El dinero adicto de la droga
El discurso oficial sobre el tráfico de drogas está lleno de conceptos graves (seguridad nacional, amenaza, soberanía...) y de cifras increíbles. A menudo las primeras se sustentan en las segundas. Los medios de comunicación acuden prestos a repetir acríticamente los guarismos que les ofrecen los organismos comprometidos en la lucha contra las drogas. Forman parte de un debate a gran escala en el que quienes generan la información son los mismos que dependen de la magnificación del "problema" para la supervivencia. Más incluso que los propios traficantes. Sin embargo, las dificultades que presenta la cuantificación de un mercado por naturaleza ilegal y no registrado no explican por sí solas las grandes diferencias existentes entre las diversas estimaciones ni tampoco la trivialidad de sus métodos de cálculo.
El volumen de capitales manejados en el mundo por el tráfico de drogas se sitúa, según las cifras oficiales y académicas, entre los 300 y los 800 mil millones de dólares. Una gran horquilla, sin duda. El comercio de drogas superaría, de creer estas alturas, las ventas de productos textiles en todo el mundo y las exportaciones planetarias de automóviles. El guarismo más repetido dentro de esta diversidad extrema se originó en el mundo académico y recibió la bendición de las Naciones Unidas, que se encargó de repetirla a lo largo y ancho del orbe: 500 mil millones de dólares en todo el mundo. Aparte de su debilidad metodológica, esta cifra ha mostrado una pertinaz resistencia al paso del tiempo. Nacida en 1991 el mismo dato se ha reiterado intacto hasta el pasado año y es probable que su fiabilidad se extienda hasta bien entrada la presente década. Más improbable es considerar que las ventas de drogas también se han mantenido estables durante ese largo periodo de tiempo.
En cualquier negocio lícito, el volumen total manejado por un sector económico se computa tomando como base las ventas de los productos considerados y algunas estimaciones referidas a aspectos colaterales del negocio. Pese a que también suelen abundar las exageraciones interesadas, nada que pueda compararse a lo que ocurre con el tráfico de drogas. En principio, y pese a lo que podría dictar el sentido común, la valoración se construye no a partir de las ventas totales sino de la producción. La conclusión es que a lo largo del proceso matemático que genera la cifra mágica de los 500 mil millones se suceden una serie de estimaciones de procedencias diversas que tienden a estar infladas en concordancia con las necesidades burocráticas de cada agencia oficial. Se recarga el número de hectáreas cultivadas, se sobreestima el rendimiento por hectárea, se valora sesgadamente la materia prima necesaria para generar el producto final, se olvidan las pérdidas a lo largo del proceso...
El resultado final es una cifra que, como poco, muestra una consistencia muy débil. Los mismos defectos se arrastran para otros cálculos de la economía ilegal. Un antiguo asesor legal del Foreign Office británico estimó en 1996 que el crimen organizado maneja un billón de dólares al año. El Banco Mundial llegó a conclusiones similares cuando se aventuró a cifrar en el 2% del PIB mundial el volumen de negocio del blanqueo de capitales. Nada que no explique la teoría de la burocracia: inflando el rango del "problema" se obtienen réditos presupuestarios. La tarea consistente en malear las cifras al gusto de los intereses burocráticos de quienes les va el sueldo en mantener el actual esquema prohibicionista, en inflar el conflicto para obtener más recursos públicos. Los medios de comunicación, ávidos por otorgar una apariencia de rigor a sus notas a través de la inclusión aleatoria de cualquier tipo de cifra, contribuyen involuntariamente a distorsionar la naturaleza del debate a favor de los intereses de lo que se ha dado en llamar el complejo drogo-industrial-militar.
Los números míticos de la droga no basan su poder en la veracidad de su expresión sino en su capacidad para articular emociones que sustenten una determinada ideología social, en este caso el esquema prohibicionista. Lo novedoso de esta aportación de las drogas es que la vulnerabilidad numérica se enfrenta a las propias contradicciones internas. Según la Oficina Presidencial de la Política del Control de Drogas dirigida por el general retirado Barry McCaffrey, el desembolso total en drogas ilícitas de los 25 millones de consumidores estadounidenses no supera los 50 mil millones de dólares. El 15% de esa cifra correspondería a beneficios que se repatrían exclusivamente hacia Colombia. En bruto, cada consumidor gasta en promedio algo menos de 2 mil dólares al año en drogas ilegales. Con ese dinero podría consumir cada semana del año medio gramo de cocaína o 7 gramos de marihuana (cuatro cigarros de marihuana al día). Esta estimación agregada ha descendido paradójicamente de manera casi constante desde finales del ochenta, en un sentido contrario a la preocupación generada por el alarmismo de su propio organismo y de otros anexos. El valor del consumo de drogas en los Estados Unidos nunca ha superado el umbral de los 70 mil millones.
Se supone que el gasto en drogas ilícitas que realiza el resto del mercado mundial representa, por los mismos estándares de consumo y precio, aproximadamente otros 50 mil millones de dólares. En conjunto, los drogadictos y consumidores casuales de todo el mundo gastan para colmar sus instintos cerca de 100 mil millones de dólares. En consecuencia, la diferencia entre esta cifra de consumo y los 500 mil millones de ingresos de los traficantes sólo puede explicarse desde el punto de vista económico conforme a dos variables. O bien los 400 mil millones que no aparecen en la contabilidad oficial se traspasan a una economía que ya no sólo no está registrada fiscalmente sino que no está estimada en un caso sui géneris de economía sumergida o bien las inversiones de los traficantes de drogas en Wall Street les generan unas ganancias fabulosas que cuadriplican los beneficios del negocio. Esta última posibilidad se contradice, sin embargo, con el hecho de que la fortuna de los traficantes colombianos, esos dráculas de la edad moderna, ascendía exclusivamente a unos 500 millones de dólares, según los cálculos realizados al hilo del proyecto de ley de confiscación de bienes ilícitos.
Lo más intrigante de estas incoherencias numéricas es que han demostrado una gran fortaleza a lo largo del tiempo. Las manipulaciones interesadas no son nuevas. En 1971 Max Sinder calculó que, si se tomaban como ciertas las estadísticas oficiales sobre consumo y precios de la heroína y sobre la dependencia del robo en los adictos, la ciudad de Nueva York ya no existiría: los heroinómanos la habrían robado. Veinticinco años después Peter Reuter advertiría que, en caso de ser verdaderas las cifras de producción de marihuana en México, la mitad de los estadounidenses de entre 15 y 35 años fumaría tres gramos de marihuana al día. Es decir, la parte más dinámica de la sociedad del norte sería fulminada por un estado catatónico con visos decontinuidad.
México también ha sufrido las alegrías numéricas de los organismos oficiales de los Estados Unidos por la vía de los ofertantes. De tomar como ciertas diversas estadísticas oficiales, el gobierno mexicano estaría aplicando un impuesto indirecto agregado del 15% a cada gramo de cocaína que se vende en los Estados Unidos, independientemente de que haya pasado por México o no. Se trataría de un peculiar y enrevesado caso de extraterritorialidad impositiva. De las 300 toneladas de cocaína o los 41 mil millones de dólares que los consumidores al otro lado de la frontera gastan en el polvo blanco 6 se dedican a pagar sobornos a autoridades policiales y políticas en México. Esta cifra es seis veces mayor que lo que el gobierno mexicano afirma dedicar a combatir el tráfico de drogas. En definitiva, por cada dólar que les ofrece el sector público a los funcionarios públicos para combatir las drogas los traficantes les ofrecen seis. Lo más intrigante e incomprensible resulta del cálculo que reza que los mexicanos sólo controlan el 35% de la distribución al por menor de cocaína en los Estados Unidos. La conclusión sería que aproximadamente la mitad de los dólares ingresados por los traficantes de cocaína se utiliza para comprar voluntades en el gobierno. De todo ello se deduce que si los traficantes mexicanos fuesen actores racionales, que todo el mundo sabe que no lo son, acostumbrados al gasto ostentoso, deberían abandonar la actividad puramente ilícita e introducirse en el ámbito de lo público al objeto de maximizar los beneficios. Otros expertos más independientes reducen por seis las cantidades pagadas en México por sobornos procedentes de la droga a los más creíbles 160 millones de dólares.
La utilización política de estos datos interesadamente manipulados es la conclusión obvia de un conocido proceso que se ha dado en denominar de fabricación de enemigos. Tras los números vienen las reclamaciones presupuestarias o políticas. El senador demócrata Christopher J. Dodd lo expreso de manera diáfana y meridiana en una audiencia parlamentaria: "El tráfico de drogas genera ingresos estimados de cuatrocientos mil millones de dólares anuales [...] En 1995 el gasto presupuestario del gobierno mexicano fue de cincuenta y cuatro mil millones. [...] No hay que pensar mucho para llegar a comprender la enorme tarea a la que se enfrentan las autoridades mexicanas y estadounidenses [...] Es evidente que los recursos mexicanos por sí solos no pueden enfrentarse a estos gigantes criminales. México necesita nuestra asistencia y cooperación en lo que se está convirtiendo en una lucha hercúlea".
El México pobre, necesitado de ayuda, del que habla Dodd producía en 1998, según las estimaciones oficiales del Departamento de Estado un escaso 1,7 por ciento del opio mundial, junto al 23,5 por ciento de la marihuana: 2.300 toneladas de hierba mala en términos absolutos. En 1989 las fértiles tierras mexicanas daban a luz 30.000 toneladas de mariguana. Podría imaginarse que este descenso de más del noventa por ciento se deba a la privatización del ejido, que disminuyó la productividad agrícola, o a los veinticinco mil millones de dólares que los Estados Unidos han invertido desde 1981 en ayuda exterior contra las drogas, lo cual podría aminorar las necesidades de fondos ilícitos de los funcionarios locales. Sin embargo, la productividad de la tierra mexicana en lo que respecta a la amapola se ha mantenido prácticamente constante desde la década pasada, según las cifras de las Naciones Unidas.
Quizás la cooperación y ayuda que reclama Dodd no esté bien enfocada. Puede que necesite dirigirse hacia otro destino: los Estados Unidos, que en el mismo periodo han duplicado su producción de marihuana (hábilmente camuflada en sus estadísticas oficiales bajo el epígrafe "otros países") hasta alcanzar cotas superiores a las mexicanas. A lo mejor la implicación de las fuerzas armadas en la Guerra contra las Drogas no ha sido suficiente en el frente interno. Bien es cierto que las dos experiencias militares de eliminación de marihuana en Hawaii y California en los años noventa acabaron en sabotajes y el desprecio público más abrumador. Sin embargo, ninguna de estas contradicciones parece preocupar en el consumo de la frágil política estadounidense, empeñada en construir conspiraciones exteriores que sujeten una determinada distribución de poder en el interior.
En palabras del criminólogo William Chambliss, "los miembros del gobierno [estadounidense], como los mafiosos de las redes criminales, luchan por proteger los valores que cuadran con su visión del mundo y con su sentido del bien y el mal. No debería sorprender, por tanto, que estén dispuestos a quebrantar la ley para vivir la lógica y los valores de su mundo". La segunda ley que rompen son las estadísticas. La primera es la de la moralidad y la legitimidad, en un acto repetido y conocido que remite a tiempos ancestrales: George Washington, el primer gobernante de los Estados Unidos, aparte de cultivar marihuana para su consumo personal en las dependencias presidenciales, utilizó su puesto para aumentar su fortuna personal. Esta contrariedad no ha sido óbice para que el fundador tenga un lugar predilecto en el santoral pétreo (por la cara de cemento y por sus estatuas montañosas) de los Estados Unidos.

 

 

 


 

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