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Por qué México no es Colombia | ||||||||||||||||||||||||||||
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Las postrimerías del sexenio salinista compusieron un rompecabezas de asesinatos, un alud de corruptelas descubiertas y, en última instancia, una avalancha de comparaciones internacionales que permitiese vislumbrar el futuro en otros escenarios. Del despegue económico que se equiparaba al florecimiento luego truncado de los nuevos países industrializados, los tigres asiáticos, se trasladó el prisma sin solución de continuidad hacia la colombianización de la vida mexicana. Desde entonces se ha convertido en un ejercicio habitual tratar de predecir el futuro de México mirándose en el espejo colombiano. Esta comparación traída por los pelos no es ni baladí ni inocente: sitúa a México en el peor de los escenarios políticos posibles, salvando las distancias con otros casos más aberrantes de África o el sudeste asiático. Su carga altamente ofensiva para los colombianos actúa como contrapeso de otros parangones igualmente desafortunados: en Costa Rica, en Perú ya se hablaba de mexicanización del país años antes del pavoroso fraude electoral de los últimos comicios. Quienes registran la verosimilitud de este paralelismo suman dos componentes altamente intrusivos en el marco estatal. Por una parte, el más aparente de los retos compartidos son los movimientos guerrilleros. Sin embargo, las características de éstos son diametralmente opuestas en cuanto a recursos, tecnología, capacidad de movilización y categoría de amenaza al poder establecido. En todos estos aspectos, y en muchos otros, las guerrillas mexicanas están a años luz de sus homónimas colombianas. En perspectiva comparativa, esta presencia insidiosa la comparte con otros múltiples estados latinomericanos y de otras latitudes, lo cual abre el abanico de las equiparaciones de un modo tal que lo hace inservible. Por otra, la exportación de drogas hacia el lucrativo mercado de los Estados Unidos representa en los dos países un asunto económico de primera magnitud, aunque sin llegar a las habituales exageraciones estadísticas de las agencias estadounidenses e internacionales. Esta coincidencia contrasta con la dispar posición de ambos dentro del reparto internacional del trabajo ilegal de las drogas. Mientras los colombianos han mantenido hasta tiempos recientes una especialización vertical de producto concentrada en la cocaína, los mexicanos han tendido a una ubicación más flexible que tiende a concentrarse en las últimas fases de la distribución al por menor y que en cuestión de mercaderías se abre hacia otras sustancias. Lo punto más aproximado de coincidencia lo constituyen las consecuencias compartidas en forma de violencia y corrupción de este tipo de actividades ilícitas. En relación directa con estos procesos de tipo más coyuntural, Colombia y México participan junto al resto de estados latinoamericanos de una propiedad de más amplio alcance: el fracaso del estado liberal o, en términos marxistas, del estado burgués. La separación de poderes es en ambos casos una quimera y el estado de derecho o, en términos más pomposos, el imperio de la ley es una convicción que no salta los estrechos márgenes de los libros constituyentes. Pero este proceso inconcluso de construcción estatal, que había transcurrido de una manera paralela desde la independencia colonial, se resolvió de manera divergente tras la Revolución Mexicana. En México un régimen de partido único esencialmente autoritario garantizó un alto grado de institucionalización y estabilidad que inhibió casi por completo durante sesenta años la utilización de la violencia como medio de confrontación política. Mientras tanto, Colombia mantuvo niveles muy altos de violencia política, un sistema político con escasa capacidad de incorporar demandas emergentes y una desvertebración territorial de gran alcance. En unas circunstancias de estabilidad mucho más favorables, el PRI fue capaz de crear un fabuloso sistema piramidal de gran potencia cohesionante que, parrafraseando al periodista estadounidense Alan Reding, estuvo lubricado por el aceite de la corrupción. Puede que el larguísimo proceso de transición mexicana haya provocado la deserción de piezas hacia edificios paralelos de legitimidad, pero se mantiene un proyecto compartido de comunidad que está a años luz de las bajas cotas de construcción del estado nacional en Colombia. Por este flanco de la institucionalidad del estado, por lo tanto, ni las actuales circunstancias inducidas por el proceso de transición democrática ni las orientadas por la creciente participación del tráfico de drogas permiten avanzar un estadio de descomposición de la magnitud que se produce en Colombia ni en la más amarga de las pesadillas. Pero la paradoja circular de este proceso de divergencia entre México y Colombia la detenta el hecho de que facultades opuestas de desarrollo político han generado en el ámbito económico unos resultados contrarios a los esperados. La estabilidad política mexicana influyó decisivamente a la hora de crear las condiciones propicias para una crisis de onda larga que se ha expandido durante más de dos décadas. En contraste, Colombia ha sido capaz de conjugar altos niveles de violencia y un régimen político consociacional de democracia limitada, con un buen comportamiento de la economía en términos macroeconómicos, una política económica de altas miras y un crecimiento sostenido. Incluso en las desastrosas circunstancias presentes del país andino la recesión económica es un fenómeno inusual y de corta duración. En escenarios tan diversos desde el punto de vista económico e institucional como el mexicano y el colombiano fue capaz de arraigar en medidas diversas el tráfico internacional de sustancias estupefacientes, desde la marihuana en los años sesenta a la heroína, la cocaína y las drogas sintéticas. Pero el naufragio de la comparación entre México y Colombia tiene unas raíces más estructurales y falla por la base al desdibujar, o al menos ignorar, la naturaleza de la relación entre el crimen organizado que genera el tráfico de drogas y el poder institucionalizado. Los patrones de confrontación entre ambos actores que su dinámica ha seguido en Colombia son diametralmente opuestos, por concepción y por consecuencias, a las pautas de subordinación que esta misma relación ha seguido en México. En este país, el tráfico de drogas, como casi cada esfera de la actividad económica, ha estado sometida al mismo poder que de manera omnipresente se irradiaba desde la presidencia, capaz por igual de aupar actores inéditos a posiciones de dominio dentro de los mercados más lucrativos y de destruir imperios económicos construidos con el esfuerzo colectivo de años. A medida que el crecimiento de la demanda de drogas ha incrementado las oportunidades de beneficio monopolista en los países de producción y de tránsito como México, el paraguas de protección bien retribuido fue deslizándose hacia los ámbitos de poder más cercanos a la presidencia de la República. En palabras del académico Peter Lupsha, en México "alcanzar el vértice de poder del crimen organizado no es cuestión simplemente de la capacidad empresarial individual y de la capacidad de liderazgo entre las bandas sino que en realidad es el resultado de una licencia, una franquicia repartida por los funcionarios estatales y federales para el tráfico de drogas a cambio de un fuerte porcentaje de los beneficios y otros servicios adyacentes". El extraordinario poder de Miguel Ángel Félix Gallardo concluyó casi de manera paralela al sexenio de Miguel de la Madrid, mientras que la grandeza de Juan García Ábrego acabó con una lastimosa detención en los albores de la presidencia de Ernesto Zedillo. En la línea de los señalado por las teorías neoclásicas (neoliberal en el argot crítico) de la cleptocracia en las cuales el estado existe para maximizar las rentas de sus dirigentes, parecería como si cada presidente escogiese un narco de cabecera capaz de garantizar a través de prácticas monopolísticas el máximo nivel de beneficios, en este caso del negocio ilegal de las drogas. Quienes más cerca han estado en este mercado de alcanzar una cierta autonomía, ya declinante, han sido los hermanos Arellano Félix, que han construido un ejército privado que comparten en gran medida con las autoridades políticas estatales y locales en Baja California. Sin embargo, su fracaso indica la imposibilidad de construir En Colombia, mientras tanto, el tráfico de drogas ha mostrado una tendencia mucho más acusada a la confrontación con el poder político. Esta relación conflictiva no sólo se refiere a la muy publicitada relación entre los movimientos guerrilleros más activos y el cultivo de coca y más recientemente de amapola. La simple tasación de su siembra y del tránsito por sus áreas de influencia permite a estos grupos, junto a la pujante industria del secuestro que ha cubierto el vacío de protección que ha dejado el estado, la conformación de un ejército mejor remunerado que el oficial y la adquisición de los pertrechos militares de última tecnología. En el último año esta financiación ha permitido a las guerrillas más poderosas el recurso al ahorro público en la línea de las directrices más repetidas del Banco Mundial. Pero la parte del león de esta estrategia de confrontación ha situado su campo de batalla fuera de los programas explícitamente antidemocráticos de la guerrilla. Los traficantes colombianos no tuvieron en principio un programa político explícito y su único deseo era encontrar el mejor acomodo dentro de las elites dirigentes en la medida que les permitían sus fortunas recién adquiridas. Un cúmulo de circunstancias, y sobre todo la incapacidad de un sistema político y social excesivamente cerrado para generar cauces de movilidad social ascendente alternativos, situaron al crimen organizado enfrentado a un tiempo al régimen democrático y los grupos guerrilleros. El hoy preso en los Estados Unidos, Carlos Lehder representó el mayor esfuerzo económico por articular unas ideas concretas y conseguir la inserción pacífica en el sistema. Bajo estas circunstancias tendieron a entroncar con la derecha latinoamericana más populista y a comulgar simultáneamente con ciertos puntos del castrismo, a conformar una forma política interesadamente antiimperialista y retóricamente socialista. Nunca los narcos mexicanos estuvieron siquiera próximos a balbucear un programa político fuera de la cobertura que proporcionaba el poder establecido, del cual les sobrevenía su poder y que pendía sobre ellos como una amenaza inexpugnable. El fracaso de las descabelladas y milenaristas tesis de Lehder condujo en gran medida a una confrontación atroz que dirigió hasta el naufragio final otro narco de primera generación, Pablo Escobar, al menos en el imaginario colectivo. El narcoterrorismo que marcó el cénit del enfrentamiento se llevó consigo varios candidatos presidenciales y un reguero de violencia que se expandió a través del sicariato y de la transferencia tecnológica hacia un nuevo equilibrio criminal. En última instancia, el laberinto ideológico colombiano generó una confluencia de intereses particular entre una parte del ejército, una cierta nobleza empresarial marginada del centro político y los traficantes de drogas para constituir y financiar unos grupos paramilitares que defiendan los intereses establecidos, una tarea que es incapaz de garantizar el estado, frente a la extorsión de la guerrilla. Sin embargo, el sentido del ideario político es prácticamente irrelevante a la hora de definir los resultados del crimen organizado en términos de desarrollo económico; lo realmente importante es las semillas que dejó el proceso de lucha. Los traficantes de drogas en Colombia engendraron un proceso de alta magnitud que difícilmente tendrá reposición en México debido a las diferentes condiciones de su engarce con el sistema político. Y que, por lo tanto, hace insignificantes las categorías de la comparación más habituales entre ambos países, reduciendo los parangones a simples hechos circunstanciales. El enfrentamiento directo entre el estado y el crimen organizado, alentado por la trágica demagogia de los Estados Unidos en materia de drogas en los años ochenta, saturó la capacidad del sistema judicial en Colombia. Mientras el gobierno tuvo un cierto éxito en desmembrar las organización más patentes que fueron surgiendo, los denominados cárteles, grandes áreas de la seguridad pública fueron abandonadas a favor del esfuerzo contra las drogas. Se generó así un clima general de impunidad y se indujo un crecimiento ilimitado de la violencia común. En última instancia como consecuencia del tráfico de drogas la sociedad se despeña por lo que Thoumi denomina la "trampa de la deshonestidad": el descrédito del sistema legal, la intimidación de la rama judicial y, en consecuencia, un incremento de la criminalidad común durante los años ochenta y noventa. Pese a la representación habitual, poco menos del quince por ciento de los homicidios en Colombia tienen su origen en la violencia política o los métodos de actuación del tráfico de drogas. Sin embargo, los recursos públicos dedicados a su combate han drenado el presupuesto de otras políticas de seguridad y, sin la garantía básica de los derechos a la propia vida y a la seguridad, el estado se ha deslizado por la senda de la completa deslegitimación ante los ciudadanos. Esta circunstancia difícilmente podrá repetirse en México dado que, pese a compartir de manera apriorística esta deslegitimación pero por circunstancias diferentes, no existe tal confrontación entre las fuerzas del orden como representación del monopolio estatal de la violencia y los agentes extralegales dedicados al tráfico de drogas sino una mal disimulada convivencia a beneficio de los superiores jerárquicos. Es más, una parte de la organización a escala nacional del tránsito de los estupefacientes hacia los Estados Unidos fue directamente introducida por las agencias estatales de seguridad en pos del lucro personal y colectivo. Si bien el crecimiento delincuencial podría dar lugar a un tipo de saturación judicial similar al colombiano, la diametralmente opuesta posición de los agentes de la ley ante el delito en cada uno de los países hace imposible la repetición de esta espiral de impunidad. Si por colombianización consideramos, como el investigador Marco Palacios, la brecha, cada día más amplia, entre la norma jurídica y las prácticas institucionales y sociales, nada de ello puede aplicarse a México, donde la distancia entre ambas ha sido históricamente abismal, lo que pasa que institucionalmente abismal. Es decir, en tiempos recientes no se ensanchado en México la separación entre la ley y la práctica en tiempos recientes sino que se ha hecho más aparente a los ojos del observador desentendido. Porque la dependencia del poder judicial en México ha sido una constante histórica del sistema priísta y la policía nunca ha actuado como un agente al servicio de la ley, ni tan siquiera de sus objetivos corporativos, sino de los intereses políticos concretos y cambiantes. Ni tan siquiera se ha adaptado la ley a beneficio de quienes detentaban el poder sino que se ha violentado constantemente bajo una cierta apariencia de normalidad y un régimen normativo de alta calidad impresa. El mismo comandante González Calderoni que detuvo a La Quina Hernández y a Félix Gallardo acabó protegido en los Estados Unidos al calor de su escandalosa fortuna adquirida en la extorsión de los traficantes de drogas. En el contexto político, mientras la carga de la deuda externa y las políticas liberalizadoras en la economía tendieron a drenar los recursos disponibles para la actividad predatoria de los miembros del partido único, en paralelo los nuevos mercados como el de las drogas se hicieron más apetecibles como medio para mejorar la situación personal o grupal en la negociación constante que moldea la política mexicana. La descomposición del sistema presidencialista de gobierno, mientras tanto, desfiguró las constantes verticales de la negociación e hizo más poderosa la capacidad del dinero para otorgar beneficios de poder. El conocimiento de la tecnología en la utilización de la violencia y el agudizamiento de las contradicciones internas del partido que provocaba la escasez de recursos, por lo tanto, coincidieron temporalmente para que la violencia pudiese entrar a formar parte del repertorio de recursos disponibles dentro de la negociación política. El único efecto palpable del crimen organizado inducido desde el tráfico de drogas en México ha sido la recuperación de la violencia como mecanismo de relación en el cada vez más voluble sistema político tras sesenta años en los que casi el único aspecto positivo había sido el garantizar transiciones pacíficas de poderes. Sin embargo, esta circunstancia difiere notablemente de la situación colombiana, donde la violencia había sido el medio más habitual de relación entre los actores políticos desde tiempos inmemoriales. Porque, como señala el politólogo Dwight Dyer, son escasímismos los ejemplos a nivel mundial de una transición con éxito de regímenes altamente institucionalizados, se ha fracasado en gran medida a la hora de explorar las complejidades que incorporan estas situación. Ante esta falta de referencias históricas, el recurso fácil de los pesimistas es flagelar con la perspectiva del peor escenario posible. La incapacidad sistémica es probable que se repita ilimitadamente y Rusia, la perfidia resucitada, sustituya a Colombia como espejo futuro de todos los males de la transición mexicana. Esta visión maniquea, al reparar únicamente en los aspectos más negativos, ignora los avances indiscutibles de una transición que deberá construirse primordialmente sin la asistencia de modelos externos. Parafraseando al ex presidente español Adolfo Suárez, protagonista indiscutido de la transición desde la dictadura franquista, en el caso mexicano habrá que cambiar las cañerías sin que deje de fluir el agua. Pero los fontaneros mexicanos no pueden amedrentarse ante las inundaciones vecinas porque, si al ver una serie de codillos y repisas equiparables, podrán caer en la misma dinámica que en Colombia llevó al abandono del estado de crecientes áreas de responsabilidad pública con trágicas consecuencias. Ni tan siquiera México ha conseguido sustituir a la Unión Soviética, Irán, Colombia o Iraq como demonio interior digno de exortización para los mentideros de Washington. Los políticos y sus consejeros aúlicos, que son con razonables exepciones más inteligentes y menos entrometidos de lo que se sugiere a menudo al sur de Río Grande, saben de los problemas de México, en ocasiones provocan escándalos, pero a largo plazo saben que la relación debe sostenerse para beneficio propio, e incluso mutuo. Quizás sus homónimos en la ciudad de México desconocen esa perspectiva amiga y se mueven en el inofensivo terreno del nacionalismo maximalista o en la ciega admiración de cierto complejo de inferioridad. |
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