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Drogas y sospecha generalizada | ||||||||||||||||||||||||||||
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En fechas recientes, la revista electrónica NarcoNews reproducía un reportaje en el que se analizaban las sospechas más que fundadas del dinero que, procedente del tráfico de drogas, está fluyendo hacia las campañas presidenciales de Al Gore y George W. Bush. Su autor es un antiguo agente antidrogas tornado analista periodístico que construyó su carrera en el Departamento de Policía de Los Ángeles, renombrado por sus inquietantes casos de corrupción y violencia innecesaria. El artículo estaba ciertamente bien estructurado en los términos de su denuncia, al menos al nivel de los habituales reportajes periodísticos sobre involucramiento de organizaciones estatales en el tráfico de drogas y en la misma medida que las habituales denuncias que los medios de comunicación estadounidenses hacen de los casos de corrupción inducida por las drogas en América Latina, en especial los referidos a México. El suceso, más allá de su veracidad y de las implicaciones sobre la campaña presidencial en los Estados Unidos, que serán ambas escasas, expresa bien a las claras al menos tres implicaciones de una nueva etapa decadente de la política contra las drogas. La primera se relaciona con el flujo de información que genera el narcotráfico. Dada la naturaleza ilegal del negocio, es natural que quienes están implicados en esta actividad traten de esconder intencionadamente sus manejos. El conocimiento público del fenómeno, en consecuencia, se hace escaso y fragmentado. Pero buena parte de ese oscurantismo, paradójicamente, no es el efecto de la carencia de información sino por afluencia de ella. Los medios de comunicación salpican sus páginas, ondas y pantallas de acusaciones de todo tipo, con noticias sobre detenciones y alijos. Discernir el grano de la paja se vuelve entonces una tarea compleja incluso para los más avezados analistas. Algunas de las noticias son valerosas aportaciones del periodismo de investigación, cuyos relatores pueden en ocasiones llegar a pagar con su vida su compromiso informativo. Muchas otras informaciones están regidas más por el sensacionalismo, que se adecue al estereotipo de El Padrino, que por el rigor. Y buena parte de las noticias más escabrosas están simplemente inducidas por disputas políticas y/o empresariales, en el que las acusaciones sobre narco-implicaciones no son sino una munición más. Cuanto menor es la eficacia de la aplicación de la ley, más normales son estas aplicaciones bastardas de la política antidrogas en su marco informativo. El marasmo informativo demanda de alguien que otorgue una cierta coherencia a un escenario por lo general complejo. Dado que los traficantes renuncian racionalmente a este papel, son las agencias encargadas de su hostigamiento las que se aúpan a la tribuna para dirigir el conocimiento de la opinión pública. Para ello cuentan con un flujo constante de información propia coherente con su actividad policial, que mantienen con los crecientes recursos burocráticos que se les asignan. Pero, además, sacan partido de la credibilidad que durante décadas se ha ganado el estado como mediador en conflictos y como fuente de información más o menos imparcial. La filtración intencionada de informes se convierte entonces en las tablas de la ley. Y, como no podía ser de otro modo, en ocasiones intereses burocráticos o incluso de los denominados de seguridad nacional tienden a apoderarse esta sana condición. La información sobre las drogas se pone así al servicio de otros objetivos de política pública interna o exterior. El ejemplo más evidente de esta perversión lo proporcionó la administración Reagan en los años ochenta. En aras de la lucha anticomunista, su administración acusó al régimen sandinista en Nicaragua de colaboración con el cártel de Medellín sin más pruebas que unas fotografías difusas, el ardor propagandístico y supuestos informes confidenciales de las más esmeradas agencias de seguridad. Lo importante en esa ocasión no era entonces cerrar el flujo de drogas sino remover el apoyo para una cruzada anticomunista que empezaba a flaquear en los estertores de la Guerra Fría. Y sus frutos no fueron menores. La política informativa contra las drogas de los Estados Unidos se ha convertido desde entonces en una poderosa arma de influencia en la política exterior. Destruyendo carreras políticas en países extraños que podrían resultar incómodas, alterando la dirección del prisma acusatorio según conveniencias de política interna o aminorando las acusaciones cuando el propio beneficio así lo exige, se ha intensificado un discurso demonizador que empieza a mostrar síntomas evidentes de flaqueza. Entonces entran en acción artículos como el referido que no hacen sino repetir una estrategia agotada, pero en sentido inverso y amparados desde el vacío de responsabilidad legal que ampara Internet. Hasta ahora las acusaciones eran unidireccionales: desde los Estados Unidos, sus medios o sus agencias de seguridad hacia países de América Latina o del sudeste asiático. La respuesta de éstos trataba inocuamente de erosionar la credibilidad de las informaciones desde un rancio nacionalismo. En el nuevo entorno internaútico es previsible que al revuelto de sospechas se añadan dirigentes de países consumidores que o bien alentaron o bien permitieron estas maniobras difamatorias y que ahora pueden ver cómo se plasman los efectos no deseados de una indeseable política. En esta discusión donde la verdad del manejo de las drogas está cada vez más lejana y la política interna fagocita las acusaciones, la única pregunta posible es quién será el siguiente. Este nuevo enredo de acusaciones apuntala una tendencia seriamente nociva en cuanto al debate acerca de la política sobre las drogas: el enrocamiento de posturas. Es ésta una discusión en la cual existen opiniones e incluso facciones, pero todas son maximalistas, o prohibicionistas o despenalizadores. Una mínima arena común para la expresión sosegada de intenciones es una quimera. Quienes defienden la prohibición están inmersos en una dinámica en la que sólo existen investigaciones criminales, demonización de la libre empresa en esta materia y cifras, muchas cifras de detenidos y drogas capturadas que muestran que la solución está cerca. Se aplican denodadamente en el matemachismo, cualidad que expresa que se expresa en cualquier incautación representa "el mayor alijo". Los partidarios de la despenalización, mientras tanto, interpretan las acusaciones y las detenciones como la muestra tangible de cuán insostenible se ha vuelto la actual prohibición. Los unos han encontrado en el presupuesto público su fuente de financiación; los otros se remiten a una colaboración desinteresada de una miríada de ONGs, que otorgan prestigio y también dinero (el especulador George Soros incluido). Ambos conocen que cualquier cambio en la actual política sobre drogas sería su perdición y prefieren mantener en las posturas maximalistas del debate filosófico: Platón (que sean los sabios los que definan lo bueno para la sociedad) frente a John Stuart Mill (el papel del gobierno es evitar que las personas se dañen mutuamente, no a sí mismas) en pleno siglo XXI. Por último, el artículo citado, al referir las antiguas y presentes conexiones (no ilícitas) con el mundo del tráfico de droga de importantes elementos de la campaña presidencial de Gore, remata una serie de evidencias acerca la creciente fusión del tráfico de drogas y las elites circundantes a nivel mundial. Frente a la consideración habitual del tráfico de drogas como una esfera exterior al mainstream político y económico, al que tratan de influir a través de la corrupción y la intimidación, parece cada vez más patente que existe una notable fluidez entre ambos circuitos. Si alguna vez el tráfico de drogas proporcionó un cauce de movilidad social acelerado y alternativo que implicaba que los camellos podían legítimamente aspirar a la cúspide del narco, hoy puede afirmarse que este espacio alternativo cada vez es más reducido. Ya no sólo es que antiguos soldados, policías o miembros de los servicios secretos doten de sofisticación a un negocio cada vez más complejo, es que los grandes traficantes se reclutan entre las élites emergentes del empresariado, que construyen así carreras que combinan la legalidad y ilegalidad a partes iguales. Un análisis biográfico de casi un centenar de grandes traficantes de drogas en Canadá muestra cómo una abrumadora mayoría poseía una carrera empresarial anterior en el mundo de la legalidad que no sólo no fue un impedimento para conectar con el tráfico de drogas sino que incluso lo favoreció. |
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