, dios no es realmente otra cosa que el último refugio y la expresión suprema de todos los absurdos y contradicciones del idealismo. En la teología, que representa la metafísica infantil e ingenua, aparece como la base y la causa primera del absurdo, pero en la metafísica propiamente dicha, es decir en la teología sutilizada y racionalizada, constituye al contrario la última instancia y el supremo recurso, en el sentido que todas las contradicciones que parecen insolubles en el mundo real, son explicadas en dios y por dios, es decir por el absurdo envuelto todo lo posible en una apariencia de racional.

 

La existencia de un dios personal, la inmortalidad del alma, son dos ficciones inseparables, son los dos polos del mismo absurdo absoluto, el uno provoca el otro y el uno busca vanamente su explicación, su razón de ser en el otro. Así, para la contradicción evidente que hay entre la infinitud supuesta de cada hombre y el hecho real de la existencia de muchos hombres, por consiguiente una cantidad de seres infinitos que se encuentra, fuera uno del otro, limitándose necesariamente; entre su inmortalidad y su mortalidad; entre su dependencia natural y su independencia absoluta recíprocas, los idealista no tienen nada más que una sola respuesta: dios; y si esa respuesta no os explica nada, y no os satisface, tanto peor para vosotros. No pueden daros otra.

 

La ficción de la inmortalidad del alma y la de la moral individual, que es su consecuencia necesaria, son la negación de toda moral. Y bajo este aspecto, es preciso hacer justicia a los teólogos que, mucho más consecuentes, más lógicos que los metafísicos, niegan atrevidamente lo que hoy se ha convenido en llamar la moral independiente; declarando con mucha razón, desde el momento que se admite la inmortalidad del alma y la existencia de dios, que es preciso reconocer también que no puede haber más que una sola moral, la ley divina, revelada, la moral religiosa, es decir la relación del alma inmortal con dios por la gracia de dios. Fuera de esa relación irracional, milagrosa y mística, la única santa y la única salvadora, y fuera de las consecuencias que se derivan de ella para el hombre, todas las otras relaciones son malas. La moral divina es la negación absoluta de la moral humana.

 

La moral divina ha encontrado su perfecta expresión en esta máxima cristiana: "Amarás a dios más que a ti mismo y amarás a tu prójimo tanto como a ti mismo", lo que implica el sacrificio de sí mismo y del prójimo a dios. Pasar por el sacrificio de sí mismo, puede ser calificado de locura; pero el sacrificio del prójimo es, desde el punto de vista humano, absolutamente inmoral. ¿Y por qué estoy forzado a un sacrificio inhumano? Por la salvación de mi alma. Esa es la última palabra del cristianismo. Por consiguiente, para complacer a dios y para salvar mi alma debo sacrificar a mi prójimo. Este es el egoísmo absoluto. Este egoísmo no disminuido, ni destruido, sino sólo enmascarado en el catolicismo, por la colectividad forzada y por la unidad autoritaria, jerárquica y despótica de la iglesia, aparece en toda su franqueza cínica en el protestantismo, que es una especie de "¡sálvese quien pueda!" religioso.

 

Los metafísicos a su vez se esfuerzan por amenguar ese egoísmo, que es el principio inherente y fundamental de todas las doctrinas ideales, hablando muy poco, lo menos posible, de las relaciones del hombre con dios y mucho de las relaciones mutuas de los hombres. Lo que no es de ningún modo hermoso, ni franco, ni lógico de su parte; porque, desde el momento que se admite la existencia de dios, se está forzado a reconocer las relaciones del hombre con dios; y se debe reconocer que en presencia de esas relaciones con el ser absoluto y supremo, todas las otras relaciones son necesariamente simuladas. O bien dios no es dios, o bien su presencia lo absorbe, lo destruye todo. Pero pasemos adelante...

 

Los metafísicos buscan, pues, la moral en las relaciones de los hombres entre sí, y al mismo tiempo, pretenden que es un hecho absolutamente individual, una ley divina escrita en el corazón de cada hombre, independientemente de sus relaciones con los otros individuos humanos. Tal es la contradicción inextricable sobre la que está fundada la teoría moral de los idealistas. Desde el momento que llevo, anteriormente a todas mis relaciones con la sociedad y por consiguiente independientemente de toda influencia de esa sociedad sobre mi propia persona, una ley escrita primitivamente por dios mismo en mi corazón, esa ley es necesariamente extraña e indiferente, si no hostil a mi existencia en la sociedad; no puede concernir a mis relaciones con los hombres, y no puede regular más que mis relaciones con dios, como lo afirma muy lógicamente la teología. En cuanto a los hombres, desde el punto de vista de esa ley, me son perfectamente extraños. Habiéndose formado la ley moral e inscripto en mi corazón al margen de todas mis relaciones con los hombres, no puede tener nada que ver con ellos.

 

Pero, se dirá, esa ley os manda precisamente amar a los hombres, tanto como a vosotros mismos, porque son vuestros semejantes, y no hacerles nada que no querráis vosotros que se os haga, observar frente a ellos la igualdad, la ecuación moral, la justicia. A esto respondo que si es verdad que la ley moral contiene ese mandamiento, debo concluir que no ha sido formada y que no ha sido escrita aisladamente en mi corazón; supone necesariamente la existencia anterior de mis relaciones con otros hombres, mis semejantes; por consiguiente la ley no crea esas relaciones, sino que, hallándolas establecidas, las regula solamente, y en cierto modo en su manifestación desarrollada, su explicación y su producto. De donde resulta que la ley moral no es un hecho individual, sino social, una creación de la sociedad. Si fuera de otro modo, la ley moral inscripta en mi corazón sería absurda, regularía mis relaciones con seres con quienes no tendría relación alguna y de quienes ignoraría la existencia.

 

Para eso los metafísicos tienen una respuesta. Dicen que cada individuo humano la trae al nacer, inscripta por la mano de dios en su corazón, pero que no se encuentra al principio en él más que en el estado latente, sólo en el estado de potencia, no realizada, ni manifestada por el individuo mismo, que no puede realizarla y que no puede descifrarla en sí más que desenvolviéndose en la sociedad de sus semejantes; que el hombre, en una palabra, no llega a la conciencia de esa ley, que le es inherente, más que por sus relaciones con los otros hombres.

 

Por esta explicación, si no racional, al menos muy plausible, henos aquí llevados a la doctrina de las ideas, de los sentimientos y de los principios innatos. Se conoce esa doctrina; el alma humana, inmortal e infinita en su esencia, pero corporalmente determinada, limitada, entorpecida y por decirlo así cegada y aniquilada en su existencia real, contiene todos esos principios eternos y divinos, pero sin darse cuenta, sin saber absolutamente nada. Inmortal, debe ser necesariamente eterna en el pasado tanto como en el provenir. Porque si hubiese tenido un comienzo, tendría inevitablemente un fin; no sería inmortal. ¿Qué ha sido, que ha hecho durante toda esa eternidad que deja tras sí? Solo dios lo sabe; en cuanto a ella misma no se recuerda, lo ignora. Es un gran misterio, lleno de contradicciones palpables, para resolver las cuales es preciso apelar a la contradicción suprema, a dios. Lo cierto es que conserva sin saberlo, en no se sabe qué lugar misterioso de su ser, todos los principios divinos. Pero perdida en su cuerpo terrestre, embrutecida por las condiciones groseramente materiales de su nacimiento y de su existencia sobre la tierra, no tiene la capacidad de concebirlas, ni el poder de volverlas a recordar. Es como si no las tuviese. Pero he aquí que, en la sociedad, una multitud de almas humanas, todas igualmente inmortales por su esencia, y todas igualmente embrutecidas, envilecidas y materializadas en su existencia real, se encuentran de nuevo. Al principio se reconocen tan poco que un alma materializada come a la otra. La antropofagia, se sabe, fue la primera práctica del género humano. Luego, haciéndose siempre una guerra encarnizada, cada cual se esfuerza por someter a los demás; es el largo período de la esclavitud, período que está muy lejos de haber llegado a su término. Ni en la antropofagia ni en la esclavitud se encuentra, sin duda, rasgo alguno de principios divinos. Pero en esa lucha incesante de los pueblos y de los hombres entre sí, que constituye la historia, y después de los sufrimientos sin número que son su resultado más claro, las almas se despiertan poco a poco, salen de su entorpecimiento, de su embrutecimiento, vuelven a sí mismas, se reconocen y profundizan cada vez más en su ser íntimo, provocadas y suscitadas mutuamente; por lo demás comienzan a recordarse, a presentir primero, a entrever después y a percibir claramente los principios que dios ha trazado con su propia mano desde la eternidad.

 

Este despertar y este recuerdo no se efectúan primero en las almas más infinitas y más inmortales, lo que sería absurdo; pues el infinito no admite ni más ni menos, lo que hace que el alma del más grande idiota sea tan infinita e inmortal como la del mayor genio; se efectúan en las almas menos groseramente materializadas, y por consecuencia más capaces de despertarse y de recordarse. Esto es, en hombres de genio, en los inspirados de dios, en los reveladores, en los profetas. Una vez que estos grandes y santos hombres, iluminados y provocados por el espíritu, sin ayuda del cual nada grande ni bueno se hace en este mundo, una vez que han vuelto a encontrar en sí mismos una de esas divinas verdades que todo hombre lleva inconscientemente en su alma, se hace naturalmente mucho más fácil a los hombres más groseramente materializados la realización de ese mismo descubrimiento en sí mismos. Y es así como toda gran verdad, todos los principios eternos manifestados primero en la historia como revelaciones divinas, se reducen más tarde a verdades divinas, sin duda, pero que cada uno, no obstante, puede y debe encontrar en sí y reconocer como la base de su propia esencia infinita, o de su alma inmortal. Esto explica cómo una verdad al principio revelada por un solo hombre, al difundirse poco a poco en el exterior, hace sus discípulos, primero poco numerosos y ordinariamente perseguidos tanto por los amos como por las masas y por los representantes oficiales de la sociedad; pero al difundirse más y más, a causa misma de sus persecuciones, acaba por invadir tarde o temprano la conciencia colectiva y después de haber sido largo tiempo una verdad exclusivamente individual, se trasforma al fin en una verdad socialmente aceptada: realizada bien o mal, en las instituciones públicas y privadas de la sociedad, se convierte en ley.

 

Tal es la teoría general de los moralistas de la escuela metafísica. A primera vista, he dicho, es muy plausible y parece reconciliar las cosas más dispares: la revelación divina y la razón humana, la inmortalidad y la independencia absolutas de los individuos, con su mortalidad y su dependencia absolutas, el individualismo y el socialismo. Pero al examinar esta teoría y sus consecuencias desde más cerca, nos será fácil reconocer que no es más que una reconciliación aparente que cubre bajo una falsa máscara de racionalismo y de socialismo, el antiguo triunfo del absurdo divino sobre la razón humana y del egoísmo individual sobre la solidaridad social. En última instancia, culmina en la separación y en el aislamiento absoluto de los individuos, y por consiguiente en la negación de toda moral.

 

A pesar de sus pretensiones de racionalismo puro, comienza por la negación de toda razón, por el absurdo, por la ficción del infinito perdido en lo finito, o por la suposición de un alma, de una cantidad de almas inmortales alojadas y aprisionadas en cuerpos mortales. Para corregir y explicar ese absurdo se vio obligada a recurrir a otro, el absurdo por excelencia, a dios, especie de alma inmortal, personal, inmutable, alojada y aprisionada en un universo pasajero y mortal y que sin embargo conserva su omniscencia y omnipotencia. Cuando se le plantean cuestiones indiscretas, que es naturalmente incapaz de resolver, porque el absurdo no se resuelve ni se explica, responde con esa terrible palabra, dios, lo absoluto misterioso, que, al no significar absolutamente nada o al significar lo imposible, según ella, lo resuelve, lo explica todo. Esto es cosa suya y su derecho; es por eso que, heredera e hija más o menos obediente de la teología, se llama metafísica.

Lo que tenemos que considerar aquí son las consecuencias morales de su teoría. Comprobemos primero que su moral, a pesar de su apariencia socialista, es una moral profundamente, exclusivamente individual, después de lo cual no nos será difícil probar que, teniendo ese carácter dominante, es en efecto la negación de toda moral.

 

En esta teoría, el alma inmortal e individual de cada hombre, infinita o absolutamente completa por su esencia, y como tal no teniendo absolutamente necesidad de ningún ser, ni de relaciones con otros seres para completarse, se encuentra aprisionada y como aniquilada de antemano en un cuerpo mortal. En ese estado de decadencia, cuyas razones sin duda nos quedarán eternamente desconocidas, porque el espíritu humano es incapaz de explicarlas y porque la explicación se encuentra sólo en el misterio absoluto, en dios; reducida a ese estado de materialidad y de dependencia absoluta frente al mundo exterior, el alma humana tiene necesidad de la sociedad para despertar, para volver en sí, para conocerse y conocer los principios divinos depositados por dios mismo desde la eternidad en su seno y que constituyen su propia esencia. Tales son el carácter y la parte socialista de esta teoría. Pues las relaciones de hombre a hombre y de cada individuo humano con todos los demás, la vida social en una palabra, no aparecen más que como un medio necesario de desenvolvimiento, como un punto de tránsito, no como el fin; el fin absoluto y último para cada individuo es él mismo, al margen de todos los demás individuos humanos; es él mismo en presencia de la individualidad absoluta, ante dios. Ha tenido necesidad de los hombres para salir de su aniquilamiento terrestre, para encontrarse de nuevo, para volver a percibir su esencia inmortal, pero, una vez encontrada, no naciendo en lo sucesivo su vida más que de ella misma, le vuelve la espalda y queda sumergida en la contemplación del absurdo místico, en la adoración de su dios.

 

Si conserva entonces aún algunas relaciones con los hombres, no es por necesidad moral, ni, en consecuencia, por amor hacia ellos, porque no se ama más que lo que se necesita y a quien tiene necesidad de vosotros; y el hombre que ha encontrado su esencia infinita e inmortal, completo en sí, no tiene necesidad más que de dios, que, por un misterio que sólo comprenden los metafísicos, parece poseer una infinitud más infinita y una inmortalidad más inmortal que la de los hombres; sostenido en lo sucesivo por la omnisapiencia y la omnipotencia divinas, el individuo, recogido y libre en sí, no puede tener necesidad de otros hombres. Por consiguiente, si continúa guardando algunas relaciones con ellos, no puede ser más que por dos razones.

 

Primero, porque en tanto que permanezca rebozado en su cuerpo mortal, tiene necesidad de comer, de abrigarse, de cubrirse, de defenderse tanto de la naturaleza exterior como de los ataques de los hombres mismos, y cuando es un hombre civilizado, tiene necesidad de una cantidad de cosas materiales que constituyen la comodidad, el confort, el lujo, y de las cuales algunas, desconocidas por nuestros padres, son consideradas hoy por todo el mundo como objetos de primera necesidad. Habría podido muy bien seguir el ejemplo de los santos de los siglos pasados, aislándose en alguna caverna y alimentándose de raíces. Pero parece que eso no está ya en los gustos de los santos modernos, que piensan, sin duda, que la comodidad material es necesaria para la salvación del alma. Por consiguiente, tienen necesidad de todas estas cosas; pero estas cosas no pueden ser producidas más que por el trabajo colectivo de los hombres: el trabajo aislado de un solo hombre sería incapaz de producir la millonésima parte de ello. De donde resulta que el individuo, en posesión de su alma inmortal y de su libertad interior independiente de la sociedad, el santo moderno, tiene materialmente necesidad de esta sociedad, sin necesitarla de ningún modo, desde el punto de vista moral.

 

¿Pero cuál es el nombre que se debe dar a relaciones que, no siendo motivadas más que por las necesidades exclusivamente materiales, no se encuentran al mismo tiempo sancionadas, apoyadas por una necesidad moral cualquiera? Evidentemente, no puede haber más que uno solo, es el de explotación. Y en efecto, en la moral metafísica y en la sociedad burguesa que tiene, como se sabe, esa moral por base, cada individuo se convierte necesariamente en el explotador de la sociedad, es decir, de todos, y el Estado, bajo sus formas diferentes, desde el Estado teocrático y la monarquía más absoluta hasta la república más democrática basada en el sufragio universal más amplio, no es otra cosa que el regulador y la garantía de esa explotación mutua.

 

En la sociedad burguesa, fundada en la moral metafísica, cada individuo, por la necesidad o por la lógica misma de su posición, aparece como un explotador de los demás, porque tiene necesidad de todos materialmente y no tiene necesidad de nadie moralmente. Por tanto, cada uno, huyendo de la solidaridad social como de un estorbo a la plena libertad de su alma, pero buscándola como un medio necesario para el mantenimiento de su cuerpo, no la considera más que desde el punto de vista de su utilidad material, personal, y no le aporta, no le da más que lo que es absolutamente necesario para tener, no el derecho, sino el poder de asegurarse esa utilidad para sí mismo. Cada cual la considera, en una palabra, como lo haría un explotador. Pero aun cuando todos son igualmente explotadores, es preciso que haya en ella felices y desdichados, porque toda explotación supone explotados.

 

Hay pues, explotadores, que lo son al mismo tiempo en potencia y en realidad; y otros, el gran número, el pueblo, que no lo son solamente más que en potencia, en el querer, pero no en la realidad. Realmente son los eternos explotados. En economía social, he ahí a que llega la moral metafísica o burguesa: a una guerra sin tregua ni cuartel entre todos los individuos, a una guerra encarnizada en que perece el mayor número para asegurar el triunfo y la prosperidad de una minoría.

 

La segunda razón que puede inducir a un individuo, llegado a la plena posesión de sí mismo, a conservar relaciones con los otros hombres, es el deseo de agradar a dios y el deber de cumplir su segundo mandamiento; el primero es amar a dios más que a sí mismo, y el segundo amar a los hombres, al prójimo, como a sí mismo y hacerles, por amor a dios, todo el bien que desee uno que le hagan.

 

Notad estas palabras: "por amor a dios"; expresan perfectamente el carácter del único amor humano posible en la moral metafísica, que consiste precisamente en no amar a los hombres por sí, por propia necesidad, sino sólo para complacer al amo soberano. Por lo demás, debe ser así; porque desde el momento que la metafísica admite la existencia de un dios y las relaciones del hombre con dios, debe, como la teología, subordinarle todas las relaciones humanas. La idea de dios destruye todo lo que no es dios, reemplazando todas las realidades humanas y terrestres por ficciones divinas.

 

En la moral metafísica, he dicho, el hombre llegado a la conciencia de su alma inmortal y de su libertad individual ante dios y en dios, no puede amar a los hombres, porque moralmente no tiene necesidad de ello, y porque no puede amar, he añadido aún, más que lo que tiene necesidad de vosotros.

 

Si se cree a los teólogos y a los metafísicos, la primera condición es perfectamente cumplida en las relaciones del hombre con dios, porque pretenden que el hombre no puede pasarse sin dios. El hombre, pues, puede y debe amar a dios, puesto que tiene tanta necesidad de él. En cuanto a la segunda condición, la de no poder amar más que lo que tiene necesidad de ese amor, no se encuentra realizada en las relaciones del hombre con dios. Sería una impiedad decir que dios puede tener necesidad del amor de los hombres. Porque tener necesidad significa carecer de una cosa que es necesaria a la plenitud de la existencia; es, pues, una manifestación de debilidad, una opinión de pobreza. Dios, absolutamente completo en si, no puede tener necesidad de nadie, ni de nada. No teniendo ninguna necesidad del amor de los hombres, no puede amarlos; y lo que se llama su amor hacia los hombres no es más que su aplastamiento absoluto, semejante y naturalmente más formidable aún que aquel que el poderoso emperador de Alemania ejercita hoy en relación a todos sus súbditos. El amor de los hombres hacia dios se parece también mucho al de los alemanes hacia este monarca, tan poderoso hoy que, después de dios, no conocemos poder más grande que el suyo.

 

El amor verdadero, real, expresión de una necesidad mutua e igual, no puede existir más que entre iguales. El amor del superior al inferior es el aplastamiento, la opresión, el desprecio, es el egoísmo, el orgullo, la vanidad triunfantes en el sentimiento de una grandeza fundada sobre el rebajamiento ajeno. El amor del inferior al superior es la humillación, los terrores y las esperanzas del esclavo que espera de su amo la desgracia o la dicha.

 

Tal es el carácter del llamado amor de dios hacia los hombres y de los hombres hacia dios. Es el despotismo de uno y la esclavitud de los otros. ¿Qué significan, pues, estas palabras: amar a los hombres y hacerles bien por amor de dios? Es tratarlos como dios quiere que sean tratados. ¿Y cómo quiere que sean tratados? Como esclavos. Dios, por su naturaleza, está obligado a considerarlos como esclavos absolutos; considerándolos como tales, no puede obrar de otro modo que tratándolos como tales. Para emanciparlos no tendría más que un solo medio: abdicar, anularse y desaparecer. Pero eso equivaldría a exigir demasiado de su omnipotencia. Puede, para conciliar el amor extraño que siente hacia los hombres con su eterna justicia, no menos singular, sacrificar su único hijo, como nos cuenta el evangelio; pero abdicar, suicidarse por amor a los hombres no lo hará nunca a menos que no se le obligue a ello por la crítica científica. En tanto que la fantasía crédula de los hombres le permita existir, será siempre soberano absoluto, amo de esclavos. Es, pues, evidente que tratar a los hombres según dios manda, no puede significar otra cosa que tratarlos como esclavos. El amor a los hombres según dios es el amor a su esclavitud. Yo, individuo inmortal y completo, gracias a dios, y que me siento libre precisamente porque soy esclavo de dios, no tengo necesidad de ningún hombre para hacer más completa mi existencia intelectual y moral, pero conservo mis relaciones con ellos para obedecer a dios, y al amarlos por amor a dios, al tratarlos según dios, quiero que sean esclavos de dios como yo mismo. Por tanto, si agrada al amo soberano elegirme para hacer prevalecer su voluntad sobre la tierra, sabré obligarlos a ello. Tal es el verdadero carácter de lo que los adoradores de dios, sinceros y serios, llaman su amor humano. No es tanto la abnegación de los que aman como el sacrificio forzado de aquellos que son objeto o más bien víctimas de ese amor. No es su emancipación, es su servidumbre para mayor gloria de dios. Y es así como la autoridad divina se transforma en autoridad humana y como la iglesia funda el Estado.

 

Según la teoría, todos los hombres deberían servir a dios de esa manera. Pero se sabe, todos son llamados, pero pocos los elegidos. Y por lo demás, si todos fuesen igualmente capaces de cumplirlo, es decir, si todos hubiesen llegado al mismo grado de perfección intelectual y moral, de santidad y de libertad en dios, ese servicio mismo se volvería inútil. Si es necesario, es que la inmensa mayoría de los individuos humanos no han llegado a ese punto, de donde resulta que esa masa aun ignorante y profana debe ser amada y tratada según dios, es decir, gobernada, subyugada por una minoría de santos que, de una manera o de otra, dios no deja nunca de elegir él mismo y de establecer en una posición privilegiada que les permita cumplir ese deber.

 

La frase sacramental para el gobierno de las masas populares, para su propio bien sin duda, para la salvación de sus almas, si no para la de sus cuerpos, en los Estados teocráticos y aristocráticos, para los santos y los nobles, y en los estatutos doctrinarios, liberales, hasta republicanos y basados sobre el sufragio universal, para los inteligentes y los ricos, es la misma: "Todo por el pueblo, nada para el pueblo". Lo que significa que los santos, los nobles, o bien las gentes privilegiadas, sea desde el punto de vista de la inteligencia científicamente desarrollada, se desde el de la riqueza, mucho más próximos al ideal o a dios, dicen unos, a la razón, a la justicia y a la verdadera libertad, dicen los otros, que las masas populares, tienen la santa y noble misión de conducirlas. Sacrificando sus intereses y descuidando sus propios asuntos, deben consagrarse a la dicha de su hermano menor, el pueblo. El gobierno no es un placer, es un penoso deber: no se busca en él la satisfacción, sea de la ambición, sea de la vanidad, sea de la avidez personal, sino sólo la ocasión de sacrificarse en beneficio de todo el mundo. Es por eso, sin duda, que el número de los competidores en las funciones oficiales es siempre tan pequeño, y por lo que, reyes y ministros, grandes y pequeños funcionarios, no aceptan el poder más que a disgusto.

 

Tales son, pues, en la sociedad concebida según la teoría de los metafísicos, los dos géneros diferentes, y aun opuestos, de relaciones que pueden existir entre los individuos. El primero es el de la explotación y el segundo el del gobierno. Si es verdad que gobernar significa sacrificarse por el bien de aquellos a quienes se gobierna, esta segunda relación está, en efecto, en plena contradicción con la primera, con la de la explotación. Pero entendámonos. Según la teoría ideal, sea teológica, se metafísica, estas palabras, el bien de las masas, no pueden significar su bienestar terrestre ni su dicha temporal; ¿qué importan algunas docenas de años de vida terrestre en comparación con la eternidad? Se debe, pues, gobernar a las masas, no en vista de esa felicidad grosera que nos dan las potencias materiales de la tierra, sino en vista de su salvación eterna. Las privaciones y los sufrimientos materiales pueden ser aun considerados como una falta de educación, habiéndose demostrado que demasiados goces corporales matan el alma inmortal. Pero entonces la contradicción desaparece: explotar y gobernar significan la misma cosa, lo uno completa lo otro y le sirve de medio y de fin.

 

 

Explotaciones y gobierno, el primero al dar los medios para gobernar, y al constituir la base necesaria y el fin de todo gobierno, que a su vez legaliza y garantiza el poder de explotar, son los dos términos inseparables de todo lo que se llama política. Desde el principio de la historia han formado propiamente la vida real de los Estados: teocráticos, monárquicos, aristocráticos y hasta democráticos. Anteriormente y hasta la gran revolución de fines del siglo XVIII, su alianza íntima había sido enmascarada por las ficciones religiosas, legales y caballerescas; pero desde que la mano brutal de la burguesía desgarró todos los velos, por lo demás pasablemente transparentes, desde que su soplo revolucionario disipó todas sus vanas imaginaciones, tras las cuales la iglesia y el Estado, la teocracia, la monarquía y la aristocracia habían podido realizar tan largo tiempo, tranquilamente, todas sus ignominias históricas; desde que la burguesía cansada de ser yunque se convirtió en martillo a su vez; desde que inauguró el Estado moderno, en una palabra, esa alianza fatal se ha convertido para todos en una verdad revelada e indiscutible.

 

La explotación es el cuerpo visible, y el gobierno es el alma del régimen burgués. Y, como acabamos de verlo, uno y otro, en esa alianza tan íntima, son, desde el punto de vista histórico tanto como práctico, la expresión necesaria y fiel del idealismo metafísico, la consecuencia inevitable de esa doctrina burguesa que busca la libertad y la moral de los individuos fuera de la solidaridad social. Esta doctrina culmina en el gobierno explotador de un pequeño número de dichosos o de elegidos, en la esclavitud explotada del gran número, y para todos, en la negación de toda moralidad y de toda libertad.

 

Después de haber mostrado cómo el idealismo, partiendo de las ideas absurdas de dios, de la inmortalidad de las almas, de la libertad primitiva de los individuos y de su moral independientes de la sociedad, llega fatalmente a la consagración de la esclavitud y de la moralidad, debo mostrar ahora cómo la ciencia real, el materialismo y el socialismo –este segundo término no es, por otra parte, más que el justo y completo desenvolvimiento del primero-, precisamente porque toman por punto de partida la naturaleza material y la esclavitud natural y primitiva de los hombres y porque se obligan por eso mismo a buscar la emancipación de los hombres, no fuera, sino en el seno mismo de la sociedad, no contra ella, sino por ella, deben culminar también necesariamente en el establecimiento de la más amplia libertad de los individuos y de la moralidad humana.

 

 

 

 Violencia y Anarquismo

MALATESTA

"Quiero reiterar mi horror por los atentados que, aparte de ser nocivos en si mismos, son estúpidos por que perjudican a la causa que deberían servir.

No creemos en el derecho de castigar, rechazamos la idea de venganza por ser un sentimiento bárbaro: no pretendemos ser ni justicieros ni vengadores.

Los anarquistas, están en contra de la Violencia. Todo el mundo lo sabe. La idea central de la anarquía es la eliminación de la Violencia de la vida social; es la organización de las relaciones sociales fundadas sobre la libre voluntad, sin intervención policial. Por eso somos enemigos del capitalismo que, apoyándose en la protección policial, obliga a los trabajadores a dejarse explotar por los poseedores de los medios de producción, o incluso a quedar en situación de paro y a pasar hambre cuando a los patronos no les conviene explotarlo.
Por eso somos enemigos del estado que es la organización coercitiva, o sea violenta, de la
sociedad"

ERRICO MALATESTA

 

Grupo Fallas del Sistema, responde...

Esta es una respuesta que el grupo Fallas del Sistema responde sobre el asunto de la Violencia, quizás aquí se encuentren algunas cosas básicas sobre la postura
de algunos/as anarquistas en este tópico.

¿Cómo puede ser posible que tengan una canción que se llama "Alto a la Violencia" y apoyen al EZLN al mismo tiempo?

Tratando de hacer una analogía, para responder me gustaría preguntarles a los compás que vayan a leer esta entrevista: Sí una mujer en su camino de regreso a casa se encuentra con varios asaltantes con las intenciones de violarla, robarla o... ¿Debería ella
defender su integridad? ¿y defenderse quizás hasta de ser posiblemente asesinada, incluso utilizando la Violencia? Para nosotros es un rotundo: Sí Pensamos que el derecho a la defensa es un derecho inalienable, es mas es un derecho sagrado y un deber,
muchas de las veces es necesario utilizar un tipo de Violencia que en esencia es totalmente opuesta, a aquella Violencia primera que busca la imposición, y
que históricamente ha sido usada para oprimir, explotar, degradar y en si, para tiranizar; la
Violencia solo es justificable, es moral, cuando es utilizada en legitima defensa viéndolo claro desde el punto de vista social, inclusive no nos gusta llamarle Violencia a esto sino simplemente Auto-defensa.
Nosotros como anarquistas rechazamos la Violencia, porque es incompatible con el anarquismo, pero precisamente por esto, es que reconocemos el derecho a
todo individuo a rechazar la Violencia inclusive en el caso de que así fuera necesario con el uso de la misma. Pero hay que aclarar que la idea central del anarquismo es la eliminación de la Violencia en TODOS los ámbitos de la vida social y esta es una de las características mas importantes que nos distinguen de otros ideales o filosofías y que nos acercan al zapatismo, pues no estamos solo por la eliminación de la Violencia que se ejerce físicamente o en un
atentado inmediato, sino que además de ésta estamos en contra de toda aquella que se ejerce desde los ámbitos más pequeños como en la familia de los padres a l@s hij@s, el esposo o compañero a la compañera, del maestr@ al alumn@ etc. ya sea esta Violencia moral,
psicológica, cultural... hasta llegar a la principal institución por excelencia de, Violencia permanente y sistemática imposición llamada gobierno; y por nuestra parte (pues no todos los anarquistas) estamos inclusive en contra de esa Violencia que se ejerce en contra de otras especies animales el llamado hoy en día especisismo.

 

Volver a Principal http://www.oocities.org/ar/noti_antifa/textos.html

 http://www.oocities.org/ar/accion_anti_fascista/bsas.html

 estos tres extractos/textos han sido recibidos vía Anarqlat (lista de correo anarquista) Todo gracias a La Comuna Libertaria lacomun@yahoo.com .Si quieres comunicarte con ellos mándales un e-mail.