Antonin Artaud
LA TARA TÓXICA
Evoco el mordisco de inexistencia y de imperceptibles cohabitaciones. Venid,
psiquiatras, os llamo a la cabecera de este hombre abotagado pero que todavía
respira. Reuníos con vuestros equipos de abominables mercaderías en torno de ese
cuerpo extendido cuan largo es y acostado sobre vuestros sarcasmos. No tiene
salvación, os digo que está INTOXICADO, y harto de vuestros derrumbamientos de
barreras, de vuestros fantasmas vacíos, de vuestros gorjeos de desollados.
Está harto. Pisotead, pues, ese cuerpo vacío, ese cuerpo transparente que ha
desafiado lo prohibido. Está MUERTO. Ha atravesado aquel infierno que le
prometíais más allá de la licuefacción ósea, y de una extraña liberación
espiritual que significaba para vosotros el mayor de todos los peligros. ¡Y he
aquí que una maraña de nervios lo domina!
Ah medicina, aquí tenéis al hombre que ha TOCADO el peligro. Has triunfado,
psiquiatra, has TRIUNFADO, pero él te sobrepasa. El hormigueo del sueño irrita
sus miembros embotados. Un conjunto de voluntades adversas lo afloja, elevándose
en él como bruscas murallas. El ciclo se derrumba estrepitosamente. ¿Qué siente?
Ha dejado atrás el sentimiento de sí mismo. Se te escapa por miles y miles de
aberturas. Crees haberlo atrapado y es libre. No te pertenece.
No te pertenece. DENOMINACIÓN. ¿Hacia dónde apunta tu pobre sensibilidad? ¿A
devolverlo a las manos de su madre, a convertirlo en el canal, en el desaguadero
de la más ínfima confra'ternidad mental posible, del común denominador
consciente más pequeño?
Puedes estar tranquilo: ÉL ES CONSCIENTE.
Pero es el Consciente Máximo.
Pero es el pedestal de un soplo que agobia tu cráneo de torpe demente pues él ha
ganado por lo menos el hecho de haber derribado la Demencia. Y ahora,
legiblemente, conscientemente, claramente, universalmente, ella sopla sobre tu
castillo de mezquino delirio, te señala, temblorcillo atemorizado que retrocede
delante de la Vida-Plena.
Pues flotar merced a miembros grandilocuentes, merced a gruesas manos de
nadador, tener un corazón cuya claridades la medida del miedo, percibir la
eternidad de un zumbido de insecto sobre el entarimado, entrever las mil y una
comezones de la soledad nocturna, el perdón de hallarse abandonado, golpear
contra murallas sin fin una cabeza que se entreabre y se rompe en llanto,
extender sobre una mesa temblorosa un sexo inutilizable y completamente
falseado, surgir al fin, surgir con la más temible de las cabezas frente a las
mil abruptas rupturas de una existencia sin arraigo; vaciar por un lado la
existencia y por el otro retomar el vacío de una libenad cristalina.
En el fondo, pues, de ese verbalismo tóxico, está el espasmo flotante de un
cuerpo libre, de un cuerpo que retorna a sus orígenes, pues está clara la
muralla de muerte cortada al ras y volcada. Porque así procede la muerte,
mediante el hilo de una angustia que el cuerpo no puede dejar de atravesar. La
muralla bullente de la angustia exige primero un atroz encogimiento, un abandono
primero de los órganos tal como puede soñarlo la desolación de un niño. A esa
reunión de padres sube en un sueño la memoria, rostros de abuelos olvidados.
Toda una reunión de razas humanas a las que pertenecen estos y los 0tros.
Primera aclaración de una rabia tóxica.
He aquí el extraño resplandor de los tóxicos que aplasta el espacio
siniestramente familiar.
En la palpitación de la noche solitaria, aquí está ese rumor de hormigas que
producen los descubrimientos, las revelaciones, las apariciones, aquí están esos
grandes cuerpos varados que recobran viento y vuelo, aquí está el inmenso
zarandeo de la Supervivencia. A esa convocatoria de cadáveres, el estupefaciente
llega con su rostro sanioso. Disposiciones inmemoriales comienzan. La muerte
tiene al principio el rostro de lo que no pudo ser. Una desolación soberana da
la clave a esa multitud de sueños que sólo piden despertar. ¿Qué decís vosotros?
¡Y todavía pretendéis negar a importancia de esos Reinos, por los cuales apenas
comienzo a marchar!
en "La Révolution Surréaliste", N° 11 (1928)
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