Antonin Artaud
EL YUNQUE DE LAS FUERZAS
Ese flujo, esa náusea, esas tiras: aquí comienza el fuego. El fuego de lenguas.
El fuego tejido en flecos de lenguas, en el reflejo de la tierra que se abre
como un vientre que está por parir, con entrañas de miel y azúcar. Con todo su
obsceno tajo ese vientre fláccido bosteza, pero el fuego bosteza por encima con
lenguas retorcidas y ardientes que llevan en la punta rendijas parecidas a la
sed. Ese fuego retorcido como nubes en el agua límpida, con la luz al lado que
traza una recta y algunas pestañas. Y la tierra entreabierta por todas partes
muestra áridos secretos. Secretos como superficies. La tierra y sus nervios, y
sus prehistóricas soledades, la tierra de geologías primitivas, donde se
descubren secciones del mundo en una sombra
negra como el carbón. La tierra es madre bajo el hielo del fuego. Ved el fuego
en los Tres Rayos, coronado por su melena en la que pululan ojos. Miríadas de
miriápodos de ojos. El centro ardiente y convulso de ese fuego es como la punta
descuartizada del trueno en la cima del firmamento. Centro blanco de las
convulsiones. Un resplandor absoluto en el tumulto de la fuerza. La espantosa
punta de la fuerza que se quiebra con estruendo azul.
Los Tres Rayos forman un abanico cuyas ramas caen rectas y convergen hacia el
mismo centro. Ese centro es un disco lechoso recubierto por una espiral de
eclipses.
La sombra del eclipse forma un muro sobre los zigzags de la alta albañilería
celeste.
Pero por encima del cielo está el Doble-Caballo. La evocación del Caballo se
empapa en la luz de la fuerza sobre un fondo de muro deteriorado y exprimido
hasta la trama. La trama de su doble pecho. El primero de los dos es mucho más
extraño que el otro. Él recoge el resplandor del cual el segundo es sólo la
pesada sombra.
Más bajo aún que la sombra del muro, la cabeza y el pecho del caballo proyectan
una sombra como si toda el agua del mundo hiciera subir el orificio de un pozo.
El abanico desplegado domina una pirámide de cimas, un inmenso concierto de
vértices. Una idea de desierto planea sobre esos vértices por encima de los
cuales flota un astro desmelenado, horriblemente, inexplicablemente suspendido.
Suspendido como el bien en el hombre o el mal en el comercio de hombre
a hombre, o la muerte en la vida. Fuerza giratoria de los astros.
Pero detrás de esa visión de absoluto, ese sistema de plantas, de estrellas, de
terrenos partidos hasta los huesos, detrás de esa ardiente floculación de
gérmenes, esa geometría de búsquedas, ese sistema giratorio de vértices, detrás
de ese arado hundido en el espíritu y ese espíritu que separa sus fibras, y
descubre sus sedimentos, detrás de esa mano de hombre, en fin, que deja impreso
su duro pulgar y dibuja sus tanteos, detrás de esa mezcolanza de manipulaciones
y cerebro y esos pozos en todas las direcciones del alma y esas cavernas en la
realidad,
se alza la Ciudad amurallada, la Ciudad inmensamente alta a la que no basta todo
el cielo para hacerle un techo donde las plantas crecen en sentido inverso y con
una velocidad de astros despedidos.
Esa ciudad de cavernas y de muros que proyecta sobre el abismo absoluto arcos
perfectos y subsuelos como puentes.
Cómo se quisiera en la concavidad de esos arcos, en la arcada de esos puentes
insertar la curva de un hombro desmesuradamente grande, de un hombro en el cual
se difunde la sangre. Y colocar su cuerpo en reposo y su cabeza en la que
hormiguean los sueños sobre el reborde de esas cornisas gigantescas donde se
escalona el firmamento.
Pues un cielo de Biblia está allá arriba por donde se deslizan blancas nubes.
Pero las suaves amenazas de esas nubes. Pero las tormentas. Y ese Sinaí del que
dejan asomar las pavesas. Pero la sombra que hace la tierra y la iluminación
apagada y blancuzca. Pero finalmente esa sombra en forma de cabra y ese macho
cabrío. Y el aquelarre de las Constelaciones.
Un grito para recoger todo eso y una lengua para ahorcarme.
Todos esos reflujos comienzan en mí.
Mostradme la inserción de la tierra, la bisagra de mi espíritu, el atroz
nacimiento de mis uñas. Un bloque, un inmenso bloque artificial me separa de mi
mentira. Y ese bloque tiene el color que cada uno quiere.
El mundo deja allí su baba como el mar sobre las rocas y como yo con los
reflujos del amor.
Perros, habéis terminado de hacer rodar vuestros guijarros sobre mi alma. Yo.
Yo. Dad vuelta la página de los escombros. También yo espero el pedregullo
celeste y la playa sin márgenes. Es necesario que ese fuego comience en mí. Ese
fuego y esas lenguas y las cavernas de mi gestación. Que los bloques de hielo
retornen a encallar bajo mis dientes. Tengo el cráneo espeso, pero el alma lisa,
un corazón de materia encallada. Carezco de meteoros, carezco de fuelles
ardientes. Busco en mi garganta nombres, y algo como la pestaña vibrátil de las
cosas. El olor de la nada, un tufo de absurdo, el estiércol de la muerte total.
El humor ligero y rarefacto. También yo no espero sino al viento. Que se llame
amor o miseria casi no logrará hacerme encallar sino en una playa de osamentas.
De "L'Art et la mort"
Gracias por tu "maldita" visita, para comunicarte conmigo a: