Poeta de la dispersión (Frag.)

Por Santiago Kovadloff
Para LA NACION - Buenos Aires, 2004

Pese a los sinsabores que en tantos aspectos le ocasionó, la dispersión no debe entenderse como un hecho fortuito en la existencia de Pessoa y, mucho menos, como un episodio casual en su obra literaria. La dispersión fue su proyecto estético. Pessoa, al escribir, no aspiró a la unidad sino a la multiplicidad expresiva. No quiso que se lo reconociera como uno, sino como muchos. Descreía del yo como portador de una identidad unívoca e inequívoca. Creyó en la sinceridad de la simulación estética, no en la franqueza de quien a sí mismo se designa autor. Prefirió ver siempre a ese yo como un semblante impostado antes que como un rostro veraz, como una síntesis vertebrada por los poderes y argucias de la racionalización, antes que por la real y complejísima trama de la subjetividad. Y contra esa síntesis encubridora embistió. Construyó un mito, el de la heteronomía (personajes con obras literarias propias y bien diferenciadas de las que firma Fernando Pessoa), para denunciar las miserias de otros mitos: el de una lógica totalizadora o autosuficiente y el de la identidad concebida como un repertorio de contenidos complementarios y siempre discernibles. De modo que, como digo, la dispersión no fue un hecho circunstancial en Pessoa. Fue una meta, un propósito y la materia de una labor minuciosa e incansable. Este hombre, indiferente a casi todo lo que no fuera literatura, retraído y abstraído, escasamente sociable, casi pobre en un orden económico, ocupante de pensiones siempre transitorias y precarias y que fue oscuro empleado de muchas oficinas comerciales, buscó con denuedo el enunciado poético de esa íntima dispersión, de esa diáspora sustancial que lo desmentía como expresión de una sola vida, de un alma excluyente de otras almas, de una única voz. De ella hizo la materia de su mejor desvelo, el horizonte anhelado de su vocación. Por eso, más que darse a conocer, cabe afirmar que si algo buscó Pessoa, fue darse a desconocer. Quiso y pudo, con su poesía, al igual que Nietzsche y Freud con sus obras, dinamitar la convicción moderna que propone entender el espíritu como territorio tan colonizable y manipulable como el entorno natural, o inventariable como las cosas que el hombre, convertido en amo, administra y explota con su saber y su prepotencia.

Antes que autor de una obra, Pessoa aspiró a imponerse como protagonista de varias, todas ellas distintas y hasta contradictorias entre sí. Por eso mismo, la producción literaria que llamó ortónima, es decir, la que firma con su propio nombre, debe leerse como la de un heterónimo más y no como si fuera su pronunciamiento personal por excelencia, a diferencia de cualquiera de los otros. No lo fue o, en todo caso, fue tan personal e impersonal, tan autobiográfico y tan ajeno, en suma, como los que adjudicó a Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Alvaro de Campos, Bernardo Soares y demás "autores fuera de su persona", como él mismo los definió, y cuyas obras, breves o extensas, constituyen, sin integrar un corpus ni un conjunto estricto, la producción plural y descentrada del gran poeta portugués.

Si es cierto que, en los hechos, fue Pessoa y no otro quien creó las propuestas por él llamadas heterónimas, así como a cada uno de sus autores, no menos lo es que la poesía que Pessoa se atribuye y firma con su nombre resulta, en todo caso, tan ficticia o tan verdadera como cualquiera de las que él compuso y se resistió a llamar "suyas". Tal era, por lo demás, la convicción sustantiva de Pessoa.

Si el poema es una ficción que, leída, se impone como verosímil, ¿con qué otra identidad más digna de crédito puede contar su autor, en el corazón de quien lo lee, que la que le otorga el efecto de su texto? ¿Qué hay o puede haber, en su existencia objetiva, capaz de probar con mayor rotundidad que el impacto producido por su poema, que él está ahí, que algo significa, que su vida es portadora de un sentido? Es, en consecuencia, en el lector donde el escritor gana la única realidad que le debe importar. Y esa realidad, para verse consumada, depende por entero del enlace logrado entre elocuencia y empatía. Si en algo se empeñó Pessoa fue en destituirse como referente y responsable por sus creaciones, a fin de encarnarse y dispersarse en cada uno de los personajes literarios que se adjudican y reparten la producción de sus poemas. "Ellos" y no "él" es el pronombre con el que mejor lo designaríamos, según su intención.

En una de sus tantas anotaciones sueltas, figura esta reflexión: "Antiguos navegantes tenían una frase gloriosa: navegar es preciso, vivir no lo es. Quiero para mí el sentido de esta frase a fin de fundirla con lo que soy: crear es necesario, vivir no."

Cuando murió, a los 47 años de edad, Pessoa distaba de ser un desconocido en Portugal. Pero la magnitud de su aporte resultaba aún inconcebible. Eran contados, por ese entonces, los que valoraban sus escritos y más escasos, por lo demás, quienes estaban persuadidos de que la suya fuera una literatura llamada a figurar, por su fuerza innovadora, entre las fundamentales del siglo XX. Entre esos pocos, hay que decirlo, figuraba él mismo. Pero lejos estuvo de afirmarlo con prepotencia o proclamarlo a los cuatro vientos. Simplemente, lo sabía. Y así, serenamente, lo asentó en una página conmovedora dirigida a quien la encontrase. Treinta años consideró que serían indispensables, tras su muerte, para que su poesía ocupase, en el juicio de la posteridad, el lugar que le correspondía. No se equivocó. A fines de los años 60, ya se lo celebraba en toda Europa, en las dos Américas y en el Japón.

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