El regreso de Anaconda
Cuando Anaconda, en
complicidad con los elementos nativos del trópico, meditó y planeó la
reconquista del río, acababa de cumplir treinta años.
Era entonces una joven serpiente de diez metros en la plenitud de su vigor.
No había en su vasto campo de caza, tigre o ciervo capaz de sobrellevar con
aliento un abrazo suyo.
Bajo la contracción de sus músculos toda vida se escurría, adelgazada hasta la
muerte. Ante el balanceo de las pajas que delataban el paso del gran boa con
hambre, el juncal, todo alrededor, empenachábase de alta orejas aterradas. Y
cuando al caer el crepúsculo en las horas mansas, Anaconda bañaba en el río de
fuego sus diez metros de oscuro terciopelo, el silencio circundábala como un
halo.
Pero no siempre la presencia de Anaconda desalojaba ante si la vida, como
un gas mortífero. Su expresión y movimientos de paz, insensibles para el hombre,
denunciábala desde lejos a los animales. De este modo:
-Buen día -decía Anaconda a los yacarés, a su paso por los fangales.
-Buen día -respondían mansamente las bestias al sol, rompiendo
dificultosamente con sus párpados globosos el barro que los soldaba.
-¡Hoy hará mucho calor! -saludábanla los monos trepados, al reconocer en la
flexión de los arbustos a la gran serpiente en desliz.
-Sí, mucho calor... -respondía Anaconda, arrastrando consigo la cháchara y
las cabezas torcidas de los monos, tranquilos sólo a medias.
Porque mono y serpiente, pájaro y culebra, ratón y víbora, son conjunciones
fatales que apenas el pavor de los grandes huracanes y la extenuación de las
interminables sequías logran retardar. Sólo la adaptación común a un mismo
medio, vivido y propagado desde el remoto inmemorial de la especie, puede
sobreponerse en los grandes cataclismos de esta fatalidad del hambre. Así, ante
una gran sequía, las angustias del flamenco, de las tortugas, de las ratas y de
las anacondas, formarán un solo desolado lamento por una gota de agua.
Cuando encontramos a nuestra Anaconda, la selva hallábase próxima a
precipitar en su miseria esta sombría fraternidad.
Desde dos meses atrás no tronaba la lluvia sobre las polvorientas hojas. El
rocío mismo, vida y consuelo de la flora abrasada, había desaparecido. Noche a
noche, de un crepúsculo a otro, el país continuaba desecándose como si todo él
fuera un horno. De lo que había sido cauce de umbríos arroyos sólo quedaban
piedras lisas y quemantes; y los esteros densísimos de agua negra y camalotes,
hallábanse convertidos en páramos de arcilla surcada de rastros durísimos como
estopa, y que era cuanto quedaba de la gran flora acuática. A toda la vera del
bosque, los cactus, enhiestos como candelabros, aparecían ahora doblados a
tierra, con sus brazos caídos hacia la extrema ahora doblados a tierra, con sus
brazos caídos hacia la extrema sequedad del suelo, tan duro que resonaba al
menor choque.
Los días, unos tras otros, deslizábanse ahumados por la bruma de las
lejanas quemazones, bajo el fuego de un cielo blanco hasta enceguecer, y a
través del cual se movía un sol amarillo y sin rayos, que al llegar la tarde
comenzaba a caer envuelto en vapores como una enorme brasa asfixiada.
Por las particularidades de su vida vagabunda, Anaconda, de haberlo
querido, no hubiera sentido mayormente los efectos de la sequía. Más allá de la
laguna y sus bañados enjutos, hacia el sol naciente, estaba el gran río natal,
el Paranahyba refrescante, que podía alcanzar en media jornada.
Pero ya no iba el boa a su río. Antes, hasta donde alcanzaba la memoria de
sus antepasados, el río había sido suyo. Aguas, cachoeras, lobos, tormentas y
soledad, todo le pertenecía.
Ahora no. Un hombre, primero con su miserable ansia de ver, tocar y cortar,
había emergido tras del cabo de arena con su larga piragua. Luego otros hombres,
con otros más, cada vez más frecuentes. Y todos ellos sucios de olor, sucios de
machetes y quemazones incesantes. Y siempre remontando el río, desde el Sur...
A muchas jornadas de allí, el Paranahyba cobraba otro nombre, ella lo sabía
muy bien. Pero más allá todavía, hacia ese abismo incomprensible del agua
bajando siempre, ¿no habría un término, una inmensa restinga que contuviera las
aguas eternamente en descenso?.
De allí, sin duda, llegaban los hombres, y las alzaprimas, y las mulas
sueltas que infectan la selva. ¡Si ella pudiera cerrar el Paranahyba, devolverle
su salvaje silencio, para reencontrar el deleite de antaño, cuando cruzaba el
río silbando en las noches oscuras, con la cabeza a tres metros del agua
humeante...!
Sí; crear una barrera que cegara el río...
Y bruscamente pensó en los camalotes.
La vida de Anaconda era breve aún; pero ella sabía de dos o tres crecidas
que habían precipitado en el Paraná millones de troncos desarraigados, y plantas
acuáticas y espumosas y fango. ¿A dónde había ido a pudrirse todo eso? ¿Qué
cementerio vegetal sería capaz de contener el desagüe de todos los camalotes que
un desborde sin precedentes vaciara en la sima de ese abismo desconocido?
Ella recordaba bien: crecida de 1883; inundación de 1894... Y con los once
años transcurridos sin grandes lluvias, el régimen tropical debía sentir, como
ella en las fauces, sed de diluvio.
Su sensibilidad ofídica a la atmósfera, rizábale las escamas de esperanzas.
Sentía el diluvio inminente. Y como otro Pedro el Ermitaño, Anaconda lanzóse a
predicar la cruzada a lo largo de los riachos y fuentes fluviales.
La sequía de su habitat no era, como bien se comprende, general a la vasta
cuenca.
De modo que tras largas jornadas, sus narices se expandieron ante la densa
humedad de los esteros, plenos de victorias regias, y al vaho de formol de las
pequeñas hormigas que amasaban sus túneles sobre ellas.
Muy poco costó a Anaconda convencer a los animales. El hombre ha sido, es y
será el más cruel enemigo de la selva.
-...Cegando, pues, el río -concluyó Anaconda después de exponer largamente
su plan-, los hombres no podrán llegar hasta aquí.
-¿Pero las lluvias necesarias? -objetaron las ratas de agua, que no podían
ocultar sus dudas-. ¡No sabemos si van a venir!
-¡Vendrán! Y antes de lo que imaginan. ¡Yo lo sé!
-Ella lo sabe -confirmaron las víboras-. Ella ha vivido entre los hombres.
Ella los conoce.
-Sí, los conozco. Y sé que un solo camalote, uno solo, arrastra a la deriva
de una gran creciente, la tumba de un hombre.
-¡Ya lo creo! -sonrieron suavemente las víboras-. Tal vez de dos!...
-O de cinco... -bostezó un viejo tigre desde el fondo de sus ijares-. Pero
dime -se desperezó directamente hacia Anaconda-: ¿Estás segura de que los
camalotes alcanzarán a cegar el río? Lo pregunto por preguntar.
-Claro que no alcanzarán los de aquí, ni todos los que puedan desprenderse
en doscientas lenguas a la redonda... Pero te confieso que acabas de hacer la
única pregunta capaz de inquietarme. ¡No, hermanos! Todos los camalotes de la
cuenca del Parabahyba y del Río Grande con todos sus afluentes, no alcanzarían a
formar una barra de diez leguas de largo a través del río. Si no contara más que
con ellos, hace tiempo que me hubiera tendido a los pies del primer caipira con
machete... Pero tengo grandes esperanzas de que las lluvias sean generales e
inunden también la cuenca del Paraguay. Ustedes no lo conocen... Es un gran río.
Si llueve allá, como indefectiblemente lloverá aquí, nuestra victoria es segura.
Hermanos: ¡Hay allí esteros de camalotes que no alcanzaríamos a recorrer nunca,
sumando nuestras vidas!
Muy bien... -asintieron los yacarés con pesada modorra-. Es aquél un
hermoso país... ¿Pero cómo sabremos si ha llovido también allá? Nosotros tenemos
las patitas débiles...
-No, pobrecitos... -sonrió Anaconda, cambiando una irónica mirada con los
carpinchos, sentados a diez prudenciales metros-. No los haremos ir tan lejos...
Yo creo que un pájaro cualquiera puede venir desde allá en tres volidos a
traernos la buena nueva.
-Nosotros no somos pájaros cualesquiera -dijeron los tucanes-, y vendremos
en cien volidos, porque volamos muy mal. Y no tenemos miedo a nadie. Y vendremos
volando, porque nadie nos obliga a ello, y queremos hacerlo así. Y a nadie
tenemos miedo.
Y concluido su aliento, los tucanes miraron impávidos a todos, con sus
grandes ojos de oro cercados de azul.
-Somos nosotros quienes tenemos miedo... -chilló a la sordina una harpía
plomiza esponjándose de sueño.
-Ni a ustedes ni a nadie. Tenemos el vuelo corto; pero miedo, no
-insistieron los tucanes, volviendo a pooner a todos de testigos.
-Bien, bien... -intervino Anaconda, al ver que el debate se agitaba, como
eternamente se ha agriado en la selva toda exposición de méritos-. Nadie tiene
miedo a nadie a nadie, ya lo sabemos... y los admirables tucanes vendrán, pues,
a informarnos del tiempo que reine en la cuenca aliada.
-Lo haremos así porque nos gusta; pero nadie nos obliga a hacerlo -trinaron
los tucanes.
De continuar así, el plan de lucha iba a ser muy pronto olvidado, y
Anaconda lo comprendió.
-¡Hermanos! -se irguió con vibrante silbido-. Estamos perdiendo el tiempo
estérilmente. Todos somos iguales, pero juntos. Cada uno de nosotros, de por sí,
no vale gran cosa. Aliados, somos toda la zona tropical. ¡Lancémosla contra el
hombre, hermanos! ¡Él todo lo destruye! ¡Nada hay que no corte y ensucie!
¡Echemos por el río nuestra zona entera, con sus lluvias, su fauna, sus
camalotes, sus fiebres y sus víboras! ¡Lancemos el bosque por el río, hasta
cegarlo! ¡Arranquémonos todos, desarraiguémonos a muerte, si es preciso, pero
lancemos el trópico aguas abajo!
El acento de las serpientes fue siempre seductor. La selva enardecida, se
alzó en una sola voz.
-¡Sí, Anaconda! ¡Tienes razón! ¡Precipitemos la zona por el río! ¡Bajemos,
bajemos!
Anaconda respiró por fin libremente: la batalla estaba ganada. El alma
-diríamos- de una zona entera, con su cllima, su fauna y su flora, es difícil de
conmover; pero cuando sus nervios se han puesto tirantes en la prueba de una
atroz sequía, no cabe entonces mayor certidumbre, que su resolución bienhechora
en un gran diluvio.
...
Pero su habitat, a que el gran
boa regresaba, la sequía llegaba ya a límites extremos.
-¿Y bien? -preguntaron las bestias angustiadas-. ¿Están allá de acuerdo con
nosotros? ¿Volverá a llover otra vez, dinos? ¿Estás segura, Anaconda?
-Lo estoy. Antes que concluya esta luna oiremos tronar de agua el monte.
¡Agua, hermanos, y que no cesará tan pronto!
A esta mágica voz: ¡agua!, la selva entera clamó, pasaban las noches sin
sueño y sin hambre, aspirando como un eco de desolación:
-¡Agua! ¡Agua!
-¡Sí, e inmensa! Pero no nos precipitemos cuando brame. Contamos con
aliados invalorables, y ellos nos enviarán mensajeros cuando llegue el instante.
Escudriñen constantemente el cielo, hacia el noroeste. De allí, deben llegar los
tucanes. Cuando ellos lleguen, la victoria es nuestra. Hasta entonces,
paciencia.
¿Pero cómo exigir paciencia a seres cuya piel se abría en grietas de
sequedid, que tenían los ojos rojos por las conjuntivitis, y cuyo trote vital
era ahora un arrastre de patas, sin brújula?
Día tras día, el sol se levantó sobre el barro de intolerable resplandor y
se hundió asfixiado en vapores de sangre, sin una sola esperanza. Cerrada la
noche, Anaconda deslizábase hasta el Paranahyba a sentir en la sombra el menor
estremecimiento de lluvia que debía llegar sobre las aguas desde el implacable
Norte. Hasta la costa, por lo demás, se habían arrastrado los animales menos
exhaustos. Y juntos todos, pasaban las noches sin sueño y sin hambre, aspirando
en la brisa, como la vida misma, el más leve olor a tierra mojada.
Hasta que una noche, por fin, realizóse el milagro. Inconfundible con otro
alguno, el viento precursor trajo a aquellos míseros un sutil vaho de hojas
empapadas.
-¡Agua! ¡Agua! -oyóse clamar de nuevo en el desolado ámbito. Y la dicha fue
definitiva cuando cinco horas después al romper el día, se oyó en el silencio,
lejanísimo aún, el sordo tronar de la selva bajo el diluvio que se precipitaba
por fin.
Esa mañana el sol brilló, pero no amarillo sino anaranjado, y a mediodía no
se le vio más. Y la lluvia llegó espesísima y opaca y blanca como plata oxidada,
a empapar la tierra sedienta.
Diez noches y diez días continuos, el diluvio cernióse sobre la selva
flotando en vapores; y lo que fuera páramo de insoportable luz, tendíase ahora
hasta el horizonte en sedante napa líquida. La flora acuática rebrotaba en
planísimas balsas verdes que a simple vista se veía dilatar sobre el agua, hasta
lograr contacto con sus hermanas. Y cuando nuevos días pasaron sin traer a los
emisarios del noroeste, la inquietud tornó a asaltar a los futuros cruzados.
-¡No vendrán nunca! -clamaban-. ¡Lancémonos, Anaconda! Dentro de poco no
será ya tiempo. Las lluvias cesan.
-Y recomenzarán. ¡Paciencia, hermanitos! ¡Es imposible que no llueva allá!
Los tucanes vuelan mal; ellos mismos lo dicen. Acaso están en camino. ¡Dos días
más!
Pero Anaconda estaba muy lejos de la fe que aparentaba. ¿Y si los tucanes
se habían extraviado en los vapores de la selva humeante? ¿Y si por una
inconcebible desgracia, el noroeste no había acompañado al diluvio del Norte? A
media jornada de allí, el Paranahyba atronaba con las cataratas pluviales que le
vertían sus afluentes.
Como ante la espera de una paloma de arca, los ojos de las ansiosas bestias
estaban sin cesar vueltos al noroeste, hacia el cielo anunciador de su gran
empresa. Nada. Hasta que en las brumas de un chubasco, mojados y ateridos, los
tucanes llegaron graznando.
-¡Grandes lluvias! ¡Lluvia general en toda la cuenca! ¡Todo blanco de agua!
Y un alarido salvaje azotó la zona entera.
-¡Bajemos! ¡El triunfo es nuestro! ¡Lancémonos en seguida!
Y ya era tiempo, podría decirse, porque el Paranahyba desbordaba hasta allí
mismo, fuera de su cauce. Desde el río a la gran laguna, los bañados eran ahora
un tranquilo mar, que se balanceaba de tiernos camalotes. Al Norte, bajo la
presión del desbordamiento, el mar verde cedía dulcemente, trazaba una gran
curva lamiendo el bosque, y derivaba lentamente hacia el sur succionado por la
veloz corriente.
Había llegado la hora. Ante los ojos de Anaconda, la zona al asalto
desfiló. Victorias nacidas ayer, y viejos cocodrilos rojizos, hormigas y tigres;
camalotes y víboras; espumas, tortugas y fiebres -y el mismo clima diluviano que
descargaba otra vez-, la selva pasó, aclamando al boa, hacia el abismo de las
grandes crecidas.
Y cuando Anaconda lo hubo visto así, dejóse a su vez arrastrar flotando
hasta el Paranahyba, donde arrollada sobre un cedro arrancado de cuajo, que
descendía girando sobre sí mismo en las corrientes encontradas, suspiró por fin
con una sonrisa, cerrando lentamente a la luz crepuscular sus ojos de vidrio.
Estaba satisfecha.
...
Comenzó entonces el viaje milagroso hacia lo desconocido, pues de lo que pudiera haber detrás de los grandes cantiles de asperón rosa que mucho más allá del Guayra entrecierran el río, ella lo ignoraba todo. Por el Tacuarí había llegado una vez hasta la cuenca del Paraguay, según lo hemos visto. Del Paraná medio e inferior nada conocía.
...
Gracias por tu "maldita" visita, para comunicarte conmigo a: