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La mafia y el orden mundial | ||||||||||||||||||||||||||||
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¿Qué ha ocurrido en la última décadas para que un asunto que suscitó obras maestras del cine y la literatura y un halo de admiración mal disimulado (desde los bandidos y los piratas hasta la mafia italo-americana) haya saltado desde las cuartillas y los platós a convertirse en una de las principales amenazas a la seguridad? En esencia, el desarrollo contemporáneo de las relaciones internacionales y la propia evolución del crimen organizado en su relación parasitaria con la mundialización económica. La caída del Muro de Berlín tuvo consecuencias significativas sobre casi todos los aspectos de las relaciones internacionales, pero sus efectos fueron magníficos entre las agencias de seguridad de ambos lados del telón de acero. Los miembros de los servicios de inteligencia orientales se adaptaron con mayor o menor éxito pero con extraordinaria rapidez a esos estados predatorios o cleptocráticos que se crearon en Rusia y en buena parte de los países de la extinta Unión Soviética y de sus aliados. Se erigieron en baluartes principales de los nuevos regímenes aportando sus conocimientos organizativos a ambos lados de la ley. Utilizaron información y sabiduría a cambio de cargos de gobierno y dinero, en suma, poder. En el camino agrandaron sensiblemente la pujanza económica del crimen organizado a nivel mundial al abrir nuevos mercados a la ilegalidad e introducir en los circuitos financieros fondos procedentes de la rapiña de los bienes estatales. Pero, sobre todo, agrandaron su potencial de destrucción y, por lo tanto, su capacidad de amenaza, al poner a su disposición equipos de la más alta tecnología, incluyendo potencialmente armamento nuclear. La disposición económica y psicológica de sus homónimos occidentales era manifiestamente peor. Despojados siquiera simbólicamente de sus méritos por la victoria de la Guerra Fría, porque no se había escenificado en el terreno de batalla, se enfrentaron a las restricciones presupuestas propias de los noventa y a una desorientación funcional. La desaparición de la amenaza soviética se llevaba consigo cincuenta años de dedicación exclusiva en las que todas los esfuerzos se dedicaron a la escalada nuclear y al complejo militar-industrial. Para romper esta dinámica retomaron un concepto de seguridad menos militarizado que floreció en el periodo de Entreguerras, analizaron los movimientos de la opinión pública y se movieron para recuperar el terreno perdido bajo la justificación de dos nuevas amenazas que en realidad eran muy antiguas: el terrorismo y el crimen organizado, que hasta cierto punto parecen estar inextricablemente unidos. La redefinición no es casual puesto que la evolución de ambos fenómenos se ha visto favorecida por la relajación de la tensión mundial que sucedió a la Guerra Fría. La teoría de que hasta el más pequeño territorio representaba un vector de una batalla ideológica más amplia implicaba mantener bajo control, supervisión o dominación a los grupos criminales que actuaban en el mismo escenario. Desde el momento en que grandes porciones del mundo, como América Latina, África o gran parte de Asia, han perdido este valor estratégico, el vacío de la ayuda internacional inyectada con motivos ideológicos ha sido ocupado con cierto éxito por el crimen organizado en una alianza de conveniencia con las elites locales. Éstos encuentran en el crimen una veta de repuesto para su predación a cambio de proporcionar a los delincuentes unos refugios seguros para sus personas o sus fondos. Pero existen factores más allá de la dinámica organizativa de las agencias de seguridad que ha contribuido, en un sentido, a aumentar el poder desestabilizador del crimen organizado y, en otro, a priorizar el crimen organizado como amenaza a la seguridad. La propia evolución reciente de los grupos delictivos de gran escala ha contribuido a una multiplicación efectiva de sus efectos nocivos sobre el normal funcionamiento económico, social y política de prácticamente todo el planeta. Ha aparecido un nuevo modelo de crimen organizado caracterizado por su operatividad a nivel mundial, unas conexiones transnacionales extensivas y, sobre todo, la capacidad efectiva de retar a las autoridades nacionales. Es lo que se conoce bajo el apelativo de delincuencia organizada transnacional, un concepto englobador de varias agrupaciones criminales más o menos jerarquizadas que presentan diversos niveles de colaboración entre sí. Agrupa específicamente a los traficantes de drogas latinoamericanos y asiáticos, la mafia italiana en su proceso de expansión acelerada, la Yakuza japonesa, las Triadas chinas y ese magma difuso que constituye la alianza político-criminal en Rusia y en otros países del Este. Los mismos avances tecnológicos que ha hecho posible la creciente mundialización económica han dotado, en procesos paralelos y en ciertos sentidos simbióticos, a las organizaciones criminales de una nueva potencia a nivel mundial de la que anteriormente carecían. El crecimiento de los flujos comerciales lícitos, los adelantos en materia de transporte y comunicaciones, además de la mayor porosidad de las fronteras, han facilitado la circulación de bienes y servicios ilegales. Del mismo modo que se han desarrollado las multinacionales legales, las organizaciones criminales han enfrentado procesos de expansión territoriales sobre los que afianzar monopolios sectoriales o territoriales que garanticen economías de escala y mayores beneficios. La especialización y la ampliación de mercados no parecen ser, en este caso, tendencias contradictorias. Han fundido la explotación de las oportunidades y rutas de negocio que ha abierto el mercado mundial con los tradicionales pasos del contrabando que se mostraron muy resistentes a la irrupción del estado, generando así una lucrativa mezcla de viejas y nuevas actividades ilícitas. Uno de los efectos más aparentes de los avances tecnológicos ha sido la aceleración de los procesos migratorios y la creación paulatina de redes étnicas. Éstas se reparten por el mundo utilizando como núcleos ciudades cosmopolitas donde está garantizado el anonimato y que parecen haber recreado a gran escala las primeras ciudades portuarias que fueron centrales a las primera redes internacionales de delincuencia organizada. Aunque la inmensa mayoría de los inmigrantes son respetuosos con la ley, las diásporas étnicas han catalizado el desarrollo de redes transnacionales criminales que se mantienen en permanente contacto gracias a la modernización de los sistemas de comunicaciones. Las penurias de buena parte de estas comunidades, junto con los vínculos étnicos, con sus sistemas de lealtad, solidaridad y sanciones a menudo superpuestos sobre las legislaciones de los países en los que viven, han allanado la implantación de grupos criminales que se cobijan bajo una identidad nacional fuerte y un centro-refugio desde el que coordinan sus actividades. En esta tesitura la diversidad cultural e idiomática, junto a un recelo hacia la autoridad que se retroalimenta por actuaciones inadecuadas que no discriminan entre delicuentes y su entorno social más amplio (que por lo general suele ser el que más sufre la tiranía criminal), entorpece las intervenciones policiales. Los adelantos en los sistemas de comunicación, por otra parte, han permitido a los grupos criminales internarse en mercados altamente lucrativos y disminuir múltiples registros del negocio que en última instancia podrían convertirse pruebas incriminatorias. Pero, en especial, ha sido crucial para flexibilizar sus estructuras organizativas desde entidades altamente jerarquizados capaces de garantizar la protección (a través, por ejemplo, de la omertá) hasta asociaciones laxas de pequeña o medida escala actuando en red con un alto grado de independencia. Esta división del trabajo en la que grupos más flexibles y cualificados se han especializado en el blanqueo, el transporte o la seguridad interna, por ejemplo, ha hecho a las organizaciones más invulnerables a la irrupción policial. Los fragmentos del negocio funcionan como un reloj en el que el derrumbe de un componente no contagia e inutiliza el resto del puzzle sino que lo fortalece por la recreación darwinista de piezas más sofisticadas. La emergencia de un mercado financiero mundial gracias a los avances tecnológicos ha dado alas a una parte ineludible de los negocios ilícitos: el blanqueo de capitales, que supone la legalización de los beneficios. El gran volumen de fondos que traspasa fronteras disimula la circulación de los capitales procedentes de actividades ilegales, que pueden llegar a representar entre el dos y el cinco por ciento del total y en ciertas bolsas, como Milán o Tokio, su volumen se incrementa sustancialmente. Y el abanico de posibilidades para el blanqueo se dispara con la tecnología: desde los métodos más tradicionales, como la fuga física de capitales y los primitivos esquemas de hawala en India y Pakistán, hasta los instrumentos financieros más modernos, como el ciberdinero. En definitiva, los espectaculares avances tecnológicos que han hecho posible la tan controvertida mundialización económica han tenido un efecto multiplicador sobre la capacidad de la delincuencia organizada. El colapso de la Unión Soviética supuso el último eslabón. El resultado es que un problema que por tradición había sido local o nacional, de orden público, se ha transformado en una preocupación de ámbito mundial que podría poner en peligro la viabilidad de sociedades, la independencia de los gobierno, la integridad de las instituciones financieras, el funcionamiento de la democracia y los equilibrios internacionales. Se trata de un desafío cualitativamente diferente, menos aparente pero más insidioso, que no pretende subvertir el poder establecido sino ponerlo a su servicio. La transformación de las amenazas a la seguridad que, si antes estaban asociadas a grandes acumulaciones de poder, recursos y territorio, en la actualidad pasan por el control y generación de información, ha abierto nuevos resquicios para la vulnerabilidad estatal que pueden ser cubiertos negativamente por las organizaciones criminales. Setecientos mil millones de dólares a nivel mundial, cifra muy superior al PIB español, los avalan en sus intenciones. Si dedican la mitad de sus ingresos a proteger sus intereses frente a intromisiones extrañas, para corromper e intimidar, para su plata o plomo, el riesgo se presenta en toda su extensión. El peor remedio para España sería pensar que estas circunstancias sólo se dan en el extranjero, a ser posible en un país pobre y con un estado débil acosado por otros males. Pero ni la historia reciente de Italia (la influencia de la Mafia en el colapso de la Primera República) y Japón (los incontables créditos morosos de la Yakuza y la crisis financiera) ni los enigmas en Galicia, Marbella o el campo de Gibraltar permiten el lujo de contemplar el crimen organizado en la distancia. |
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