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Crimen y pobreza | ||||||||||||||||||||||||||||
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"Las sociedades a las que no ilustran los filósofos las estafan los charlatanes" -- Marie Jean Caritat, Marqués de Condorcet, revolucionario francés (1743-1794) Uno de los elementos más contradictorios del ideario sociológico de buena parte de la izquierda mexicana es la creencia de que la crisis económica es responsable del incremento de la criminalidad que se ha experimentado en el último lustro. Está percepción, más guiada por un sentido ciego de la crítica que por un análisis sosegado de la experiencia reciente, puede ser cuestionada con éxito desde diversos frentes. Son diversos los argumentos que contradicen este supuesto y sugieren explicaciones alternativas a la espiral delictiva que se vive en México. Aparte de desviar la atención sobre las causas verdaderas, con esta obsesión "crisista" la izquierda mexicana consigue poner sordina a una lucha contra la delincuencia en la que la democracia se juega gran parte de su credibilidad como sistema político eficaz a los ojos de los ciudadanos. La investigación de la delincuencia ha producido una alergia palmaria entre los científicos sociales. Dos factores han contribuido a su aislamiento de la línea principal de investigación académica: por una parte, una ilusa convicción ideológica en que el progreso acabaría con estas manifestaciones de desorden social producto de sociedades más primitivas y, por otra, la idea de que su análisis riguroso del fenómeno contribuye indirectamente, por la vía de la aplicación de políticas represivas basadas en su teorización, al sostenimiento de ciertas jerarquías de poder, a menudo injustas o despreciables. Como reza la física, cualquier vacío tiende a ser llenado y esta carencia de estudios serios la han suplido las aportaciones de abogados y criminólogos, autoinvestidos de una supuesta clarividencia específica de la materia, cada uno con una visión peculiar que en poco ayuda a la comprensión general de la delincuencia. Mientras los juristas se aplican en una singular percepción del mundo según la cual nada que no esté contemplado en las leyes existe, los criminólogos expresan una compasión ingenua por el delincuente y una explicación psicológica de escasa aplicabilidad práctica. El resultado ha sido bastante patético. Mucho se ha avanzado, no obstante, desde la frenología de Lombardo y desde los primeros estudios sistemáticos de la Escuela de Chicago en la purificación de los métodos, sobre todo cuantitativos, empleados para relacionar diversas variables que influyen en la calidad y cantidad de delitos. El avance ha sido, en todo caso, insuficiente a la hora de construir marcos teóricos en los que insertar la realidad delictiva. La falta de visión de conjunto ha conllevado una incoherencia entre interpretación teórica y realidad en la que se suple el análisis serio por la retórica de las grandes palabras que sirven para explicar a un tiempo todo y nada. Como efecto, la desorganización social y la desigualdad económica han representado papeles estelares en la explicación general de la delincuencia. Tornar las culpas hacia la anomia que provoca la industrialización y la urbanización implica una cierta idealización de tiempos pasados en los que el control social era más estricto y (supuestamente) existían valores con fuerte arraigo que favorecían la convivencia pacífica. Esta teoría, sin embargo, es incapaz de explicar diferencias en el tiempo y en el espacio de procesos similares de modernización, muestra debilidades estructurales en la definición de desorganización social y fracasa cuando llega la hora de considerar cuáles son los valores que facilitan o inhiben la comisión de delitos. Este revés ha impulsado interpretaciones de tipo económico de la delincuencia según las cuales la desigualdad económica es la razón principal de incrementos en las tasas de criminalidad, cualquiera que sea la forma en que éstas se midan. En los años setenta agudos estudios parecieron demostrar que la pobreza es un factor explicativo de la delincuencia. La relación se puso en entredicho con posterioridad y a finales de los ochenta la pobreza regresó a su papel capital de catalizador del crimen, aunque esto se hiciese a costa de la consistencia de las investigaciones. La desigualdad social continúa siendo la exégesis más testada y con anhelos de universalidad que existe. El análisis de quienes ven en la pobreza el pozo de la explicación de la delincuencia es sagaz desde el punto de vista individual y coherente desde una perspectiva lógica. Se basa en la extrapolación colectiva de una combinación, a escala individual, de motivaciones sentimentales y de elección racional. La delincuencia se incrementaría en periodos de depresión económica, según esto, porque la falta de recursos y del rol social esencial que va adherido a un empleo genera una frustración que se traduce en comportamientos delictivos. El delito, aparte de generar rentas alternativas, supone un medio para la expresión del descontento. La gran cantidad de tiempo de que disponen los desempleados, en lo que constituye una existencia a la que no pueden dar una utilización convencional por su escaso poder adquisitivo, conduce a que los pobres consuman su tiempo libre de ocio en tabernas, bares, billares o parques donde entran en contacto con un ambiente marginal en el cual existe una conciencia acrítica hacia la delincuencia. Ésta es la parte motivacional de esta explicación de la delincuencia. En este punto entra en juego la teoría de la elección racional, que compone un panorama según el cual el empeoramiento de las circunstancias económicas se traslada a una variación de los costes y beneficios individuales asociados al ejercicio del delito que hace la opción de la ilegalidad más favorable frente a sus alternativas lícitas. Los costes relativos de inmiscuirse en actividades criminales, entre ellas un encarcelamiento más o menos prolongado, disminuirían por la escasez de recursos de las agencias estatales encargadas de combatir el crimen mientras que los beneficios aumentarían ante la carencia de perspectivas en el mercado legal. En definitiva, el delito no sería sino el resultado indefectible de un conjunto de circunstancias adversas en las cuales a los individuos se les niegan los instrumentos para lograr sus objetivos a través de medios legítimos. Versiones más o menos elaboradas que culpan a la crisis económica del incremento exponencial de la delincuencia circulan por la boca de múltiples personajes de la izquierda mexicana. No obstante, una observación más cuidadosa de esta relación positiva entre delincuencia y crisis produce resultados contradictorios. En primer lugar, y en la misma lógica de la elección racional, el número de delitos debería disminuir en periodos de depresión económica puesto que disminuye la circulación de bienes y personas y, por tanto, los objetivos apropiados para la victimización y las oportunidades de comisión de delitos. Las estrecheces económicas provocan que los individuos permanezcan durante mayor tiempo en sus hogares, con lo cual proporcionan una protección adicional a sus propiedades personales en el hogar. El exiguo trasiego de individuos por espacios públicos debido a la menor movilidad laboral y a la escasez de recursos para el ocio disminuye de manera considerable la probabilidad de ser atracado en las calles. Y en segundo lugar, y principal, los factores de contexto juegan un papel preponderante a la hora de tomar decisiones que conllevan la contravención de las normas establecidas, ya estén ratificadas por la fuerza de la costumbre o por la legislación. En esta situación, para la inmensa mayoría de los individuos no existe complementariedad entre rentas legales e ilegales que generen el contexto propicio para una elección racional. Y no es así porque en la realidad muchas personas descartan la ilegalidad, en especial en sus modalidades más violentas, cualquiera que sea su recompensa. En sentido estricto, el delito puede ser una alternativa más lucrativa y menos fatigosa que el trabajo diario; sin embargo, es complicado imaginarse a un individuo formulándose ante el espejo a primera hora de la mañana la siguiente disyuntiva: ¿hoy voy a trabajar como mecánico o robo una pesera? Si por el lado del análisis racional la utilidad obtenida por medios ilícitos es negativa para la mayor parte de los individuos, el cálculo de costes está trastornado en México por la discrecionalidad de la justicia, que provoca paradojas tan sangrantes como que la tasación punitiva sea aleatoria cualquiera que sea el origen (legal o ilegal) de las rentas. En consecuencia, la capacidad de optar entre alternativas, que presenta una lógica racional en el nivel individual y abstracto, se destruye cuando se analizan factores contextuales que dificultan o incluso imposibilitan la comisión de delitos. Pero, además de la voluntad individual, para que las aspiraciones de quebrantar la legalidad se transformen en delitos efectivos es necesario la presencia de unos medios mínimos con los que llevar a cabo tales acciones. Y la pobreza es un obstáculo importante para la adquisición de los utensilios y la formación necesarios para delinquir. No es casual que sociedades profundamente desiguales en el acceso a los recursos muestren niveles muy bajos de delincuencia: los pobres ni tan siquiera tienen los medios imprescindibles para robar. Como sucede con la inmigración, para convertir los deseos en realidad se necesita de una inversión mínima que no siempre es posible adquirir, ya tenga lugar ésta en la forma de protección e inmunidad o simplemente como capacidad de disuasión. Sin embargo, la réplica más importante a la perspectiva económica para explicar la espiral delictiva no procede de su misma lógica de extrapolación de motivaciones individuales hacia comportamientos colectivos. Más bien emana de la comparación entre desigualdad y delincuencia en el tiempo y en el espacio. Estudios estadísticos serios y algunos más exotéricos con profusión de ecuaciones y aparataje econométrico a escala internacional tienden a mostrar resultados contradictorios. En primer lugar, puede deducirse que la desigualdad económica tiene efectos opuestos que inhiben y motivan el delito. Y segundo, el efecto de la disparidad de rentas, cuando existe, es más consistente en los delitos contra la propiedad y explica con menor precisión los delitos violentos. Esta interpretación es justamente la contraria a lo que sucede en México, en la que es la profusión sádica de la utilización de la violencia lo más característico de la presente ola delictiva. Un análisis más riguroso de casos recientes y cercanos en perspectiva comparativa otorga nuevas luces sobre las causas de la delincuencia y las aleja de la idea de la desigualdad social como fermento del crimen. En los Estados Unidos la creciente disparidad de rentas ha ido pareja a un descenso en la tasa de criminalidad que hubiese sido más acusado de no ser por el endurecimiento de la penalización del consumo de drogas. En América Central, en donde el problema de la delincuencia ha tomado derroteros tan peregrinos como la designación, posteriormente rechazada, del arzobispo de Tegucigalpa como jefe policial, la violencia criminal no ha sido el producto de las políticas neoliberales ni la consecuencia de la desmovilización de la guerrilla tras los procesos de paz de la década pasada, tal y como tratan de hacer creen los teóricos de la conspiración. La criminalidad se ha disparado debido a la desmilitarización de quienes fueron obligados a tomar las armas desde niños para luchar contra la guerrilla en ejércitos donde aprendieron una cultura de violencia e impunidad atroces que luego les ha resultado de gran provecho en su "reincorporación" a la vida civil. Además, el final de las guerras en Centroamérica representó la desaparición de una fuente colosal de lucro personal para los profesionales de la guerra, el expolio y la rapiña, tengan o no galones, que han dedicado sus esfuerzos desde entonces a otras tareas igualmente fructíferas como el tráfico de drogas, de niños o de inmigrantes. En definitiva, la comparación internacional tiende a impugnar una supuesta relación positiva entre pobreza y delincuencia y, por el contrario, exhibe los beneficios de desagregar las causas según condiciones históricas y sociológicas específicas. Pero, sobre todo, pone de manifiesto que no delinque quien quiere sino quien puede. En consecuencia, quienes se dedican a analizar la evolución de variables tan contradictorias como son la tasa de criminalidad y otras tan volubles como la percepción de seguridad, o de inseguridad en este caso, harían bien entonces en enfocar sus miras hacia otros territorios. Culpar a la desigualdad económica es una tarea que, aparte de inútil, oscurece las verdaderas causas de la explosión delictiva, dejando indemnes a quienes tienen la responsabilidad de corregirlo. De hecho, son frecuentes las declaraciones de mandos policiales gravemente involucrados en tramas de corrupción que han seguido el sendero propuesto por la parte de la izquierda y se han agarrado a este salvavidas para disculpar sus propias culpas. Sin embargo, no es ésta la única paradoja de esta utilización sesgada de la pobreza como catalizador de todos los males de la sociedad. Lo más extraño es observar cómo cierta izquierda maneja con soltura su ignorancia para utilizar aquí los mismos supuestos de rational choice que impregnan toda la teoría neoliberal que tanto les ofende en otros aspectos de la vida económica. En México, donde la mayoría de los delitos los cometen policías o aquellos a quienes extorsionan, sería más sensato remitirse a la descomposición del sistema político, y más en concreto en el ámbito de su brazo ejecutor en las fuerzas de seguridad, en busca de explicaciones coherentes a la explosión delictiva. La variable básica, aparte de otras como la disponibilidad de armas gracias al cercano y magnífico mercado estadounidense, se encuentra en la evolución que ha sufrido la policía en las últimas décadas. Si bien la corrupción es una característica endémica en las fuerzas de seguridad mexicanas en sus distintos niveles, el salto cualitativo de las últimas décadas ha sido una consecuencia de la fragmentación del sistema político. Mientras el clientelismo político garantizó la estabilidad mediante el reparto ordenado de rentas intraélites y, en menor medida, hacia otros estratos de la sociedad y, además, fue capaz de generar cauces de movilidad ascendente con reglas conocidas, el nivel delictivo se mantuvo en niveles razonables. La desigualdad económica era alta pero, sin embargo, la delincuencia se mantuvo en niveles relativamente bajos, tanto en cantidad como en violencia. Las fuerzas de seguridad adoptaron durante ese periodo un perfil bajo en el cual se dedicaron a extorsionar a los ciudadanos dentro de ciertos límites no escritos y a servir los requerimientos arbitrarios y limitados de los dirigentes políticos. La radicalización de las clases medias de los años sesenta y los movimientos guerrilleros que le sucedieron otorgaron a las fuerzas de seguridad nuevas responsabilidades como mecanismo de control social que hasta entonces se habían resulto en pacíficas negociaciones dentro de la élite dirigente. En ese momento el clientelismo político pierde su capacidad de garantizar la estabilidad social completa. Y el recurso a la policía se retribuye al modo inconfundible del sistema político priísta: con impunidad para el delito en estos o en otros campos anexos a su actividad. La ambición de dinero de los miembros de las fuerzas de seguridad se empareja, por tanto, a la necesidad imperiosa de los políticos de sustituir y mejorar el viejo control social. El resultado es un desastre a tiempo completo. Consideran diversos analistas que es la implicación de los servicios secretos en la lucha antidrogas y su confrontación con una corrupción sin límites la que genera la espiral delictiva que se remacha en los años noventa. Sin embargo, la relación parece seguir el sentido inverso, puesto que gracias a la eficacia frente a la guerrilla y el premio subsiguiente en forma de impunidad permitieron a las fuerzas de seguridad organizar un sistema incesante y bien estructurado de recopilación de recursos mediante el tráfico de drogas, en un movimiento que ha sido también característico en otros lugares del planeta. Pero si el tráfico de drogas fue la primera gratificación a las agencias de seguridad (sometida a tributación ascendente, claro está) por ser protagonistas de un nuevo modelo de control social, la dinámica organizativa de expulsión-reincorporación de las policías mexicanas hizo que esta orientación se extendiese en cascada hacia todos los organismos policiales. Por una parte, el surgimiento de una oposición organizada y cada vez de mayor tamaño ante la que era necesario poner coto otorgaba una coartada para que la policía adoptase un rol más preponderante en los esquemas de corrupción. Por otra parte, los fondos que circulaban hacia los estamentos superiores del poder público a partir de lo recaudado por la extorsión policial eran bienvenidos en un contexto de recursos públicos decrecientes, producto en buena parte de la crisis, de las mayores exigencias presupuestarias de las elecciones y de la transferencia de activos estatales que Carlos Salinas hizo a sus amigos. Al comandante González Calderoni, que colabora en la recolección de fondos para Raúl Salinas en las elecciones de 1988 y luego es el ejecutor de la detención de un opositor político de primera magnitud dentro del sistema, La Quina, se le paga con el permiso absoluto para extorsionar a los traficantes de drogas y así amasar una jugosa fortuna. Ejemplos similares se multiplican en escalas diferentes, antes y después de ese momento. Imposibilitados por la crisis fiscal del estado para remunerar los "servicios prestados" se impone el modelo colindante de la expoliación directa a la población, con lo cual se evita el engorroso paso de la fiscalidad. Es, en el fondo, un regreso a modelos más primitivos de estados. Las medidas propuestas para corregir la magnífica corrupción policial, origen de la explosión delictiva en México, suelen estar tan desencaminadas como el propio análisis de la delincuencia. La propuesta de aumentar las retribuciones de los elementos policiales se inscribe en la misma lógica de elección racional que relaciona pobreza y delito: la supuesta complementariedad de rentas legales e ilegales. Si en un caso es discutible la explicación, en el otro los resultados prácticos son contraproducentes. El crecimiento salarial de la policía en México ha sido notable en los últimos años y en la actualidad el ratio entre salario policial, aunque esta cifra sea simplemente ficticia por el esquema de corrupción en escala, y salario medio se encuentra entre los más favorables del mundo. La corrupción no ha disminuido ni un ápice tras estas políticas de subida salarial, con lo cual la explicación del deterioro policial debe concurrir en otro lugar. En esta misma línea de acentuar el desatino se inscriben los esfuerzos, podría pensarse que bienintencionados, que se han puesto en marcha desde diversas instancias para incrementar los medios de las agencias de seguridad y la formación de sus empleados. Tanto los fondos como el mejor adiestramiento son el fermento para aumentar las oportunidades para delinquir y, en un entorno como el policial, es obvio que las oportunidades van a convertirse, más temprano que tarde, en una triste realidad. En esta lógica, y en este caso aderezada por un toque populista, se inscriben de modo complementario los llamamientos al endurecimiento de las condenas a los delincuentes, muy del gusto del precandicato Francisco Labastida, de la derecha más rancia, de buena parte de la judicatura ciega y de los economistas neoclásicos. El nobel Gary Becker es su gurú y sus estudios llenos de supuestos falsos de racionalidad son el camino. Muchos de los defensores de esta política dura ni tan siquiera los recogen por ser neoclásicos en economía sino porque cuando todo lo demás falla y las soluciones están más allá del alcance de lo posible, lo más socorrido es apelar a los bajos instintos de venganza. Si las penas están para jugar un papel disuadorio, el agravamiento de las condenas en ningún caso ha generado el efecto de multiplicar aritméticamente su poder de persuasión. Pero en el caso de México es el reclamo indirecto para crear mayores incentivos a la corrupción de jueces y policías, engordardo así las mafias de la extorsión y generando precisamente los efectos contrarios a los deseados en términos de corrupción. Pensar, en un sentido opuesto, como hizo en estas mismas páginas Ernesto López Portillo, que la "ciudadanización" de las instituciones policiales es la solución a la corrupción es o bien un acto supino de ingenuidad envuelto en la deificación de la sociedad civil como solución a todos los problemas o bien una propuesta dirigida por el interés personal de inflar artificialmente con burócratas, supervisores y asesores las agencias de seguridad pública. El parámetro común a todas las medidas, y a muchas propuestas, es que la solución a la corrupción policial se va a producir de manera aislada de otros cambios en el medio político. Nada más lejos de la realidad. La democratización efectiva del país, en este sentido, no es la panacea que acabará de un plumazo con esta delicada situación pero sí que, al hacer más responsables a los políticos de sus actos como funcionarios públicos, será un medio que allane esta transformación. El mejor servicio frente a la delincuencia que podría hacer los políticos al país sería separar el estado del sistema político. Esto no ocurrirá simplemente desalojando al PRI de las principales tribunas políticas ya que buena parte de los dirigentes del PRD albergan concepciones similares de la administración pública, que conciben como un botín de guerra y en el que la policía es, a la vez, parte del trofeo y medio para realizar el trabajo sucio que (suponen) requiere la contienda electoral en lo que es una concepción viciosa y viciada de las prácticas democráticas. Si no se acaba con estas concepciones patrimonialistas del estado, que en última instancia conducen a la cleptocracia, es imposible acabar con la corrupción policial porque los legítimos deseos de poder y riqueza de los políticos encontrarán la vía más directa de hacerse realidad. Si renovar la visión del estado como aparato al servicio de los ciudadanos y no de intereses particulares es la condición necesaria para frenar la ola delictiva, la condición suficiente será la depuración policial. Existen un buen número de democracias bien establecidas que no han sido capaces de acabar con la corrupción de sus agencias de seguridad. La estructura piramidal de la corrupción policial es una situación bien estudiada y habrá que tratar de quebrarla desde arriba. En este punto deberán revertirse dos tendencias muy arraigadas. Primero, habrá que pensar no sólo en depurar las fuerzas de seguridad expulsando a los policías corruptos sino encarcelarlos, lo cual implica una gran inversión de tiempo y recursos en acumular pruebas tanto contra ellos como contra los jueces prostituidos. En un primer momento esta situación provocará una contracción de recursos dedicados a otras áreas pero los efectos serán multiplicadores. Bien es sabido que los policías son expertos en aprender en cuerpo ajeno. Hasta el momento utilizan su sagacidad para imitar medios de extorsión, en este caso podría servir para ahuyentarla. Segundo, la prensa deberá jugar un papel mucho más activo que el que actualmente ocupa, restringido a constituirse en altavoz del malestar popular. Si bien rentable en términos económicos y políticos, esta postura de los medios de comunicación no favorece el establecimiento democrático sino que genera efectos perversos. Se necesita de los medios de comunicación que denuncien la corrupción, pero no sobre la base de "fuentes fiables" nunca citadas que suelen ser interesadas y que se pierden en un marasmo de acusaciones y sospechas que provoca una confusión apocalíptica y el descrédito completo de la clase política sino tomando la ardua tarea de la investigación periodística, capaz de acumular pruebas contra aquellos a quienes se inculpa, tomando en cierto modo, y temporalmente (¡ojo a la prensa como cuarto poder!), el papel que los jueces han abdicado por su servilismo al poder. La tarea de los directores en la dirección de eliminar el chayote, que tan bien implantado está en las agencias de seguridad y que tan grandes beneficios reporta a los periodistas de la fuente, es vital para estos esfuerzos. En este punto es conveniente hacer una advertencia para los valientes. La depuración policial será muy costosa, tanto en términos económicos como personales. Mucha gente perecerá en el intento, unos físicamente exterminados por el poder de choque de las mafias policiales y otros metafóricamente arrastrados por el clima reinante de sospecha generalizada. Probablemente la depuración policial se traduzca, en un primer momento, en un incremento de la violencia delictiva, pero a medida de que se clarifiquen los límites entre legalidad e ilegalidad se habrán puesto los cimientos para ganar la batalla. Y la lucha será ardua y larga, muy complicada. Requerirá del esfuerzo de todos, un desvelo que implique lo personal. Lo cual no significa, por supuesto, organizar desfiles de fin de semana bajo el marchamo de manifestaciones para ablandar el corazón de los delincuentes ni instalar grupos de autodefensa ni anunciar Campañas Nacionales de Oración por la Seguridad, la Justicia y la Paz en las que los católicos unan sus oraciones. Son bromas de mal gusto ante la magnitud del problema. Es necesario ir más allá. En la lucha contra la delincuencia se engloba y culmina el largo combate por la democracia. Si la democracia es incapaz de garantizar los derechos individuales más mínimos como son el de la propia seguridad, la utilidad de la democracia es microscópica para los ciudadanos y enmascara sus carencias en grandes palabras huecas. La experiencia histórica demuestra que la inseguridad es mucho más nociva para la democracia que la crisis económica. Si verdaderamente quiere salvarse la democracia, es más que imperioso actuar rápido y con eficacia frente a la delincuencia uniformada. En última instancia, la espiral delictiva es un punto culminante que conduce, en Asia, en Europa o en América Latina, a justificar movimientos autoritarios que, si bien, y por fortuna, no es probable que conduzcan a un golpe militar sangriento, supondrán una disminución importante de los beneficios que conlleva la democracia liberal. Boris Yeltsin en Rusia, Alberto Fujimori en Perú o Hugo Chávez en Venezuela ya han mostrado el camino. Desgraciadamente, el larguísimo periodo preelectoral que vive México, propiciado por circunstancias especiales propias de la transición, no son el mejor entorno para discutir soluciones eficaces frente a una delincuencia disparada. Los remedios sensibles van a quedar obscurecidos por la intensidad dialéctica que genera una campaña electoral. Aquellos candidatos que enarbolen la bandera de "duros contra la delincuencia", que no es sino un eufemismo para enmascarar una preocupante carencia de ideas, van a ser recompensados por un electorado especialmente sensibilizado y ansioso de respuestas simples, aunque éstas poco tengan que ver con una solución de largo plazo. En este punto Labastida ha tomado la delantera. Sería de esperar que la dialéctica ruda dé paso, una vez resuelto el intervalo de los comicios, a medidas más inteligentes que solicitar la reimplantación de la pena de muerte. ¿Para quién? ¿Para los policías delincuentes que emplean una violencia incontrolada para cometer sus delitos, muchos enajenados por el consumo compulsivo de drogas, o para quienes medran consintiéndoles, alentándoles o extorsionándoles en sus fechorías? ¿Quién es más culpable? |
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