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Las drogas: futuro sin debate, debate sin futuro | ||||||||||||||||||||||||||||
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Las drogas, definidas de manera vaga, preocupan. Y preocupan mucho. Tras el desempleo, es el asunto que genera mayor inquietud entre la población. ¿Pero qué hace de un rompecabezas que afecta a un número muy limitado de personas un elemento inductor de tal desasosiego? Algunos teóricos lo explican en términos de la distribución de poder: es un medio de control social. Las estructuras macropolíticas necesitan de un enemigo interior y exterior para garantizar su propia supervivencia. En el interior ayudan a justificar un aparato de justicia magnífico que se utiliza a menudo para fines distintos de los presupuestos. En la arena internacional, bajo su bandera, se facilita la inter-vención de las potencias hegemónicas en asuntos internos de otros países. Las drogas han sustituido al comunismo como la gran amenaza en el imaginario colectivo. Pero las drogas no son sólo un medio ni una incertidumbre sino que constituyen la expresión más cruda de problemas de mayor calado. La ilusoria unión entre extranjero y tráfico de drogas, por ejemplo, sólo se explica en términos de la rampante xenofobia. Menos del quince por ciento de los arrestados por delitos de drogas son extranjeros. Pero, sobre todo, el reto cultural que para muchas sociedades supone la adaptación a un nuevo esquema de consumo de estupefacientes es de una naturaleza extraordinaria. La prohibición hace casi un siglo no fue sino el espejo de la negación de lo desconocido. La persistencia de la intranquilidad indica lo lejano de una convivencia menos proble-mática. Según la opinión pública, las drogas será el asunto con un comportamiento más negativo en el próximo lustro. La inquietud de la población por el asunto de las drogas, sin embargo, tiene un reflejo marginal en el debate electoral. El vacío de discusión que dejan los partidos políticos y los análisis sosegados es ocupado por declaraciones frívolas y oportunistas, por la dicotomía infructuosa de despenalizadores y prohibicionistas. Los primeros manejan con arrojo los mecanismos de la opinión pública pero los segundos mantienen el control absoluto de las clavijas del poder. Unos y otros encuentran en la existencia del enemigo la propia justificación de su pervivencia. Cualquier conato de discusión se cierra en falso en la confrontación de posturas maximalistas que en muchos casos están más movidas por la vanidad personal que por un análisis serio. La superficialidad de la discusión genera, hasta cierto punto, un aspecto positivo: evita el deslizamiento rápido hacia la demagogia. El desconocimiento connatural a la ilegalidad, junto a las tragedias personales y sociales más pavorosas y el temor generalizado que provocan, es un cóctel explosivo disponible para la retórica altisonante y apocalíptica. Siempre hay un demiurgo para exortizar la inseguridad social. En este con-texto de extrema fragilidad, lo que aparece es precisamente lo contrario: un consenso mayoritario sobre la política pública. La receta compartida incorpora en cantidades diversas una combinación de sofisticación legislativa y material en materia de represión, incluyendo una profundización en la cooperación internacional (control de la oferta), y de tratamiento médico y social para los adictos y de propaganda para el público específico (reducción de la oferta). Por lo general la derecha enfatiza el primer aspecto mientras la izquierda se vincula al segundo, pero las diferencias programáticas son nimias. Izquierda Unida, mientras tanto, pone la nota discordante y se postula por "la legalización del consumo, producción y distribución de las drogas ilegales". El riesgo es gratis cuando el poder está lejos. Ernesto Samper defendía la legalización de la marihuana antes de alcanzar la presidencia colombiana con la ayuda financiera del Cártel de Cali. Al contrario que la demagogia, la política sobre drogas no ha sido inmune a la influencia del mundo de la publicidad. La idea fuerza de estos principios del siglo XXI en materia de drogas es la reducción del daño (harm reduction). Partiendo de las premisas habituales de reiterar las limitaciones del control de la oferta y valorar los esfuerzos por reducir la demanda, el punto clave de este enfoque lo constituye la purificación del objetivo: minimizar el daño entre aquellos que no quieren o no pueden abandonar el uso de las drogas y entre quienes les rodean. Pero lo atractivo del discurso teórico se com-plementa con una práctica difusa que sirve lo mismo para justificar soluciones militaristas en términos de amenaza a la seguridad nacional que la sobrevalorada experiencia holandesa. Sin análisis de coste-beneficio que ponderen cada uno de los vectores generadores de perjuicios y con la carencia casi total (intencionada en algunos casos) de instrumentos válidos para la medición, la noción de reducir el daño expresada en términos matemáticos no supera el nivel de eslogan. La suma de una extrema sensibilidad y la carencia de alternativas prácticas más allá del frontispicio de la reducción del daño y de la opción desbordante de la legalización conduce al problema clave: la falta de audacia. El miedo al fracaso paraliza la actuación pública o la reduce a niveles mínimos. Para disimular las carencias y aparentar actividad, el análisis sosegado se sustituye por la retórica de las grandes palabras que suenan huecas por ineficaces: el bien común, el ámbito de los valores, la libertad individual. La seguridad nacional no ha entrado en esta marejada, pero puede ser cuestión de tiempo y de la confluencia de factores coyunturales. Las recientes polémicas al hilo de la instalación de las narcosalas o la puesta en marcha de los programas de heroína no constituyen sino la representación más exacerbada de este miedo al fracaso de la política sobre drogas. Pero puede que el fracaso esté precisamente en reiterar opciones que se han mostrado, como poco, inoperantes. |
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