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Lega... legalización | ||||||||||||||||||||||||||||
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Hace varios veranos en múltiples verbenas del norte de España se coreaba a ritmo de ska un mantra del grupo Ska-P, de Vallecas (uno de los barrios más degradados de Madrid), que rezaba: "Lega... legalización: cannabis bueno y barato". Numerosos abuelos vestidos de gala, de domingo, con su boina calada hasta las cejas, arqueaban sus articulaciones artríticas al son de la música. A mayor gloria de su decencia, la canción llegó a alcanzar puestos estelares en la sección Topa Jai de romanzas más populares dentro de un disoluto programa dedicado a las fiestas estivales de la televisión vasca Euskal Telebista. Más cercano al convulso escenario nacional una canción de los venerables Tigres del Norte lanzaba, en boca de un presunto padre cuyo presunto hijo presuntamente muerto como consecuencia de alguna presunta descarga psicotrópica, una soflama en contra de las mismas sustancias de las cuales supuestamente su mánager artístico era presunto tratante o presunto mercader. "Así como yo perdí a mi hijo sé que hay muchos padres que sufren el mismo dolor. Porque la droga te hace perder la vida, la familia, la vergüenza y tus facultades mentales. Y sepan que por esa maldita droga hospitales, cárceles y panteones es el último final." El panorama musical refleja el mismo encono de las posturas que no tiene porque estar unido al sentido territorial. Las voces discordantes con respecto al discurso oficial han proliferado con propuestas más liberales en cuanto al control de las drogas prohibidas que la actual estrategia prohibicionista. La revista británica (neoclásicamente) liberal The Economist, el diario londinense (stritu sensu) liberal The Independent o la British Medical Association han instado, en distintas versiones, a nuevas formas para manejarse con las drogas ilegales. Individuos de renombre como el antiguo director del diario conservador londinense The Times y miembro de la Cámara de los Lores británica William Rees-Mogg, la exótica comisaria (por miembro de la Comisión Europea, no por policía) italiana Emma Bonino, el gurú del liberalismo económico Milton Friedman, el antiguo fiscal general de Colombia Gustavo de Greiff o el presidente consultivo de la Barra Nacional de Abogados de México se han postulado en el mismo sentido. El especulador George Soros contribuye como benefactor a hacer avanzar estos principios. Pero aun muchos más son los gritos, algunos verdaderamente doloridos y otros internamente cínicos, que apuestan fuerte por esta política prohibicionista o por modalidades aún más restrictivas. El tan cacareado debate en torno a una hipotética legalización de algunas o todas las drogas psicoactivas cuya producción, distribución e incluso consumo se encuentra prohibido en la actualidad se establece en torno a tres errores a nivel discursivo que impiden cualquier discusión sosegada. Todos se solapan. LA SANTA INQUISICIÓN O LA POLÍTICA ANTIDROGAS ESTADOUNIDENSE El primero error de debate acerca de la legalización de las drogas es la introducción de valores excluyentes y expansivos de tipo moral. Para muestra un botón. O mejor dos. En el rincón derecho, por el bando de los rudos, el papa Juan Pablo II: "La droga es un mal y con el mal no se puede ceder". En el rincón izquierdo, por el bando de los técnicos, lord Ress-Mogg: "La ley que prohibe la marihuana es conceptualmente inmoral". Cuando la discusión se adentra por los precipicios morales el mensaje simple y a la obediencia debida se ha apoderado febrilmente de la idea y ha sido unas magníficas correas de transmisión para la aplicación de estas teorías. Simplemente se cambia el chip: por las condiciones del entorno (ya desapareció el enemigo total comunista) se sustituye el terror rojo por la amenaza internacional narcotraficante y se demuestra como se puede seguir viviendo sin tener otra idea, sino una e incuestionable, que sustente la existencia y permita los mayores desmanes contra los derechos humanos más elementales. El propósito final de las políticas así implementadas es eliminar los vicios, lo que alguien desde alguna parte, fundamentalmente desde el neoconservadurismo teológico estadounidense, define como el mal. El consumo de drogas es inmoral y contagioso, es su discurso. Y como ha sucedido en otras sociedades, se construye un enlace sólido entre las ideas de lo extranjero y la contaminación. Igual que durante la epidemia de sífilis de finales de siglo XV esta enfermedad se interpretó en términos de enfermedad extranjera ('el mal francés' para los ingleses, 'la enfermedad napolitana' para los franceses, 'peste española' para los italianos), los escritores estadounidenses más retrógrados han identificado la droga como un objeto diabólico introducido por extranjeros sucios para pervertir a lo más sagrado del país, a las costumbres fuertemente arraigadas, para pudrir el futuro de la nación, la juventud. Vuelven las lecciones de moral febriles. Vuelve la Santa Inquisición. En palabras del filósofo vasco Fernando Savater: "Como la cruzada contra la droga es una guerra, la actual guerra exterior que Estados Unidos necesita por lo visto para subsistir como unidad moral tras la quiebra del adversario comunista, es lógico que a su frente caracolee brioso un ilustre soldado [el general Barry McCaffey. En Colombia] realizaba su visita de mando supremo a las trincheras de primera línea, palmeando paternalmente la espalda de los resignados súbditos colombianos y otras veces amonestándoles por su negligencia, incluso amenazándoles con la descertificación punitiva. Porque ahora aquellos certificados de buena conducta que el franquismo exigía para conseguir pasaporte o contrato de trabajo los reclama y otorga Estados Unidos a los países con el mismo caprichoso arbitrio". Desconsolado y socarrón, se continúa preguntando: "Nunca supimos quién certificaba a Franco para certificar a los demás - mejor no preguntar porque temíamos la respuesta - ni tampoco ahora, por la misma razón, sabemos quién certifica al gringo como certificador". El manejo del debate para que se consigne a este nivel primario la mayor parte de la producción literaria, incluso académica, ha sido muy hábil por parte de los prohibicionistas. Con gran sentido del análisis discursivo se han obviado e ignorado las voces críticas más razonadas desde dentro del establishment, algunos de los cuales se han mencionado anteriormente, y se han resaltado las de aquellos que las unen a movimientos casi subversivos y habitualmente satanizados desde los medios de comunicación. En un ejercicio de intensa manipulación, se presenta a los partidarios de enfoques novedosos frente al actual prohibicionismo como unos revoltosos radicales, enfrascados y embocados al caos, el desorden y la final extinción de la especie humana a golpes de LSD y heroína. Fruto de este mismo enfoque es el interés patente de las autoridades antinarcóticos y de seguridad estadounidense por establecer nexos entre grupos terroristas e insurgentes y el narcotráfico. De una amenaza difusa y fácilmente manipulable, que como se demuestra en la actualidad es exagerable hasta niveles casi circenses, se pasa al concepto de mal universal que espera detrás de la puerta de cada casa para infiltrar a todo el personal en el mundo del vicio y la drogadicción, en el cual no somos conscientes de cual es el bien y el mal. En definitiva, como las brujas de la Santa Inquisición: adoradoras del diablo y encima putas. Un ejemplo reciente: portada de El Universal, 3 de diciembre de 1997, "Entrenan mercenarios terroristas a pistoleros de los Arellano Félix". La fuente de la información, según el propio periódico, son informes de la Drug Enforcement Agency que (¿casualmente?) han acabado en manos de la prensa. Existen algunas pruebas palpables de que esta relación entre narcotráfico y grupos terroristas sediciosos es cierta para grupos concretos y de que existen múltiples manipulaciones al respecto. Pero lo que no puede pasarse por alto son, al menos, dos circunstancias. Primero, la ilegalización de una idea, una substancia o un comportamiento conlleva la natural cercanía a otros referentes ya previa y ostensiblemente al margen de la ley. En otras palabras, la ilegalidad tiende a unirse para hacerse fuerte y a moverse por los mismos cauces para enfrentar las durísimas presiones de los emisarios de lo no proscrito, de la moral y de sus ejércitos. Por lo tanto, la unión entre fuerzas insurgentes y narcotráfico no es sino un producto de la actual estrategia prohibicionista ilegalizadora y nunca, como trata de venderse, una muestra de la natural maldad de las drogas. En segundo término, las evidencias demuestran que muchas de las principales organizaciones de narcotraficantes han sido utilizadas por la CIA en actividades de inteligencia y han luchado codo con codo en operaciones encubiertas contra enemigos comunes. Salvatore Luciana, más conocido como Lucky Luciano, murió como un héroe de guerra por su participación fundamental en los planes acerca de la invasión de Sicilia durante la Segunda Guerra Mundial y la mafia fue el principal bastión de la democracia cristiana en el sur de Italia y un aliado de suma importancia en la lucha por evitar que los comunistas alcanzasen el poder por vía de las urnas durante la posguerra. La CIA utilizó a los mafiosos corsos para sabotear una huelga de inspiración comunista en Marsella en 1947 y el submundo corso apareció poco después, prácticamente desde la nada, como un gobierno paralelo en el sur de Francia. Las ventas internacionales de opio y heroína hacia Occidente comenzaron a principios de los años cincuenta para apoyar y financiar a los resquicios del Partido Nacionalista Chino en la lucha que mantenía en las zonas selváticas de Birmania frente al victorioso Ejército Popular de Liberación de Mao Zedong. Pronto los nacionalistas leales a Chiang Kai-chek rindieron sus posiciones y se dedicaron al más lucrativo negocio de la heroína, convirtiéndose durante años en una fuente primordial de información para diversos servicios secretos en la zona y en un apoyo crítico para la contrainsurgencia comunista. La historia de la lazos entre la CIA y el narcotráfico en Colombia, en Nicaragua, en Perú o en Afganistán, donde todas las facciones que lucharon contra la invasión comunista se financiaron con la heroína con pleno conocimiento y apoyo explícito estadounidense, es larga y prolija. La DEA siempre mantuvo sus manos alejadas del negocio principal y actuó durante años, se supone que inconscientemente, como brazo armado de un hipotético Tribunal del Monopolio dedicado a eliminar del mercado a aquellos traficantes que no contaban con la "certificación" de la CIA y conformar el actual estado oligopolístico del narcotráfico en el mundo. Se reproduce sin intención el esquema que el escritor británico Kenneth Allsop apuntó para el Chicago de los años veinte: Chicago "era una cuidad sin una fuerza policial, puesto que [la policía] operaba parcialmente con un ejército privado de las bandas". Para la complicidad entre la CIA y los narcotraficantes, una cita literaria obligada al respecto: Alfred McCoy, The Politics of Heroin - CIA Complicity in the Global Drug Trade, Lawrence Hill Books, Nueva York, 1991. McCoy es profesor de historia en la Universidad de Wisconsin, Estados Unidos. Después de todo, nada diferente podía esperarse sino una colaboración estrecha entre la CIA y los narcotraficantes. Durante la Guerra Fría compartieron medios (operaciones encubiertas) y fines (la economía de mercado), y en más ocasiones se encontraron que se distanciaron. EL ESCENARIO DE UNA SOCIEDAD CON DROGAS, CON MÁS DROGAS De la misma diestra manipulación que la introducción del primer error es la distorsión que afecta al segundo nivel del debate: el de confundir y mezclar las consecuencias que tendría la legalización de las drogas psicoactivas actualmente prohibidas. De cual sea la evaluación de los posibles efectos de una estrategia más liberal frente al actual enfoque hacia las drogas dependerá en gran parte, una vez desprovisto de todo el halo y el tufo moralista del que viene la discusión del primer estadio, las decisiones que se tomen en el futuro al respecto. En este fragmento de la argumentación, los bien remunerados manipuladores profesionales de la opinión pública tienden a confundir intencionadamente dos sucesos ampliamente divergentes: lo que serían, por una parte, las consecuencias del propio uso de las drogas y los efectos, se supone que no deseados, de las actuales políticas prohibicionistas frente al fenómeno. Así, por ejemplo, los centenares de miles de mexicanos que cada año mueren víctimas de enfermedades asociadas al consumo incontrolado de alcohol y del tabaco son los efectos del uso, excesivo en su caso, de las drogas psicotrópicas. Mientras tanto, los apenas quinientos españoles que fallecen anualmente víctimas de la adulteración de la heroína son las trágicas consecuencias de la actual política represiva ante ciertas drogas que condena a la ilegalidad, y por tanto a los mayores abusos por parte de los distribuidores, a mercados enteros de sustancias psicoactivas. Habitualmente la prensa tiende a reflejar estas muertes, presentadas bajo fotografías del difunto aún empitonado por la jeringuilla, como un producto de una "sobredosis de heroína". Sin embargo, cualquier individuo relativamente bien informado, sin necesidad de ser un experto en medicina, conoce que un muerto por sobredosis de opiáceos inyectados por vía intravenosa tarda en morir al menos quince minutos desde que se produce el contacto entre la sangre y la sustancia. Por contra, si la heroína administrada tiene una calidad pésima, o también si es de una categoría superior a la normalmente introducida, tan sólo es necesario que el producto introducido haga contacto con el corazón para que lo haga estallar y provoque la muerte instantánea. Nadie en su sano juicio es capaz de negar los efectos negativos de la droga. Sería tan ilusorio como tratar de convencer de los beneficios que para las libertades individuales de los soviéticos tuvo la existencia del KGB. Precisamente tan candoroso como creer que, alguna vez, en algún momento, puede existir una sociedad "libre de drogas", que no es otro que el ideal y aparente leitmotif de la política estadounidense antinarcóticos. El consumo infrecuente de drogas suele causar un daño nulo o de muy pequeña magnitud. La mala utilización de la droga provoca, por contra, perjuicios principalmente al consumidor y de forma secundaria, pero no por ello menos importante, a los otros, que siempre son el entorno más cercano, normalmente familiares y amistades. Por lo tanto, el objetivo de cualquier política que el estado emprenda en su lucha contra las drogas, a no ser que se trate de un estado libertario radical, en cuyo caso no existiría tal estado, debe estar encaminada a la reducción del daño que las sustancias psicoactivas producen en los individuos, principalmente entre ese segmento secundario de afectados no consumidores. En este sentido, la crítica principal que se hace a las estrategias prohibicionistas de control de las drogas es que ocasionan más perjuicios que aquellos que vienen a solucionar. De hecho, la prohibición es la responsable de la mayor parte de los renglones que los informes gubernamentales ocupan escandalizando al personal bajo el título de "problemas provocados por las drogas". Al criminalizar la producción, la distribución y el uso de ciertas drogas, la intromisión del estado transforma la naturaleza de los mercados de drogas favoreciendo sustancias más letales, cambia las formas en que los individuos consumen drogas haciéndolas clandestinas y por ende libres del control médico deseable y, por último, modifica la percepción de las drogas por parte de la población. De ese modo, la prohibición de las drogas provoca violencia por la propia ilegalización de la sustancia, corrupción de empleados públicos para continuar con su distribución, encarcelaciones masivas de personas cuyo único delito es vender algo a alguien que lo quiere comprar sin ningún tipo de intimidación y sin herir y causar quebranto a un tercero, privación de libertades civiles en nombre de una entelequia como la salud pública que los mismos policy makers se encargan de definir, discriminación de los drogodependientes que propicia su guetización y la subsidiación de la delincuencia organizado, que acoge las drogas como el más lucrativo de sus negocios. Sus consecuencias no podían ser más fatales. Y sus perjuicios no se reducen ahí. Los costes de la actual política prohibicionista en forma de arrestos, persecuciones y encarcelamiento de delincuentes, de corrupción del sistema público, de distorsión de incentivos a los individuos y de problemas médicos debidos a la adulteración de las drogas provocan un desvío de fondos del sistema público hacia funciones que no son las más apropiadas. La necesidad de esos recursos que podrían de otro modo ser destinados a proyectos de desarrollo social auspiciados desde instancias gubernamentales, que son retraídos en una inútil lucha contra las drogas, se hace más acuciante en tiempos en los que el estado, y con él todo aquello que suene a público, a burocracia, en definitiva a esclerosis económica, está siendo sometido a una brutal campaña de acoso y derribo por parte de importantes segmentos del empresariado y de sus sicarios intelectuales. Sin embargo, salvo honrosas excepciones tales como las ya citadas de The Economist o Milton Friedman y algunas otras de menor importancia, nunca se vio a ningún empresario objetar la más mínima coma hacia el actual ordenamiento jurídico en relación con las drogas si no es para endurecerlo. La situación se hace más paradójica cuando se comprueba que los empresarios del tabaco, del alcohol o del café compran su inmunidad con dinero, en los más de los casos mucho dinero, por daños demostrables contra la salud. Si los costes de la actual política prohibicionista contra las drogas son múltiples, no son menores los beneficios que inhibe para el conjunto de la población, al menos para sectores concretos y amplios de la misma. Los narcotraficantes y la pléyade de agencias gubernamentales, civiles y militares, dedicadas a la persecución del fenómeno retrayendo recursos de otros fines más lúcidos son los únicos que obtienen beneficios de las actuales políticas. Mientras tanto, el resto de la población sufre de una violencia estéril e inaplacable y del financiamiento vía impositiva (por impuestos y por impuesta) de una lucha en la que nunca habrá ganadores y, hasta el momento, sí que hay cada vez más dinero dedicado a misiones más inútiles que mantener comunista Vietnam. Pero aquí no hay niños bien, universitarios de postín, que tengan que arriesgar su vida por la patria y sí algunos profesionales de la academia (intelectual, gubernamental o militar) que obtienen jugosos beneficiosos a costa de alargar eternamente el combate. No hay esperanza de que las cosas vayan a peor con la actual estrategia prohibicionista y, sin embargo, sí encuentran los policías, los legisladores y los narcotraficantes tácticas para deteriorarlo todo. Son realmente muy buenos. También sufre el conjunto de la población de los altos precios por lograr un momento de diversión asimilable al de una botella de vino acompañado una jugosa comida, de un cigarrillo para concluir el delicioso manjar, de un tequila con que disfrutar una conversación abierta con los compadres y de un prozac que ayude a soportar la crueldad de una vida vista como insufrible. Ni tan siquiera se permite la posibilidad de alcanzar esa opción de ocio alternativo, que la gran mayoría desecharía prefiriendo dedicar su tiempo libre a actividades tan sancionadas socialmente tales como el esparcimiento familiar, sencillamente se impide contemplarla en el menú de opciones permitido para disfrutar de la diversión personal. Como en su tiempo dijo Alphonse Capone, nacido en Nueva York pero radicado en Chicago, a un reportero: "El hogar de una mujer y sus hijos son su felicidad real. Si estuviesen allí, el mundo tendría menos de lo que preocuparse". LA ÉTICA DEL INDIVIDUO O EL PORQUÉ LOS DEMÁS VAN A EMPEZAR A DROGARSE El tercer error de la discusión, que es el que está presente en ambos, pero sobre todo en la evaluación de las consecuencias de una estrategia más liberal frente a las drogas, es la carencia de confianza en el ser humano. Los argumentos encontrados se articulan en torno a un debate ético casi eterno acerca de la naturaleza humana que, con las disquisiciones previamente comentadas, se ha tratado de enterrar. ¿Serán los ciudadanos capaces de resistir los cantos de sirena que emiten drogas tales como la heroína o el LSD cuando puedan adquirirlas más o menos libremente? Por muy paradójico que parezca, en el fondo de todas las argumentaciones se explicita el grado de control al que las autoridades deben someter al ser humano para que no se desmande en sus orientaciones y no se salga del útil cerco de lo moral o políticamente correcto y aceptable. Valorar la vulnerabilidad de la población a una disposición libre, aunque sometida a controles, de drogas psicoactivas actualmente prohibidas es un problema práctico de fe. En el fondo es un problema de miedos, creencias e instintos sobre la naturaleza humana, tanto individual como colectiva. Se trata del eterno debate en torno al equilibrio entre las drogas y la voluntad humana. Para los prohibicionistas, ya sean progresistas o conservadores, la liberalización parcial o total del consumo de las substancias psicoactivas hoy prohibidas conduciría a un aumento explosivo en las actuales tasas de consumo de drogas y por tanto al incremento exponencial de los problemas sanitarios y sociales derivados. Mientras los legalizadores están dispuestos a conceder un posible aunque reducido aumento en el número de consumidores de drogas con el fin de evitar el castigo a grandes núcleos de población, los prohibicionistas están dispuestos a sacrificar y limitar su libertad individual a coste de potenciales ganancias en la salud de la población. En el inestable equilibrio entre libertades individuales y salud pública, dos conceptos cuya presentación breve alargaría cualquier debate y terminaría sin conclusiones comunes, unos optan por un lado del y los adversarios, que no enemigos, se inclinan por el otro sin tratar de buscar un punto medio. Desde el presente no se puede refrendar ni impugnar observaciones o predicciones sobre un futuro con las drogas legalizadas, cualquiera que sea el enfoque y la práctica adoptada, que puede ir desde liberalización de ciertas sustancias psicoactivas hasta el modelo de drogas en el supermercado con leves controles por parte del estado. Algunos ejemplos, como el holandés, pueden servir para hacer ejercicios primitivos de intuición o para flagelar al contrario, pero nunca podrán exponerse como sucesos paradigmáticos por las múltiples circunstancias que rodean a experiencias que en sí tienen mucho de especial y aún más de cobayas sociales. En los Estados Unidos del siglo XIX, que sería el escenario liberal más cercano a lo que proponen los libertarios en materia de drogas, el consumo de sustancias psicoactivas era ligeramente superior al actual; sin embargo, los problemas relacionados con las drogas eran infinitamente menores. En cualquier caso, pueden hacerse algunas extrapolaciones de aquello que está sucediendo actualmente con las drogas legalizadas. El punto primero y principal de una visión no exhaustiva se enuncia como sigue: prácticamente todos los individuos consumen drogas psicoactivas en el mundo contemporáneo. Incluso grupos que podrían pasar como abstemios absolutos por las más estrambóticas razones éticas o religiosas, cual son los mormones, compensan y sustituyen este hábito por la ingesta de bebidas muy adictivas como los refrescos azucarados y cafeinados y por una incondicional tendencia a molestar al prójimo sermoneándolo desde su púlpito de superioridad típicamente wasp. Por lo tanto, no puede hablarse, como a menudo se refiere, de que tras la legalización comenzaría un consumo masivo de substancias psicoactivas. Las drogas ya están presentes en todas y cada una de las sociedades y comunidades conocidas a lo largo y ancho del mundo. Como de nuevo sentenció Al Capone en otra de sus múltiples entrevistas "sinceras" a los periodistas: "Yo doy al público lo que el público quiere [el alcohol]". En Utah las manos blanquecinas y tiernas de muchachos encorbatados acercan a la boca refrescos adictivos y en el Vaticano pasean púrpuras cardenalicias aventando, cual botafumeiros, el humo de un cigarrillo. Podrá argumentarse que el alcohol forma parte de la cultura occidental, que el café es innato a muchas de las interacciones sociales, pero prohibir arbitrariamente las drogas demuestra poco más que la desconfianza de los gobernantes hacia los gobernados. Tan sólo la política de hechos consumados permite la misericordia de la autoridad hacia actividades naturales, cual es el consumir drogas psicoactivas. Lo que sí es probable que suceda tras la legalización de las drogas es una reacomodación de las pautas sociales para su consumo. El aumento del uso por el abaratamiento del producto que supuestamente escoltará a la legalización dependerá obviamente de la elasticidad de la demanda a reducciones en los precios. Pero si el consumo de drogas ilegales actualmente en el mercado ha mostrado una tendencia hercúlea a responder a oscilaciones en el sistema de precios, no hay tampoco motivo para la preocupación y el pánico de un escenario en que las calles se pavimenten con heroinómanos disfrutando su plácido vuelo interestelar. Y en cualquier caso, el problema de las drogas no se circunscribe al número de consumidores, que es el total de la población, como se ha expuesto anteriormente, sino la magnitud de las consecuencias negativas de su consumo inmaduro sobre la salud y el comportamiento del usuario y sobre los demás, los que los amen o los odien, los que los tengan como jefes o subordinados o los que se los encuentren conduciendo en sentido contrario por la autopista. Analizando un poco el entorno social de cada quien puede deducirse que no se producirían cambios esenciales en las cantidades de drogas psicoactivas utilizadas actualmente. Aquellos que se piensa son más vulnerables a las drogas, los adolescentes, ya están en perpetuo contacto con las mismas, con lo que la liberalización no cambiaría en mucho el panorama, mientras que sería impensable que aguerridos padres de familia se tirasen a la heroína, por poner un ejemplo. Lo que sí puede avanzarse es un cambio en los patrones de consumo desde modalidades más perjudiciales para la salud propia de ciertas drogas hacia otras, lo cual redundaría en un beneficio para todos los contribuyentes vía reducciones en la factura de la seguridad social. Así por ejemplo, las decenas de miles de depresivas que utilizan sustancias altamente adictivas por prescripción facultativa y que conservan en el armario del baño un arsenal farmacológico podrían cambiar a ciertos derivados de la coca de baja intensidad bastante menos perjudiciales para su salud. En definitiva, los cambios en las pautas de consumo serían, paradójicamente, beneficiosos para los consumidores. Puede decirse, por tanto, que a priori no existen razones para que los gobernantes muestren una carencia de confianza tan alarmante en sus gobernados mientras que los que en encuestas de opinión se muestran favorables a mantener el statu quo en materia de drogas exhiben una desinformación espeluznante o un inenarrable recelo y sospecha acerca de la capacidad de dirigir su vida de sus conciudadanos. Y lo que es más grave, frecuentan los miedos acerca de la habilidad de su familia, sus amigos o sus compañeros de trabajo para mantenerse sobrios si no fuese por la divina intervención del estado, que hipotéticamente mantiene fuera de su vista tan diabólicas sustancias. La desconfianza en el ser humano que muestran los gobernantes está, por una parte, imbuida de un espíritu militar y religioso de salvar de entes abstractos e irreales como almas o patrias y, sobre todo, no tiene fundamento en cualquier base real. El ser humano no es tan malo, tiende a drogarse con pautas bien reguladas socialmente y con moderación, que reducen los posibles daños a la comunidad, que le permiten seguir su modo de vida singular obteniendo recursos económicos de la mejor forma posible. Los que tienden a drogarse compulsivamente exhiben problemas psicológicos de adaptación que resuelven con cualquier inhibidor del sufrimiento humano que esté a su alcance, sea éste alcohol o cocaína. La excepción a este comportamiento normal es la ilegalización de las drogas, que consienten un sistema en el que se altera y descontrola el consumo y pasa a formar parte de una nebulosa inidentificable, lo ilícito, donde reina un cierto tipo de trastorno desbocado y en el que todo lo prohibido es posible, desde la violencia contra las personas hasta el asesinato premeditado por venta de droga adulterada. Es el alcohol con la prohibición de los años treinta en los Estados Unidos o el tabaco en Italia cuando a principios de los noventa hubo una huelga de estanqueros de más de treinta días de duración, donde aparecieron cigarrillos adulterados y consumidores compulsivos paseando su esqueleto en busca de una simple inhalación, el ejemplo de que los efectos negativos que trata de paliar la prohibición no son tales y sí son más grandes los prejuicios que provoca. Al fin y al cabo, los subordinados son más generosos, más dóciles y más convencionales que la imagen que de ellos suelen tener los gobernantes, fruto de un pánico infantil e infundado. ¿Será porque ellos son así? Y EN DEFINITIVA... Todo el proceso de debate serio, riguroso y calmado que podría aparecer en torno a la legalización de las sustancias psicoactivas actualmente ilícitas se intercala con testimonios de madres de jóvenes muertos por el consumo indiscriminado o normalmente adulterado de drogas, por llamados a la seguridad nacional amenazada, lo cual hace aflorar los sentimientos más primarios y envía alegremente toda la discusión, que podía ser pausada, al campo del sentimentalismo barato, a las torpes e idílicas ideas de una sociedad sin drogas y a la militarización práctica de un problema esencialmente personal e incluso íntimo. Por este descenso en el nivel del debate a lo más rojo de los instintos humanos, a lo más negro de la crónica social y a lo más verde de la interesada intervención policial, el núcleo de la discusión se ha difuminado en torno a variables que no son las adecuadas. Y finalmente la cuestión se refiere a las libertades civiles de los individuos frente a las injerencias del estado. Si bien la intervención de los poderes públicos tiene en otros campos importantes beneficios para los individuos, en los más de los casos para el estrecho segmento de los que pertenecen a la clase media baja de la sociedad, no puede decirse que la actual actitud prohibicionista en materia de drogas psicoactivas sea beneficiosa para aquellos a quien dice proteger. Y la militarización de la cuestión, su presentación como una nueva cruzada religiosa que solapadamente sustituye al comunismo, como una nueva inquisición que sucede al mccarthismo, no ayuda al debate reposado y tranquilo. No hay espacio para el diálogo desapasionado en la lucha contra las drogas. El nivel de conocimientos previos y de fortaleza que se requieren para afrontar con resultados fiables la polémica acerca de la legalización de las drogas son inusitados en el actual análisis político y prácticamente desconocidas en lo que se refiere a la discusión acerca de sustancias psicoactivas. Los estudios académicos suelen insertarse en la rama principal de los fondos y dineros gubernamentales para las investigaciones y, en la mayor parte de los casos, rubrican con sus argumentos sobre la maldad de la delincuencia organizada o ignoran acríticamente (tomándola como un dato dado e inamovible de la realidad) las consecuencias de la actual política prohibicionista. Y el debate ético acerca de la naturaleza del ser humano, consumidor y consumista de drogas por intuición y por práctica habitual, circula bien por encima lo que pueden enfrentar los filósofos, enfrascados en interesantísimas disquisiciones acerca de cultísimos elementos intelectuales de hace trescientos o más años, y el resto de los individuos, ya estén más o menos informados. En este contexto, cualquiera que se aventure a criticar la orientación de la actual política contra las drogas diseñada desde los Estados Unidos y ratificada pasmosamente por el mundo, en ocasiones con objetivos más oscuros que los presentados públicamente, será tachado de sedicioso o hereje, y en consecuencia prendido en la hoguera fatua de los medios de comunicación. En palabras del experto francés Laurent Laniel: "Sólo deseamos proponer un debate serio, ver los pros y los contras, pues la discusión está viciada, es una discusión histérica". |
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