Utopía por santo Tomas Moro 
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I
·        
II
·        
III
·        
De las ciudades y señaladamente de Amaurota
·        
De la manera de vivir y relaciones mutuas
·        
De los esclavos, los enfermos, los connubios y otras
diversas materias
·        
De las religiones en Utopía.
 
Plática de Rafael
Hitlodeo sobre la mejor de las Repúblicas
El muy invicto y
triunfante Rey de Inglaterra, Enrique Octavo de su nombre, 
Príncipe incomparable
dotado de todas las regias virtudes, había tenido 
recientemente una
disputa sobre negocios graves y de grande importancia con 
Carlos, el poderoso
Rey de Castilla, y, para conciliar las diferencias, me mandó 
Su Majestad como
embajador a Flandes, en compañía del sin par Cuthbert Tunstall, 
a quien el Soberano,
con gran contento de todos, acababa de dar el oficio de 
Guardián de los
Rollos ( En el siglo XVI el cargo público de Master of the 
Rolls, llevaba
aparejada la misión de suplir al Canciller de sus funciones 
jurisdiccionales).
Por temor a que den poco crédito a las palabras que salen de 
la boca de un amigo,
no diré nada en alabanza de la prudencia y el saber de ese 
hombre. Mas son tan
conocidos sus méritos que, si yo pretendiera loarlos, 
parecería que
quisiese mostrar y hacer resaltar la claridad del sol con una 
vela, como dice el
proverbio ( La inspiración de este proverbio se encuentra en 
un Adagio de Erasmo,
mismo que dice: incernam adhibere in meridie).
Como se había
convenido de antemano, en Brujas encontramos a los mediadores del 
Príncipe, todos ellos
hombres excelentes. El jefe y cabeza de los mismos era el 
Margrave (Título de
nobleza que en Alemania equivalía al de marqués) - como le 
llaman allí - de
Brujas. varón esclarecido; pero el más ilustrado y famoso de 
éllos era Jorge
Temsicio, Preboste (Aquél que es el jefe, presidente o 
gobernante de una
comunidad) de Cassel, eminente jurisconsulto, inteligente y 
con grande
experiencia de los negocios, hombre que, por su saber, y también 
porque la naturaleza
le había hecho ese don, hablaba con singular elocuencia. 
Celebramos luego un
par de conferencias y no pudimos ponernos enteramente de 
acuerdo sobre ciertas
estipulaciones, por lo que ellos se despidieron de 
nosotros y se
marcharon a Bruselas para saber cuál era la voluntad de su 
Príncipe.
Yo, mientras tanto,
me fuí a Amberes, porque así lo requerían mis negocios.
Estando en aquella
localidad vinieron a visitarme varias personas, pero la más 
agradable visita para
mí fue la que me hizo Pedro Egidio (Se refiere a Peter 
Gilles o Aeguidius
1486 - 1533, su gran amigo quien fuese contemporáneo de 
Erasmo), ciudadano de
Amberes, hombre que en su patria gozaba fama de ser 
íntegro y honrado a
carta cabal, muy estimado entre los suyos y digno aún de 
mayor consideración.
Es sabio, es virtuoso, sabe mostrarse amable con toda 
suerte de personas ;
pocos jóvenes habrá que le aventajen en eso. Para sus 
amigos tiene un
corazón de oro; es con ellos afectuoso, leal y sincero; no se le 
puede comparar con
nadie. No puede ser más humilde y cortés. Nadie como él usa 
menos del fingimiento
o del disimulo, nadie tiene una sencillez más prudente. 
Además, su compañía
amable, su alegre afabilidad, hicieron que su trato y su 
conversación
mitigaran la tristeza que me embargaba por hallarme lejos de mi 
patria, de mi esposa
y de mis hijos, y apagaron, en parte, mi ferviente deseo de 
volver a verlos
después de una separación que duraba más de cuatro meses.
Cierto día, luego de
haber oído misa en la iglesia de Nuestra Señora, que es el 
templo más hermoso y
concurrido de toda la ciudad, cuando me disponía a volver a 
mi posada, tuve le
fortuna de ver al antes mentado Pedro Egidio hablando con un 
desconocido de
avanzada edad, rostro curtido por el sol, luengas barbas, 
terciada la capa al
hombro con descuido, todo lo cual me dió a entender que su 
dueño debía de ser
marino. Vióme Pedro, acercóse a mí v me saludó. Iba yo a 
responderle cuando,
señalando al hombre con quien le había visto conversar 
antes, me dijo:
- Tenía la intención
de llevarlo en derechura a vuestra casa.
- Le hubiera recibido
bien por traerlo vos -repliqué.
- Diríais que por sí
mismo, si le conocierais. Nadie como él, entre los hombres 
que viven hoy, podría
contaros tantas cosas acerca de los países y hombres 
incógnitos. Y yo sé
lo mucho que os gusta oír hablar de esto.
- Veo que acerté,
porque a primera vista le juzgué marino.
- Pues os habéis
equivocado. Cierto es que ha navegado, mas no como el marino 
Palinuro (Referencia
al piloto de Eneas), sino como el hábil y prudente Príncipe 
Ulises; más bien como
el sabio filósofo de la antigüedad Platón. Porque este 
mismo Rafael Hytlodeo
conoce tan bien la lengua latina como la griega. Es mejor 
helenista Que
latinista, pues se entre,gó al estudio de la Filosofía y sabe que 
los latinos no han
escrito libros eminentes, salvo algunos pocos de Séneca y de 
Cicerón. Es portugués
y dejó la hacienda que tenía en su tierra natal a sus 
hermanos. Luego se
unió a Américo Vespucio, pues tenía el deseo de ver y conocer 
los países remotos
del mundo. Acompañó a éste en los tres últimos viajes de los 
cuatro que hizo, cuya
relación se lee ya por todas partes (Téngase en cuenta que 
en 1507 se había
publicado la relación de los viajes de Américo Vespucio). No 
volvió con él de su
último viaje. Tanto porfió Hytlodeo en quedarse con los 
veinticuatro hombres
que dejaba allí Vespucio, que éste, contra su voluntad, 
hubo de darle la
licencia que le pedía. Quedóse, pues, allí como era su gusto, 
pudiendo más en él su
afición a los viajes y a las aventuras que el temor a 
morir en tierra
extraña. Siempre tiene en los labios estas dos máximas: El Cielo 
cubrirá a quien no
tenga sepultura (Frase tomada de La Farsalia de Lucano) y El 
camino que conduce al
Cielo tiene igual largura y está a la misma distancia 
desde todas partes
(Frase tomada, sin duda, de lo señalado por Anaxágoras de 
Clazomenae, el cual
fue citado por Cicerón en su escrito Tusculanas, donde 
señala: Nihil necesse
est undique enim ad inferos tantundem viae est). Esta 
fantasía suya le
hubiera podido costar cara si Dios no hubiese sido siempre su 
mejor amigo. Después
de haberse marchado Vespucio, viajó atravesando muchas 
regiones en compañía
de cinco de sus compañeros. Con maravillosa fortuna arribó 
a Taprobana (Nombre
con el cual se conocía a Ceilán), y de allí se fue a Calicut 
(Ciudad de la India,
en cuyo puerto desembarcó Vasco de Gama), donde halló naves 
lusitanas que lo
devolvieron a su patria.
Luego que Pedro me
hubo contado todo esto, le di las gracias por haberme 
deparado la ocasión
de tener un coloquio con un hombre así - plática que tan 
agradable y
beneficiosa me iba a resultar - y me volví a Rafael. Nos saludamos 
uno a otro y dijimos
aquellas cosas que se dicen al trabar conocimiento. Después 
fuimos a mi casa, y
allí, en el jardín, nos sentamos en un banco de verde hierba 
cubierto y nos
pusimos a platicar juntos.
Nos refirió Rafael
cómo, después de la partida de Vespucio, él y los compañeros 
que se quedaron allí
lograron ganar poquito a poco, con suaves y persuasivos 
discursos, la amistad
y los favores de los naturales del país, y entablar con 
ellos relaciones, no
sólo de paz, sino familiares, y hacerse gratos a cierto 
personaje principal,
cuyos nombre y nación he olvidado, la liberalidad del cual 
les procuró todo lo
que habían menester para proseguir su viaje: barcas para 
cruzar las corrientes
de agua, carros para ir por los caminos. Dióles además un 
guía fiel, que había
de llevarlos hasta los otros Príncipes.
Así, después de
muchas jornadas, hallaron ciudades y Repúblicas llenas de gente 
y gobernadas por muy
justas leyes. Bajo la línea equinoccial, y a ambos lados de 
la misma, hasta donde
llega el sol en su carrera, hállanse los vastos desiertos, 
abrasados y secos por
razón del perenne e insufrible calor. Allí, todas las 
cosas son feas,
espantosas, aborrecibles, y no gusta mirarlas. Viven fieras y 
serpientes y algunos
hombres no menos crueles, feroces y salvajes que aquéllas. 
Mas algo más allá
todas las cosas empiezan a hacerse más agradables poco a poco; 
el aire es suave y
templado, el suelo está cubierto de verde hierba y son menos 
feroces las bestias.
Y por fin vuelven a hallarse gentes y ciudades que hacen 
continuamente el
tráfico de mercaderías, tanto por mar como por tierra, no 
solamente entre ellos
y con las comarcas vecinas, sino también con los 
mercaderes de los
países remotos. Tuvo ocasión de ir a muchos países, pues todas 
las naves que estaban
prestas a hacerse a la vela recibían con agrado a Hytlodeo 
y a sus compañeros.
Las primeras naves que vieron teman ancha y plana la carena; 
las velas estaban
hechas de papiros o de mimbres y aun a veces de cuero. Después 
las hallaron con
velas de cáñamo y las quillas terminadas en punta; finalmente 
hallaron otras en
todo semejante a las nuestras.
Los marinos eran
también muy diestros y hábiles; sabían bien las cosas del mar y 
las del cielo. Rafael
ganó su amistad enseñándoles el uso de la aguja magnética 
(Recuérdese que a
principios del siglo XV ya se utilizaba, en Europa, la brújula 
en la navegación),
que desconocían hasta entonces, pues eran temerosos del mar, 
en el cual. sólo se
arriesgaban durante el estío. Mas ahora tienen tal confianza 
en esa aguja que no
temen ya el tempestuoso invierno; se arriesgan más de lo 
debido, y bien
pudiera ser que lo que ellos juzgaron un bien les traiga, por 
imprudencia suya, los
mayores males.
Sería muy larga la
narración de las cosas que Hytlodeo nos contó acerca de lo 
que había visto en
las tierras en que él había estado. Tampoco es mi propósito 
narrarlas aquí. Tal
vez hablaré de ello en otro libro, principalmente de lo que 
es útil que sea
conocido, como son las leyes y ordenanzas que, según él, han 
sido prudentemente
dictadas para que sean cumplidas en aquellos pueblos, que 
viven juntos en buen
orden merced a su sistema de gobierno. Le preguntamos 
largamente sobre
tales extremos, y él, con suma amabilidad, satisfizo nuestra 
curiosidad. Mas no le
hicimos preguntas acerca de los monstruos, porque eso ya 
no es nuevo. Nada es
más fácil de hallar que las aulladoras Escilas, las voraces 
Celenos, los
Lestrigones devoradores de hombres (Estos nombres parecen provenir 
de la Odisea, ya que
en ella Homero menciona a los antropófagos Lestrigones) u 
otros grandes e
increíbles monstruos como esos. Pero es extremadamente raro 
encontrar ciudadanos
gobernados mediante buenas leyes. Aunque Rafael vió en 
aquellas tierras
recientemente descubiertas, bastantes instituciones 
extravagantes e
insensatas, notó en cambio otras muchas de las que pueden tomar 
ejemplo nuestras
ciudades, naciones, pueblos y reinos para enmendar sus faltas, 
sus enormidades y sus
errores. De esto, como ya tengo dicho, trataré en otro 
lugar.
Ahora sólo me
propongo referir lo que nos contó acerca de las costumbres, leyes 
y ordenanzas de los
Utópicos. Mas antes debo explicar por qué discurso llegamos 
a tratar de aquella
República. Hytlodeo consideraba con gran discreción las 
cosas malas que había
podido ver acá y allá; la mejor que en ambas partes había 
visto, y se mostraba
tan profundo conocedor de las costumbres y Ieyes de los 
diversos países, que
parecía haber pasado toda su vida en cada uno de ellos. 
Suspenso ante semejante
hombre, dijo Pedro:
- En verdad, maese
Rafael, que me sorprende grandemente que no os halléis 
sirviendo a algún
Rey, pues estoy cierto de que no hay ningún Príncipe a quien 
no fuerais grato en
seguida, ya que podríais agradarle con vuestra profunda 
experiencia y vuestro
conocimiento de los hombres y de los países. Instruirle 
con muchos ejemplos y
ayudarle con vuestros consejos. Si esto hicieseis, os 
darían un buen
empleo, y podríais proteger a la vez a vuestros amigos y 
parientes.
- En lo tocante a mis
parientes y amigos - respondió - no tengo de qué 
preocuparme, pues ya
he hecho mucho por ellos. Los demás hombres no se 
desprenden de sus
bienes de fortuna hasta que se sienten viejos y enfermos, y 
aun entonces, pese a
que no pueden usarlos, no renuncian a ellos de muy buen 
grado. Yo, estando
todavía en la flor de mi juventud y sano, repartí los míos 
entre mis amigos y
parientes, y creo que estarán contentos de mi liberalidad y 
que no querrán
después que me haga esclavo de un Rey.
- ¡Dios me libre de
proponeros que os esclavicéis! - dijo Pedro -.Hablo de 
servir nada más. Creo
que sería el mejor modo de emplear vuestro tiempo con 
provecho, no sólo en
bien de vuestros amigos, sino en el de toda suerte de 
personas en general.
Así mejoraríais de condición y seríais más rico.
- ¿Mejorar de
condición y ser más rico haciendo lo que me repugna? - replicó 
Rafael -. Ahora vivo
libre, según mi gusto. Habrá muy pocos ricos y pares del 
Reino que puedan
decir lo mismo. ¿No son ya bastantes los que buscan la amistad 
de los poderosos?
Paréceme que no es ningún mal que entre ellos no nos contemos 
ni yo ni tres cuatro
más.
- Veo claramente,
amigo Rafel - tercié yo - que no apetecéis riquezas ni poder; 
y yo no reverencio ni
aprecio menos a un hombre que piensa como vos que a los 
poderosos. Creo que
obraríais de acuerdo con vuestro natural generoso 
sacrificando vuestra
comodidad y consagrando vuestro saber y vuestra diligencia 
a la República, lo
que podríais hacer con gran fruto siendo del Consejo de algún 
gran Príncipe, donde
el Príncipe podría oír vuestras honradas opiniones. Un 
Príncipe, bien lo
sabéis, es como una fuente de la que manan perennemente sobre 
su pueblo todos los
bienes y todos los males. En vos hay una ciencia sin 
experiencia y una
experiencia sin ciencia tan grandes, que seríais un excelente 
consejero de
cualquier Rey.
- Os equivocáis dos
veces, maese More - me respondió -; primero respecto de mi 
persona y luego de la
cosa en sí misma. No hay en mí la habilidad que vos me 
atribuís, y aunque la
hubiese y yo mismo turbase mi propio sosiego, no serviría 
para los negocios de
Estado. En primer lugar, a las gentes divierten más los 
hechos bélicos y
caballerescos (de los cuales nada sé ni deseo saber) que las 
cosas de la paz, y
más se preocupan de conquistar, por buenas o malas artes, 
nuevos territorios
que de gobernar pacíficamente los que ya tienen. Además, los 
consejeros de los
Reyes, o bien carecen de entendimiento o bien tienen tanto que 
no les dejan aprobar
las opiniones ajenas, a no ser que se trate de aplaudir las 
más insensatas por
haberlas dicho aquellos personajes por mediación de los 
cuales, adulándolos,
esperan conseguir el favor del Príncipe. Es una cosa 
natural que el hombre
ame sus propias obras. También a la hembra del cuervo y a 
la mona les parecen
sus crías hermosísimas. En semejante compañía, donde unos 
desdeñan y desprecian
los ajenos pareceres y los demás consideran las propias 
opiniones como las
mejores, si alguien propone como ejemplo a seguir lo que ha 
Ieído se hizo en
otros tiempos o lo que ha visto en países extranjeros, advierte 
que los que le
escuchan se comportan como si fuesen a perder su fama de 
discretos, y aun como
si después hubiesen de ser tenidos por necios, a menos de 
poder demostrár el
error en que han caído los otros. Si no persuaden todas estas 
razones, se escudan
diciendo:
Estas cosas eran del
agrado de nuestros padres y antepasados. ¡Quién pudiera ser 
tan sabio como ellos!
Con esto hacen callar a los demás y vuelven a sentarse. 
Como si constituyese
un grave peligro que un hombre fuese en alguna cuestión más 
sabio que sus
antepasados. A más, nosotros que consentimos que no sean cumplidas 
las mejores y más
sabias leyes que ellos dictan, cuando se pretende mejorarlas 
nos aferramos a
ellas, pese a los muchos defectos que hallamos en las mismas. He 
oído muchas veces
juicios absurdos y orgullosos como esos en diversos países, y, 
hasta una vez, en la
misma Inglaterra.
- ¿Habéis estado en
nuestro país? - le pregunté.
- Sí - me respondió
--, cuatro o cinco meses. Llegué poco desppués de haberse 
alzado contra su Rey
los ingleses del Oeste. Para acabar con esta insurrección 
hubo que ajusticiar a
los rebeldes (Se refiere a la insurrección de los 
moradores de
Cornualles). Me favoreció entre tanto el Reverendísimo Padre Juan 
Morton (Juan Morton,
1420 - 1500, Canciller de Enrique VII. Su actitud como 
Ministro fue lo que
desancadeno una sublevación en 1497. Tomas More fue educado, 
cuando niño, en su
casa), Cardenal Arzobispo de Canterbury, que era a la sazón 
Lord Canciller de
Inglaterra, hombre, maese Pedro (maese More sabe bien lo que 
voy a deciros), tan
respetable por su autoridad como por su prudencia y sus 
virtudes. Era de
mediana estatura y llevaba el cuerpo erguido a pesar de su 
avanzada edad. Su
rostro era agradable. Sin dejar de ser grave, era amable en el 
trato. Empleaba a
veces un lenguaje rudo con los pretendientes, que no les 
ofendía, para probar
su temple de alma, y protegía, sin imprudencia, a los que 
daban muestras de
tener cualidades semejantes a las suyas. Hablaba con elegante 
y persuasiva
elocuencia. Sabía de leyes como pocos, y tenía un entendimiento y 
una memoria
prodigiosos. Tales cualidades, que poseía por naturaleza, habíanlas 
perfeccionado el
ejercicio y el estudio. Cuando yo estuve allí, el Rey hacía 
gran caso de sus
consejos, y él era en cierto modo el que sostenía el Estado. 
Siendo aún muy joven,
fue trasladado del colegio a la Corte. Hubo de trabajar 
sin descanso y sufrir
infortunios sin cuento. En medio de tantos y tan graves 
peligros, adquirió
esa experiencia del mundo que, una vez aprendida, ya no se 
olvida fácilmente.
Quiso la fortuna que
cierto día, estando yo sentado a su mesa, lo estuviese 
también un seglar
gran conocedor de las leyes de vuestro reino. No sé cómo fue 
que se puso a alabar
con ardor las severas penas con que la justicia castigaba a 
los ladrones. Diio
que, más de una vez, había visto colgar hasta veinte de ellos 
en una misma horca, y
añadió que se preguntaba, ya que tan pocos se libraban del 
castigo, cuál sería
la mala suerte que llevaba a tanta gente a robar.
Entonces yo, que
podía hablar sin trabas delante del Cardenal, le repliqué:
- No me maravilla,
porque este castigo pasa de los límites de la justicia y es 
muy dañoso para el
Estado. Es dcmasiado cruel y no lo es bastante para impedir 
que los hombres
roben. El simple robo no es un delito tan grande que deba ser 
castigado con la
muerte, y ninguna pena será lo suficientemente dura para 
impedir que roben los
que no tienen otro medio de ganarse el sustento. En esto 
vos y gran parte del
mundo obráis como los malos maestros, que prefieren azotar 
a sus discípulos en
vez de enseñarles. Hacen sufrir a los ladrones un castigo 
tremendo, y lo que
debiera hacerse es dar a los hombres medios de e:anar el pan 
de cada día, para que
nadie se vea forzado por necesidad, primero a robar y a 
ser ahorcado después.
- Ya se ha proveído
sobre esto - respondióme -. Existen los oñcios y la 
labranza, si quieren
trabajar.
- No escaparéis tan
fácilmente - dije yo -.Nada diré de los que vuelven 
estropeados de las
guerras, como los que han estado en las de Comualles o en las 
de Francia. Estos
arriesgaron sus vidas por la Patría y por el Rey, y ahora, 
mancos, cojos o
enfermos, no pueden volver a ejercer su antiguo oficio y no se 
hallan en edad de
poder aprender uno nuevo. No hablaré de ellos, repito, pues 
las guerras se
suceden en espacios más o menos largos. Consideremos las cosas 
quee pasan cada día.
-Son muchos los
nobles y señores que no se contentan con vivir en la ociosidad, 
haciendo que los
demás trabajen para ellos, sino que desuellan a sus feudatarios 
para aumentar la
renta de sus tierras, porque no conocen otra economía, y además 
son tan
malbaratadores y malgastadores, que algunos acaban viéndose reducidos a 
la mendicidad. Y no
solamente son ellos los que viven en la ociosidad, sino 
también la inmensa
caterva de perezosos criados de que se rodean, los cuales 
jamás supieron oficio
alguno. Estos hombres, cuando muere su amo o ellos 
enferman, son echados
de la casa al instante, porque los señores prefieren 
mantener ociosos que
enfermos. Sucede a veces que el heredero del muerto no 
puede sostener una
casa tan grande ni tener tantos criados como su padre tenía. 
Y al quedarse sin
acomodo, o tienen que dejarse morir de hambre o hacerse 
ladrones. ¿Qué
queréis que hagan sino robar? Mientras buscan otro empleo gastan 
su salud y sus ropas.
Los señores, al ver sus pálidos y demacrados rostros de 
enfermos y sus
andrajos, no los quieren tomar a su servicio. Tampoco los 
labradores les dan
trabajo, porque éstos saben que jamás serán capaces de 
manejar la azada y de
contentarse con un salario y una comida escasos, sirviendo 
a un pobre labriego
aquellos que vivieron en el lujo, la molicie y la pereza, 
que están
acostumbrados a ceñir la espada y a llevar el broquel, que se jactan 
de ser más que nadie
y miran con desprecio a los demás.
- No es eso, señor -
replicó -. Los hombres de esa clase son los que necesitamos 
más, porque tienen el
estómago más robusto y más audacia y valentía que los 
artesanos y los
campesinos, porque en ellos está la fuerza y el poderío de 
nuestro ejército
cuando hay guerra y hay que luchar.
 
- ¡Muy bien! ,- le
respondí -. Con igual razón podríais decir que para estar 
preparados para la
guerra habrá que proteger a los ladrones. Podéis estar seguro 
de que no faltarán
nunca ladrones mientras haya gente como esa de la que vos 
habláis. Añadiré más:
ni los ladrones son malos combatientes, ni esos 
mercenarios los más
cobardes ladrones, porque esos dos oficios se avienen mucho 
entre sí. Este mal,
por mucho que cunda en nuestra Patria, no es propio de ella, 
sino común a casI
todas las nacIones.
Francia sufre una
plaga aún peor. Todo ese reino está lleno de soldados 
mercenarios y como
sitiado por ellos aun en tiempos de paz, si paz puede 
llamarse a semejante
estado, a los cuales han dejado entrar por las mismas 
razones que os
persuaden a vos a querer proteger a esos criados ociosos. Porque 
esos prudentes locos
creen que el bienestar del país consiste en tener preparado 
un poderoso ejército
de soldados viejos en su oficio y bien adiestrados, pues 
ninguna confianza
ponen en las tropas bisoñas. Y para tener soldados bien 
adiestrados, se ven
forzados a buscar la guerra, no siendo estas matanzas de 
hombres las que
impiden que las manos y el ánimo se entorpezcan en la ociosidad 
(Parrafo extraído de
la Conjuración de Catilina, en el cual se señala: Ne per 
otium torpesceret
manus aut animus), como ha dicho Salustio. Los franceses han 
aprendido en sus
desgracias lo dañoso que es mantener esas fieras, y los 
ejemplos que nos han dado
los romanos, los cartagineses, los sirios y otras 
muchas naciones lo
atestiguan. No solamente el Imperio, sino los campos y aun 
las ciudades han sido
destruídos por tales ejércitos. Se hace manifiesta la 
falta de necesidad de
tener semejantes tropas al ver que los soldados franceses, 
adiestrados desde su
juventud en el manejo de las armas, no pueden alabarse de 
haber vencido muchas
veces a nuestros bisoños soldados, y no hablaré más de esto 
porque no me tengáis
por adulador. Ni los artesanos de las ciudades ni los rudos 
campesinos deben
tener temor alguno de esos holgazanes criados de los nobles, a 
no ser que la pobreza
haya dejado sin vigor sus almas y sus cuerpos.
Como veis, no hay,
pues, peligro alguno que temer. Esos hombres de cuerpo sano y 
robusto - pues los
nobles sólo buscan gente escogida para corromperla -, en vez 
de aprender un oficio
util, en vez de hacer trabajos viriles, se consumen en la 
ociosidad, se
debilitan en ocupaciones mujeriles, se afeminan. En verdad, de 
cualquier modo que se
miren las cosas, no creo que convenga al Estado mantener a 
tantas gentes de esta
clase, solamente para estar preparados para una guerra que 
no tendréis si no la
queréis. La paz merece tanta consideración como la guerra. 
Pero todo esto no es
la sola causa de que existan necesariamente tantos 
ladrones. Hay otra, y
mayor, a mi parecer, que es propia de nuestro país.
- ¿ Cuál es? -
preguntó el Cardenal.
- Las ovejas,
monseñor - le respondí -. Nuestras ovejas, que tan mansas suelen 
ser y tan poco comen,
se muestran ahora, según he oído decir, tan feroces y 
tragonas que hasta
engullen hombres, y destruyen y devoran campos, casas y 
ciudades. En todos
los lugares del reino donde tienen la mejor lana, la más 
apreciada, los nobles,
los señores y aun los santos varones de los abades, no se 
contentan con las
rentas y beneficios que sus antecesores solían sacar de sus 
tierras, y no
contentándose con vivir muelle y perezosamente sin hacer nada por 
el bienestar de los
demás, aún hacen daño a éstos; no dejan tierras para la 
labranza, todo es
para los pastos. Derriban las casas, destruyen las aldeas ; y 
si respetan las
iglesias es sin duda porque sirven de redil para sus ovejas. Y 
como si no se
perdiera poca tierra en bosques y cotos de caza, esos santos 
varones mudan en
desiertos las moradas y toda la gleba. Así, pues, para que un 
devorador insaciable,
plaga de su Patria, pueda encerrar en un solo cercado 
varios millares de
acres de pastos, muchos campesinos son despojados de lo poco 
que poseen. Los unos
por fraude, otros expulsados o hartos ya de sufrir tantas 
vejaciones, se ven
forzados a vender cuanto tienen. De todos modos, esos 
infelices hombres y
mujeres, maridos y esposas con sus hijos pequeños, huérfanos 
y viudas tienen que
irse a otras partes. Y estas familias son más numerosas que 
ricas, ya que la
tierra pide el trabajo de muchos brazos. Se van, pues, todos, 
abandonando sus
casas, los lugares donde vivieron, y no hallan dónde refugiarse. 
Sus ajuares, que poco
valen, tienen que venderlos por casi nada. Helos, pues, 
errantes y sin
recursos cuando han gastado ese dinero. ¿Qué recurso les queda 
entonces sino el de
robar y ser ahorcados o el de mendigar? Mas si hacen esto 
último los
encarcelan, pues son vagabundos que no trabajan. Nadie quiere darles 
trabajo, aunque ellos
se ofrezcan a trabajar de buena voluntad. Como el único 
oficio que saben es
el de labrador, no pueden ser empleados donde no se ha 
sembrado.
Un solo zagal, un
solo pastor basta para apacentar los rebaños en una tierra que 
necesitaba muchos
brazos cuando estaba sembrada. Por esta causa son más caras 
las cosas de comer en
muchos lugares. Además, los precios de las lanas han 
subido tanto, que las
pobres gentes que hacían paños con ellas no pueden 
comprarlas ahora, por
lo que muchos han de dejar su oficio y estar sin trabajar: 
Desde que hay tantos
lugares de pasto, una inmensa muchedumbre de ovejas ha 
muerto de morriña
(Enfermedad propia del ganado ovino), como si Dios hubiera 
querido castigar con
esta plaga en los rebaños la desordenada e insaciable 
codicia de sus
dueños, que son los que más merecían que hubiese caído sobre sus 
cabezas. Así, aunque
aumente el número de las ovejas, su precio no baja, porque 
hay muy pocos
vendedores, porque casi todos los rebaños están en manos de unos 
pocos hombres ricos,
los cuales no tienen necesidad de vender hasta que ellos 
quieren, y no quieren
vender sino cuando el precio les conviene.
Esto ha traído
también la gran escasez de ganado de otras especies, pues, como 
han sido destruídas
las casas de labranza y no se labra la tierra, nadie las 
cría. Esos ricos
crían ovejas, pero no ganado mayor. Compran primero las crías 
de este último, muy
baratas, en otras comarcas, y luego, cuando las han cebado 
bien en sus pastos,
las vuelven a vender excesivamente caras. Y creo que no se 
han sufrido aún todas
las incomodidades de esto. Hasta ahora no se ha advertido 
la escasez más que en
los lugares donde se hacen las ventas. Mas cuando hayan 
sacado de todas
partes más ganado del que puede nacer, habrá menos reses, y, por 
la codicia irracional
de unos pocos, lo que pudo haber sido la mayor riqueza de 
este reino será la
causa de su ruina. Esta gran escasez de cosas de comer hace 
que las casas se
tornen menos hospitalarias y que tengan los menos criados que 
pueden. Y ¿ qué han
de hacer éstos? Mendigar o salir a robar. Y por si esto 
fuera poco, añádense
a estas miserias las suntuosidades desordenadas. Todos, los 
campesinos, los
artesanos, los criados que sirven a los señores y a los nobles, 
hacen escandalosa
ostentación de riqueza en sus ropas y en la mesa. Los 
alcahuetes, las
mujeres de mala vida y las mancebías; las tabernas de vino y de 
cerveza; los juegos
ilícitos, como los dados, los naipes, las damas, la pelota, 
los bolos, ¿no llevan
al robo a los aficionados a ellos cuando se les acaba el 
dinero? Libraos de
estas malignas corrupciones, haced una ley que mande que 
vuelvan a edificar
las aldeas y las casas de labranza los que las han destruído, 
o a lo menos que
consientan que lo hagan quienes deseen hacerlo. No dejéis que 
los ricos hagan
grandes acopios y monopolicen el mercado como a ellos les place. 
No consintáis que
haya tantos ociosos. Haced que vuelvan a labrarse las tierras, 
que vuelvan a tejerse
paños, para que estos ociosos puedan ganar el pan 
trabajando
honradamente, tanto los que la miseria ha llevado ya al robo, como 
los vagabundos y
criados sin oficio que están a punto de tornarse ladrones.
Si no ponéis remedio
a tales males, no alabéis esa justicia que tan severamente 
castiga el robo, pues
es sólo hermosa apariencia y no es provechosa ni justa. 
Dejáis que den a los
niños una educación abominable que corrompe sus almas desde 
sus más tiernos años.
¿Es necesario, pues, que los castiguemos por crímenes que 
no son culpa de ellos
cuando llegan a ser hombres? Porque ¿qué otra cosa hacéis 
de ellos sino
ladrones, que luego castigáis?
Mientras yo hablaba,
el jurista preparaba su réplica y estaba determinado a 
darla del modo que
suelen hacerlo los disputadores, los cuales repiten lo que 
han oído en vez de
responder a ello, pues creen que el tener una memoria feliz 
es lo que más
alabanzas merece.
- Bien habéis hablado
- me dijo - para ser un extranjero que no  sabe de estas 
cosas más que lo que
ha oído decir de ellas. Os probaré que os ha inducido a 
error vuestra
ignorancia de las costumbres de nuestro país, y para ello repetiré 
primero ordenadamente
lo que vos habéis dicho; y, por último, contestaré a 
vuestros argumentos y
los refutaré uno por uno. Paréceme que habéis dicho cuatro 
cosas ...
- Callaos - le dijo
el Cardenal -. Semejante exordio nos promete que vuestra 
respuesta no será
corta. Os dispensamos de que os toméis ese trabajo ahora. Si 
nada os lo impide a
vos y al maese Rafael, sería mi deseo que prosiguieseis esta 
plática mañana. Pero
antes, maese Rafael, quisiera que nos dijerais por qué, 
según vos, el robo no
debe ser castigado con la muerte y qué castigo más 
conveniente a la
República debería ser impuesto a tal delito, porque estoy 
cierto que no
creeréis que el robo debe quedar impune. Si aun sabiendo que les 
espera tan tremendo
castigo hay hombres que no dudan en robar, ¿qué temor, qué 
fuerza podría detener
a los malhechores cuando supieran que no les iban a quitar 
la vida? Además,
juzgarían esa mitigación del castigo como una incitación al 
mal.
- Creo, monseñor -
respondíle -, que es injusto dar muerte a un hombre porque ba 
robado dinero. Soy de
opinión que todos los bienes de este mundo no compensan la 
pérdida de una vida
humana. Y si me dicen que esta justicia castiga la 
transgresión de las
leyes, diré que a esta extremada y rigurosa justicía se le 
puede llamar suma
injusticia. No son justas esas leyes crueles y despiadadas, no 
es justo sacar la
espada para vengar ofensas leves. No debemos hacer lo que 
hacen los Estoicos,
para los cuales todas las ofensas son iguales, como si el 
homicidio y el robo
fueran ambos la misma cosa, como si un crimen no fuese más 
odioso que el otro,
pues si hemos de guardar el respeto debido a la equidad, no 
hay entre esos dos
delitos igualdad ni semejanza. Dios nos manda no matar. ¿Y 
hemos de matar tan
prontamente a un hombre porque nos ha quitado un poco de 
dinero? Y si los
hombres saben que la Ley Divina prohibe matar y se enteran más 
tarde que las leyes
humanas dicen que matar es lícito, ¿no podrían hacer leyes 
que dijesen que son
lícitos el libertinaje, la fornicación y el perjurio? Dios 
nos prohibe, no sólo
quitar la vida a nuestros semejantes, sino quitárnosla 
nosotros mismos.
¿Podríamos legítimamente matarnos los unos a los otros en 
virtud de una ley
hecha por los hombres? Y esa ley ¿tendría una fuerza tal que 
haría que aquellos
que la cumpliesen, a pesar del precepto divino, escapasen del 
castigo celestial, y
que tuvieran el derecho de hacer perecer a todos los que 
estuviesen condenados
por la justicia humana? Entonces, la justicia de Dios sólo 
reinaría en donde le permitiera
la justicia humana, y, finalmente, serían los 
hombres quienes
determinarían en cada circunstancia hasta qué punto sería 
conveniente guardar
los mandamientos divinos. Aun la ley de Moisés, severa como 
era, pues se hizo
para esclavos, para esclavos endurecidos y tercos, castigaba 
el robo tan sólo con
pena pecuniaria, y no con la muerte. No queramos creer que 
Dios, en su nueva Ley
de clemencia y misericordia, por la que nos gobierna como 
un bondadoso padre
gobierna a sus amados hijos, nos da más espacio y mayor 
licencia para que
seamos crueles con nuestros prójimos y ellos con nosotros.
He aquí por qué creo
que ese castigo es injusto. Además, paréceme que nadie sabe 
cuán irrazonable y
cuán pernicioso es para la República que el ladrón y el 
homicida o asesino
reciban igual castigo. Si el ladrón sabe esto, se sentirá 
fuertemente incitado,
y aun constreñido, a dar muerte al que sólo hubiera 
despojado, pues, una
vez hecho el crimen, tendrá menos miedo de que sea 
descubierto, ya que
el muerto no podrá acusarle. Y así esta crueldad no infunde 
miedo a los ladrones,
sino que les mueve a matar. Si me preguntarais cuál sería 
el castigo más
conveniente, respondería que, enmi opinión, no es más difícil de 
hallar que el peor.
¿Por qué hemos de poner en duda que eran buenos y 
provechosos los
castigos que daban en la antigüedad los romanos, que tan hábiles 
eran en el gobierno
de la República? En Roma, los grandes criminales eran 
condenados a trabajar
en las canteras, a sacar metales en las minas, a llevar 
cadenas todos los
días de su vida. Tocante a esto, no he visto en ninguna nación 
nada que pueda
compararse a lo que, viajando por el mundo, vi en Persia entre 
los llamados
comúnmente Polileritas (Podría traducirse como los necios), cuyo 
país es grande y está
sabiamente gobernado. Cumplen solamente sus propias leyes, 
y son libres, aunque
pagan un tributo anual al poderoso Rey de los persas. Mas 
como están lejos de
la mar y casi cercados por altas montañas, y se contentan 
con los frutos que da
su tierra, que es muy feraz, no van ellos a otros países 
ni las gentes de
otros países vienen al suyo. Fieles a la antigua costumbre de 
su nación, no desean
ensanchar los límites de ella. Sus montañas los defienden y 
el tributo que pagan
a su Rey los libra de tener que ser soldados. Viven 
cómodamente, aurique
sin suntuosidad, y son más felices y ricos que insignes y 
famosos. Creo que su
nombre solamente lo conocen sus vecinos más cercanos.
Entre los
Politeritas, un sujeto convicto de robo tiene que restituir las cosas 
robadas a su legítimo
dueño, y no al Rey, como es uso en otros países, pues 
creen que el Príncipe
no tiene más derecho sobre ellas que el mismo ladrón. Si 
perecen las cosas
robadas, se pagan con los bienes de fortuna que posee el 
ladrón, y lo que
sobra se devuelve a la esposa e hijos de éste, el cual es 
condenado a trabajos
públicos. Si el robo es de po ea monta, el ladrón no es 
encarcelado ni
cargado de cadenas. Los que se niegan a trabajar o lo hacen con 
holgazanería, son
forzados a ello a zurriagazos y les ponen cadenas. Los que 
muestran buen ánimo
en el trabajo no son maltratados. Cada noche los llaman por 
sus nombres y son
encerrados en aposentos. Sólo tienen que trabajar de día y su 
vida no es dura ni
incómoda. Danles bien de comer a expensas de la República, 
porque son siervos de
ella. Se apela a diversos recursos para mantenerlos. En 
algunas partes los
mantienen con las limosnas que dan para ellos; y aunque este 
recurso es incierto,
por ser el pueblo muy misericordioso, no se halla otro más 
provechoso o que
resulte más abundante. En algunos lugares se señalan ciertas 
tierras y con lo que
ellas dan los mantienen; y en otros lugares se hace pagar 
un tributo especial a
sus moradores.
Otras regiones hay en
que los esclavos - llaman así a los condenados - no 
trabajan para la
República. Cualquier persona particular que necesite gañanes, 
los alquila por días,
dándoles de comer y beber y pagándoles un jornal un poco 
menor que el que se
da a los gañanes libres; y el amo tiene además el derecho de 
castigar con azotes a
los perezosos. Así los condenados nunca carecen de trabajo 
y tienen lo que
necesitan para vivir. Tienen que entregar algo de lo que ganan 
para el Tesoro de la
República. Todos llevan un vestido del mismo color y no les 
rapan sino la parte
de la cabeza que está encima de las orejas; pero les cortan 
la parte superior de
una de las orejas. Todos ellos pueden recibir de sus amigos 
regalos de alimentos
y bebidas y también un vestido del color prescrito; pero un 
regalo en dinero trae
consigo la muerte del que lo hace y del que lo recibe. 
Igual castigo se
impone al hombre libre que, por cualquier razón, toma dinero de 
un esclavo y al
esclavo que toca armas. Cada condado marca a sus esclavos con 
distintas señales. El
que se quita la marca es castigado con la muerte, y 
también el que es
visto fuera de los límites de su condado o hablando con un 
esclavo de otro
condado. Un intento de fuga no es menos peligroso que la misma 
evasión. Quien ayuda
a otro a fugarse, pierde la vida, si es esclavo; la 
libertad, si es
libre. Se premia a los delatores: al hombre libre, con dinero; 
al esclavo, con la
libertad. Si el delator es uno de los cómplices le es 
perdonado su delito.
Así es mejor arrepentirse a tiempo que perseverar en una 
mala intención.
Estas son las leyes y
orden de ese pueblo, como os he dicho. Bien se echa de ver 
lo conveniente que es
y lo lejos que está de la crueldad esa humanidad, esa 
benevolencia que
usan. Con el castigo sólo se proponen destruir los vicios y 
salvar a los hombres,
para que éstos elijan el ser buenos y reparen en lo 
restante de su vida
el mal que antes hicieron. A más se teme muy poco que puedan 
volver a su viciosa
condición, y los viajeros los toman como guías sin 
desconfianza alguna,
para ir de un condado a otro, y en cada condado los cambian 
tomando otros. Si
quisieran robar no podrían hacerlo, pues no llevan armas, y el 
dinero que les
hallasen encima delataría su criminal acción. Sabe que será 
castigado y que no
tiene esperanza alguna de poder huir. ¿Podría ocultar su fuga 
un hombre que no va
vestido como los demás? Si huyera desnudo le delataría el 
modo cómo lleva
rapada parte de la cabeza y la oreja cortada. Tampoco es de 
temer que se junten
para conspirar contra la República. Los esclavos de un solo 
condado no podrían
llevar a cabo tal intento sin la ayuda de los esclavos de 
otros condados. Esto
es del todo imposible para hombres que tienen prohibido el 
hablarse entre sí o
saludarse. No se atreverían a proponer esto a sus 
compañeros, pues
saben sobradamente lo peligroso que es guardar un secreto y lo 
provechosa que es
para ellos la delación. Por otra parte, nadie desespera de 
alcanzar su libertad
algún día mostrando humilde obediencia y paciente 
resignación, dando
pruebas de que llevará una vida de verdadero hombre honrado 
en lo venidero. Y, en
efecto, cada año son premiados con la libertad los que han 
sabido tener esa
mansa resignación.
Dicho esto, iba a
añadir que no comprendía por qué no podían ser impuestos este 
orden y estas leyes
en Inglaterra con mucho más provecho que la justicia que 
tanto había alabado
el jurista, cuando éste habló así:
- Jamás se podría
imponer esto en Inglaterra sin peligro para la República.
Y al decir esto,
meneó la cabeza y puso mala cara. Luego calló. Todos los 
presentes aprobaron
sus palabras.
- Es difícil juzgar,-
dijo el Cardenal - sin antes probarlo, si ese orden sería 
bueno o malo aquí.
Mas si, después de haber sido pronunciada la sentencia de 
muerte, mandase el
Rey suspender y aplazar la ejecución, podría intentarse la 
prueba, aboliendo
antes el derecho de asilo en los lugares sagrados. Y si se 
viese que esto era
bueno y provechoso, se podría hacer. De no ser así, se 
tendría que cumplir
la sentencia y dar muerte a los condenados. Nada de esto 
sería dañoso para la
República. Y creo yo que se podría tratar de igual modo a 
los vagabundos,
contra los cuales se han dictado ahora tantas leyes que no han 
conseguido
enmendarlos./p>
Luego de haber
hablado así el Cardenal, todos tuvieron grandes alabanzas para 
mis dichos, los
cuales habían desaprobado poco antes. Pero lo que más 
aplaudieron fue lo
que había añadido el Cardenal acerca de los vagabundos. No sé 
si sería mejor callar
lo que siguió; sin embargo, como no es cosa mala y tiene 
bastante relación con
lo que se había hablado antes, lo contaré también.
Hallábase allí cierto
parásito burlón que pretendía imitar a un bufón y 
conseguía, no sólo
parecerlo, sino serlo. Era tan afectado en el hablar y decía 
cosas tan fuera de
tiempo y lugar que movía a risa a sus oyentes, los cuales 
reíanse más a menudo
de él que de sus chocarrerías. Mas de vez en cuando salían 
de sus labios
palabras juiciosas, cual si quisiera hacer verdad el proverbio que 
dice: Quien tira, da
en el blanco al final. (Proverbio extraido de los Adagios 
de Erasmo). Dijo a la
sazón uno de la compañía que ya que en mi discurso había 
hallado un buen remedio
para acabar con los ladrones y el Cardenal otro para 
corregir a los
vagabundos, aún faltaba encontrar otro para favorecer a aquellos 
que, viejos, enfermos
y caídos en la pobreza, no podían trabajar para ganar el 
sustento. A esto
replicó el burlón:
- Dejadlo para mí y
veréis cómo halloel remedio. Lo que más quisiera es no tener 
que tropezar con
tales gentes, que me han importunado muchas veces pidiéndome 
limosna con lágrimas
en los ojos y jamás han podido sacarme ni una sola moneda. 
Siempre me sucede una
de estas dos cosas: o no quiero darles dinero, o quiero 
dárselo y no puedo
porque no lo tengo. Ahora que saben bien que no pueden 
esperar de mí más de
lo que podrían esperar de un sacerdote o un monje, me dejan 
pasar cuando me ven
sin decirme nada, para no pedir en vano. Yo haría, pues, una 
ley que mandase que
todos los mendigos fuesen repartidos entre los conventos, 
para que los varones
fueran convertidos en lo que los frailes llaman legos y las 
hembras en monjas.
Sonrióse el Cardenal
y aprobó la chanza. Los demás hicieron lo mismo. Pero un 
fraile, que era
licenciado en Teología, a quien estos dichos sobre los curas y 
las monjas habían
puesto de excelente humor, empezó también a bromear, a pesar 
de ser hombre grave.
- No acabaréis con
los mendigos - dijo el bufón - si no os preocupáis también 
del bienestar de los
frailes. - ¿Por qué? - replicó el parásito - ¡Monseñor ya 
ha hallado el
remedio! Hay que hacer trabajar a los vagos. ¿Y no sois vosotros 
los mayores vagos del
mundo?
Viendo que el
Cardenal nada replicaba, echáronse todos a reir, menos el fraile, 
el cual, ofendido por
lo que acababa de decir el bufón, se indignó y enfadó 
tanto que no pudo
domeñar su cólera y le llamó bellaco, villano, marrano, 
maldiciente.
calumniador e hijo de perdición, mezclando con estas palabras las 
más terribles
imprecaciones sacadas de las Sagradas Escrituras.
Entonces el bufón
comenzó a mofarse de un modo que naclie lo podría hacer mejor, 
y dijo:
- Sosegaos, buen
fraile, no os irritéis. Está escrito: Mediante vuestra 
paciencia salvaréis
vuestras almas. (Párrafo extraído de un versículo del 
Evangelio según San
lucas).
A lo que respondió el
fraile con estas palabras:
- No estoy airado,
malvado, pillo de horca, o por lo menos no peco, pues dijo el 
Salmista : Enojaos, y
no queráis pecar más (Extraído del Libro de los Salmos).
El Cardenal amonestó
con dulzura al fraile para que se reportase.
- Vos sabéis,
Monseñor, que tengo el deber de hablar así - dijo el amonestado. 
Los mismos santos han
tenido estos arrebatos de furor. Dice un Salmo:
El celo de tu casa me
devoró (Extraído también del Libro de los Salmos). Y se 
canta en las
iglesias: Los que se burlaron de Elíseo cuando entró en la¡ Casa de 
Dios, sintieron la cólera
del calvo (Párrafo que proviene del himno De 
Resurrectione Domini
de Adam de San Victor), como la sentirá este villano 
burlón.
- Creo que lo hacéis
con buena intención - díjole el Cardenal, mas pareceme que 
obraríais más sana y
prudentemente no prosiguiendo esta insensata altercación 
con hombre tan necio.
A lo que replicó el
fraile:
- No, Monseñor no
sería más prudente. Salomón el sabio, dijo: No respondas al 
necio imitando su
necedad (Párrafo extraído del Libro de los Proverbios), y es 
lo que estoy haciendo
ahora para que vea este necio en qué abismo puede caer si 
no tiene más cuidado.
Y si los que se burlaron de Eliseo, que era un solo hombre 
calvo, sintieron la
ira del calvo, ¿cómo no ha de sentirla más aún este burlón 
que se mofa de tantos
frailes, entre los cuales hay muchos calvos? Tenemos 
también las Bulas del
Papa en virtud de las cuales los que se burlan de nosotros 
están excomulgados.
Viendo el Cardenal
que la disputa no llevaba trazas de acabar, hizo una discreta 
seña con la mano para
mandar salir al bufón, y pasamos a hablar de otras cosas. 
Al cabo de poco
espacio, levantóse de la mesa y nos despidió. Fuese a conceder 
audiencia a los que
venían a pedirle favores.
- Ved, maese More,
qué larga y tediosa ha sido la historia que os he contado. 
Seguro estoy de que
me hubiese avergonzado de haber hablado tanto si no hubiera 
sabido que vos lo
deseabais y me escuchabais con gusto. Hubiera podido ser más 
breve, pero quería
persuadir a mi auditorio, que empezó desaprobando mis 
palabras y acabó
alabándolas cuando oyó decir al Cardenal que no le parecían 
mal. Por adular a
Monseñor, no siritieron rubor alguno al aplaudir las 
desatinadas
invenciones de un bufón, animándoles a ello el ver que el amo de 
éste había sonreído
al oirlas y no las había refutado. Ya véis en cuán poca 
estima tienen los
cortesanos mi persona y mis opiniones.
- Os aseguro, maese
Rafael, que os he escuchado con agrado - dije. -- Las 
palabras que habéis
dicho han sido discretísimas. Hanme hecho creer que me 
hallaba, no solamente
en mi patria, sino también en el palacio del Cardenal, de 
quien habéis hecho
tan bello retrato. Me habéis traído dulces recuerdos de la 
niñez, porque en ese
palacio pasé mi infancia y me enseñaron lo que sé. Ya os 
profesaba mucho
afecto, amigo Rafael; pero no podéis imaginaros lo que ha 
crecido ese afecto en
mi corazón al ver lo que favorecéis a aquel hombre. Mas 
esto no cambia la
opinión que tengo formada de vos. Sigo creyendo que si 
quisierais estar en
la Corte de algún Príncipe, vuestros consejos podrían ser 
muy útiles y
provechosos a la República. Os obliga ese deber, que es el de todo 
buen ciudadano. Ya
sabéis que ha dicho vuestro admirado Platón que . ¡Cuán lejos 
están aún las
Repúblicas de esta felicidad si los filósofos no se dignan modelar 
el ánima de los Reyes
con sus sabios consejos!
- Los filósofos no
son tan adustos - respondió - y lo harían con agrado si los 
Reyes y Príncipes
estuviesen dispuestos a seguir los buenos consejos. Muchos de 
ellos lo han hecho ya
en sus libros. Pero no hay duda de que Platón ya previó 
que los Reyes, a
menos de entregarse al estudio de la filosofía, jamás querrán 
escuchar los consejos
de los filósofos, porque sus corazones están pervertidos 
desde su más tierna
edad por las ideas falsas y malas. Platón vió que esto era 
verdad en el ejemplo
del Rey Dionisio. Si yo propusiera a algún Rey que se 
diesen leyes sabias,
si intentase arrancar de su alma las perniciosas causas 
originales de vicio e
iniquidad ¿no creéis que sería arrojado de su Corte o se 
reirían de mí?
Suponed que me hallase con el Rey de Francia y estuviera sentado 
en su Consejo
tratando de negocios secretos. El monarca y sus más talentudos 
consejeros y
ministros hállanse presentes allí. Búscanse los medios de poder 
conservar Milán, de
impedir que se separe Nápoles, de conquistar Venecia, de 
someter a toda
Italia; luego de unir a la Corona toda la Borgoña, Flandes y 
Brabante, sin contar
otros reinos y tierras que hace largo tiempo se tiene el 
propósito de invadir.
Uno aconseja que se concierte con los venecianos un 
Tratado de Paz, que
durará toda el tiempo que sea menester, y ceder a éstos 
parte del botín, la
cual sería recobrada cuando se hubiera arreglado todo a 
gusto de Francia.
Otro opina que sería mejor traer alemanes. Este otro dice que 
hay que ganar el
favor de los suizos dándoles dinero. Aquel da el consejo de 
hacer un sacrificio y
apaciguar con oro al poderoso Emperador. Aquel otro 
aconseja hacer las paces
con el Rey de Aragón, restituyéndole el reino de 
Navarra. Hay quien
propone que se intente hacer una alianza con el Rey de 
Castilla, ganando
antes a algunos señores de aquella Corte, los cuales serían 
comprados mediante
una pensión.
 
 
Están dudosos acerca
de lo que se debe hacer con Inglaterra, pero están acordes 
en una sola cosa, en
hacer la paz con los ingleses, para estrechar los lazos de 
amistad con ellos,
para hacer más caliente esta amistad, que hasta ahora ha sido 
tibia. Así se podrá
llamar a esa nación amiga, pero se seguirá desconfiando de 
ella cual si fuese
enemiga. Se tendrá siempre preparados a los escoceses, por si 
es necesario
emplearlos contra los ingleses. En secreto, porque públicamente no 
puede hacerse por razón
de la tregua pactada, habrá que tener preparado 
igualmente a algún
noble inglés, que haya sido desterrado de su país y que 
quiera ser
pretendiente al Trono, para tener dominado y sujeto a ese monarca que 
tan poca confianza
les infunde. Y ahora digo yo: ante tan graves e importantes 
negocios, ante tantos
nobles y prudentes varones que solamente aconsejan al Rey 
que hablen las armas,
o sea la guerra, ¿qué sucedería si mi humilde persona se 
levantase y les
aconsejase que cambiasen el rumbo? Yo les diría: Dejad tranquila 
a Italia y quedaos en
casa; el reino de Francia es tan grande que un soIo hombre 
no puede gobernarlo
bien, y el Rey no ha de menester engrandecerlo más. Luego 
les propondría que
imitasen el ejemplo de los Acorianos, pueblo situado enfrente 
de la isla de Utopía,
en el lado del Sudeste.
Esos acorianos
hicieron la guerra tiempo atrás a otro reino, para dárselo a su 
soberano, quien se
consideraba con derecho a ceñir la corona del mismo en virtud 
de una antigua
aIianza. Al final, luego de haberlo conquistado, diéronse cuerita 
de que les era tan
difícil conservarlo como les había sido apoderarse de él. 
Cuando no tenían que
sufrir las irrupciones y saqueos de las tropas de otras 
naciones, tenían que
sofocar las diarias insurrecciones de sus nuevos vasallos, 
por lo que tenían que
estar continuamente luchando en favor de ellos o contra 
ellos. Veían que se
estaban empobreciendo porque salía el dinero fuera del 
reino, que morían sus
hombres para mantener la gloria de otra nación. La paz no 
era para ellos mejor
que la guerra, porque la guerra habíales pervertido de tal 
modo que les había
acostumbrado a matar y a robar. No eran respetadas las leyes. 
El Rey mostrábase
incapaz de gobernar los dos reinos. Y comprendiendo que estos 
males iban a ser
inacabables, se concertaron y dijeron a su Rey que debía 
escoger entre ambos
reinos, pues para una sola cabeza era mucho peso el de dos 
coronas y ellos eran
demasiado numerosos para consentir ser regidos por medio 
Rey. Dijeron también
al monarca que un mulero no podía guardar al mismo tiempo 
las bestias de dos
amos. Este buen Príncipe hubo de contentarse con su antiguo 
reino y dar el nuevo
a uno de sus amigos, quien fue arrojado de él poco tiempo 
después.
Y si yo añadiese y
demostrase que tales aventuras bélicas, no solamente dejarían 
vacías las arcas del
tesoro, sino que causarían muchas destrucciones y muertes y 
llevarían la
confusión a otras naciones; si dijese que sería más conveniente 
para el Rey contentarse
con su reino de Francia, como hicieron sus antepasados 
antes de él, para
enriquecerlo, para hacerlo florecer tanto como él pudiese, 
amando a sus súbditos
para que éstos volviesen a amarle, viviendo con ellos, 
mandándolos con
blandura, no apeteciendo conquistar más reinos, pues tiene 
bastante y aún le
sobra con el que ya posee, ¿creéis que sería escuchado, maese 
More?
- Me temo que no -
respondí.
- Prosigamos,
entonces - dijo Rafael. - Imaginaos un Rey y sus consejeros 
buscando los medios de
enriquecer al monarca. Uno aconseja aumentar el valor del 
dinero cuando el Rey
haya de pagar y dar a la moneda menos valor del que tiene 
cuando tenga que
recibir dinero; de este modo se podrán pagar grandes cantidades 
con poco dinero y se
recibirá mucho cuando hayamos de cobrar el poco que nos 
deben. Propone otro
que se finja que hay guerra y que cuando el Rey haya 
recibido dinero en
abundancia, haga que se celebre la paz con grandes y solemnes 
ceremonias
religiosas, para así cegar los ojos de la plebe y para que él sea 
tenido por Príncipe
piadoso que no ha querido que se derramase sangre humana. 
Este pide que se
hagan cumplir ciertas leyes antiguas, que por antiguas han sido 
olvidadas y
transgredidas por todos; tales leyes castigan los delitos con penas 
pecuniarias, y
mandando cumplirlas, el Rey parecerá hacer justicia. El consejo 
que da éste otro es
que se prohiban muchas cosas que se considera se hacen en 
dafio de la
República, castigando a los trangresores con fuertes penas 
pecuniarias, y vender
luego el privilegio de hacerlas. Por este medio se gana el 
favor del pueblo y se
consigue provecho de dos maneras: primero haciendo sufrir 
la pena o
confiscación a los que por codicia no cumplieron estas leyes y luego 
vendiéndoles
privilegios y licencias. Y más caros podrá vender el Príncipe estos 
privilegios cuanto
menos dispuesto se muestre a consentir que una persona haga 
algo en daño de sus
súbditos.
Otro aconseja que el
Rey perdone a los jueces del reino que no hicieron cumplir 
las leyes, para tener
a éstos siempre a su lado y para que mantengan los 
derechos del
Príncipe. Además, los llamará a Palacio para que arguyan y discutan 
en presencia suya
sobre tales negocios. Por mala e injusta que sea una causa 
sIempre habrá uno u
otro de ellos que, porque tiene algo que alegar u oponer, 
porque se avergüenza
de volver a decir lo que ha sido dicho ya o porque quiere 
agradar al soberano,
hallará el modo de defenderla con argucias. Y así, cuando 
los jueces no estén
acordes entre ellos y sigan disputando sobre lo que ya es 
bastante claro, y sea
puesta en duda la verdad maniñesta, podrá el Rey entender 
que la ley ha sido
hecha en su provecho, y entonces los demás, por vergüenza o 
temor, consentirán en
ello. Luego los jueces se atreverán a pronunciarse en 
favor del Rey, porque
el que obra así ha detener una buena razón que lo abone; 
le bastará tener la
equidad de su parte, o la letra de la ley, o interpretar 
torcidamente ésta, o
lo que para los jueces buenos y justos tiene más fuerza que 
todas las leyes, la
indisputable prerrogativa real.
Y, finalmente, todos
los consejeros se muestran conformes con la máxima del rico 
Craso (Se refiere a
Marco Licinio Crasso, quien fuera triunviro romano junto con 
Cesar y Pompeyo. Fue
él quien encabezó a las fuerzas romanas que saquearon el 
Templo de Jerusalén.
Acumuló una gran fortuna mediante el tráfico o comercio de 
esclavos. Nació en el
año 115 A.C. y murió en el 53 A.C.) de que no basta la 
abundancia de oro
para que un Príncipe mantenga un ejército. Además, un Rey, 
aunque podría hacerlo
si quisiera, no puede hacer nada injusto: es dueño 
absoluto de las
personas y bienes de sus súbditos, y todo lo que éstos poseen lo 
tienen merced a la
benignidad real. Lo que más conviene al Rey es que sus 
súbditos posean muy
poco o nada; el Rey está más seguro en su trono cuando su 
pueblo no goza de
demasiada riqueza y libertad, pues, cuando hay estas cosas, 
los hombres no
obedecen de buen grado las leyes duras e injustas; por otra 
parte, la necesidad y
la pobreza abaten sus audacias hacíendoles sumIsos a la 
fuerza.
Suponed que entonces
me levanto y afirmo: Son dignos de vituperio y deshonrosos 
para el Rey todos los
consejos que acabáis de darle. Fuera más honroso y 
provechoso para él
enriquecer a su pueblo en vez de buscar su propia riqueza. 
Los hombres hacen los
Reyes para su propio bien, no para el bien de éstos; los 
hacen para poder
vivir sin temor a sufrir afrentas e injusticias. El Rey debe 
velar más por la
felicidad de su pueblo que por la suya, porque es como un 
pastor, y el pastor
antes que nada tiene que apacentar a sus ovejas.
Yerran los que creen
que la defensa y el maritenitniento de la paz consiste en 
la pobreza del
pueblo. ¿Dónde abundan más las disputas, las querellas, los 
alborotos, las
rencillas y las reprobaciones sino entre los mendigos? ¿Quiénes 
desean más las
mudanzas que los que no están contentos del modo cómo viven? ¿No 
es el más audaz de
los rebeldes aquel que espera ganar algo porque no tienen 
nada que perder? Si
un Rey es tan poco amado, tan despreciado de sus súbditos, 
que no puede infundir
en ellos temor, si no es a fuerza de injusticias y 
confiscaciones y
llevándolos a la pobreza, mejor le sería renunciar al trono que 
intentar mantenerse
en él por tales medios, pues, aunque sigan llamándole Rey, 
la majestad se ha
perdido. Nada hay más contrario a la dignidad de un soberano 
que reinar en un
pueblo de mendigos; su deber es regir una nación rica y feliz. 
No lo ignoraba el
valeroso Fabricio (Se refiere a Cayo Luciano Fabricio, quien 
fuese dos veces
Cónsul romano y luego censor. Este funcionario fue tan honesto 
que prácticamente
murió en la miseria teniendo el Estado que encargarse de su 
entierro) cuando dijo
que prefería más mandar a los ricos que ser rico él. Y en 
verdad es carcelero,
y no Rey, el que vive en la riqueza y los placeres mientras 
los demás lloran,
afligidos por causa de ello. Finalmente, este Rey, como es 
imprudente médico que
no sabe curar a un enfermo sin darle otra enfermedad, 
tampoco sabe mejorar
la manera de vivir de sus súbditos si no es quitándoles la 
riqueza y las
comodidades de la vida, y debiera confesar que no sirve para 
gobernar a los
hombres. Dejadle, pues, que enmiende su propia vida, que renuncie 
a su orgullo y a los
placeres deshonestos, porque estos son los vicios que hacen 
que su pueblo le
desprecie o le odie. Que viva de lo suyo, sin hacer daño a 
ninguno. Que prevenga
los crímenes, que no los deje crecer para después 
castigarlos. Que no
vuelva a imponer leyes que han sido abrogadas por la 
costumbre,
especialmente las que han sido olvidadas hace largo tiempo y jamás 
han sido necesarias.
Que no mande, so color de castigar las transgresiones, 
hacer confiscaciones
que un juez consideraría injustas si pretendiera hacerlas 
un simple súbdito del
reino.
Hablaría luego a los
consejeros de las leyes de los Macarienses, los cuales 
moran no lejos de
Utopía. Su Rey, el día de la coronación, jura solemnemente que 
jamás tendrá en sus
arcas más de mil libras de oro o plata. Dicen los 
macarienses que esta
ley fue hecha por un buen Rey que se preocupó más del 
bienestar de su
patria que del suyo. Creía así poner estorbos a la acumulación 
de riquezas, la cual cosa
traía irremediablemente la pobreza del pueblo. Preveía 
que aquel dinero
bastana para mantener el orden en su reino y para impedir las 
invasiones de los
enemigos extranjeros. Sabía también que ese dinero, por ser 
demasiado poco, no le
movería a cometer la injusticia de quitar las haciendas a 
sus vasallos. Tal fue
la causa principal que obligo a dictar esa ley. Otra causa 
fue que el soberano
quería que no faltase dinero a sus súbditos para sus 
cotidiarias
transacciones. Un Rey que obra así es temido por los malos y amado 
por los buenos. Pero
si dijera esto y otras cosas semejantes entre hombres que 
opinan de diferente
modo que yo ¿no sería como hablar a sordos?
- En efecto, fuera
hablar a sordos - le respondí -. Mas esto no me maravillaría. 
En verdad. de nada
sirve decir semejantes cosas o dar tales consejos si no se 
está cierto de que
serán escuchadas las plimeras y seguidos los segundos. ¿Puede 
ser provechoso ese
inusitado lenguaje para hombres que defienden opiniones tan 
diferentes? En una
plática entre amigos no es desagradable la filosofía 
escolástica, mas en
los Consejos de los Reyes, donde se discuten con grande 
autoridad los más
graves negocios, no hay un lugar conveniente para ella.
- Por esto dije yo
que no hay lugar para los filósofos en la Corte - replicó 
Rafael.
- Verdad es - dije -
que para esta filosofía escolástica, que cree poder estar 
en todas partes, no
lo hay. Pero existe otra filosofía más afable, que podemos 
decir conoce su
propio teatro, la cual representa con donaire el papel que le 
han dado en la pieza.
Y esta es la filosofía que debéis usar. Si vos, mientras 
se está representando
una comedia de Plauto, aparecieseis en las tablas vestido 
de filósofo cuando
los esclavos se hallan chanceando entre ellos y os pusierais 
a recitar los versos
que dicen Séneca y Nerón cuando discuten en Octavia, ¿no 
creéis que hubiera
sido mejor hacer de personaje mudo en vez de convertir la 
pieza en una
tragicomedia? Echaríais a perder la pieza al hacer entrar en ella 
un elemento que no le
pertenece, aunque lo que añadieseis vos fuese mejor. Sea 
el que fuere el papel
que queréis representar, haced lo lo mejor que podáis, y 
no estropeéis nada si
recordáis algún lance más gracioso y mejor de otra pieza.
.Lo mismo sucede en
la cosa pública y en los Consejos de los Reyes y Príncipes. 
Si no podéis arrancar
completamente de los corazones de los hombres las malignas 
opiniones; si no
podéis, como quisierais, enmendar los vicios que el uso y la 
costumbre han
confirmado, no por esta causa se debe abandonar la República o 
renunciar a ella. No
se debe abandonar el barco en la tempestad porque no se 
puedan domeñar los
vientos. No se puede persuadir a gentes que opinan tan 
diferentemente con
tan desusado discurso. Menester es que obréis de manera, que 
si no podéis hacer
todo el bien que deseáis, logren, a lo menos, vuestros 
esfuerzos quitar
fuerza al mal. Porque no es posible que las cosas vayan bien 
hasta que los hombres
sean todos buenos, y para que esto sea así habrá que 
esperar muchos años.
- Obrando como decís
vos , - replicó Rafael - no puede suceder nada más sino 
que, si yo intento
curar la locura de los demás, me volveré loco como ellos. 
Cuando deseo decir
verdades, es preciso que las diga. No sé si es propio de un 
filósofo decir
mentiras; sólo puedo afirmar que el mentir no es propio de mí. 
Mis palabras
parecerán desagradables, mas no sé ver que puedan parecer extrañas. 
Si les refiriera esas
cosas que finge Platón en su República, o lo que hacen los 
Utópicos en la suya,
lo cual es mejor que lo nuestro, no dejarían de mostrar 
extrañeza, pues,
entre nosotros, cada hombre posee muchas cosas, mientras állí 
todas las cosas son
comunes. ¿Qué contenía mi discurso que no pueda ser dicho en 
todas partes? No les
agradará a los que ya están determinados a seguir el camino 
contrario, porque.les
hara volver y les mostrará los peligros. En verdad, si 
.todas las cosas que
las pervertidas costumbres hacen parecer inconvenientes y 
despreciables
hubiesen de ser desechadas como cosas indignas y vituperables, 
entonces nosotros,
entre los cristianos, deberíamos cerrar los ojos a la mayor 
parte de las cosas
que Cristo nos enseñó y prohibió ocultar, las que Él musitó 
al oído de sus
discípulos y mandó que se pregonasen sobre los terrados. Y la 
mayor parte de ellas
son muy diferentes de las costumbres del mundo de hogaño 
como he dicho antes.
Supongo que los
sutiles predicadores siguieron vuestros consejos, porque, viendo 
que los hombres
obedecían de mal grado la ley de Cristo, han torcido su doctrina 
cual si fuese una
regla de plomo para acomodarla a las costumbres humanas. No 
veo que se haya
ganado nada con ello, a no ser una mayor tranquilidad para los 
que obran mal. No
predominarían mis opiniones en los Consejos de los Reyes, 
porque si no opinase
como los consejeros opinan sería como si no opinara, y, 
como dice el Misión,
de Terencio (Se refiere a Publio Terencia quien fuera un 
célebre poeta cómico
latino), los ayudaría en su locura. No sé adónde lleva el 
tortuoso camino
vuestro. Decís que, si no se puede hacer el bien siempre, hay 
que procurar que se
haga el menos mal posible. No debemos disimular ni cerrar 
los ojos. Es menester
aprobar los peores consejos y decretos. El que tuviese 
valor para alabar
tales decretos sería tenido por algo peor que un espía, sería 
tenido casi por un
traidor.
Estando en semejantes
Asambleas, no siempre hay ocasión de hacer el bien; el 
hombre bueno más
pronto se pervierte en ellas que logra la enmienda de los 
demás. Y si no le
echa a perder esa mala compañía, si sigue siendo bueno e 
inocente, cúlpanle de
la maldad e insensatez ajenas. Así, pues, es imposible 
seguir ese camino
tortuoso para hacer que las cosas se tornen mejores. Por eso 
Platón, en una
hermosa comparación, nos dice por qué los sabios se guardan de 
interponer su
autoridad en la República. Cuando ven que la gente que pasa por 
las calles se moja
porque está lloviendo y que no pueden persuadirla a que 
vuelva a su casa,
como saben que, si salen ellos, no lograrán sino mojarse 
también, se quedan en
sus moradas contentos de hallarse bajo techado, ya que no 
pueden curar la
necedad de los demás.
Sea como sea, quiero
deciros lo que pienso, maese More. Donde quiera que haya 
bienes y riquezas
privadas, donde el dinero todo lo puede, es dificil y casi 
imposible que la
República sea bien gobernada y próspera. A menos que creáis que 
es justo que todas
las cosas se hallen en poder de los malos, o que la 
prosperidad florece
allí donde todo está repartido entre unos pocos y los más 
viven en la miseria,
reducidos a la condición de mendigos. Me parecen muy buenas 
y prudentes las
ordenanzas de los Utópicos. Les bastan pocas leyes para ordenar 
bien las cosas. Entre
ellos la virtud es muy apreciada. Como todos los bienes 
son comunes, todos
los hombres tienen abundancia de todo. Cuando comparo Utopía 
con otras naciones,
veo que muchas de éstas están haciendo continuamente leyes 
nuevas, y aun así
nunca tienen bastantes; en esos países cada uno llama suyo a 
lo que posee, y todas
las leyes que se hacen en ellos no bastan para asegurar el 
pacífico disfrute de
la cosa poseída, ni para defenderla ni para saber lo que es 
de uno o lo que es de
otro cuando dos llaman suya a la misma cosa. Esto trae 
infinitos pleitos,
cada día más, los cuales no terminarán nunca. Cuando pienso 
en todo esto, doy la
razón a Platón y no me asombro de que no quisiera hacer 
leyes para aquellos
que no estaban dispuestos a consentir que todos los bienes 
se repartiesen entre
todos por igual.
Aquel prudente varón
previó que esa igualdad en todas las cosas es el único 
camino que lleva a la
República a la riqueza. Y esto no se logrará mientras haya 
hombres que llamen
suyo a lo que poseen. En efecto, donde todos pueden fundarse 
en ciertos títulos
para aumentar tanto como pueden sus bienes particulares, unas 
pocas personas se
reparten entre ellas todas las riquezas, y no puede haber 
abundancia general,
pues los demás quedan en la pobreza. Y sucede a menudo que 
los pobres son más
dignos de ellas que los ricos, porque los ricos son 
avarientos, taimados
e inútiles y los pobres humildes y sencillos, y su trabajo 
de cada día es más
provechoso para la República que para ellos. Por eso me 
persuado que no es
posible hacer una distribución igual y justa de las cosas, 
que nunca podrá haber
esa felicidad perfecta entre los hombres a menos que se 
prohiba esa manera de
propiedad. En tanto continúe, los más de los hombres 
tendrán que llevar a
cuestas la pesada e inevitable carga de la pobreza. Concedo 
que se puede mitigar
un poco esta miseria, pero niego completamente que sea 
posible suprimirla
del todo. Si se hiciese una ley que dijera que ninguno puede 
poseer más de una determinada
medida de tierra o de una determinada cantidad de 
dinero; si se
decretara que el Rey no ha de ser demasiado poderoso ni el pueblo 
demasiado rico; que
no se deben conseguir los empleos sobornando con dádivas a 
quien puede darlos;
que los empleos no se deben comprar ni vender; que no haya 
que dar dinero para
lograr tales oficios, para no dar ocasión a los que los 
ejercen de caer en la
tentación de recobrar su dinero mediante el fraude y la 
rapiña, pues si hay
soborno los empleos sólo se dan a los ricos, y no se escogen 
para desempeñarlos
hombres probos y sabios; si se hiciesen esas leyes, digo, se 
mitigarían esos males
como se alivian las dolencias de un enfermo que ha perdido 
toda esperanza de
curarse con los remedios, los alimentos y los cuidados que le 
dan. Mas no se debe
esperar que quede sano del todo mientras cada uno sea dueño 
de lo suyo. En tanto
procuréis curar una parte del cuerpo se pondrá más enferma 
otra parte. Así la
curación de una parte causa la enfermedad de la otra, pues 
nada se puede dar a
un hombre si no es quitándoselo a otro.
- Yo opino lo
contrario - respondíle -.Yo creo que los hombres no podrán vivir 
nunca felices donde
todas las cosas son comunes, porque ¿cómo puede haber 
abundancia de bienes
donde los hombres dejan de trabajar? Se convierten en 
holgazanes los que
consiguen las cosas sin ganarlas con su trabajo, los que todo 
lo esperan del
trabajo de los demás. Entonces, cuando se hallen en la pobreza, 
si no hay leyes que
den a los hembres el derecho de defender lo que es suyo, lo 
que han ganado con el
trabajo de sus manos ¿no habrá continuamente sediciones y 
crímenes cruentos? No
me imagino, además, cómo podrá mantenerse la autoridad de 
los magistrados y el
respeto que se les debe entre hombres que no admitieran 
ninguna distinción
entre sí.
- No me admira que
seáis de esta opinión - dijo Rafael -. No concibe vuestra 
mente, sino una muy
falsa imagen y semejanza de esto. Si hubieseis estado 
conmigo en Utopía, si
hubieseis visto sus instituciones y costumbres, como hice 
yo en los cinco años
o más que viví allí - y no habría vuelto jamás de allí si 
no hubiera sido para
dar a conocer aquí esa nueva tierra - reconoceríais, sin 
duda, que no habéis
visto nunca un pueblo tan bien gobernado como aquel.
- Seguramente os será
dificultoso hacerme creer que esa nueva tierra está mejor 
gobernada que los
países que nosotros conocemos - dijo maese Pedro -. Hay 
grandes talentos lo
mismo allí que aquí, y paréceme que nuestras Repúblicas son 
más antiguas que
aquélla. Nuestras Repúblicas, merced a una larga experiencia, 
han hallado cosas que
son convenientes y útiles para la vida humana; además, 
entre nosotros, han
sido descubiertas por azar muchas otras que ningún ingenio 
hubiera imaginado
jamás.
- En lo que toca a la
antigüedad de las Repúblicas - replicó Hytlodeo - 
juzgaríais mejor si
hubieseis leído las crónicas y las historias de aquella 
tierra, y si creemos
lo que dicen, existieron allí ciudades antes de que hubiera 
hombres aquí. Lo
mismo allí que aquí, pueden haber sido halladas por los hombres 
de talento o
descubiertas por azar. Mas creo en verdad que, aunque les 
aventajamos en
ingenio, ellos nos ganan en laboriosidad. Según sus crónicas 
atestiguan, no habían
oído hablar de nuestro mundo, que llaman ultraequinoccial, 
antes de nuestra
llegada. Pero hace unos mil docientos años, un barco, empujado 
por la tempestad,
naufragó en la isla de Utopía. Algunos egipcios y romanos 
fueron arrojados a
las costas de aquella tierra, la cual no debían abandonar 
jamás. ¡Ved ahora el
provecho que sacaron de este suceso los laboriosos e 
industriosos
naturales de aquella isla! No hubo ciencia ni oficio de los 
conocidos en el
Imeperio Romano que no aprendieran de aquellos extranjeros. Tan 
provechoso fue esto
para ellos, que no han tenido necesidad después de que fuera 
allí alguien de aquí.
Si por parecido azar alguno de ellos llegó aquí, el 
recuerdo se ha
perdido. Y con el tiempo, quizás olvidarán los utópicos que yo 
viví entre ellos.
Esta es la causa de que su República - aunque nosotros no 
seamos inferiores a
ellos en inteligencia ni en riqueza - esté más sabiamente 
gobernada y sea más
floreciente que las nuestras.
- Ruégoos entonces,
maese Rafael - díjele - que nos describáis la isla, sin 
preocuparos de ser
breve. Pintadnos sus campos, ríos, ciudades, costumbres, 
instituciones, leyes;
contadnos todo lo que creáis que nos pueda interesar y 
todo lo que supongáis
que ignoramos.
Nada haré con mas
gusto - respondió -. Mas es cosa que necesita tiempo.
- Vamos, pues, a
comer - le dije -.Proseguiremos la plática después.
- Sea - contestó.
- Comimos. Terminado
el yantar, volvimos al mismo lugar y nos sentamos en el 
mismo banco. Di orden
a los criados de que no nos molestasen. Maese Pedro Egidio 
y yo rogamos luego a
Rafael que cumpliese su promesa. Y viéndonos deseosos de 
escucharle, después
de haber estado pensando en silencio un breve espacio, 
empezó a hablar de la
manera que se dirá en el siguiente libro.
 
 
La isla de Utopía
tiene en su parte media - Ia más ancha - una anchura de 
doscientas millas.
Esta anchura sigue siendo la misma en la mayor parte de la 
isla, hasta que, poco
a poco, se va estrechando hacia ambos extremos. Toda la 
isla semeja una
figura de luna nueva, y esta figura tiene quinientas millas de 
extensión
superficial. Separa ambos extremos una distancia de once millas; entre 
ellos pasa un vasto y
ancho mar, que por razón de estar circundado de tierra por 
todos lados se halla
resguardado de los vientos, cuyas aguas, quietas como las 
de un lago, no
levantan grandes olas; adentro es como una suerte de obra, y los 
habitantes de la isla
sacan gran provecho de las naves que arriban a todas 
partes de ella. La
parte más adelantada de ambos extremos, cual con esco1los y 
bajíos, cual con
rocas, es muy peligrosa; a media distancia de ellos se alza una 
gran roca que no es
nada peligrosa por ser visible. En lo alto de esta roca hay 
una recia torre en la
que tienen una guarníción de hombres. Las demás rocas, 
ocultas bajo el agua,
son verdaderamente pelígrosas. Solamente los naturales de 
la isla conocen los
pasos, y, por consiguiente, muy pocas veces entran 
extranjeros en esta
abra si no van acompañados de un guía utópico, pues los 
mismos regnícolas no
podt"Ían hacerlo sin riesgo si no fuera por ciertas señales 
que ponen en las
orillas del mar para señalar el buen camino. Bastaría con que 
cambiaran de sitio
esas señales para que pudiesen destruir las naves de sus 
enemigos por muchas
que fuesen. La parte exterior de la isla está llena de 
puertos; pero los
sitios donde se podría desembarcar están tan bien fortificados 
por obra de la
Naturaleza o del hombre, que unos pocos defensores rechazarían 
sin grandes esfuerzos
a un poderoso ejército.
Sea como sea, según
se dice y muestra también en parte la hechura de la isla, 
aquella tierra no
estuvo siempre rodeada de agua por todas partes. El Rey Utopo, 
que la conquistó, le
dió su nombre - pues antes era llamada Abraxa (palabra 
griega que significa,
sin lluvias) -. Fue este Rey el que hizo de este pueblo 
rudo e ignorante un
pueblo de buenas costumbres, humanitario y noble, que hoy 
aventaja en esas
virtudes a todas las naciones del mundo. Luego de haber 
alcanzado la victoria
y entrado allí, mandó cortar el espacio de quince millas 
de tierra montuosa
que no dejaba pasar el mar, y así el agua circundóla por 
todas partes. Para
hacer esto hizo trabajar, no solamente a los moradores de la 
isla, sino también a
sus soldados, para que los primeros no se creyesen 
menospreciados ni
humillados. Repartido el trabajo entre tantos trabajadores, 
fue ejecutado en
breve tiempo, y este feliz término que tuvo tamaña empresa 
admiró y aterró a los
pueblos vecinos que burlábanse de ella al principio por 
considerarla vana.
Cincuenta y cuatro grandes y hermosas ciudades tiene la isla, 
y en todas se habla
una sola lengua y hay iguales costumbres, instituciones y 
leyes. Todas, en lo
que consiente el terreno, se parecen.
La distancia más
corta entre dos de esas ciudades es de veinticuatro millas, 
pero ninguna está tan
lejos de otra que no pueda llegarse a ella en un día, 
andando a pie. Todos
los años van a Amaurota cuatro ancianos sabios y de mucha 
experiencia de cada
ciudad, para tratar allí de los negocios comunes a todo el 
país. Esta ciudad es
considerada como la capital por hallarse situada en el 
medio de la isla y
ser la más cómoda para los embajadores de todas partes del 
reino. La extensión
del territorio de las aldeas no es menor de veinte millas, 
aunque algunas son
más grandes, según la distancia que las separa de las 
ciudades. Ninguna de
las ciudades desea ensanchar los límites de sus aldeas, 
porque los moradores
de éstas más bien se consideran simples labriegos en las 
tierras que no dueños
de ellas.
En todas partes de la
aldea hay campos y casas de labranza, y en éstas todos los 
aperos que se
necesitan para trabajar la tierra. Viven en estas casas ciudadanos 
que las ocupan por
turno. En ninguna se alojan menos de cuarenta personas, 
hombres y mujeres, a
las que se añaden dos esclavos, siendo todos gobernados por 
un padre y una madre
de familia que tienen bastante edad y experiencia. Cada 
treinta casas de
labranza o familias son gobernadas por lo que se llama un 
Filarca (Nombre con
el que se designaba al jefe de tribu en las grandes ciudades 
de la Grecia
antigua). Todos los años tornan a la ciudad veinte personas de cada 
una de esas familias,
luego de haber estado viviendo en el campo dos años. Para 
suplirlas, manda la
ciudad a la aldea otras veinte personas nuevas, a las que 
enseñan el oficio de
labrador las que están allí desde un año antes, las cuales 
ya lo han aprendido
bien. Y las nuevas lo enseñarán a las que lleguen el 
siguiente año. Se
hace esto para que no haya escasez de cosas de comer a causa 
de no saber e1 oflcio
los recíén llegados. Con este cambio y renovación de 
ocupantes de las
casas. se consigue que ninguno esté largo tiempo haciendo un 
trabajo tan penoso
contra su voluntad; pero a muchos de ellos les gusta tanto la 
labranza que piden
que les dejen quedarse allí algunos años más. Los campesinos 
labran la tierra,
crían animales, cortan leña y llevan sus cosas a la ciudad por 
tierra o por mar,
como más les conviene. Crían una gran multitud de pollos y 
hacen esto de un modo
que causa admiración. Las gallinas no empollan, no 
calientan los huevos;
los utópicos, para calentarlos, guárdanlos en donde hay 
siempre un cierto
calor casi igual (Aquí se hace referencia a la incubación 
artificil, proceso
muy poco conocido en la época en que Tomás Moro escribió esta 
obra). Cuando los
polluelos salen del cascarón, siguen a los hombres y las 
mujeres, en vez de
seguir a las gallinas. Crían muy pocos caballos, pero muy 
fogosos; los tienen
para los hechos de armas y para que los hombres jóvenes 
aprendan a cabalgar.
Emplean los bueyes para arar y para los acarreos, pues 
saben que, si el buey
es menos brioso que el caballo, es más paciente y está 
sujeto a menos
enfermedades; además, no necesita tantos cuidados y cuesta poco 
mantenerlo, y, cuando
no sirve ya para el trabajo, su carne es buena para comer. 
Solamente siembran
trigo para hacer pan, pues no beben más que vino de uvas, de 
manzanas o de peras,
o agua pura o mezclada con miel o regaliz. Y aunque saben 
de cierto - lo saben
perfectamente - la cantidad de cosas de comer que son 
necesarias para el
sustento de los moradores de las ciudades y de toda la isla, 
siempre siembran más
trigo y crían más ganado y reparten el sobrante entre los 
vecinos. Lo que no
hallan en la aldea lo piden a la ciudad, y los magistrados de 
ésta lo entregan sin
recibir nada en pago. Cada mes hay un día de fiesta y 
muchos de los
aldeanos van a la ciudad. Al acercarse el tiempo de recoger la 
cosecha, los Filarcas
del campo hacen saber a los magistrados de la ciudad el 
número de segadores
que les tienen que mandar. Casi en un solo día queda hecho 
este trabajo.
 
 
Puede decirse que
quien conoce una ciudad las conoce todas, tan semejantes son 
unas a otras en lo
que consiente la naturaleza del lugar. Os describiré una 
cualquiera de ellas,
mas ¿por qué no escoger Amaurota? Es la más digna de ello, 
pues, con el consenso
de las restantes ciudades, es ]a sede del Consejo. Yo es 
la que más amo, por
haber vivido allí cinco años seguidos. La ciudad de Amaurota 
está asentada sobre
la ladera de una colina no muy alta y su forma es casi 
cuadrada. Su anchura empieza
un poco más abajo de la cumbre de la colina y se 
extiende aún dos
millas hasta llegar al río Anhidro. Su largura es algo mayor 
que la de la orilla
de este río. Nace el Anhidro de una pequeña fuente que está 
veinticuatro millas
más arriba de Amaurota, pero es engrosado por otros ríos 
pequeños y arroyos,
entre los cuales hay dos de bastante caudal. Delante de la 
ciudad tiene media
milla de ancho y luego se ensancha más. Cuarenta millas más 
allá de la ciudad
desagua en el océano. En todo el espacio que separa el mar de 
la ciudad, y hasta
algunas millas más arriba de ésta, asciende y desciende el 
agua con rápido
movimiento durante seis horas. Con la marea alta el mar llena de 
agua salada Anhidro
en una largura de treinta millas, empujando hacia arriba el 
agua dulce, a la que
cambia de dulce en salobre. Luego el agua va dejando de ser 
salada y torna a
tener su prístino sabor dulce cuando atraviesa la ciudad; la 
que llega al mar con
la marea menguante es ya potable. Sobre el río, y situado 
en el punto más
alejado del mar, hay un puente hecho, no de madera, sino de 
piedra y con
preciosos arcos, para que puedan pasar los barcos sin estorbos. 
Tienen también otro
río, que en verdad no es muy grande, pero que es manso y 
agradable. Nace de la
misma colina en que está asentada Amaurota, baja por una 
ladera, pasa por en
medio de la ciudad y desemboca en el Anhidro. Y porque nace 
un poco fuera de la
ciudad, los amaurotanos han rodeado su fuente principal de 
obras de defensa, y
lo han unido así a la ciudad. Hacen esto para que su 
enemigos, si hay
guerra, ni puedan detener ni cambiar su curso, ni envenenar sus 
aguas. Han construído
canales de ladrillo que desde allí llevan el agua en 
diversas direcciones
hacia la parte baja de la ciudad. Donde esto no es posible, 
por no consentirlo el
terreno, recogen el agua de lluvia en grandes cisternas, 
que les hacen un gran
servicio. Ciñe la ciudad una alta y recia muralla de 
piedra con muchas
torres y bastiones. Un foso seco, ancho y profundo, lleno de 
zarzas, circunda la
muralla por tres lados; en el cuarto, el propio río sirve de 
foso. Las calles de
la ciudad han sido arregladas de modo que son muy cómodas 
para transitar por
ellas; son además muy hermosas y están al abrigo de los 
vientos. Las casas
son bellísimas, y están juntas, sin separación alguna, 
formando una larga
hilera en el lado de la calle. Las calles tienen una anchura 
de veinte pies; hay
vastos jardines, que quedan cerrados por las partes traseras 
de los edificios de
otra calle. Todas las casas tienen dos puertas, una que da a 
la calle y otra al
jardín. Las puertas no están nunca cerradas; sus dos hojas se 
abren con sólo
empujarlas y luego se cierran solas. Entra en las casas quien 
quiere, porque nada hay
en ellas que sea de alguien. Los moradores han de 
mudarse de casa cada
diez años, lo que se decide por insaculación.
Cuidan mucho de sus
jardines los utópicos. Tienen en ellos vides, árboles 
frutales, hierbas y
flores. En parte alguna he visto nada tan hermoso. Su 
afición a ocuparse de
sus jardines no les viene solamente del gusto que de ello 
reciben, sino también
del afán de emulación, de la lucha que se emprende entre 
los vecinos de calle
y calle por ver quién tiene el más bello jardín. El mismo 
Rey Utopo quiso desde
el principio que la ciudad tuviera la hechura que ahora 
tiene, mas, viendo
que no bastaría para ello la vida de un hombre, dejó el 
trabajo de
hermosearla en manos de sus sucesores. Sus anales, que describen la 
historia de 1760 años
- desde la conquista - dan testimonio de qque las moradas 
eran en los primeros
tiempos casas muy bajas o míseras chozas de pastor, 
malamente construídas
con maderos, con las paredes de barro y las techumbres de 
paja. Las casa de
ahora tienen todas tres pisos, uno encima de otro; las paredes 
externas son de
piedra o de ladrillos. Los techos son planos y cubiertos con 
cierto género de
estuco que cuesta poco dinero, el cual no deja que el fuego los 
dañe o los destruya;
estos techos resisten mejor las inclemencias del tiempo que 
el plomo. Los
utópicos usan mucho el cristal, y ponen cristales en las ventanas 
para que no pase el
viento, y a veces un lienzo flnísimo empapado en aceite o 
ámbar, lo que tiene
las dos ventajas de que entre más luz y menos aire.
 
Cada treinta familias
o casas de labranza eligen una vez por año lo que en su 
antiguo lenguaje
llamábase un Sifogrante, al que ahora dan e] nuevo nombre de 
Filarca. Cada diez
Sifograntes con las treinta familias de todos ellos están 
sumisos a un
magistrado que ahora llaman Archifilarca (Tómese en cuenta que el 
prefijo Archi
presupone el concepto de preeminencia o de superioridad; así pues 
este vocablo de
archifilarca vedndría a significar algo semejante a jefe de 
muchos o varios
filarcas) y antes Traniboro. Además, en lo tocante a la elección 
de Príncipe, todos
los sifograntes, que son doscientos, han prestado antes 
juramento de elegir
al varón que, a su juicio, más lo merezca. Hacen la elección 
en secreto,
escogiendo una de las cuatro personas que antes han sido elegidas 
por el pueblo; cada
cuarta parte de la ciudad elige una y le propone al Consejo. 
El oficio de Príncipe
dura toda la vida de éste, a no ser que sea depuesto por 
hacerse sospechoso de
tiranía. Aunque eligen los traniboros cada año, muy pocas 
veces los cambian.
Todos los demás magistrados son elegidos por un año. Cada 
tres días, o más a
menudo, si es menester, los traniboros se reúnen en Consejo 
con el Príncipe;
tratan allí de los negocios de la República. Las querellas que 
presentan las
personas del estado llano, que suelen ser bien pocas, las juzgan y 
terminan presto.
Siempre se hallan presentes en el Consejo dos sifograntes, si 
bien no son los
mismos cada vez. Antes de decretar, velan porque no se confirme 
ni ratifique nada de
lo que atañe a la cosa pública que no haya sido discutido 
en el Consejo durante
tres días. Castígase con pena de muerte a los que 
deliberan sobre los
negocios públicos fuera del Consejo o de los comicios. Dicen 
ellos que ha sido
hecha esta ley para impedir que el Príncipe y los traniboros 
puedan conspirar
fácilmente juntos para oprimir al pueblo con la tiranía y 
cambiar el régimen.
Así que los asuntos de gran peso e importancia se llevan a 
la Asamblea de los
sifograntes, los cuales, luego de consultar con sus familias, 
deliberan entre sí y
exponen sus pareceres al Consejo. A veces llevan algunos 
asuntos al Consejo
General de la isla. Además, respeta el Consejo la costumbre 
de no deliberar sobre
negocio alguno el mismo día que es propuesto por primera 
vez, por lo que se
aplaza la deliberación hasta la sesión siguiente. Así nadie 
osa decir
inconsideradamente las palabras que tiene en la punta de la lengIla, 
por no haber luego de
meditar para hallar razones con que defenderlas y 
mantenerlas, pues hay
hombres que por una mal entendida vergüenza antes harían 
daño a la República
que confesarían sus yerros. En bien de la República, no hay 
que hablar
ligeramente, sino pensar mucho antes lo que se va a decir.
 
 
En Utopía, todos,
hombres y mujeres, saben bien el oficio de labrador. Les es 
ensefiado desde la
infancia, ya sea en las escuelas, por medio de lecciones 
orales, ya cual si
fuera un juego en los campos cercanos a la ciudad. Los niños 
aprenden, no
solamente mirando, sino trabajando ellos real y verdaderamente, con 
lo que acostumbran
sus cuerpos al trabajo. Además de este oficio, que, como he 
dicho, han de saberlo
todos, aprenden otro, como tejedor de lana o lino, 
albañil, carpintero o
herrero. Casi puede decirse que no se conocen más oficios 
en Utopía. La hechura
de los vestidos es igual en toda la isla, aunque se 
diferencian entre sí
los de los varones y las hembras, los de los casados y los 
célibes; y esto desde
tiempo inmemorial, pues son a la vez agradables a los ojos 
y decentes, y, como
son holgados, puede moverse el cuerpo cómodamente dentro de 
ellos, y sirven para
el invierno y el verano. Cada familia se hace los suyos. De 
esta manera todos
aprenden uno de los oficios antedichos, tanto los hombres como 
las mujeres. Mas
siendo éstas más débiles, hacen los trabajos menos duros; por 
lo común trabajan la
lana y el lino. Los otros oficios, por ser más pesados, son 
para los hombres. Los
más, por natural inclinación, siguen los oficios que 
ejercen sus padres.
Pero si a alguno le gusta más otro oficio, es agregado por 
adopción a una de las
familias que lo ejerce. Los magistrados y su progenitor 
velan por que su
maestro sea un cuerdo y honrado padre de familia. Y si sabiendo 
ya un oficio, alguien
desea aprender otro, se lo consienten igualmente. Luego 
podrá ejercer el que
le plazca, a menos que la ciudad tenga más necesidad de uno 
que de otro.
El principal y casi
único deber de los sífograntes es procurar que nadie esté 
ocioso, que todos
ejerzan su oficio cuidadosa y diligentemente, mas sin cansarse 
como bestias de carga
trabajando continuamente desde por la mañana temprano 
hasta la noche. Esto
sería peor que ser esclavo, y es, sin embargo, la vida de 
los trabajadores en
todas partes, menos en Utopía. Dividen allí el día y la 
noche en veinticuatro
horas; trabajan tres antes del mediodía y luego vanse a 
comer; después de la
comida, cuando ya han descansado dos horas, trabajan otras 
tres y van a cenar.
Cuentan las horas desde el mediodía. Se acuestan a las ocho 
y duermen otras
tantas horas. Cada cual emplea como mejor le place el espacio 
que media entre las
horas de trabajo, de comer y de dormir; mas no se entregan a 
la holganza ni al
desenfreno, sino a alguna ocupación diferente de su oficio, 
según sus aficiones.
Es allí costumbre solemne dar lecciones y lecturas cada día 
en las primeras horas
de la mañana las cuales sólo tienen obligación de oir los 
que han sido elegidos
para ser letradós. No obstante, una gran multitud de 
hombres y mujeres,
según sus gustos, oyen una u otra de ellas. Pero a los que 
prefieren aprovechar
este tiempo trabajando en su propio oficio - pues son pocos 
los que están bien
dotados para elevar su alma por medio de la contemplación o 
meditación estudiosa
- no se les prohibe hacerlo; y son alabadoos por ser así más 
útiles a la
República. Despues de cenar pasan una hora en honestos 
entretenimientos, en
los jardines, en verano, y, en invierno, en las salas 
comunes donde comen y
cenan. Allí conversan entre sí o se ejercitan en la 
música. No conocen
los dados ni demás perniciosos juegos de azar, pero juegan a 
dos que son bastante
semejantes al ajedrez. El uno es un combate de números, en 
el cual un número
vence a otro. El otro es una verdadera batalla en la que 
luchan las virtudes
con los vicios. Este último muestra las discordias que 
tienen los vicios
entre sí y su alianza contra las virtudes; cuál es el vicio 
enemigo de cada
virtud; qué fuerzas son necesarias para combatir abiertamente; 
qué ardides hay que
usar para luchar en secreto; con qué ayudas cuentan las 
virtudes para
resistir y vencer el poder de los vicios, y, finalmente, de qué 
manera se puede
alcanzar la victoria.
Pero ahora tenéis que
mirar de más cerca una cosa. Os engañaríais si creyereis 
que el trabajar
solamente seis horas trae necesariamente la escasez. No es así 
en modo alguno. Esas
pocas horas de trabajo, no solamente bastan, sino que aun 
son demasiadas para
tener grande abundancia de todas las cosas que se necesitan 
para vivir
cómodamente. Y lo comprenderéis mejor si consideráis cuán grande es 
la parte de la
población que vive en la holganza en otros países. En primer 
lugar, casi todas las
mujeres, que son la mitad de la población. Y donde las 
hembras trabajan, los
varones suelen holgar en vez de ellas. Añadid la ociosa 
muchedumbre de los
sacerdotes y religiosos, que así son llamados allí. Además, 
todos los ricos,
especialmente los que tienen hacienda en tierras, a los cuales 
llaman hacendados y
nobles, con sus criados, quiero decir esa caterva de 
jactanciosos vagos
que van armados de pies a cabeza; y también los mendigos 
robustos y sanos que
se fingen enfermos para encubrir su holgazanería. Veréis 
entonces que los que
trabajan para que queden atendidas las necesidades del 
humano linaje son
menos de lo que suponéis. Considerad ahora que bien pocos de 
esos que trabajan
ejercen oficios necesarios. Donde el dinero es todopoderoso, 
hay que ejercer
muchos oficios superfluos, los cuales sólo sirven para aumentar 
la suntuosidad y el
desenfreno. Suponed que esa multitud de hombres que ahora 
trabaja se repartiese
entre los pocos oficios real y verdaderamente útiles; 
entonces habría tan
grande abundancia de cosas necesarias, que los precios, sin 
duda, serían
demasiado bajos para aserar el susstento de los trabajadores. Mas 
si. todos los hombres
que malgastan el tiempo trabajando en oficios que no son 
útiles; si todas las
personas que viven en el ocio, cada una de las cuales 
consume tantas cosas
como dos trabajadores juntos, fuesen obligadas a trabajar, 
se tendría que
trabajar muy pocas horas para hacer todas las cosas que se 
necesitan para vivir
holgadamente y sin privarse de los placeres verdaderos y 
naturales.
Que esto es verdad,
lo demuestra claramente lo que sucede en Utopía. Apenas hay 
en cada ciudad y
territorio que de ella depende quinientas personas, hombres o 
mujeres, que teniendo
edad y fuerzas para trabajar le hallen dispensadas de 
hacerlo. Entre ellas
están sifograntes, los cuales, aunque la ley les exime del 
trabajo, trabajan
para dar ejemplo a los demás. También gozan de esta exención 
aquellos a quienes el
pueblo, por haberlos propuesto los sacerdotes y haber sido 
elegidos en secreto
por los sifograntes, les ha dado una dispensa permanente 
para que puedan
estudiar. Los que no responden a las esperanzas puestas en 
ellos, tornan a ser
artesanos. Suele suceder a menudo que algún obrero que 
consagra sus horas de
descanso al estudio haga grandes adelantos y sea 
dispensado de ejercer
su oficio, y entonces pasa a ser letrado. Entre los 
letrados se eligen
los embajadores, los sacerdotes, los traniboros y, 
finalmente, el mismo
Príncipe, el Barzanes, como era llamado en la antigua 
lengua, el Ademosa,
cómo se le llama en la moderna. Como lo restante del pueblo 
no está nunca ocioso
ni trabaja en oficios inútiles, se puede hacer el trabajo 
bien y en pocas
horas.
También tienen los
utópicos otra ventaja: la de no tener que trabajar tanto en 
los más de sus
oficios necesarios como otras naciones. La construcción y 
reparación de las
casas requiere en todas partes el trabajo continuo de mucha 
gente, porque el
pródigo heredero dejó que se desmoronase con el tiempo lo que 
su padre edificó. Se
ve obligado el sucesor a hacer grandes dispendios para 
construir de nuevo lo
que hubiera podido conservar sin mucho gasto. A veces la 
casa que a un hombre
le costó mucho dinero ediflcar, la posee luego otro al que 
le gusta la vida
regalada y no se preocupa de ella; así descuidada se hundirá 
pronto, y no costará
menos dinero el construir una nueva en otro lugar. Pero 
Utopía es una
República tan bien ordenada que no es menester buscar sitio a 
menudo para edificar
casas nuevas. No sólo se arreglan en seguida los deterioros 
de las casas, sino
que se previene el peligro de que puedan caerse. Así, con 
poco trabajo, las
casas duran largo tiempo. Por eso los trabajadores que hacen 
casas no tienen casi
nada que hacer, aunque han de tener siempre preparadas la 
madera y las piedras
cortadas para ser usadas cuando haga falta.
Considerad además qué
pocos trabajadores necesitan emplear los utópicos para 
hacer los vestidos que
llevan, Primeramente, se ponen para trabajar trajes de 
cuero o de pieles,
que tienen que durar siete años. Cuando se muestran en 
público, tapan esos
toscos vestidos con una capa. El color de esas capas, que es 
el natural de la
lana, es igual en toda la isla. Por consiguiente, no solamente 
gastan menos paño de
lana que en otras naciones, sino que le resulta éste más 
barato. La tela de
lino requiere menos trabajo y dura más. En la tela de lino se 
aprecia su blancura y
en los paños de lana la limpieza. No se da valor a la 
finura de las telas.
Esta es la causa de que allí un hombre se contente con un 
solo vestido, que
suele durarle dos años, mientras que los hombres de otras 
tierras no tienen
bastante con cuatro o cinco trajes de paño de lana y otros 
tantos de seda. ¿ Qué
más se puede pedir a un traje que no afea el cuerpo de la 
persona y abriga
cuando hace frío? Aunque todos ejercen oficios útiles y 
trabajan pocas horas,
hay abundancia de todas cosas entre ellos. Por eso es 
llamada de vez en
cuando una gran muchadumbre de moradores para que arreglen los 
caminos que se hallan
en mal estado. Con frecuencia, cuando no hay necesidad de 
pedir esta ayuda, se
decreta que se trabajen menos horas. Los magistrados no 
quieren forzar a los
ciudadanos a hacer trabajos innecesarios contra su 
voluntad, pues el fin
que persiguen las instituciones de aquella República es 
librar a todos los
ciudadanos de las servidumbres corporales y amparar la 
libertad y el cultivo
de la inteligencia. Creen que en esto consiste la 
felicidad en esta
vida.
 
 
Os hablaré ahora de
cómo se conducen los ciudadanos utópicos unos con otros, en 
qué se ocupan, cómo
se entretienen, de qué forma distribuyen todas las cosas. 
Primeramente, la
ciudad está compuesta de familias, unidas por lazos de esco. 
Las mujeres, cuando
se casan a edad legal, van a vivir a la casa de sus maridos; 
pero los hijos
varones y todos los descendientes varones quedan en la familia y 
son gobernados por el
más anciano de los antecesores, a menos que los años hagan 
flaquear su
entendimiento, pues en tal caso le suple el pariente que le sigue en 
edad. Mas con el fin
de que el número de ciudadanos no mengüe ni aumente 
desmesuradamente,
está mandado que ninguna familia - hay seis mil en cada 
ciudad, además de las
que viven en el campo - no tenga a la vez menos de diez 
hijos de la edad de
catorce años, ni más de dieciséis. El número de los 
impúberes no está
limitado. Esto se cumple fácilmente llevando los hijos que 
exceden de dicho
número a las familias poco numerosas. Cuando una ciudad tiene 
más habitantes de los
que debe tener, son mandados los que exceden a ciudades 
menos pobladas. Y si
es excesiva la población en toda la isla, se eligen algunos 
ciudadanos de cada
ciudad para que vayan a fundar una ciudad en tierra cercana, 
la cual será
gobernada con arreglo a las leyes de los utópicos. Se establecen en 
tierras que los
naturales tengan sin cultivar y deshabitadas y reciben a los 
indígenas que quieran
vivir juntos con ellos. Así, viviendo juntos y unidos, 
consienten de buen
grado en una manera de vivir, y esto acaba trayendo el 
bienestar a ambos
pueblos. Consiguen los utópicos, gobernándose ppr sus leyes, 
hacer fecunda la
tierra que antes no era labrada y que dé frutos bastantes para 
mantenerse ellos y
los naturales. Pero si los moradores de esa tierra no quieren 
convivir con ellos ni
acatar sus leyes, los expulsan; y si se rebelan y oponen 
resistencia, guerrean
contra ellos, porque consideran los utópicos justa causa 
de guerra el que un
pueblo tenga desierto y yermo parte de su territorio y no 
consienta la posesión
y uso de ella a los que, por ley natural, tienen el 
derecho de hallar el
sustento allí. Si llegase a suceder - y ellos dIcen que ya 
ha sucedido dos veces
durante su historia, a causa de la peste - que disminuyera 
el número de
habitantes de alguna de sus ciudades hasta el extremo de que las 
demás de la isla no
pudiesen llenar ese vacío, para repoblarla, harían volver a 
la madre patria a los
ciudadanos que habitan en algunas de las colonias que 
tienen en tierra
extraña, pues los utópicos antes prefieren que decaigan y 
perezcan las colonias
que no que pierda importancia una ciudad de su isla.
Mas volvamos a las
relaciones de los ciudadanos entre sí. He dicho ya que el más 
anciano gobierna la
familia. Las esposas obedecen a sus maridos, los hijos a sus 
padres; en
resolución, los jóvenes a sus mayores. Cada ciudad es dividida en 
cuatro partes
iguales, en mitad de cada una de las cuales hay un mercado en el 
que se hallan toda
suerte de cosas. Allí lleva cada familia los frutos de su 
trabajo, que son
guardados en graneros y almacenes. Cada padre de familia va a 
buscar allí lo que
necesitan él y los suyos, y se lo lleva sin entregar dinero 
ni otra cosa alguna
en carnbio. ¿Por qué habrían de negárselo, si hay abundancia 
de todas cosas y no
se teme que haya alguien que pida más de lo que necesita? 
Sabiendo que no ha de
carecer de nada ¿quién pedirá más de lo necesario? 
Ciertarnente, el
temor a las privaciones es lo que hace codiciosos y rapaces a 
todos los seres
vivientes; el hombre hace lo mismo por soberbia, porque le 
agrada vanagloriarse
de superar a los demás en riquezas superfluas; pero esto no 
lo permiten las leyes
en Utopía.
Cerca de los mercados
de que he hablado, hay otros de viandas, a los que no 
solamente se llevan
todo género de verduras, legumbres, fruta y pan, sino 
también pescado y
carne de cuadrúpedos y aves. Los animales han sido muertos y 
lavados en agua
corriente por esclavos fuera de la ciudad, porque los utópicos 
no permiten que sus
conciudadanos libres se acostumbren a matar bestias, pues 
creen que esto ahoga,
poco a poco, el más generoso y tierno de los sentimientos 
que moran en el
corazón humano: la piedad. Tampoco toleran que entren en la 
ciudad inmundicias y
carnes putrefactas, cuyo hedor podría infectar y corromper 
el aire y causar
enfermedades.
Hay, además; en cada
calle, vastos edificios situados a distancias iguales, cada 
uno de los cuales
tiene su nombre particular. Viven en ellos los sifograntes, 
cada uno en compañía
de treinta familias, alojándose quince de éstas en cada uno 
de los dos lados del
mismo. Los despenseros de cada edificio van al mercado a 
una hora determinada,
y les entregan allí viandas según el número de personas 
que tienen que
alimentar. Lo primero de que se preocupan los utópicos es de los 
enfermos que están en
los hospItales; tIenen cuatro en el recinto de la ciudad, 
un poco más allá de
las murallas, y son tan espaciosos, tan grandes, tan vastos, 
que parecen pequeñas
ciudades. Son así para que los enfermos, por muchos que 
sean, no estén
estrechos ni padezcan incomodidades por ello. Esto les permite 
tener separados de
los demás enfermos a los que tienen enfermedades contagiosas. 
Estos hospitales
están muy bien atendidos y provistos de cuanto es necesario 
para conseguir la
pronta curación de los enfermos, están constantemente en ellos 
los mejores médicos.
Y como a nadie llevan allí contra su voluntad, no hay en 
toda la ciudad un
solo enfermo que prefiera ser cuidado en su propia casa en vez 
de serIo en el
hospital. Cuando ha sido entregado a los despenseros de los 
hospitales todo lo que
han pedido los médicos, se reparten entre los despenseros 
de los edificios de
la ciudad, según el número de bocas, las mejores viandas. Se 
tienen atenciones
especiales para el Príncipe, el Obispo, los traniboros, los 
embajadores y los
extranjeros. Extranjeros suele haber pocos; pero cuando llegan 
allí hallan casas
preparadas para ellos. A las horas señaladas para comer y 
cenar, se oyen los
sones del clarín avisador, y toda la sifograntia se encamina 
al edificio donde
vive, toda, excepto los enfermos que están en los hospitales o 
los ciudadanos que
comen en sus propias casas. Cuando los comedores están ya 
provistos, no está
prohibido a los ciudadanos el ir a los mercados a buscar 
cosas para
consumirlas en sus hogares, pues se sabe que nadie hará eso sin un 
motivo justificado.
El que lo hiciera sin motivo sería mal mirado de los demás; 
además, sería
insensatez darse el trabajo de aderezar una mala comida en casa 
cuando se puede comer
mucho mejor en el comedor común.
Los esclavos son los
que hacen los trabajos pesados del comedor. Las mujeres de 
las familias guisan
por turno, y ponen las mesas. Según el número de comensales, 
las mesas son tres o
más. Siéntanse los hombres en los bancos que están 
arrimados a la pared
y las mujeres al otro lado de la mesa. Si alguna de ellas 
se siente indispuesta
de repente, como les suele suceder a las que están 
encinta, puede
levantarse sin molestar a nadie e ir al cuarto de las nodrizas.
Hay para las nodrizas
una sala especial, donde no falta fuego, ni agua limpia ni 
cunas; así pueden
acostar a los infantes o dejarlos jugar a sus anchas junto a 
la lumbre luego de
haberlos desfajado. Cada madre da el pecho a su hijo, a menos 
que la enfermedad o
la muerte lo impidan. Cuando esto sucede, las esposas de los 
sifograntes buscan en
seguida una nodriza, y no es nada dificultoso hallarla, 
pues las mujeres son
gustosas de hacer tan hermosa obra de caridad que les vale 
grandes alabanzas, y
hasta llega el niño a considerar a la nodriza como a su 
propia madre. También
están con las nodrizas los infantes que tienen menos de 
cinco años. Los niños
de ambos sexos que aun no tiene edad de casarse sirven las 
mesas, o, si son
demasiado jóvenes para hacer esto, se están en el comedor 
guardando religioso
silencio. Comen lo que les dan las personas que están 
sentadas a las mesas,
ya que no tienen otra hora señalada para comer.
El sifogrante y su
esposa ocupan el sitio de honor, en el centro de la mesa 
alta, y desde allí
pueden ver a todos los circunstantes, porque esta mesa se 
halla al fondo del
comedor, colocada de través. Al Iado de cada uno siéntase un 
anciano de los de más
edad. Los demás lo hacen por grupos de cuatro. Si la 
sifograntia tiene
iglesia, el sacerdote y su esposa son los que comparten el 
sitio de honor con el
sifogrante. A ambos lados de ellos se sientan los jóvenes 
y al de éstos los
mayores. De este modo se juntan en el comedor las personas de 
parecida edad al par
que se mezclan las de edades diversas. Dicen los utópicos 
que lo hacen así para
que la gravedad de los ancianos y la reverencia que les es 
debida impidan las
licencias de lenguaje o de comportamiento, pues todo lo que 
se habla o hace,
aunque sea en voz baja o disimuladarnente, es oído o visto 
desde todas partes
por los que están a la mesa. No se reparte la comida 
empezando por el
primer sitio, sino que se sirve primero a los ancianos, que 
tienen sus sitios
señalados con una señal especial, para que puedan ser 
conocidos. Después se
sirve a los jóvenes. Los ancianos, si les place, pueden 
dar parte de lo que
tienen en el plato a los jóvenes que están sentados a ambos 
lados de ellos. De
este modo se honra a los ancianos como es debido, y el 
homenaje resulta
beneficioso para la comunidad.
Principian todas las
comidas y cenas con la lectura de un libro que trata de las 
buenas costumbres y
de moral, mas se lee poco rato para no dar pesadumbre a los 
oyentes. Luego los
mayores comienzan una conversación, honesta, pero no triste 
ni desagradable. No
emplean todo el tiempo que duran las comidas en largas y 
tediosas pláticas,
pero escuchan con agrado la que dicen los jóvenes, a los que 
hacen hablar adrede
para que se expansionen sin trabas y den muestras del 
ingenio y las
virtudes que tienen. Las comidas son muy cortas, porque tienen que 
volver al trabajo
después; las cenas, algo más largas, ya que tras ellas viene 
el natural y
reparador descanso que procura el sueño, cosa que consideran muy 
eficaz para conseguir
una buena digestión. Cenan siempre con música y no faltan 
en la mesa los
caprichos ni los dulces. Queman hierbas y especias olorosas, y 
esparcen perfumes;
nada dejan de hacer de lo que pueda agradar a los presentes, 
pues se inclinan a
creer que no debe prohibirse ningún placer del que no sale 
mal alguno. Así viven
en las ciudades. En el campo, como se hallan alejados de 
sus vecinos, comen en
sus casas. Las familias campesinas no carecen de nada, ya 
que de ellas viene
todo lo que los ciudadanos comen para vivir.
 
 
Si algún ciudadano
desea visitar a un amigo que mora en otra ciudad, consigue 
fácilmente licencia
del Sifogrante y del Traniboro, a menos que haya impedimento 
para ello. Nadie
viaja solo, sino que parten en grupos, llevando una carta del 
Príncipe en la que
consta la autorización del viaje y se señala el día en que 
han de volver. Les
dan un carro y un esclavo que conduce y cuida de los bueyes. 
Si no van con ellos
mujeres, renuncian al carro, por considerarlo un estorbo y 
una molestia. Y
aunque no llevan nada consigo, de nada carecen durante el viaje, 
pues donde quiera que
se hallen están en su casa. Si se detienen en algún lugar 
más de un día,
trabajan allí en su oficio, y los artesanos de su gremio les 
dispensan una amable
acogida. Si alguien traspasa los límites de su territorio, 
y es cogido sin
llevar el permiso del Príncipe, comete un delito odioso, es 
considerado como un
fugitivo y castigado severamente. Si reincide, es reducido a 
la esclavitud. Si
algún utópico desea ir a algunas de las aldeas que pertenecen 
a la ciudad donde él
mora, puede hacerlo con el consentimiento de su padre y de 
su esposa. Más, en
cualquier lugar que llegare, no le dan comida si no la paga 
con el trabajo que
ordinariamente se hace en una mañana (} en una tarde. 
Observando esta ley,
puede viajar por todo el territorio de la jurisdicción de 
su ciudad. Así no
será menos útil a la ciudad que si se hubiese quedado en ella. 
Ved ahora la poca
libertad que tienen para entregarse al ocio. No hay tabernas 
de vino o de cerveza,
ni mancebías, ni ocasión de entregarse al vicio o la 
maldad, ni reuniones
clandestinas, ya que estando todas bajo las miradas de los 
demás, necesariamente
tienen que hacer su acostumbrado trabajo y recrearse con 
honestos y laudables
divertimientos.
Este modo de vivir y
estas costumbres traen necesariamente la abundancia de 
todos bienes. Y como
éstos se hallan repartidos por igual entre todos, nadie es 
pobre en Utopía.
En el Senado de
Amaurota, al que, como ya he dicho, cada ciudad envía tres 
ciudadanos cada año,
se trata primeramente de las cosas que abundan y de las que 
escasean en cada
lugar. Los que tienen más cosas envían parte de ellas a los que 
tienen menos. Y hacen
esto sin compensación alguna. Los que dan de lo que tienen 
no toman nada de los
que reciben las cosas. Nada piden a la ciudad que han 
favorecido, pues
ellos reciben lo que necesitan de otras a la que no han hecho 
ningún favor. Así
toda la isla es como una gran familia. Cuando tienen bastantes 
provisiones para
ellos - guardan para dos años, en previsión de lo que pueda 
suceder al año
siguiente - envían de lo que les sobra a otros países grandes 
cantidades de trigo,
miel, lanas, lino, maderas, tintes, cera, sebo, cuero y 
animales vivos. Donan
la séptima parte de todas las cosas a los pobres de tales 
países, y lo restante
lo venden a precio módico. Merced a este comercio pueden 
traer a su isla mucho
oro y mucha plata, y también las mercaderías que 
necesitan, que son
pocas, pues casi puede decirse que sólo carecen de hierro. 
Como hace largo
tiempo que vienen haciendo este comercio, poseen ahora 
abundantes riquezas.
No les importa el que
los compradores no paguen en seguida; venden a crédito, 
pero no aceptan
instrumentos de personas particulares y exigen el aval de una 
ciudad. Cuando llega
el día en que vence el plazo, la ciudad hace pagar la deuda 
a los deudores
particulares y deposita las cantidades de dinero recibidas en su 
Tesoro, usando de
ellas hasta que los utópicos, sus acreedores, las reclaman. 
Los ciudadanos de
Utopía no acostumbran pedir que les entreguen tales 
cantidades, pues les
dice su conciencia que no es justo tomar de quien de ello 
saca provecho lo que
ellos no usan ni les es provechoso. Mas si se da el caso de 
que tengan que
prestar parte de ese dinero a otro país, o cuando lo necesitan 
para hacer guerra,
demandan entonces el pago de las deudas. Solamente con este 
fin guardan en la
isla todo el tesoro que poseen, para poder prevenir y remediar 
las situaciones
graves y los peligros imprevistos. Pagan grandes sueldos con ese 
dinero a los soldados
mercenarios extranjeros, a los cuales envían al combate en 
vez de a sus
conciudadanos. Saben bien que con dinero se puede comprar hasta los 
enemigos o hacer que
se aniquilen entre sí, por traición o guerreando. Por eso 
conservan un tesoro
inestimable. Aunque no lo consideran como un tesoro, como lo 
tienen, lo usan. Me
da un poco de vergüenza el seguir hablando de esto, por el 
temor que tengo de
que no se dé crédito a mis palabras. Y aun tengo más causa de 
temerlo porque a mí
me costaría mucho trabajo el creer a otra persona que dijese 
lo mismo que he dicho
yo. Doyme cuenta de lo difícil que me hubiera sido tomarlo 
como cierto si no lo
hubiese visto con mis propios ojos.
Lo que es contrario a
las costumbres de los oyentes, paréceles a éstos cosa poco 
digna de fe. Quién
sepa juzgar con juiciosa imparcialidad las cosas, acaso no se 
maravillará
grandemente al ver que las leyes y costumbres de los utópicos son 
tan diferentes de las
nuestras, ni de que éstos usan el oro y la plata entre 
ellos de otro modo
que nosotros. Quiero decir que ellos no hacen uso del dinero, 
sino que lo guardan
para precaver acontecimientos que podrían venir y que, 
quizás, no vendrán
jamás. Mientras tanto, el oro y la plata de que se hacen las 
monedas no tiene para
ellos más valor que el que merece la misma naturaleza de 
la cosa. Y ¿quién no
ve claramente cuán lejos están de valer lo que el hierro, 
sin el cual los
hombres no pueden vivir, como no pueden vivir sin el fuego ni el 
agua? No se tiene
absoluta necesidad de usar el oro y la plata. Sólo la locura 
de los humanos seres
da tan alto valor a esos metales por razón de su rareza. 
Por el contrario, la
Naturaleza, madre tiernísima y amorosísima, ha puesto las 
mejores y más
necesarias cosas a nuestra vista y alcance, como el aire, el agua 
y la tierra, y ha
ocultado en la más profundo de sus entrañas lo que es vano y 
de ninguna utilidad.
Por consiguiente, si encerrasen esos metales en una torre, 
como el vulgo siempre
anda imaginando necedades, se sospecharía que el Príncipe 
y el Consejo estaban
engañando al pueblo para aprovecharse de ellos. Ni siquiera 
fabrican con ellos
platos y copas, porque comprenden que si llegase la ocasión 
de tener que
fundirlos nuevamente para pagar los sueldos de los soldados, la 
gente no estaría de
buen grado dispuesta a separarse de cosas en las que ya 
habían empezado a
deleitarse. Para remediar todo esto han hallado un medio que 
no contradice a sus
leyes y costumbres. Hacen algo que a nosotros nos parece 
increíble, pues ya
sabemos cómo se aprecia el oro entre nosotros y con qué 
cuidado se guarda.
Los utópicos comen y beben en platos de barro y copas de 
cristal, bellos y
bien hechos, pero de muy poco valor. El oro y la plata sirven 
comunmente para hacer
bacines y otras vasijas reservadas a los usos más viles, 
no solamente en los
edificios comunes, sino en las casas particulares. Además de 
esos mismos metales
están hechos las cadenas y grillos con que atan a los 
esclavos. Los
delincuentes condenados a penas infamantes, deben llevar zarcillos 
en las orejas,
anillos en los dedos, un collar en el cuello y en la cabeza una 
corona, todo ello de
oro. Así hacen que el oro y la plata sean tenidos entre 
ellos por cosa
ignominiosa. Y esos metales que, cuando son quitados a hombres de 
otros países les
causa tanta tristeza como si les quitasen la vida, pueden ser 
quitados de una sola
vez a los utópicos sin que ninguno de ellos crea que ha 
perdido el valor de
un cuarto de penique. Cogen también perlas en la orilla del 
mar y diamantes y
carbunclos en ciertas rocas; no los buscan, mas si los 
encuentran por azar,
los tallan y pulen y adornan con ellos a los infantes, los 
cuales, en los
primeros años de su niñez, se muestran muy orgullosos de llevar 
tales adornos; pero
conforme van creciendo en edad y en discreción, ven que esos 
juguetes y
garambainas solamente los llevan los niños, y entonces se 
avergüenzan, y, sin
que se lo manden sus padres, dejan de llevarlos. No de otra 
manera obran nuestros
infantes, que, al crecer, también renuncian a las cáscaras 
de nuez, a los
broches y a las muñecas. Estas leyes y costumbres tan diferentes 
de las de otras
naciones no pueden dejar de mudar la disposición del ánimo. 
Jamás lo vi tan
claramente como cuando vinieron a Utopía los embajadores de los 
Anemolianos.
Estos embajadores
llegaron a Amaurota cuando yo estaba allí, y, como venían a 
tratar de negocios de
gran importancia, fueron a darles la bienvenida tres 
ciudadanos de cada
ciudad utópica. Todos los embajadores que habían estado antes 
en Utopía, conociendo
las costumbres de los utópicos y sabiendo que entre éstos 
no era tenido en
honor el vestir suntuosamente, que no se apreciaba la seda y 
que el oro era señal
de infamia, solían venir con modestos atavíos. Pero como 
los Anemolianos, que
eran de un país mucho más lejano y habían tenido poco trato 
con ellos, habían
oído decir que los utópicos iban todos vestidos igual y sus 
trajes eran de burdo
paño, creían que los moradores que habían estado antes en 
Utopía, conociendo,
determinaron presentarse como si fueran verdaderos dioses, 
con grande aparato y
pompa, con vestidos de colores alegres y adornos 
relucientes, para
deslumbrar los ojos de aquellos bobos y míseros utópicos. 
Vinieron tres
embajadores con cien criados que llevaban vestidos abigarrados, 
los más de ellos de
seda. Los embajadores, quc eran nobles en su país, iban 
vestidos de paño de
oro, y de oro llevaban también grandes collares, pendientes, 
anillos; sus monteras
igualmente estaban guarnecidas de joyas de oro y de 
brillantes perlas y
piedras preciosas; en fin, iban vestidos y adornados con 
todas esas cosas que
en Utopía se hacen llevar a los esclavos y a los condenados 
a penas infamantes,
con todas esas garambainas con las que juegan los niños.
Hubiera regocijado a
cualquiera el ver con qué orgullo ostentaban aquellos 
hombres sus colas de
pavo real, las pintadas vainas en que llevaban metidos sus 
cuerpos, y cuán
altivamente pasaban delante de los que los miraban al comparar 
su bizarro atavío con
las modestas ropas de los utópicos, pues habíase 
congregado una
inmensa muchedumbre en las calles. No era menos divertido 
considerar cómo se
engañaban y cuán lejos estaban de conseguir sus propósitos, 
porque no los tomaban
por lo que ellos creían que hubieran debido ser. A los 
ojos de todos los
utópicos, excepto de los que habían estado en otras tierras, 
aquella magnificencia
parecía vergonzosa y vituperable. Saludaban a los más 
viles y abyectos de
ellos tornándolos por señores y no tributaban honor alguno a 
los embajadores,
juzgando por las cadenas de oro que llevaban que eran esclavos. 
Hubierais tenido que
ver a los niños que habían renunciado a las perlas y 
piedras preciosas
tocar con el codo a sus madres y decirles al ver los adornos 
que llevaban en sus
monteras los embajadores: ¡Mirad, madre, ese grandulón que 
lleva perlas y
piedras preciosas como si fuera un niño aún!Y a la madre 
responder: Calla,
hijo; creo que debe ser algún bufón de los embajadores. 
Algunos criticaban
las cadenas de oro, diciendo que no servían para nada, ya que 
eran tan delgadas y poco
fuertes que el esclavo podía romperlas fácilmente y 
huir suelto adonde
quisiere. Mas cuando al cabo de uno o dos días de estar allí 
vieron los
embajadores la poca estima en que era tenido el oro en Utopía, que 
era tan despreciado
por los utópicos como apreciado por ellos, y que había más 
oro en las cadenas y
grillos de un desertor condenado a esclavitud que el que 
había en todos los
adornos que llevaban encima de sus tres personas, 
avergonzados de su
vanidad, dejaron de mostrarse orgullosos de ellos y se los 
quitaron; y más aún
cuando, después de haber hablado familiarmente con utópicos, 
conocieron sus
costumbres y opiniones.
Admíranse los
utópicos de que haya hombres tan insensatos que puedan hallar 
deleite mirando el
dudoso brillo de una piedrecilla sin valor, pudiendo como 
pueden contemplar las
estrellas o el mismo sol; y de que haya necios que se 
crean más
ennoblecidos porque es de fina lana el vestido que llevan, ya que la 
lana - por fina que
sea - la llevó antes una oveja sin que por ello dejara de 
ser oveja.
Maravíllanse también de que el oro, que es cosa inútil por su propia 
naturaleza, sea ahora
tan apreciado en todo el mundo, que el hombre mismo, que 
le atribuye ese valor
para su provecho, considere que vale él menos que ese 
metal, tanto que
cualquier lerdo avaro, que no tiene más entendimiento que un 
pollino y no es menos
malvado que orate, tiene en esclavitud a muchos hombres 
buenos e ilustrados
sólo porque posee un más grande montón de oro. Y si la 
fortuna, o la
sutileza de la ley - pues no es sino la fortuna la que eleva lo 
que es bajo y la que
derroca lo que es alto - da ese montón de oro al más vil 
esclavo o al más
abyecto lelo de su casa, poco después que esto ha sucedido 
entra al servicio de
su antiguo criado como una añadidura al dinero de éste. 
Mucho más les
asombra, y la detestan, la locura de los hombres que rinden a los 
opulentos honores
casi divinos, a los cuales nada deben y de los cuales nada 
tienen que temer; que
los honran solamente porque son ricos, aunque saben que 
son sórdidos y avaros
y que no recibirán de ellos, mientras estén en vida, ni un 
cuarto de penique.
Estas y parecidas
opiniones las deben en parte a la educación que les ha sido 
dada en el país,
cuyas leyes y costumbres tan diferentes son de esos géneros de 
locura; y en parte a
sus estudios en ciencias y letras. Pues aunque muy pocos de 
cada ciudad se hallan
exentos de trabajar para consagrarse solamente a estudiar 
- los que dieron
muestras desde la infancia de tener buen entendimiento y buena 
disposición para
aprender - todos, desde niños, son obligados a aprender lo que 
puedan de la ciencia
de las letras, y buena parte de la población, tanto varones 
como hembras, durante
toda su vida, dedica al estudio aquellas horas que les 
deja libres el
trabajo corporal. Les enseñan en su propia lengua, que es rica en 
palabras, agradable
al oído y perfecta para expresar el pensamiento. Se usa en 
casi toda aquella
parte del mundo, pero los utópicos son los que la hablan y 
escriben con mayor
pureza. Antes de nuestra llegada, no eran conocidos allí 
todos esos filósofos
cuyos nombres son tan famosos en esta parte del mundo. Y, 
sin embargo, en
música, lógica, aritmética y geometría saben casi todo lo que 
han enseñado nuestros
fi1ósofos de la antigüedad.
Mas si casi igualan a
los antiguos eruditos en todas estas cosas, no han llegado 
a igualar las
invenciones de nuestros dialécticos; porque no han podido inventar 
ninguna de aquellas
reglas de las restricciones, amplificaciones y suposiciones 
que aquí se enseñan a
los niños. Tampoco han podido descubrir las proporciones 
secundarias ni ver lo
que se llama el hombre en común, ese gigante mayor que 
cualquier gigante;
que nosotros sabemos señalar con el dedo.
Conocen perfectamente
el curso y los movimientos de los astros. Han inventado 
igualmente ingeniosos
instrumentos de diversas formas con los que determinan 
exactamente los
movimientos y la situación del Sol, de la Luna y de todos los 
demás astros que
aparecen en su horizonte. En cuanto a las amistades o 
enemistades de los
planetas y a ese engañoso arte de pronosticar los sucesos por 
los astros, ni han
llegado a soñarlas siquiera. Merced a los signos que han 
aprendido a conocer
por medio de una larga observación y experiencia, saben 
predecir las lluvias,
los vientos y las tempestades. Pero sobre las causas de 
todas estas cosas y
de las mareas, y de la salobridad del mar, y del origen, y 
la naturaleza del
cielo, y de la Tierra sostienen en parte las mismas opiniones 
que nuestros antiguos
filósofos, y, como éstos, pese a traer argumentos nuevos, 
no consiguen ponerse
de acuerdo.
En aquella parte de
la filosofía que trata de las costumbres y las virtudes se 
muestran de acuerdo
con nosotros. Disputan, como nosotros, sobre las buenas 
cualidades del alma y
del cuerpo, sobre los bienes terrenales y sobre si el 
término bien puede
ser aplicado a todos estos o solamente a los del alma. 
Discuten sobre la
virtud y el placer; pero la primera y principal cuestión es 
saber en qué consiste
la felicidad humana, si es una sola cosa o muchas. Pero en 
esto más bien parecen
inclinarse a compartir la opinión de los que defienden el 
placer
considerándolo, si no ia felicidad absoluta y completa, parte principal 
de ella. Y lo que es
más de admirar es que saquen el origen de tan delicada y 
melindrosa opinión de
la grave y severa religión que profesan. Jamás discuten 
sobre la felicidad
sin trabar las razones filosóficas con ciertos principios 
sacados de la
religión, sin los cuales juzgan que la razón es débil e imperfecta 
para averiguar en qué
estriba la verdadera felicidad. Esos principios son: que 
el alma es inmortal,
y, por la infinita bondad de Dios, encaminada a la 
felicidad; que después
de esta vida, nuestras virtudes y buenas acciones serán 
premiadas y
castigadas nuestras maldades y nuestros pecados. Y creen los 
utópicos que, aunque
esos principios pertenezcan a la religión, deben ser 
creídos y admitidos
por la razón; pues si fueran reprobados y abrogados, nadie 
sería tan necio que
no buscara el placer por todos los medios, buenos o malos, 
esquivando solamente
la inconveniencia de que un placer pequeño fuese un estorbo 
para conseguir otro
mayor; esto suponiendo que el hombre no busque ese género de 
placer que trae
consigo después el descontento y la pesadumbre. Paréceles gran 
locura el ejercitarse
en las virtudes ásperas y penosas, el renunciar a las 
dulzuras de la vida,
el sufrir voluntariamente el dolor sin esperar premio 
alguno ¿y qué otro
premio puede esperarse si no es una recompensa en el otro 
mundo, después de
toda una vida de amarguras?
No todos los placeres
procuran felicidad, sino solamente los que son buenos y 
honestos. Eso afirman
los utópicos, y también que nuestra naturaleza es atraída 
hacia la perfecta
beatitud por la misma viltud. Los que defienden la opinión 
contraria dicen que
la felicidad se halla en el ejercicio de la virtud. Los 
utópicos definen la
virtud diciendo que es la manera de vivir según la 
Naturaleza, pues tal
es el destino que nos ha dado Dios. Quien se deja gobernar 
por la razón en el
desear y no querer las cosas, escucha la voz de la 
Naturaleza. En primer
lugar, la razón inspira a los hombres el amor y la 
veneración a la
Divina Majestad, a cuya bondad debemos lo que somos, a quien 
hemos de agradecer
que nos haya dado la posibilidad de alcanzar la felicidad. En 
segundo lugar, nos
mueve a vivir con alegría y sin zozobras, y a ayudar a los 
demás a que obren de
igual modo en bien de la humana sociedad.
No hallaréis jamás
ningún sufrido amante de la virtud y aborrecedor del placer 
que os exhorte
solamente a padecer trabajos, vigilias y ayunos, sino que os 
exhortará también a
remediar cuanto podáis la miseria y necesidad de vuestros 
prójimos, loando este
acto de caridad. Por otra parte, si es muy humano - es la 
virtud más peculiar
del hombre - el socorrer a los necesitados y consolar a los 
tristes, o sea
procurar un placer a los demás, ¿por qué no habría de incitarnos 
la Naturaleza a hacer
lo mismo con nosotros? Porque si el vivir con alegría, es 
decir, llevar una
vida agradable, es una cosa mala, no deberíamos quererla para 
los demás, sino que
debería apartar a éstos de ella por ser dañosa; o si es 
buena tenemos el
deber de procurarla a los demás. Y si es así ¿por qué no 
empezar por nosotros
mismos? ¿Por qué no ha de sernos provechoso lo que tan 
conveniente es para
otros? La Naturaleza, al mandarnos que seamos buenos con 
nuestros semejantes,
nos manda también que no seamos malos y crueles con 
nosotros mismos.
Dicen los utópicos que la Naturaleza misma nos manda llevar una 
vida agradable, como
finalidad de nuestras acciones, y definen la virtud como 
vivir según ese
precepto.
Si la Naturaleza
mueve a los hombres a ayudarse unos a otros a vivir alegremente 
- lo que seguramente
no hace sin justa causa, puesto que ninguno está puesto tan 
por encima de la
humana condición que la Naturaleza haya de curar de él 
solamente, ya que
ampara y favorece por igual a todos los seres de la misma 
especie
congregándolos por una creencia uniforme o comunión - verdad es que 
también nos manda que
no busquemos nuestra propia comodidad causando 
incomodidades a
nuestros semejantes. Por eso opinan que deben ampliarse 
fielmente, no sólo
los pactos hechos entre particulares, sino las leyes de 
interés público que
regulan el repartimiento de las comodidades de la vida, es 
decir, lo que es
materia de placer, tanto si han sido dictadas por un buen 
Príncipe como si han
sido sancionadas, de común acuerdo, por el pueblo, sin 
haber sido éste
oprimido por la tiranía o engañado dolorosamente. Buscar la 
propia felicidad, sin
transgredir las leyes, es prudencia. Obrar del mismo modo 
para conseguir el
bienestar general es el deber que tienen los que aman con 
reverente amor a su
patria. Mas estorbar el bienestar ajeno para procurarse el 
propio es una acción
manifiestamente injusta. Por el contrario, el privarse de 
algo para darlo a
otros, es obrar humana y generosamente. El bien que hacemos 
nos es pagado con
creces, y la conciencia de haber obrado bien, el amor y el 
agradecimiento de los
favorecidos causan más placer al alma que el que hubiera 
podido dar al cuerpo
el placer a que hemos renunciado. Finalmente - y de ello se 
persuadirá fácilmente
cualquier espíritu religioso -, Dios premia el sacrificio 
que hacemos al
renunciar a un placer breve y exiguo haciendo que sintamos por 
ello un gozo inmenso
y eterno.
Por consiguiente,
creen los utópicos que todas nuestras acciones, y aun las 
virtudes, se
encaminan finalmente al placer y la felicidad. Llaman placer a todo 
movimiento o estado
del alma o del cuerpo en el que hallamos deleitación de un 
modo natural. Añaden
a esto los apetitos naturales, y no sin razón. Porque no 
sólo los sentidos,
sino la razón misma, apetecen todo lo que es naturalmente 
placentero, si puede
conseguirse sin hacer daño a ninguno, sin demasiado trabajo 
y sin privarse de un
placer mayor. Hay personas de vanidosa imaginación que, 
desoyendo la voz de
la Naturaleza, fingen creer que son agradables algunas cosas 
que no lo son, cual
si estuviera en su poder mudarlas como mudan el nombre de 
ellas. Creen los
utópicos que tales placeres ayudan tan poco a conseguir la 
felicidad, que más
bien los consideran un gran estorbo para ello. Los que los 
han gozado una vez,
han dejado entrar en su alma un falso concepto del placer, 
que la ocupa toda sin
dejar lugar para que allí quepan las deleitaciones 
naturales y verdaderas.
Porque hay muchas cosas que por su propia naturaleza no 
contienen alegría,
sino tristeza las más de ellas; y por las maliciosas, 
perversas y
vacilantes instigaciones de los deseos deshonestos, son tenidas, no 
solamente por
placeres supremos y no comunes, sino también por causas 
principales de la
vida.
Entre estos engañosos
placeres ponen los utópicos la vanidad de aquellos hombres 
de quienes ya he
hablado, los cuales, porque llevan mejores vestidos que los 
demás, se creen
mejores de lo que son. En esto yerran dos veces, pues no se 
engañan menos al
creer que su traje es mejor que al creer que ellos son mejores. 
Si se considera el
uso provechoso del vestido, ¿por qué ha de creerse que es 
mejor el traje hecho
de paño fino que el hecho de paño basto? Y se enorgullecen 
como si se
distinguieran de los demás por sus méritos y no por su necedad; creen 
que a su elegancia se
le deben honores a los que no osarían aspirar con un 
vestido más modesto,
y se indignan si no se les trata con reverencia. ¿No es 
otra necedad
semejante la pasión por los honores inútiles y vanos? ¿Qué placer 
natural o verdadero
podrá procurarnos el ver a un hombre delante de nosotros con 
la cabeza descubierta
y la rodilla doblada? (Evidente referencia al homenaje 
rendido a quien se
consideraba de noble linaje). ¿Mitigará esto los dolores de 
la gota que sentimos
en nuestras rodillas o sanará la locura de nuestras 
cabezas? En lo que
muestran más extraña locura es en ver esa imagen de falsa 
felicidad, al alegrarse
de que la fortuna hízolos descender de antepasados que 
fueron ricos dueños
de tierras, porque ahora la nobleza no es otra cosa que 
riqueza. Y no se
creerían menos nobles aunque sus antepasados no les hubiesen 
dejado un solo palmo
de tierra o si ellos hubiesen gastado su hacienda.
Como ya he dicho, del
mismo modo juzgan los utópicos a los que se deleitan 
guardando gemas y
piedras preciosas, los cuales se creen casi dioses si 
consiguen por azar
una excelente, especialmente si es de un género que es 
grandemente apreciado
en su propio país en aquel tiempo, pues no en todas partes 
ni en todos los
tiempos son igualmente estimadas. Compran la piedra sola, sin el 
oro del engaste, pero
antes hacen jurar al vendedor que la gema es verdadera y 
no falsa. ¡Tanto
temen que una piedra falsa parezca buena a sus ojos! ¿Por qué, 
pues, gozar menos
viendo una piedra falsa si los ojos no saben distinguirla de 
una verdadera? Tanto
debieran valer una y otra ante vuestros ojos como ante los 
de un ciego. ¿Y qué
diré de los que guardan riquezas superfluas y sólo gozan 
contemplando su
tesoro? ¿Es esto un placer real y verdadero o más bien un placer 
engañoso? Algunos hay
que ocultan su oro, privándose para siempre de usarlo y 
acaso de verlo. Y
tanto temen perderlo que en verdad está perdido para ellos, 
pues enterrarlo ¿qué
es sino privar a los demás hombres de su uso y privarse del 
mismo ellos también?
Enterrado el tesoro, torna la alegría al corazón del avaro, 
que así se sosiega.
Si se lo roban sin que él se entere y muere diez años 
después sin haberlo
sabido, ¿qué importa que el tesoro haya estado o no en el 
mismo lugar esos diez
años? En ambos casos fuéle el oro igualmente inútil.
A los que son
aficionados a tan necios placeres añaden los utópicos los 
jugadores de dados,
cuya locura sólo conocen de oídas y no por jugar ellos; y, 
además, los cazadores
y los halconeros. Pues dicen: ¿qué placer hay en echar los 
dados en una mesa?
Haciéndolo tan a menudo, ¿cómo no se cansan de ello? O ¿qué 
deleite puede haber
en oír los aullidos y ladridos de los canes? O ¿por qué os 
divierte más ver un
perro persiguiendo a una liebre que ver perseguir un can a 
otro can? Porque si
lo que os divierte es ver correr, veis correr en ambos 
casos. Pero si es la
esperanza de presenciar una matanza lo que os da más 
placer, más debiera
moveros a compasión ver que un perro mata a una liebre, que 
el fuerte vence al
débil o el feroz al miedoso, que la inocente presa es 
despedazada por un
animal cruel y despiadado. Por eso consideran los utópicos 
como cosa indigna de
hombres libres el ejercicio de la caza, y hacen matar a los 
animales por los
jerifes (Jerife o matarife, oficial encargado del sacrificio de 
reses en el rastro),
oficio que, como ya he dicho, es ejercido en su isla por 
los esclavos. Creen
que la caza es la parte más abyecta y vil de ese oficio, 
que, por lo demás, es
honesto y provechoso; y mientras el cazador halla placer 
matando a una pobre
bestia, el jerife mata a los animales sólo por necesidad. 
Creen los utópicos
que los que gozan contemplando tales matanzas acaban 
haciéndose crueles.
Todas estas
diversiones y otras parecidas, que son innumerables, las tiene el 
vulgo por placeres.
Mas dicen los utópicos que, como no procuran satisfacción 
natural, no tienen
afinidad alguna con el verdadero placer. Aunque los placeres 
deleiten los
sentidos, no por eso los utópicos mudan de opinión. No es la 
naturaleza de la
cosa, sino las perversas costumbres de los hombres lo que hace 
que a éstos les
parezca dulce lo amargo, de igual manera que el gusto pervertido 
de las mujeres que
llevan fruto en su vientre les hace hallar más dulce la pez o 
el sebo que la miel.
Y el juicio depravado y corrompido por la enfermedad o las 
malas costumbres no
puede mudar la naturaleza del placer ni de muchas otras 
cosas.
Para los utópicos hay
diversas especies de placeres verdaderos, según sean del 
alma o del cuerpo.
Los del alma son la inteligencia y aquella deleitación que 
nace de la contemplación
de la verdad. Añádase a ello el recuerdo de una 
existencia bien
vivida. Dividen en dos clases los placeres del cuerpo. Está 
comprendida en la
primera la deleitación que percibimos sensiblemente cuando 
restauramos, comiendo
y bebiendo, las partes que ha dejado agotadas o secas el 
calor interno, o
cuando expulsamos del cuerpo lo que dentro de él tenemos en 
demasiada abundancia.
Así sucede también al hacer el acto de la generación, o al 
calmar la picazón de
algun miembro rascándonos. Cierto es que, a veces, el 
placer procede, no de
la restauración que requieren nuestros órganos, ni de la 
expulsión de lo que
nos molesta, sino de alguna oculta fuerza que tiene el poder 
de atraer nuestros
sentidos hacia ella; tal el que nace de la música. La segunda 
especie de placer
corporal consiste, según ellos, en tener una salud perfecta, 
exenta de todo
malestar. Al suceder esto, al no padecer dolor alguno, siéntese 
bienestar, aunque no
lo cause ningún placer externo. Y sin duda este deleite es 
menos percibido por
los sentidos que los grandes placeres de la comida y de la 
bebida. Sin embargo,
los más de ellos tiénenlo por el supremo placer, creen que 
es el principio y
raíz de toda felicidad. La salud es lo que hace deseable la 
vida, y sin salud no
es posible ningún otro placer. A la ausencia de dolor, 
faltando la salud,
llámanla insensibilidad y no placer.
Tiempo ha que los
utópicos condenaron la doctrina de los que sostenían que la 
salud perfecta y
duradera (y esta cuestión fue muy discutida entre ellos) no 
debe ser considerada
como placer. Los defensores de aquella opinión afirmaban 
que no era posible
tener conciencia de la salud sin la ayuda de alguna sensación 
externa. Casi todos
los sabios se muestran de acuerdo ahora en reconocer que la 
salud es uno de los
más grandes placeres. Porque viendo, según dicen, que la 
enfermedad lleva
consigo el dolor, el cual es tan mortal enemigo del placer como 
la enfermedad lo es
de la salud, preguntan: ¿por qué no puede haber placer en la 
salud perfecta y
duradera? Según ellos, lo mismo da decir que la enfermedad es 
un dolor o que hay
dolor en la enfermedad, porque todo viene a ser una sola 
cosa. Que la salud
sea un placer en sí misma, o una causa necesaria de placer, 
como lo es el fuego
del calor, es cosa que carece de importancia, ya que los que 
gozan de una salud
perfecta nunca se hallarán faltos de placer. Mientras 
comemos, dicen,
nuestra salud, que empezaba a debilitarse, lucha contra el 
hambre con la ayuda
de los alimentos. En esta lucha la salud va llevando ventaja 
poco a poco, y la
restauración de nuestras fuerzas cáusanos placer. Si la salud 
gusta de combatir,
¿cómo no ha de alegrarse de haber alcanzado la victoria? Y 
luego que haya
recobrado su primitiva robustez, que es la sola causa de este 
combate, ¿volverá a
caer en el sopor y no querrá conocer su felicidad ni gozar 
de ella? Creen que
faltan a la verdad los que dicen que la salud no puede 
sentirse. Porque, al
despertar, ¿quién no conocerá si se encuentra bien o mal? 
¿Y quién, no estando
dormido, no reconocerá que la salud es una cosa agradable y 
deleitosa para él?
Aman los utópicos
sobre todas las cosas los placeres del espíritu - que 
consideran son los
primeros y principales -, los más de los cuales proceden del 
ejercicio de la
virtud y del conocimiento que tienen de llevar una buena vida. 
Entre los placeres
del cuerpo dan la primacía a la salud. El placer de comer y 
beber y las
satisfacciones que procuran los deleites del mismo género, creen que 
deben ser deseados,
pero solamente para conservar la salud, porque tales 
complacencias no son
agradables en sí mismas en tanto no resisten los alevosos 
asaltos de la
enfermedad. Y así el hombre prudente prefiere prevenir la 
enfermedad que tomar
medicinas, que no llegue el dolor para no tener que 
aliviarlo, no
renunciar a esta clase de placeres para no verse privado de ellos. 
Si la felicidad
consiste en tales placeres, ¿podrá decirse que es feliz el 
hombre que, teniendo
hambre, sed y comezón, pasare toda su vida comiendo, 
bebiendo y
rascándose? ¿Quién no ve que esa vida sería real y verdaderamente, no 
tan solamente
insensata y deshonesta, sino miserable y triste? De todos los 
placeres, esos son
los más bajos, los impuros, los imperfectos; y nunca vienen 
si no es acompañados
de los dolores contrarios. Júntase el hambre con el placer 
de comer, y de manera
harto desigual. Cuanto más grande es el hambre, mayor es 
el sufrimiento, pues
éste nace antes que el placer y sólo se extingue con él.
Por esto opinan que
este género de placeres no tiene más importancia que la de 
ser necesarios.
Gozan, empero, de ellos con alegría, y agradecen a la madre 
Naturaleza el amor
que muestra por sus hijos procurándoles incesantemente esta 
agradable deleitación
que tan necesaria es para vivir, porque ¡cuán desventurada 
y miserable sería la
vida si esas cotidianas enfermedades del hambre y de la sed 
tuviéranse que curar
con medicinas amargas, como se hace con otras dolencias más 
graves que padecemos
de vez en cuando! Dan mucha importancia a la belleza, a la 
fuerza ya la
agilidad, que son preciosos dones de la Naturaleza. Consideran como 
alegrías de la vida
los placeres que se perciben por la vista, el oído y el 
olfato, que la
Naturaleza quiso que fuesen propios del hombre, pues ningún otro 
ser viviente goza
contemplando la belleza del Universo o saboreando los 
manjares, ni perciben
las concordantes y disonantes distancias de los sonidos. 
Mas en todo obran con
cautela para conseguir que un placer menor no impida otro 
mayor, o que sea
causa de dolor, como lo es necesariamente el deshonesto. 
Paréceles gran
necedad despreciar la belleza, malgastar las fuerzas corporales, 
dejar que la agilidad
se convierta en pesadez, dañar la salud y rehusar los 
demás dones de la
Naturaleza, a menos que el hombre renuncie a esos bienes para 
procurar con ardiente
celo el bienestar ajeno o el público con la esperanza de 
que Dios les premie
esos trabajos con una felicidad mayor. Juzgan de igual modo 
las mortificaciones
que a nadie aprovechan, que el hombre se inflige por una 
vana sombra, o para
acostumbrarse a sufrir valerosamente unas adversidades que 
acaso no vendrán
jamás. Esto, dicen ellos, es gran locura, cosa cruel para sí 
mismo e ingrata para
con la Naturaleza, como si no se temiera su castigo y se 
renunciara a todos
sus beneficios.
Eso opinan de la
virtud y del placer. Creen que la razón humana no puede hallar 
nada que sea más
verdadero, a menos que el Cielo les inspire pensamientos y 
sentimientos más
piadosos y santos. Si piensan bien o mal, no tenemos tiempo de 
discutirlo ni es
tampoco necesario ahora. Me he propuesto hablar de sus 
instituciones y
leyes, pero no defenderlas. Mas una cosa creo de verdad, y es 
que, sean como sean
esas instituciones, no hay en ninguna parte del mundo gentes 
más buenas que ellas
ni República más floreciente y feliz. Los utópicos son 
ágiles de cuerpo y
más vigorosos de lo que promete su estatura, que no es 
demasiado corta. Y
aunque el suelo de la isla no es demasiado fecundo, ni el 
clima muy sano,
defiéndense de éste siendo sobrios en el comer, y trabajan tan 
industriosa y
diligentemente la tierra, que en ningún otro país se ve más 
abundancia de trigo y
de ganado, ni hombres que alcancen más larga vida ni que 
estén menos sujetos a
enfermedades que los utópicos. Todos trabajan con ahinco e 
ingenio para hacer
más fértil la tierra, y, si conviene, arrancan con las manos 
los árboles de un
bosque entero para transplantarlos en otro lugar, ya que, como 
tienen pocos medios
de acarreo, necesitan que los bosques y la madera se hallen 
cerca del mar, de los
ríos o de las ciudades; les cuesta menos trabajo llevar 
por tierra a otro
sitio el grano que la madera. Los utópicos son suaves de 
carácter, alegres,
diligentes, inteligentes, amantes del reposo, capaces de 
resistir los más
duros y penosos trabajos corporales, cuando es menester; pero 
ni desean ni son muy
aficionados a trabajar así. De lo que no se cansan nunca es 
de estudiar y
aprender.
Cuando me oyeron
hablar de las ciencias y de las letras griegas - pues no 
parecen importarles
gran cosa las obras de los latinos, excepto las de los 
historiadores y
poetas - me rogaron con grande afán que les enseñase esa lengua. 
Empecé, pues,
leyéndoles pasajes de algunos libros, más porque vieran que no 
rehuía el trabajo de
enseñarlos que porque esperara algún fruto de ellos. Al 
poco tiempo, gracias
a su aplicación, vi que no había trabajado en vano. 
Empezaron a escribir
las letras con facilidad, a pronunciar bien las palabras y 
a aprendérselas de
memoria y a repetirlas luego sin equivocarse, todo lo cual me 
pareció prodigioso.
Verdad es que los más de mis discípulos, no solamente 
deseaban aprender
aquellas cosas, sino que el Consejo les había mandado hacerlo. 
Habían sido elegidos
entre los letrados de buen entendimiento y eran hombres de 
edad madura. Así, en
menos de tres años, no había nada en la lengua griega que 
ignorasen, y leían de
corrido en los libros de ]os buenos autores, si éstos no 
contenían erratas de
imprenta. Supongo que si aprendieron tan aprisa esa lengua 
es porque no les es
enteramente extraña. Creo que descienden de los griegos, 
pues su idioma, que
es muy parecido al persa, tiene diversos vocablos de origen 
helénico, como puede
verse en los nombres de sus ciudades y en los que dan a los 
magistrados.
Les he dado - pues
cuando determiné hacer mi cuarto viaje, como tenía intención 
de volver allí
pronto, llevé al barco un pequeño fardo de libros -, les he dado, 
digo, la mayor parte
de las obras de Platón, muchas de Aristóteles y también la 
Historia de las
Plantas, de Teofrasto, la cual, desgraciadamente, no está 
completa, pues
durante el viaje un mono que estaba en el barco cogió el libro y 
se puso a jugar con
él, le arrancó varias hojas y las hizo pedazos. De los 
gramáticos sólo pude
darles el libro de Lascaris, pues no llevaba conmigo el de 
Teodoro, ni más
diccionarios que los de Hesiquio y Dioscórides. Aprecian 
grandemente los
libros de Plutarco y les deleita el festivo ingenio de Luciano. 
De los poetas tienen
libros de Aristófanes, Hornero y Eurípides, y también el de 
Sófocles, en la
edici6n aldina (Referencia al impresor Aldo Manucio el viejo, 
gran helenista
veneciano editor de los clásico griegos y latinos. Nació en 1447 
y murió en 1515),
compuesta con caracteres de imprenta de pequeño tamaño. Tienen 
libros de los
historiadores Tucídides, Herodoto y Herodiano. Mi compañero Tricio 
Apinato llevaba
consigo a1gunos libros de física y de Hipócrates y la Microtecné 
de Galeno. Aprecian
mucho el libro de Galeno. Aunque casi no haya ninguna nación 
bajo el cielo que
necesite menos de los médicos que Utopía, se honra allí a los 
médicos más que a
nadie. Consideran que la medicina es una de las más bellas y 
útiles partes de la
filosofía. Los sabios médicos escudriñan los arcanos de la 
Naturaleza, y no sólo
sacan de ello placeres extraordinarios, sino que consiguen 
además mercedes del
Creador, autor de la Naturaleza. Piensan los utópicos que el 
Divino Artesano, al
igual que los de la Tierra, creó el Mundo para que el hombre 
contemplase con
admiración y amor tan hermosa obra. El Creador ama más al hombre 
que admira Su obra
que al hombre que, como un bruto carente de entendimiento y 
de razón, contempla,
indiferente, un espectáculo tan grande y maravilloso. Los 
utópicos, por
consiguiente, acostumbrados y adiestrados a estudiar, tienen un 
vivo y maravilloso
ingenio para inventar cosas que contribuyen a acrecer las 
comodidades de la
vida. Nos tienen que agradecer, sin embargo, dos inventos: la 
imprenta y la
fabricación del papel; pero más que estar agradecidos a nosotros, 
tienen que estar
contentos de sí mismos.
Desde que les
mostramos libros de papel, impresos en caracteres aldinos, y les 
dijimos de qué
materia se hacía el papel y cómo se imprimían las letras - 
hablando más de lo
que debíamos, pues sabíamos muy poco de entrambas cosas -, 
nos entendieron en
seguida. Y los utópicos que antes solamente habían escrito 
sobre cuero, corteza
de árbol o papiro, han intentado fabricar papel e imprimir 
letras. No
consiguieron su propósito al principio, pero, a fuerza de 
perseverancia,
llegaron a hacer una y otra cosa. Y tan bien las hacen ahora que 
si tuvieran
originales de las obras de los autores griegos no carecerían de 
tales libros. Como he
dicho antes, no tienen más que los originales que yo les 
di, pero de éstos han
sacado millares de copias. Quien llega allí para conocer 
la isla, si tiene buenas
dotes de entendimiento y ha visto muchas tierras por 
haber viajado mucho -
y por eso fuimos tan bien acogidos nosotros - es recibido 
con gran agrado por
ellos, pues les gusta saber lo que sucede en otras partes. 
Van allí pocos
mercaderes extranjeros, porque ¿qué les podrían traer si no es 
hierro? Si trajesen
oro o plata, se lo tendrían que volver a llevar a su tierra. 
Las mercaderías que
han de salir de la isla prefieren llevarlas ellos mismos en 
vez de que vengan a
buscarlas los de fuera, pues desean conocer los países 
extranjeros y no
perder la costumbre de navegar para no olvidar lo que saben de 
las cosas del mar.
 
 
 
Los utópicos no hacen
esclavos a los prisioneros de guerra - a menos de que la 
guerra la haya
buscado el país enemigo -, ni a los hijos de los esclavos, ni a 
los extranjeros que
vienen a Utopía, aunque sean esclavos en sus países. Sólo 
reducen a esclavitud
a los naturales de su isla que merecen ese castigo por sus 
delitos, o a los que
han sido condenados a muerte en las ciudades de otras 
tierras por los
grandes crímenes que han cometido.
De este último género
de esclavos tiene muchos, porque o les son vendidos por 
poco precio, o les son
entregados graciosamente. Hacen trabajar constantemente a 
los esclavos y les
ponen cadenas. Tratan más duramente a los indígenas, porque 
los utópicos juzgan
que son más culpables y merecen un castigo mayor, ya que han 
sido enseñados a ser
virtuosos por su excelente República y no han sabido 
guardarse de hacer
mal. Tienen otra especie de esclavos: los ganapanes míseros y 
pobres de otras
tierras que eligen de su propia voluntad ser esclavos en Utopía. 
A éstos trátanlos con
bondad, casi como si fueran ciudadanos libres de la isla, 
sólo que les obligan
a trabajar un poco más, ya que están acostumbrados a ello. 
Si alguno quiere
partir - lo cual sucede muy pocas veces -, no le retienen 
contra su voluntad ni
le dejan marcharse con las manos vacías.
Como ya he dicho,
cuidan a los enfermos con gran amor, y nunca faltan a éstos 
los alimentos o
medicinas que son necesarios para su curación. A los que padecen 
alguna dolencia
incurable, procuran consolarlos visitándolos y platicando con 
ellos. Si el mal, a
más de ser incurable, causa al enfermo crueles sufrimientos, 
le exhortan los
magistrados diciéndole que, puesto que no puede cumplir ninguno 
de los deberes que
impone la vida y es una molestia para los demás y se daña a 
sí mismo, ya que no
hace más que sobrevivir a su propia muerte, debe 
determinarse a no
querer vivir enfermo por más tiempo; y pues semejante vida es 
un tormento para él,
debe disponerse a morir con la esperanza de que huye de 
ella como se huye de
una cárcel o de un suplicio; o, si no, debe consentir que 
otros le libren de la
vida. Dícenle también que con la muerte sólo pondrá fin a 
su tormento, pero no
a su felicidad. Los que son persuadidos así, se dejan morir 
de hambre
voluntariamente o mueren durante el sueño sin enterarse de ello. A 
nadie fuerzan a
morir, ni dejan de cuidar a los que rehusan hacerlo. Mas 
consideran honrosa la
muerte de los que así renuncian a la vida. Si alguno se 
quita la vida sin
causa que juzguen justa los sacerdotes y el Senado, se le 
considera indigno de
ser enterrado o de que su cuerpo sea consumido por el 
fuego, y su cadáver
es arrojado a un hediondo pantano.
Las mujeres no se
casan antes de los dieciocho años, ni los varones hasta que 
son cu!atro años
mayores. Si el mozo o la moza han tenido trato carnal con otra 
persona antes de
casarse, el autor de la ofensa es castigado severamente y a 
ambos se les prohibe
para siempre el matrimonio, a menos que el Príncipe les 
otorgue su perdón.
Pero el padre y la madre de familia de la casa donde fue 
hecha la ofensa
corren el peligro de ser grandemente vituperados y de quedar 
deshonrados por no
haber velado lo suficiente para que no sucediera. Aplican tan 
severo castigo a ese
delito porque juzgan que serían bien pocos los que estarían 
unidos por los lazos
del matrimonio si no se les quitara la libertad de darse a 
ese vicio, pues hay
que estar toda la vida con una persona y sufrir con 
paciencia, además,
todas las pesadumbres e inquietudes que lleva consigo el 
connubio.
En lo tocante a la
elección de los cónyuges, tienen en Utopía una costumbre, que 
observan
rigurosamente, que a nosotros nos pareció muy extravagante y absurda, 
pues la mujer, sea
doncella o viuda, ha de ser mostrada desnuda al que pretende 
casarse con ella por
una grave y honesta matrona, y lo mismo el varón a la 
muchacha por un
hombre discreto. Nos reímos de esa costumbre y la desaprobamos 
por parecemos
extraña. Pero los utópicos, por otra parte, se asombran 
grandemente de la
necedad de todas las demás naciones, ya que al comprar un 
potro, que vale poco
dinero, somos tan cautos y circunspectos, que, aun cuando 
el animal esté casi
desnudo, no lo compramos si no le quitan antes la silla y 
todos los arreos, por
temor de que bajo ellos se esconda alguna llaga o 
matadura; y, sin
embargo, al elegir esposa, cosa que puede llenar de placer o de 
pesares toda nuestra
vida, obramos tan atolondradamente, que apreciamos el valor 
de una mujer con sólo
ver un palmo de su cuerpo - pues no le podemos ver más que 
el rostro -, ya que
lo restante de su cuerpo está cubierto con vestidos, y puede 
suceder que luego
descubramos algún defecto en su cuerpo y tomemos aversión a la 
mujer. No todos los
hombres son tan juiciosos que aprecien solamente las prendas 
morales, las virtudes
de las que han de ser sus esposas. La belleza, las gracias 
del cuerpo añaden
valor a las virtudes. En verdad, pueden ocultarse tan 
repugnantes
deformidades bajo las ropas, que aparten el afecto que el marido 
tenía hacia su mujer
cuando ya no es legal la separación de sus cuerpos. Y si 
tales deformidades se
descubren después que se haya consumado el matrimonio, el 
esposo tiene que
resignarse con su suerte. ¡Cuánto mejor sería que hubiese una 
ley que impidiese
esos engaños antes de casarse!
Esto se mira mucho en
Utopía, porque es el único país de aquella parte del mundo 
en que el hombre se
contenta con una sola esposa. Allí el matrimonio no lo 
disuelve sino la
muerte, y sólo se rompe el vínculo por causa de adulterio y de 
la conducta inmoral
de uno u otro consorte. En ambos casos permite el Senado 
contraer nuevo
matrimonio al cónyuge inocente, y el otro es infámado y condenado 
a no poder casarse
otra vez. No se consiente que el esposo repudie a la esposa 
por causa de
enfermedad que pueda deformarle el cuerpo. Juzgan que es gran 
crueldad el abandonar
a alguien cuando más necesitado está de consuelo, y que 
sería faltar a la
fidelidad prometida si el abandonado se hallaba en la vejez, 
pues la vejez trae consigo
las enfermedades y es una enfermedad en sí misma. Mas 
si ocurre que el
marido y la mujer no pueden vivir bien avenidos, cuando ambos 
encuentran nuevos
cónyuges con quienes esperan vivir más sosegada y alegremente, 
se pueden divorciar,
con el consentimiento de entrambos, y contraer nuevo 
matrimonio; mas se
necesita para ello la autorización del Senado, que no la 
concede antes de que
ellos y sus esposas hayan meditado largo espacio sobre tan 
delicado negocio y
hayan considerado bien sus circunstancias. Muéstranse, 
empero, muy poco
inclinados a consentir el divorcio, pues saben cuán poco 
propicia para el
mantenimiento del amor conyugal es la esperanza de poder 
contraer nuevas
nupcias fácilmente.
Los que faltan a la
fidelidad prometida son condenados a la más dura esclavitud; 
si ambos culpables
son casados, los esposos ultrajados pueden divorciarse de 
ellos y casarse entre
sí o con quien quisieran; mas si alguno de ellos sigue 
amando al infiel
consorte, la Ley no prohibe que pueda seguirlo en su castigo. A 
veces el
arrepentimiento de uno y la constancia amorosa y los ruegos del otro 
consiguen ablandar el
corazón del Príncipe, y éste, por todo esto, movido a 
compasión y piedad,
da la libertad al esclavo. La reincidencia en el adulterio 
es penada con la
muerte. La Ley no impone ninguna pena determinada para los 
demás delitos;
acomódala el Senado a la gravedad de la ofensa y la modera a su 
arbitrio, según los
casos. Los esposos castigan a las esposas y los padres a los 
hijos, a menos que el
delito sea tan horrible que demande un castigo público. 
Comúnmente, los más
de los crímenes, por atroces que sean, son castigados con la 
esclavitud, pues
creen que no es menos aflictiva para el delincuente, ni menos 
provechosa para la
República, que la ejecución inmediata del criminal. El 
trabajo de éste es
más provechoso que su muerte, y es una pena ejemplar que 
sirve para impedir
que otros puedan cometer crímenes semejantes. Si los 
condenados se
muestran recalcitrantes y rebeldes, son muertos como si fuesen 
bestias feroces que
no han podido ser amansadas ni con las cadenas ni con la 
prisión. No se quita
la esperanza a los que sufren con paciencia la esclavitud. 
Si con el tiempo los
amansan y doman las penalidades que padecen, si dan pruebas 
de un sincero
arrepentimiento, si muestran que les entristece más el delito que 
han cometido que el
castigo, el Príncipe, usando de sus prerrogativas, o a veces 
el sufragio del
pueblo, mitigan la dureza de su esclavitud o los perdonan y les 
dan la libertad. La
incitación al adulterio es tan castigada como éste, porque 
los utópicos
consideran que la intención es tan dañosa como el acto mismo, y que 
no puede ser excusa
para el delincuente de esta índole el que no se haya podido 
cometer el delito por
causas ajenas a él.
Gustan mucho de los
bufones, y son vituperados los que los maltratan. No está 
prohibido en Utopía
el deleitarse con este género de locura. Creen los utópicos 
que esto hace mucho
bien a los mismos locos. No permiten que tengan bufones las 
personas tristes y
severas que no ríen sus dichos y sus hechos, porque temen que 
no los traten con
bondad y que no sepan aprovecharse de lo único que los bufones 
tienen y pueden dar,
que es divertir a los demás. Es mirado con malos ojos el 
que hace burla de un
ser deforme o estropeado, y vituperan, no al infeliz 
mofado, sino al necio
mofador que se ríe de la desgracia ajena, desgracia que no 
tiene poder de
impedir el que la tiene. Consideran poco juicioso el no hacer 
caso de la belleza
natural del cuerpo; mas juzgan también que usar de afeites 
para realzarla es
vanidad y causa deshonor. Saben por experiencia que los 
esposos aprecian más
la fidelidad y la humildad que la hermosura de sus esposas. 
Y si el amor se gana
algunas veces con la belleza, solamente puede ser 
conservado y durar
por la virtud y la obediencia. En Utopía, no solamente 
impiden con la
amenaza de los castigos que la gente haga mal, sino que la 
incitan a la virtud
prometiendo honores y recompensas. Colocan en las plazas 
públicas estatuas de
los insignes varones que han sido grandes bienhechores de 
la República, para
que así quede perpetua memoria de sus buenas acciones y para 
que la gloria y
renombre de los antepasados sea para los descendientes de ellos 
incitación a
perseverar en la virtud. Quien ambiciona desordenadamente una 
magistratura es quien
menos esperanzas puede tener de conseguirla.
Los utópicos viven
juntos amorosamente. Ninguno de sus magistrados es insolente 
y vano, ni infunde
temor. Padres llaman a éstos y como padres se comportan. Los 
ciudadanos tienen el
deber de rendirles los honores debidos a su rango, pero no 
son obligados a
hacerlo. El Príncipe no se distingue de los demás por sus regias 
vestiduras o corona,
sino porque lleva en la mano una pequeña gavilla de trigo. 
Conoceréis al Obispo
porque llevan un cirio delante de él.
Tienen pocas leyes,
aunque para un pueblo tan instruído y de tales 
instituciones, con
pocas basta. Lo que más censuran a otros países es que, 
teniendo innumerables
libros de leyes, todavía no tengan suficientes leyes. 
Consideran injusto
que se obligue a los hombres a cumplir esas leyes, que son 
tantas, que no pueden
leerlas todas, y tan oscuras, que son bien pocos los que 
pueden entenderlas.
Por eso no quieren tener letrados, los cuales manejan 
artificiosamente los
negocios y disputan sutilmente sobre las leyes. Creen que 
es mejor que cada uno
defienda su pleito y declare ante el juez lo que habría 
confesado al letrado.
Así hay menos incidentes y se sabe antes la verdad, pues 
hablan los
pleiteantes sin haber sido aleccionados por un letrado sobre lo que 
tienen que decir, y
el juez, con juicio discreto, puede pesar las palabras de 
ellos y ayudar a los
hombres de bien a defenderse de los maliciosos engaños de 
las gentes taimadas.
Esto no se podría hacer en otras naciones donde hay tantas 
leyes complicadas y
oscuras. Mas en Utopía todos son agudos letrados, pues, como 
he dicho, son
poquísimas las leyes, y, por sencillas y claras, fáciles de 
interpretar
rectamente. Dicen ellos que todas las leyes son hechas y promulgadas 
para que cada cual
sepa cómo debe obrar. Las interpretaciones más sutiles sólo 
podrían convenir a
unos pocos, pues pocos son los que entenderlas pueden. Las 
leyes claras las
pueden entender todos. En lo que toca al vulgo - y el vulgo son 
los más - que es el
que más necesitado está de conocer sus deberes ¿no sería 
mejor para él que no
hubiese leyes cuya interpretación sólo alcanzan los que 
tienen grande
inteligencia tras largas controversias? El entendimiento del vulgo 
no llega a
comprenderlas, ni toda su vida, empleada en trabajar para ganar el 
sustento, bastaría
para ello.
Estas virtudes de los
utópicos hacen que los pueblos vecinos de su isla, en los 
que los hombres viven
libres - pues Utopía ha librado a muchos de ellos de la 
tiranía tiempo ha -
hacen, digo, que les pidan magistrados, unos por un año, 
otros por cinco, a
los cuales, cuando llega el término de sus funciones, 
acompañan a su tierra
colmados de honores, y luego se llevan a otros que los 
suplan. No puede
haber duda de que las naciones que así proceden tienen la mejor 
forma de gobierno,
pues la salud o la ruina de las Repúblicas depende de los 
magistrados. ¿Y hay
mayor prudencia que la de elegir para magistrado a hombres 
que no venden su
honradez a ningún precio - que tienen que volver a Utopía, 
donde el dinero no es
útil - que, siendo extranjeros en la tierra adonde van a 
ejercer su oficio, no
conocen allí a nadie, no profesan afecto ni enemistad a 
ninguno? Porque si
esos dos males, la parcialidad y la avaricia, se sientan 
donde los jueces, se
deshace incontinente la justicia, que es el lazo más fuerte 
y más seguro que une
a los ciudadanos de una República. A esos pueblos que van a 
pedirles jueces los
llaman los utópicos aliados, y a otros a los que hacen 
beneficios, amigos.
No pactan jamás
alianzas con las demás naciones, pues éstas suelen concluirlas, 
romperlas y
renovarlas. Pues dicen los utópicos: ¿Para qué sirven esas alianzas, 
si ya los hombres
están bastante unidos entre sí por naturaleza, y los que no 
reconocen este
vínculo no mantendrán su palabra? Se inclinan a ser de esta 
opinión porque en
aquellas partes del mundo los pactos entre Príncipes no suelen 
ser cumplidos
demasiado lealmente. Porque en Europa, y especialmente en aquellas 
tierras donde reinan
la fe y la religión de Cristo, la majestad de los tratados 
es sagrada e
inviolable, en parte a causa de la bondad y justicia de los 
soberanos, y en parte
a causa del temor y de la reverencia que infunden los 
pontífices, los
cuales cumplen religiosamente todo la que prometen, obligando 
así a los PrÍncipes a
que lo cumplan también, usando, si es menester, de la 
autoridad y el poder
pontifical. Y creen con razón que sería muy vituperable 
cosa que los que
llevan el nombre de fieles, fuesen infieles a sus promesas. Mas 
en aquella parte del
mundo recién descubierta, que la línea equirioccial separa 
menos de nosotros que
las diferencias de costumbres o de la manera de vivir, no 
se tiene confianza
alguna en las alianzas. Las que se conciertan con las más 
sagradas ceremonias,
son las que antes se rompen; los que no quieren cumplir la 
palabra dada, hallan
siempre motivo para ello en la letra de los tratados, y así 
rompen la alianza y
destruyen la verdad. Si se descubriese fraude o dolo en un 
contrato entre
particulares, hasta los que no se esconden de decir que aconsejan 
tales cosas a los
PrÍncipes, dirían a voces y con el ceño fruncido que es un 
delito odioso que
debe ser castigado dando muerte vergonzosa a su autor. Podría 
creerse, por
consiguiente, que la justicia es virtud baja y plebeya que está muy 
debajo de la alta
dignidad de los Reyes o bien que hay dos justicias: una para 
la gente de humilde
condición, que anda arrastrándose por el suelo, y a la que 
sujetan muchas manos
para que no pueda correr tras los ladrones y perseguirlos; 
y otra que es virtud
de sólo los Príncipes y de más alta majestad que la 
justicia de los
humildes, que puede obrar más libremente, para la cual no es 
ilícito lo que
quiere. Estas costumbres de los Príncipes - y ya he dicho que los 
Reyes no suelen
cumplir demasiado fielmente los pactos - son la causa de que los 
utópicos no quieran
concertar tratados. Quizá mudasen de opinión si vivieran 
aquí. Paréceles que
la costumbre de concertar alianzas es perniciosa. Esas 
alianzas - como si no
hubiese alianza natural entre dos pueblos que sólo divide 
una pequeña colina o
un riachuelo - hacen creer a los hombres que han nacido 
para ser adversarios
y enemigos unos de otros y que sería lícito devastar las 
tierras de los demás
y dar muerte a sus moradores si no hubiera tratados. Las 
alianzas que se
conciertan no favorecen el crecimiento de la amistad, pero 
siguen dando licencia
para robar, pues a veces, por falta de previsión o de 
prudencia, algunas de
las cláusulas de los tratados no han sido escritas con 
claridád para que
puedan ser bien entendidas, y no impiden ese mal. Los utópicos 
opinan lo contrario,
piensan que no se debe tener por enemigo a quien no os hizo 
daño alguno, y que el
vínculo creado por la Naturaleza es la verdadera alianza, 
pues los hombres
están unidos más fuertemente por el amor y la buena voluntad 
que por la letra de
los tratados, y más aún por sus buenos sentimientos.
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La guerra o la
batalla es una cosa en extremo brutal, y, aunque ningún género de 
bestias esté más
acostumbrado a hacerla que el hombre, los utópicos la aborrecen 
y detestan. Al revés
de lo que se opina en casi todas las demás naciones, juzgan 
ellos que no hay nada
menos glorioso que la gloria alcanzada en la guerra. A 
despecho de esto,
tanto los varones como las hembras se ejercitan asiduamente en 
el manejo de las
armas en determinados días con el fin de estar preparados para 
emprender accioues
bélicas cuando sea menester. Mas no guerrean si no es para 
defender su propia
patria o para arrojar del territorio de un país amigo a los 
enemigos que lo han
invadido o, cuando movidos de compasión, emplean el poder de 
sus brazos para
librar del yugo y de la esclavitud de la tiranía a algún pueblo 
oprimido. Sea como
fuere, envían socorros a sus amigos, no solamente para 
defenderlos, sino a
veces también para vengar ofensas que les han sido hechas a 
ellos antes. No obran
así a menos que les hayan pedido previamente consejo; 
pues, si después de
haber examinado el caso de guerra, el enemigo se niega a 
restituir las cosas
que con justa razón se le demandan, consideran a éste el 
principal autor de la
guerra. No hacen esto sólo cuando hay irrupciones e 
invasiones de
soldados para saquear y llevarse el botín, sino también, y más 
extremamente, cuando,
pretendiendo hacer justicia, cométense injusticias con los 
mercaderes de países
amigos so pretexto de leyes inicuas o a causa de una 
maliciosa
interpretación de las leyes buenas.
No fue otro el motivo
de la guerra que, poco antes de nuestro tiempo, hicieron 
los utópicos contra
los alaopolitas en favor de los nefelogetas. Los 
alaopolitas,
amparándose en una ley, causaron daño a unos mercaderes 
nefelogetas. Tanto si
tenían razón como si no, la guerra que les hicieron para 
vengar esa ofensa fue
cruel y a muerte. A las fuerzas de ambos contendientes 
juntáronse las de los
pueblos vecinos, que entraron en la lucha movidos de sus 
amistades y de sus
odios. Pueblos muy florecientes y ricos se bambolearon; otros 
fueron casi
destruidos. Estos males no acabaron sino con la rendición de los 
alaopolitas, que
fueron reducidos a esclavitud bajo la jurisdicción de los 
nefelogetas, pues los
utópicos no hicieron esta guerra por defender nada suyo. 
Y, sin embargo, el
poderío de los nefelogetas no podía compararse con el de los 
alaopolitas cuando
éstos se hallaban en la cima de su grandeza.
Los utópicos
defienden con ese ardor la causa de sus amigos, aun cuando se trate 
de negocios de
dinero. No así la de sus propios súbditos. Si alguno de ellos es 
despojado de sus
bienes, si no se causa daño en el cuerpo de la persona, sólo se 
vengan de la nación
culpada absteniéndose de traficar con ella mientras no dé 
satisfacción por
ello. No lo hacen porque aprecien menos a sus ciudadanos que a 
sus amigos, sino
porque les duele más que pierdan su dinero éstos que los 
naturales de la isla,
pues los mercaderes dé un país amigo pierden sus bienes 
particulares, lo cual
les causa gran daño, mientras los utópicos no pierden sino 
los bienes comunes,
de los que tienen grande abundancia, porque de otro modo no 
consentirían que
saliesen de Utopía. Por consiguiente, nadie siente la pérdida. 
Y por esa razón
juzgan que es una acción demasiado cruel el vengar con la muerte 
de muchas personas un
daño que no priva de la vida ni del sustento a los suyos. 
Pero si en otro país
es herido o muerto injustamente alguno de ellos, tanto si 
el crimen ha sido
cometido por una persona particular como por mandato del 
Consejo, los utópicos
envían embajadores para pedir la entrega de los culpables, 
y, si éstos no son
entregados, declaran la guerra a aquella nación; si son 
entregados, los
condenan a muerte o esclavitud. No solamente les entristece sino 
que les avergüenza el
alcanzar la victoria derramando sangre, pues consideran 
que es gran locura
pagarla a ese precio tan caro.
Se regocijan si
vencen a sus enemigos con ardides y astucia. Celebran la 
victoria haciendo un
solemne acto de triunfo y erigen, para conmemorarla, una 
columna de piedra en
el lugar donde han sido vencidos los enemigos. Se 
vanaglorían y se
jactan entonces de haber obrado como hombres, y dicen que 
ningún ser viviente
sino el hombre puede vencer con la sola fuerza del ingenio, 
pues los osos,
leones, jabalíes, lobos, perros y demás animales luchan solamente 
con la fuerza de su
cuerpo; y aunque los más de ellos nos superan en ferocidad y 
vigor, todos son
vencidos por el ingenio y la potencia del entendimiento.
El primero y
principal propósito de los utópicos al hacer la guerra es conseguir 
aquel fin, que si
antes hubiera sido logrado, habría impedido la acción bélica. 
Mas si ello no es
posible, toman cruel venganza de los que han inferido la 
ofensa, para que el
temor detenga a los que quisieran obrar de igual modo en lo 
venidero. Por eso
llevan a efecto sus designios lo antes que pueden, pues más 
desean conjurar el
peligro que alcanzar fama y gloria. Inmediatamente después de 
haber sido declarada
solemnemente la guerra, ponen en secreto, en un mismo día, 
muchos edictos
autorizados con el sello del Estado utópico en los lugares más 
concurridos del país
enemigo. En esos edictos ofrecen grandes recompensas a 
quien matare al
Príncipe enemigo y, con premios algo menores, ponen precio a las 
cabezas de los que,
después del Príncipe, consideran como sus principales 
enemigos. Cualquiera
que sea el premio ofrecido al que mata a uno de los que 
tienen proclamada su
cabeza, dóblanlo si éste es entregado vivo; luego les 
persuaden a
traicionar a sus propios compatriotas, ofreciéndoles las mismas 
recompensas además
del perdón y la vida. Así consiguen rápidamente que sus 
enemigos desconfíen
unos de otros, y que el miedo les haga vivir en perpetuo 
desasosiego. Porque
es bien sabido que muchas veces los más de ellos, y 
especialmente el
Príncipe, han sido traicionados por aquellos en quienes 
pusieron su mayor
confianza. La ambición pervierte a los hombres y hasta los 
transforma en
criminales; esto no lo olvidan los utópicos, los cuales, 
conociendo los
peligros que corren los que para ellos trabajan, no ponen tasa a 
las recompensas.
Además prometen, no solamente grandes cantidades de oro, sino 
también fértiles
tierras situadas en los más seguros lugares de los países 
amigos. Y los
utópicos cumplen fielmente sus promesas.
Esta costumbre de
comprar a los enemigos es considerada en todas partes como una 
crueldad propia de
seres cobardes y de corazón pervertido. Mas los utópicos 
tiénense por muy
prudentes acabando las guerras de ese modo sin combate alguno; 
creen hacer una obra
de misericordia salvando la vida de muchos inocentes - 
tanto de los suyos
como de sus enemigos - que perecerían en la lucha, mediante 
el sacrificio de unos
pocos culpables. No menos compadecen a los soldados 
enemigos que a los
suyos, pues saben que aquellos no guerrean de su propia 
voluntad, sino
forzados por la locura furiosa de sus Príncipes. Si no logran sus 
propósitos por
ninguno de estos medios, siembran la discordia entre sus enemigos 
y alientan en el
hermano del Rey o en algún noble la esperanza de ganar el 
reino. Si esto no es
bastante, excitan a los pueblos vecinos de sus enemigos y 
los hacen entrar en
la contienda so color de alguno de los viejos títulos de 
derecho de que nunca
se hallan faltos los Reyes. Prometen a estos aliados su 
ayuda en la guerra y
danles dinero en abundancia; pero envían a luchar a muy 
pocos de sus
ciudadanos porque los consideran su mayor riqueza, y los aman tanto 
que no cambiarían uno
solo de ellos por un Príncipe enemigo. Mas el oro y la 
plata, que ellos
guardan para esto solamente, lo dan a manos llenas, pues saben 
que no se
empobrecerán aunque gasten hasta el último penique.
Además de las
riquezas que guardan en su isla, tienen un infinito tesoro en 
otros países, las
deudas de éstos, como ya he dicho. Con ello pueden mandar a la 
guerra mercenarios de
todas las naciones, principalmente zapoletas. Este pueblo 
está a quinientas
millas de Utopía por el lado de Oriente; son gente hórrida, 
ruda y feroz, que
vive en las selvas y en las altas montañas de su tierra y 
resiste el calor, el
frío y los trabajos penosos; aborrece las cosas delicadas, 
no labra la tierra,
construye su casa y hace sus vestidos sin arte; sólo cría 
ganado; casi se
sustenta de lo que caza y roba. Son hombres solamente nacidos 
para la guerra, que
buscan diligentemente la ocasión de hacerla, y, cuando la 
hallan, se sienten
inmensamente felices. Abandonan en gran número su país y se 
ofrecen como soldados
a los que los necesitan por una mezquina soldada. Este es 
el solo oficio que
saben para ganar el sustento. Para poder vivir tienen que 
buscar la muerte. Se
baten con denuedo y son fieles a los que les pagan. Verdad 
es que no se alistan
por un período de tiempo determinado, sino con la condición 
de hacerlo en otra
parte, aun entre los enemigos, si éstos les dan mayor paga; 
mas vuelven otra vez
si les ofrecen un poco más de dinero. Pocas guerras hay sin 
que muchos de ellos
luchen en ambos bandos. Así acaece cada día que parientes 
muy cercanos, que
hombres ligados por una gran amistad en tanto defendían la 
misma causa, pelean
fieramente unos con otros luego que el azar los ha separado, 
y, olvidando los
lazos de la amistad y de la sangre, se acuchillan entre sí por 
la sola razón de
ganar la mísera soldada que les pagan los Príncipes enemigos a 
cuyo servicio están.
Tienen tal afán por el dinero, que medio penique que se 
añada a su paga
diaria basta para hacerlos cambiar de partido. Su avaricia no 
les es de ningún
provecho, pues lo que ganan luchando gástanlo en vicios y 
placeres, a los que
se entregan sin freno.
Esas gentes combaten
por cuenta de los utópicos contra todas las naciones, 
porque los utópicos
les pagan soldadas más grandes que los otros países. Pues 
los utópicos, que
siempre procuran hacer bien a los hombres buenos, no titubean 
en abusar de los
malos, a los cuales, prometiéndoles grandes recompensas, hacen 
ir a los sitios de
mayor peligro, cuando la necesidad así lo impone. Y son bien 
pocos los que de allí
vuelven a pedir el cumplimiento de lo prometido. A los que 
quedan con vida les
pagan fielmente lo que les prometieron, para que estén 
dispuestos de nuevo a
afrontar esos grandes peligros. A los utópicos no les 
importa que mueran
muchos de esos mercenarios, ya que creen merecer el 
agradecimiento de la
humanidad si consiguen librar al mundo de gentes tan 
perversas. Además
emplean los soldados de los pueblos en cuyo auxilio guerrean, 
así como los que les
proporcionan los demás aliados y, en último lugar, sus 
propios ciudadanos,
entre los cuales eligen a un hombre de acreditado valor a 
quien dan el mando de
todo el ejército. Nombran otros dos que no tienen 
facultades de mando
mientras el primero vive; mas si éste es hecho prisionero o 
muerto, le sucede uno
de ellos como por herencia; al segundo, si desaparece 
también, le suple el
tercero, pues siendo mudable la suerte de la guerra, hay 
que impedir que la
desaparición del Capitán ponga en peligro al ejército. Cada 
ciudad alista a los
que se ofrecen voluntariamente. A nadie se hace soldado a la 
fuerza, pues piensan
que un guerrero poco valeroso por naturaleza, no sólo no se 
convertirá en
valiente, sino que contagiará su cobardía a sus compañeros. Mas si 
la guerra es hecha
contra ellos y tienen que defender su patria, emplean a esos 
cobardes, si son
robustos de cuerpo, en las naves, mezclándolos con hombres 
valientes; o los
ponen en las murallas, de donde no pueden huir. Así la 
vergüenza, el tener
cerca al enemigo y ninguna esperanza de huída, les hace 
perder el miedo.
Muchas veces la extrema necesidad hace que su cobardía se 
transforme en valor.
Nadie es enviado
contra su voluntad a luchar en tierras extrañas, y las mujeres 
pueden acompañar a
sus maridos, si lo desean, pues son exhortadas a hacerlo y 
alabadas si lo hacen.
Parten con sus esposos y permanecen al lado de éstos. Los 
hombres se llevan a
sus hijos, parientes y amigos, para que aquellos a quienes 
la Naturaleza impuso
la obligación de socorrerse puedan ayudarse mejor unos a 
otros. Consideran
vituperable y deshonroso que el marido retorne sin la mujer, o 
la mujer sin el
esposo, o el hijo sin el padre. Si ante el empuje del enemigo se 
ven forzados a
combatir, luchan con gran denuedo y encarnizamiento hasta 
aniquilarse los
combatientes todos. Buscan por todos los medios no combatir 
ellos, y por eso
emplean soldados mercenarios; pero cuando no tienen más remedio 
que luchar, pelean
con tanto arrojo como prudencia mostraron para no hacerlo 
mientras fue posible.
No aparece este ímpetu en el primer encuentro. Va 
creciendo poco a poco
su bravura durante la batalla, y antes prefieren morir que 
ceder un solo palmo
de terreno al enemigo. Como saben que en su isla tienen todo 
lo que es menester
para vivir, no sienten temor alguno por la suerte futura de 
sus familias - pues
es este temor el que a veces abate los ánimos de los más 
esforzados -y jamás
decae su valor. Finalmente, les infunde gran confianza su 
destreza en el arte
de la guerra y las virtudes que les enseñaron desde su 
infancia en las
escuelas e instituciones de la República, donde aprendieron que 
la vida no es cosa de
tan poco valor que deba ser despreciada ni de tan gran 
valor que deba ser
conservada cuando el honor demanda darla.
En lo más recio del
combate, una gavilla de jóvenes elegidos, que han jurado 
vencer o morir
juntos, se disponen a acometer al capitán de las tropas enemigas, 
y luchan con él o le
hacen caer en una emboscada. Le acometen tanto desde cerca 
como desde lejos,
relevando los combatientes cansados; a no ser que se salve 
huyendo, pocas veces
sucede que no perezca o no caiga vivo en sus manos. Cuando 
han alcanzado la
victoria, los utópicos no persiguen a sus enemigos para darles 
muerte, pues
prefieren hacerlos prisioneros en vez de matarlos. Jamás se lanzan 
a perseguirlos sin
dejar detrás de ellos una parte de su hueste bajo sus 
estandartes. Si es
deshecho el grueso del ejército utópico, aunque luego puedan 
ganar la batalla
empleando su retaguardia, prefieren dejar huir a sus enemigos 
en vez de
perseguirlos, para no dispersar los soldados. Se acuerdan de que les 
ha sucedido más de
una vez que el grueso de su ejército ha sido puesto en fuga, 
y que unos pocos
utópicos, emboscados, aprovecharon la ocasión y acometieron de 
improviso a los
confiados y dispersos perseguidores, y cambiaron la faz de la 
batalla, arrancando
los vencidos de las manos de los hasta entonces vencedores, 
la victoria que éstos
creían ya segura. Es difícil decir si los utópicos son más 
hábiles en preparar
emboscadas que cautos en estorbarlas. Cuando parece que se 
disponen a huir, ni
menos piensan en ello. Al contrario, si deciden hacerlo, no 
es posible
adivinarlo. Si ven que el enemigo tiene más soldados que ellos o que 
están a punto de ser
cercados, abandonan de noche y en silencio el campo, o bien 
conjuran el peligro
con alguna estratagema; si es de día, se retiran poco a 
poco, pero en tan
buen orden, que no es menos peligroso acometerlos durante la 
retirada que en plena
batalla.
Circundan sus
campamentos fortificados de anchos y profundos fosos, y la tierra 
que sacan de ellos
échanla dentro de los campamentos. No emplean ganapanes ni 
esclavos para hacer
estos trabajos; hácenlos los mismos soldados con sus manos. 
Todo el ejército
trabaja en ello, excepto las centinelas que están delante de 
los que trabajan para
prevenir sorpresas. Así, y siendo níuchos los 
trabajadores, acaban
en muy poco tiempo las obras de fortificación que rodean 
una vasta extensión
de terreno. Llevan fuertes armaduras que no embarazan los 
movimientos del
cuerpo, y hasta pueden nadar con e1Ias puestas, pues han 
aprendido a hacerlo.
Tanto los soldados de a pie como los de a caballo disparan 
saetas con gran
fuerza y certera puntería. En el combate no usan espadas, sino 
hachas muy afiladas y
pesadas que causan heridas mortales tanto si hienden como 
si punzan. Inventan
ingeniosas máquinas de guerra y las ocultan cuidadosamente, 
no por temor de que
puedan ser imitadas, sino porque no se burlen de ellas. Al 
fabricarlas las hacen
de modo que puedan ser llevadas fácilmente de un lugar a 
otro y que puedan dar
vueltas en todas direcciones. Observan fielmente las 
treguas que pactan
con los enemigos, y no las rompen ni aun cuando son 
provocados a ello. No
devastan las tierras enemigas, ni queman las cosechas, 
sino que hacen cuanto
pueden porque no sean pisadas por los hombres ni los 
caballos, pues
esperan poder aprovecharlas más adelante. No maltratan a un 
hombre inerme, a
menos que sea espía.
Amparan a las
ciudades que se han rendido a ellos, y no saquean las que toman 
por asalto; pero dan
muerte a los que se han opuesto a la rendición y hacen 
esclavos a los demás
defensores. No molestan a los que no lucharon contra ellos. 
Si saben quiénes son
los que aconsejaron la rendición, danles una parte de los 
bienes de los
condenados, y reparten la restante entre las tropas que les 
ayudaron a ganar la
guerra, no tomando nada para sí mismos. Terminada la guerra, 
no hacen pagar a sus
amigos los gastos de la misma, sino a los vencidos; obligan 
a éstos a que paguen
una parte de ellos en dinero, el cual guardan por si es 
menester emplearlo en
otra guerra semejante, y la otra parte en feraces tierras 
que retienen
perpetuamente. De este modo tienen ahora en varias naciones rentas 
de ese género, que
proceden de causas diversas, que montan a más de setecientos 
mil ducados al año.
Envían magistrados a tales tierras para que vivan allí 
suntuosamente como
grandes señores. Gran parte de las rentas va a parar al 
Erario Público de
Utopía, a menos que no presten ese dinero al país en que están 
situadas las tierras,
lo que hacen muchas veces, si no necesitan emplearlo 
ellos; mas casi nunca
piden el pago de toda la deuda. Parte de la renta que dan 
esas tierras la
asignan a las personas que por instigación suya corrieron los 
peligros de que antes
hablé. Si algún Príncipe les declara la guerra y se 
dispone a invadir su
tierra, salen de sus fronteras y marchan al encuentro del 
ejército enemigo con
grandes fuerzas, pues no guerrean en su territorio sino 
cuando no tienen más
remedio que hacerlo, y ninguna necesidad, por grande que 
fuera, les haría
aceptar socorros ajenos en su isla.
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Hay diversas
religiones, no sólo en los diferentes lugares de la isla, sino en 
cada ciudad. Unos
adoran como Dios al Sol, otros a la Luna o alguno de los demás 
planetas. Otros hay
que adoran a un hombre que fue antes famoso por sus virtudes 
o por su gloria, y es
para ellos, no solamente Dios, sino Dios Supremo. Pero la 
mayor parte de los
utópicos, que son también los más prudentes, niega todos esos 
Dioses y cree en un
solo Dios, desconocido, eterno, inmenso, inexplicable, que 
está por encima del
entendimiento humano y que llena nuestro mundo, no con su 
extensión, sino con
su omnipotencia. Llámanlo el Padre de todos. Atribúyenle el 
principio, las
mudanzas y el fin de todas las cosas; y sólo a él dan honores 
divinos. Sí; todos
los demás, también, a despecho de sus diversas opiniones, 
convienen con los más
prudentes en creer que hay un Ser Supremo, creador y 
providencia del
Universo todo, al que comúnmente llaman Mitra en la lengua del 
país, aunque para
aquéllos es uno y para éstos otro. Porque cada uno de ellos, 
cualquiera que sea el
que tiene por Dios Supremo, piensa que es la misma 
naturaleza a la que
se atribuye y reconoce el divino poder y la majestad, la 
substancia y la
soberanía de todas las cosas. Sea como fuere, todos los utópicos 
van repudiando poco a
poco esta diversidad de supersticiones y aceptan la 
religión que la razón
les dice es superior a las demás. Y no se puede dudar de 
que todas las otras
religiones hubieran sido abandonadas tiempo ha, si a algunos 
que pensaban mudar de
religión no les hubiesen sobrevenido desgracias que las 
gentes miedosas
creyeron, no que habían venido por azar, sino que Dios habíálas 
enviado desde el
cielo, como si el Dios repudiado hubiera querido tomar venganza 
del impío propósito
de aquellos mortales.
Mas luego que les
hubimos hablado del nombre, la doctrina, las leyes y milagros 
de Cristo, y de la no
menos admirable constancia de tantos mártires, que, 
derramando
voluntariamente su sangre, habían llevado a tantas naciones la fe 
cristiana, no podéis
imaginaros con qué alborozo la abrazaron, bien sea por 
secreta inspiración
de Dios o porque les pareciese más afín a la fe que ellos 
profesan. Yo creo que
lo que más contrihuyó a convencerlos fue el decirles que 
Cristo enseñó a los
Suyos que todas las cosas eran comunes y que esa comunidad 
todavía permanece en
las comunidades verdaderamente cristianas. Lo cierto es 
que, de todos modos,
muchos se convirtieron a nuestra religión y fueron 
purificados en las
sagradas aguas del bautismo. Pero ninguno de nosottos cuatro 
- habían muerto dos
compañeros nuestros - era sacerdote; y duélome de ello, pues 
a los utópicos,
inÍciados ya en nuestra religión, sólo les falta recibir 
aquellos sacramentos
que solamente los sacerdotes pueden administrar. Sin 
embargo, entienden lo
que son y están deseando recibirlos. Discuten entre ellos 
acerca de si podrían
elegir a uno de sus conciudadanos para hacerlo sacerdote 
sin que viniera a
orgenarlo un obispo de la Iglesia Cristiana. Parecían 
dispuestos a elegir
uno, pero, al partir yo, aún no habían elegido a ninguno.
Los que no han
abrazado la religión cristiana no molestan a los que ya profesan 
nuestra fe. Sólo uno
de los nuestros fue castigado severamente en mi presencia. 
Luego de haber sido
bautizado, púsose a decir, desoyendo nuestros consejos, y 
con más ardor que
prudencia, que la religión cristiana era la única verdadera, y 
tanto se inflamó, que
añadió que despreciaba y condenaba a todas las demás, a 
las que llamó
profanas y a sus adeptos malvados que merecían ser condenados al 
fuego eterno. Le
prendieron, y fue acusado, no de escarnecedor de la religión, 
sino de sedicioso y
sembrador de discordia entre los insulanos, y por ello fue 
condenado a destierro.
Una de las leyes más antiguas de Utopía dice que nadie 
puede ser molestado
por sus creencias religiosas. El Rey Utopo, desde antes de 
llegar a Utopía, ya
sabía que los moradores de la isla estaban divididos por las 
continuas luchas
religiosas, y dióse cuenta de que estas diferentes sectas, 
incapaces de
entenderse para una acción común y combatiendo separadamente para 
defender su suelo,
allanaban para él el camino de la conquista de la isla. Tan 
pronto hubo alcanzado
la victoria, lo primero que hizo fue promulgar un edicto 
declarando que todo
ciudadano de la isla podía profesar la religión que le 
pluguiera y hacer
prosélitos si obraba con moderación y respetaba las creencias 
de los demás. Los
transgresores de esta ley, los que emplearen la violencia, y 
no la persuasión,
para conseguir adeptos, serían condenados a destierro o 
esclavitud.
Hizo el Rey Utopo
esta ley, no solamente para mantener la paz, perturbada antes 
por incesantes luchas
e implacables odios, sino porque creyó que el edicto 
favorecería la
propagación de la fe. Pero no tomó esta determinación sin haber 
meditado antes mucho,
pues estaba dudoso de si Dios, deseando ser honrado con 
muchas y diversas
suertes de honores, había inspirado a los hombres todas las 
religiones conocidas.
Y pensó, a buen seguro, que es cosa insensata emplear las 
amenazas y la fuerza
para obligar a los demás a que crean lo que nosotros 
creemos que debe ser
la verdad. Preveía que, si hay una religión que es la única 
verdadera y las otras
son todas falsas y puras supersticiones, la verdadera 
conseguiría superar a
las demás y triunfar de ellas, si los creyentes obraban 
moderada y
racionalmente. Pero si seguían las disensiones y las luchas, siendo 
los hombres peores
los más obstinados y los que con más constancia defienden sus 
malas opiniones, la
mejor y más santa de las religiones sería pisoteada y 
destruída Por las más
vanas supersticiones. Así ahogan a las mieses las malas 
yerbas. Así, pues,
dejó el pleito sin fallar y dio libertad a todos para creer 
lo que quisieran. Sin
embargo, prohibió terminantemente que se tuviese un tan 
bajo y vil concepto
de la dignidad humana hasta el punto de creer que el alma 
muere con el cuerpo o
que el mundo no está gobernado por la Divina Providencia.
Creen los utópicos
que, después de esta vida, serán castigados los vicios y 
premiadas las
virtudes. Quien cree lo contrario, no es tenido por un ser humano, 
puesto que hace
descender la sublime naturaleza de su alma a la vileza corporal 
de un bruto. Tampoco
le cuentan entre los ciudadanos, pues si el miedo no se lo 
impidiese, no
cumpliría las leyes ni respetaría las instituciones. Podéis estar 
seguros de que
semejante hombre, con astucia o por la fuerza, burlaría las leyes 
de su país; el cual
hombre no teme nada que esté por encima de las leyes 
humanas, puesto que
sus esperanzas no van más allá de la vida de su cuerpo. A 
los que piensan así
los condenan a la privación ignominiosá de todos los honores 
y a no poder ejercer
cargos públicos, y, si los ejercen, los deponen de ellos. 
Desprécianlos como
gente ruín. No les imponen ningún otro castigo, pues están 
persuadidos de que
nadie puede forzar las convicciones ajenas. No usan de 
amenazas para
obligarles a mudar de parecer; esto les haría disimulados, y los 
utópicos detestan la
hipocresía y la mendacidad tanto como el fraude. Prohiben, 
eso sí, que se
defiendan semejantes opiniones delante del vulgo. Mas no s6lo 
consienten, sino que
aconsejan su discusi6n con los sacerdotes y los graves 
varones, esperando
que la raz6n triunfará de la locura al final. Otros hay - y 
no son pocos - a los
que se permite decir su opini6n, porque su opinión está 
fundada en alguna
razón que, habida cuenta de su manera de vivir, no es mala ni 
viciosa. La herejía
de éstos es lo contrario de la otra, pues creen que el alma 
de los brutos es
inmortal, aunque no puede compararse con la de los seres 
humanos en dignidad,
ni está ordenada ni predestinada tampoco a alcanzar igual 
felicidad. Todos los
utópicos creen firmemente que la eterna felicidad del 
hombre será tan
grande, que lloran por los enfermos, y jamás por los difuntos, a 
no ser que hayan
dejado la vida temiendo la muerte y contra su voluntad. Porque 
esto tiénenlo por
mala señal, como SI el alma, desesperada y atormentada, 
tuviese algún secreto
presentimiento del inminente castigo y tuviera miedo de 
partir. Y piensan que
no ha de ser agradable a Dios que aquel que es llamado no 
corra alegremente
hacia El, sino que vaya como arrastrado a la fuerza y a su 
pesar. Detestan ese
género de muerte, y, a los que así mueren, llévanlos a 
enterrar en silencio
y con tristeza; y luego de haber rogado a Dios que se 
muestre
misericordioso con el alma del difunto perdonándole sus pecados, echan 
tierra en la hoya
para cubrir su cuerpo. Por el contrario, no lloran a los que 
parten llenos de
alegría y esperanza; siguen los ataúdes entonando gozosos 
cánticos y
encomiendan sus almas a Dios con mucha caridad, y, finalmente, no con 
aflicción, sino con
suma reverencia, queman los cadáveres y erigen en los mismos 
lugares donde yacen
columnas de piedra en las que inscriben los títulos de los 
muertos. Cuando han
vuelto a su casa los acompañantes, hablan de las virtudes y 
buenas acciones del
difunto, pero lo que recuerdan más a menudo y con mayor 
agrado es su plácida
muerte. Creen que recordando las virtudes del muerto 
incitan a los
vivientes a ser virtuosos y que nada hay que sea más acepto y 
agradable al difunto
que esto, pues suponen que está presente entre ellos cuando 
hablan de él, aunque
para los débiles ojos de los mortales sea invisible. Sería 
una cosa muy
inconveniente que los bienaventurados no tuvieran libertad de ir 
adonde quisieren, y
mucha ingratitud en ellos que no sintieran el deseo de 
visitar y ver a sus
amigos, con quienes, en vida, estuvieron ligados con 
vínculos de mutua
amistad y mutuo amor. Piensan igualmente que esta amistad y 
amor de los buenos se
acrecienta, en vez de disminuir, después de la muerte. 
Creen, por
consiguiente, que los muertos se mezclan con los vivos y son testigos 
de lo que éstós dicen
y hacen. Así acometen sus empresas más valerosamente, pues 
tienen confianza en
tales testigos; y esta creencia en la presencia de sus 
antepasados les
impide cometer malas acciones en secreto. Merécenles burla y 
desprecio los
pronósticos y predicciones de las cosas venideras por el vuelo o 
las voces de las aves
y todas las demás adivinaciones, hijas de la vana 
superstición, a que
son tan aficionados otros pueblos. Pero aprecian y veneran 
grandemente los
milagros que se operan sin auxilio de la Naturaleza, que 
consideran como obras
y testimonios del omnipresente poder de Dios. Dicen ellos 
que suceden muy a
menudo en su isla, y que, en momentos de extrema necesidad, 
con públicas
rogativas hechas con gran fe, los impetran y consiguen.
Consideran como
reverencia muy grata a Dios la contemplación de la Naturaleza y 
las alabanzas a ésta.
Hay muchos que, llevados de su ardiente celo religioso, 
descuidan el estudio
de las ciencias y las letras y no hacen nada por aprender y 
conocer las cosas;
pero huyen de la ociosidad, pues creen que la felicidad 
después de la muerte
solamente se consigue con muchos trabajos y haciendo obras 
buenas. Así, pues,
unos cuidan enfermos; otros arreglan los caminos y los 
puentes, limpian
fosos, cavan la tierra para sacar la arena y las piedras, 
cortan y podan
árboles; llevan en carretas a las ciudades, leña, trigo y otras 
cosas; y sirven, no
solamente a la República, sino a los ciudadanos 
particuIares,
trabajando más como esclavos que como sirvientes. Hacen estos 
hombres, voluntaria y
alegremente, los trabajos desagradables, penosos y viles 
que a otros hombres
les disgusta y les causa desesperación hacer. Procuran el 
descanso a los demás
trabajando ellos continuamente. No vituperan la vida de los 
demás ni se glorían
de la suya. Cuanto más serviciales y útiles son, más les 
honran sus
conciudadanos. Están divididos en dos sectas. Una la forman los 
célibes que viven en
castidad, los cuales, no solamente se abstienen de trato 
con mujeres, sino
también de comer ciertas carnes, y aun toda carne de animal, 
renunciando a los
placeres de esta vida como dañosos, pues anhelan merecer, con 
sus desvelos y
sudores, la hermosa y beata vida venidera.
Los de la otra secta,
que no gustan menos de trabajar, contraen matrimonio y no 
desprecian las
dulzuras de este estado, ya que creen que sólo trabajando se 
cumplen los deberes
que tienen para con la Naturaleza y, engendrando hijos, los 
que tienen para con
la Patria. No se abstienen de ningún placer, a menos que sea 
un placer que les
impida trabajar. Comen carne de animales cuadrúpedos, porque 
creen que este
alimento les hace más fuertes para el trabajo. Los utópicos 
tienen por más
prudentes a los hombres de esta secta ; por más santos, a los de 
la otra. Si los que
prefieren el celibato al matrimonio y una vida penosa a otra 
agradable
pretendiesen defender con razones su manera de vivir, burlaríanse de 
ellos; pero, como
dicen que les guía la religi6n, los honran y veneran. A éstos 
los llaman en su
lengua Butrescos, el cual vocablo significa, hombre religioso.
Sus sacerdotes son
extremadamente santos, pero son muy pocos. Sólo hay trece en 
cada ciudad, con
igual número de templos, salvo cuando van a la guerra. 
Entonces, siete de
ellos parten con el ejército, y, para suplir a éstos, se 
eligen otros tantos
en la ciudad. Cuando vuelven de la guerra, tornan a ocupar 
sus puestos, y, a medida
que van muriendo, son suplidos por los sacerdotes 
sobrantes, los cuales
entre tanto viven en compañía del Obispo, que es el 
superior de todos
ellos. Porque no haya disputas o intrigas, los elige el 
pueblo, como los
magistrados, por insaculación secreta; después de la elección, 
son consagrados en el
Colegio Sacerdotal a que pertenecen. Celebran las 
ceremonias
religiosas, propagan la fe y son censores en materia de costumbres. 
Es un gran deshonor y
una gran vergüenza el ser amonestado por ellos por llevar 
una vida disoluta e
incontinente. Tienen la misión de exhortar y aconsejar; pero 
es el deber del
Príncipe y de los otros magistrados el corregir y castigar a los 
delincuentes. Pero
los sacerdotes excomulgan a aquellos que consideran como 
empedernidos en el
mal, y ningún castigo amedrenta tanto a los utópicos como 
éste, pues los marca
con un signo infamante, y a más les atormenta un interno 
temor religioso.
Habrán de sufrir también en sus cuerpos, pues si no dan pruebas 
de arrepentimiento y
enmienda ante los sacerdotes, los castigará el Senado por 
impíos.
Los sacerdotes
enseñan también a la infancia y a la juventud las letras, las 
virtudes y los buenos
modales. Inculcan en los niños, cuya alma es dócil y 
tierna, ideas sanas y
útiles para la conservación de la República; estas ideas, 
luego de haber echado
raíces en los niños, permanecen en ellos toda la vida y 
son, como he dicho,
útiles para la conservación y defensa de la República, la 
cual nunca decae si
no es por los vicios que engendran las opiniones malignas.
Los sacerdotes, si no
son mujeres - pues en Utopía las mujeres pueden ser 
sacerdotes, si bien
eligen muy pocas y han de ser viudas y ancianas -, los 
sacerdotes varones,
digo, escogen sus esposas entre las mujeres principales de 
su país. Entre los
utópicos no hay un oficio más honrado que éste; tanto, que si 
algún sacerdote
comete algún delito, no es sometido a juicio público; lo 
abandonan a Dios y a
su conciencia, pues creen que la mano del hombre no tiene 
derecho a tocar a
aquel que fue solemnemente consagrado a Dios como una ofrenda. 
Y esto pueden hacerlo
fácilmente, porque tienen muy pocos sacerdotes y los 
eligen con mucha
circunspección. Raras veces sucede que un hombre que ha sido 
considerado como el
más virtuoso entre los virtuosos, y que ha sido elevado a 
tan alta dignidad
solamente por sus virtudes, caiga en el vicio y en la maldad. 
Y si llegase a
suceder - pues la naturaleza humana es débil y mudable -, como 
los sacerdotes son
pocos, y sólo tienen los honores, pero no el poder, no 
causaría esto ningún
grande daño a la República. Y tienen tan pocos sacerdotes, 
porque, si se diera
ese honor a muchas personas, la dignidad del oficio, hasta 
ahora tan estimada,
sería despreciada; creen que no hay muchos hombres que sean 
merecedores de esa
dignidad, de ese oficio que, para poder ejercerlo, no basta 
con tener virtudes
vulgares.
Bien claro está, por
eso, que tales sacerdotes no son menos apreciados por los 
naturales de su isla que
por los habitadores de las extranjeras tierras. 
Mientras pelean los
soldados de entrambos ejércitos en campo abierto, ellos, un 
poco apartados, mas
no lejos de allí, hincadas las rodillas en tierra, 
revestidos de sus
sagrados hábitos, alzando las manos al cielo, oran primero 
para implorar la paz
y luego la victoria de los suyos, pidiendo a la vez que no 
sea cruenta para
ninguno de los dos bandos. Si triunfan los utópicos, corren 
hacia el campo de
batalla para impedir que sean cruelmente perseguidos y muertos 
los vencidos. Los
enemigos que, al verlos, pueden acercarse a ellos y hablarles, 
salvan sus vidas; los
que pueden tocar las vestiduras de los sacerdotes no son 
despojados de sus
bienes. Este modo de proceder les ha granjeado el respeto y la 
veneración de todas
las naciones, y gracias a él han podido librar muchas veces 
a los suyos del furor
de los enemigos, como habían conseguido otras veces librar 
a éstos del de los
utópicos. Es bien sabido que cierta vez que el ejército 
utópico, batido,
volvió las espaldas al enemigo, cuando éste se aprestaba a la 
persecución, a la
matanza y al saqueo, se interpusieron los sacerdotes y, 
separando las tropas,
consiguieron que se hiciera una paz honrosa. Jamás se ha 
visto ninguna nación tan
cruel y fiera que no tenga por sagrado e inviolable el 
cuerpo de los
sacerdotes de Utopía.
Celebran los utópicos
con una fiesta los días primero y último de cada mes y 
año. Dividen el año
en meses, los cuales miden por la carrera de la Luna, como 
miden el año por la
carrera del Sol. En su lengua, llaman a los pnmeros dlas de 
los meses cinemernos
y trapemernos a los últimos, vocablos que, en nuestro 
idioma, podríamos
traducir por primifestos y finifestos, o sea, primera fiesta y 
última fiesta. Los
templos que hay en Utopía son magníficos, y, como son pocos, 
tan grandes, que
puede congregarse en ellos una inmensa multitud de fieles. 
Todos son algo
oscuros, mas no puede achacarse esto a ignorancia de los que los 
edificaron, pues lo
aconsejaron así los sacerdotes, los cuales creen que la 
demasiada luz
dispersa la meditación, mientras que la poca luz convida al 
recogimiento del alma
y a la devoción. Aunque no todos los habitantes de la isla 
profesan la misma
religión - pues son allí muchas y diversas las religiones -, 
todas ellas van por
caminos diferentes hacia un mismo y solo fin, que es honrar 
la naturaleza divina,
y, por consiguiente, en los templos no se oye ni ve nada 
que no cuadre con
todas aquellas religiones.
Si alguna de las
sectas ofrece sacrificios especiales, sus adeptos los ofrecen 
en sus casas. El
culto público está ordenado de modo que no ofenda las creencias 
particulares, y por
eso no se ven en los templos imágenes de los Dioses, a fin 
de que cada uno pueda
concebir libremente a Dios, según su religión, y 
atribuirle la figura
que le plazca. No invocan a Dios con ningún nombre 
especial, sino
solamente con el de Mitra, con cuyo vocablo designan la 
naturaleza de la
Divina Majestad, cualquiera que sea. Las oraciones que rezan 
están compuestas de
manera que no pueden ofender a ninguna secta. Acuden al 
templo en los días
finifestos a la hora de vísperas y en ayunas, para dar 
gracias a Dios por
haber hecho que haya transcurrido felizmente el mes o el año 
que termina con
aquella fiesta. Al día siguiente van al templo por la mañana 
temprano para pedir
al Señor que sea feliz el año o mes que comienza.
En los días
finifestos, antes de ir al templo, las mujeres se postran a los pies 
de sus esposos, y los
hijos a los de los padres, confesando sus pecados y los 
descuidos cometidos
en el cumplimiento de sus deberes, y pidiendo perdón de sus 
culpas. Así, si se
hubiera levantado en la casa una invisible nube de disgusto, 
es deshecha con esta
confesión, y todos pueden ir al templo con la conciencia 
limpia, pues temen
mucho ir con la conciencia sucia. Quien guardaba odio o 
rencor a otra
persona, se reconcilia antes con ella para purificar su alma, pues 
teme el castigo que
le espera si no lo hace. Los varones se ponen en el lado 
derecho del templo y
las mujeres en el izquierdo. Colócanse de modo que todos 
los varones de una
casa están sentados delante del padre de familia y las 
hembras delante de la
madre. Se hace esto para que los padres y madres de 
familia puedan ver el
comportamiento de los que están sumisos a su autoridad y 
su gobierno. Cuidan
de que los jóvenes estén mezclados con sus mayores, pues si 
ponen a los niños
todos juntos y les dejan en libertad, éstos no guardan la 
compostura debida y
no conciben el temor de Dios, que es la principal y casi 
única incitación a la
virtud.
No matan ningún
animal en los sacrificios, ni creen que la muerte y la sangre de 
los seres vivientes
puedan ser gratas a Dios, que, en su misericordiosa 
clemencia, les dió la
vida para que viviesen. Queman incienso y hierbas 
olorosas, y encienden
infinito número de cirios y velas de cera, aunque saben 
que la naturaleza
divina no hace caso, de tales ofrendas, pues sólo quiere las 
preces de los hombres;
pero les gusta ese inocente género de culto. Y esos 
dulces olores, y esas
luces y otras ceremonias semejantes hacen que los hombres 
se sientan alentados
a la devoción con más fervor en sus corazones.
El pueblo va al
templo vestido de blanco. El sacerdote lleva vestiduras 
abigarradas,
primorosamente hechas, aunque no en demasía suntuosas, pues no 
están guarnecidas de
bordados de oro ni piedras preciosas. Están hechas de 
plumas de diversas
aves, dispuestas con tal arte y buen gusto, que los más ricos 
trajes no podrían
igualarse a ellas. Dicen los utópicos que esta disposición de 
las plumas encierra
ciertos divinos misterios que los sacerdotes interpretan y 
enseñan a los fieles
para recordarles los beneficios que reciben de Dios, el 
agradecimiento que
deben al Todopoderoso y también los deberes que tienen para 
con sus semejantes.
Cuando el sacerdote sale del vestuario del templo con los 
vestidos sacerdotales
puestos, postérnanse todos los fieles reverentemente y 
guardan un silencio tan
profundo que diríase que les tiene mudos el temor, cual 
si se les hubiera
aparecido de repente el Señor. Al cabo de un breve espacio, 
álzanse a una señal
del sacerdote y cantan entonces alabanzas al Señor, 
mezclando sus voces a
las de los instrumentos de música, algunos de los cuales 
son muy diferentes de
los que nosotros usamos en esta parte del mundo y casi 
todos ellos más
dulces que los nuestros. En una cosa nos aventajan los utópicos: 
en su música. Toda su
música, tanto la que tocan en los instrumentos como la que 
cantan sus voces,
expresa los sentimientos naturales, como la alegría, el dolor, 
la ira, la piedad y
la turbación del ánima; y la forma de la melodía también 
expresa los
sentimientos, por lo que penetra en el alma del auditorio y la 
agita, la conmueve y
la inflama de modo maravilloso. Finalmente, el sacerdote y 
los fieles rezan
juntamente preces compuestas de tal manera que cada uno puede 
referir a sí sólo lo
que ellas dicen a la comunidad. En esas plegarias todos 
reconocen a Dios como
Creador y Gobernador del Universo y como Causa Principal 
de todos los demás
bienes, dándole gracias por tantos beneficios y especialmente 
por haberles hecho
nacer en una República tan feliz y próspera y enseñado una 
religión que para
ellos es la más verdadera. Por si yerran en ello y hubiese una 
religión más grata al
Señor que las suyas, ruéganle en Su bondad que les permita 
conocerla, ya que
ellos están dispuestos a seguir el camino por el que Él quiera 
guiarlos. Mas si su República
es la mejor forma de gobierno y su religión 
perfecta y verdadera,
pídenle que les dé constante firmeza para perseverar en 
ella y para llevar a
otras gentes a la misma manera de vivir y a tener la misma 
idea de Dios, a no
ser que haya algo en esta diversidad de religiones que plazca 
al Eterno.
Finalmente, ruegan al Ser Supremo que los deje llegar a Él después de 
la muerte, sea pronto
o tarde; y si ello place a su Divina Majestad, más anhelan 
tener una muerte
dolorosa y ver a Dios que vivir largamente en mundanal 
felicidad sin que
llegue jamás la hora de contemplar Su rostro. Dicha esta 
plegaria, tornan a
arrodillarse, se levantan poco después y vanse a comer. Luego 
pasan lo restante del
día en entretenimientos y ejercicios ecuestres.
Os he referido y
descrito, tan fielmente como he podido, las instituciones de 
aquella República;
que, a mi parecer, es no solamente la mejor, sino la única 
que tiene derecho a
llamarse República. Porque en otros lugares hablan de 
República, pero los
ciudadanos sólo buscan su provecho particular. En Utopía, 
como no hay bienes
particulares, todos cuidan de los negocios públicos. Y, en 
verdad, entrambas
partes tienen buenas razones para obrar así. En otras 
Repúblicas, aunque
sean ricas y florecientes, ¿no saben los ciudadanos que 
habrán de morir de
hambre si no hacen provisiones? Les acucia la necesidad de 
procurar por ellos
más que por el pueblo, es decir, por los demás. Por el 
contrario, en Utopía,
donde todas las cosas son de todos, no cabe duda que a 
nadie le faltará lo
necesario, puesto que los almacenes, las casas y los 
graneros comunes
están suficientemente proveídos. Allí no se distribuyen los 
bienes con
mezquindad, y por eso no hay mendigos ni pobres, y, aunque nadie 
tenga nada, todos son
ricos. Pues ¿hay mayor riqueza que vivir alegre y 
sosegadamente, libre
de inquietudes, sin haber de procurarse el mantenimiento, 
sin ser vejado por
las importunas quejas de la esposa, sin temer la pobreza para 
el hijo ni afligirse
porque no se puede dar dote a la hija? Sí; no han de 
preocuparse por el
bienestar de sus esposas, sus hijos, sus sobrinos, los hijos 
de sus hijos, toda su
posteridad, por larga que sea. Y no hay menos provisiones 
para quienes ya no
pueden trabajar que para quienes trabajan, porque la edad o 
la enfermedad les
haya quitado las fuerzas.
¿Quién osará comparar
esta equidad con la justicia de otras naciones en las que 
yo no hallo la menor
traza de equidad y justicia? Pues ¿qué justicia es la que 
permite que un rico
cambista o un usurero, o cualquiera de los que no hacen nada 
o que, si algo hacen,
no es necesario para la República, lleve una agradable 
vida de ocio y de
placeres, mientras los pobres gañanes, los carreteros, los 
herreros, los
carpinteros y los labradores han de trabajar continuamente como 
bestias de carga, a
despecho y pesar de ser tan útiles que sin ellos ninguna 
República duraría más
de un año, llevando una desventurada vida de estrecheces 
que hace parecer
mejor la de los asnos. los cuales ni trabajan tanto como esos 
infelices hombres ni
piensan en lo venidero? A esos desgraciados, a los que 
hacen padecer el
tormento de un trabajo infructuoso para ellos, puesto que el 
jornal que les pagan
no basta para que puedan mantenerse y ahorrar un poco para 
el día de mañana, a
esos desdichados, digo, les mata el temor de que llegue la 
vejez acompañada de
la pobreza.
¿No es ingrata e
injusta la República que tan grandes recompensas da a los 
nobles - que así les
llaman -, a los cambistas y otras gentes ociosas, a los 
aduladores, a los que
procuran vanos placeres, desatendiendo a los pobres 
campesinos,
carboneros, gañanes, carreteros, herreros y carpinteros, sin los 
cuales no podría
seguir viviendo ninguna República? Después de haber abusado de 
ellos haciéndoles
trabajar como bestias de carga cuando eran j6venes y robustos; 
luego que se ven
oprimidos por la enfermedad y la vejez y se hallan indigentes, 
necesitados y pobres
de todas cosas; olvidando tantas penosas vigilias y los 
buenos y muchos
frutos que han dado, los paga y recompensa ingratamente con la 
más miserable de las
muertes. Y encima de esto, los ricos, no solamente mediante 
fraude, sino
amparándose en las leyes, quitan cada día a los pobres parte de lo 
que ellos necesitan
para su sustento. Si nos parece injusto que se premie con la 
ingratitud a hombres
que tan provechosos han sido para la República, más injusto 
habremos de juzgar -
lo que es peor - que al mal trato que les dan le llamen 
justicia, aunque lo
sancione la Ley.
Así, cuando miro esas
Repúblicas que hoy día florecen por todas partes, no veo 
en ellas - ¡Dios me
perdone! - otra cosa que la conjuración de los ricos para 
procurarse sus
propias comodidades en nombre de la República. Imaginan e 
inventan todas
suertes de artificios para conservar, sin miedo a perderlas, 
todas las cosas que
se han apropiado con malas artes, y también para abusar de 
los pobres pagándoles
por su trabajo tan poco dinero como pueden. Y cuando los 
ricos han decretado
que tales invenciones se lleven a efecto so color de la 
comunidad, es decir,
también de los pobres, las hacen leyes luego. Sin embargo, 
esos hombres
malvados, aun después de haber repartido entre ellos con insaciable 
codicia todas las
cosas que hubieran bastado para atender las necesidades de 
todos, ¡cuán lejos
están de la abundancia y la felicidad en que viven los 
ciudadanos de la
República de Utopía! Donde no se da valor al dinero, no es 
posible que haya
codicia. ¡Cuánta maldad se arranca de raíz así! Pues ¿quién no 
sabe que si no
hubiese dinero no habría fraudes, robos, rapiñas, escándalos, 
riñas, rencillas,
disputas, regaños, discordias, crímenes cruentos, traiciones y 
envenenamientos,
delitos todos que pueden ser vengados mas no refrenados con los 
castigos? Y de igual
modo los temores, los pesares, los cuidados, las vigilias, 
desaparecerían en el
mismo momento en que desapareciese el dinero. La misma 
pobreza, que es la
única que parece necesitar del dinero, si desapareciese éste, 
disminuiría y
desaparecería también.
Para que podáis verlo
más claramente, recordad algún año infecundo en que 
murIeron de hambre
millares de seres humanos. Me atrevo a decIr que si, al 
terminar la escasez,
se hubiese podido entrar en los graneros de los ricos, se 
habría hallado en
ellos tanto trigo que, repartiéndolo entre los que padecían 
hambre, nadie habría
notado la penuria. Tan fácil sería para el hombre 
procurarse el
sustento si no fuera por el dinero, que, aunque inventado para 
abrirnos el camino
del bienestar, nos lo cierra real y verdaderamente. Seguro 
estoy que los ricos
saben esto, que no ignoran que más vale no carecer de lo 
necesario que tener
gran abundancia de cosas superfluas, que más vale librarse 
de cuidados y
desasosiegos que tener demasiadas riquezas. No dudo que por 
respeto al bienestar
de todos los hombres o por acatamiento a la autoridad de 
nuestro Salvador
Jesucristo - que en Su infinita sabiduría sabe qué es lo mejor 
y en Su inmensa
bondad sólo puede aconsejamos lo mejor - todo el mundo habría 
querido ser gobernado
por las leyes de aquella República, si no lo hubiese 
impedido el orgullo,
bestia feroz, soberano y padre de todas las desgracias, que 
no mide la
prosperidad y la riqueza por su propio bienestar, sino por la miseria 
y la pesadumbre
ajenas. Si el orgullo pudiera transformarse en Diosa, obraría 
como una mujer
orgullosa y querría triunfar de los pobres, domeñándolos con la 
ostentación de su
brillante felicidad, vejándolos, atormentándolos y 
mostrándoles sus
riquezas. Esta serpiente infernal seduce los humanos corazones 
y no les deja andar
por el sendero que lleva a una vida mejor; enróscase en el 
pecho de los hombres
y no es posible apartarla de allí.
Alégrome de que los
utópicos hayan encontrado esta forma de República que yo 
deseo para todo el
linaje humano. Gracias a sus instituciones y a su manera de 
vivir, han echado los
cimientos de una República duradera y feliz, según puede 
juzgar el
entendimiento humano. Han arrancado de raíz de sus corazones las 
principales causas de
ambición y rivalidad y otros vicios, impidiendo de este 
modo las discordias
civiles que han causado la ruina de tantas ciudades. Como en 
la isla reina la
concordia y se cumplen las leyes, la envidia de los Príncipes 
extranjeros no puede
hacer bambolear el utópico Imperio. Y sabed que, siempre 
que lo intentaron,
hubieron de desistir de ello.
Luego que Rafael hubo
acabado de hablar, me acordé de muchas cosas, que me 
habían parecido
absurdas, acerca de las leyes y costumbres de aquel pueblo, su 
manera de guerrear,
sus religiones y las demás mstituciones; y especialmente del 
fundamento principal
de todas ellas, es decir, la vida en comunidad y el 
mantenimiento en
común sin hacer uso del dinero, lo cual destruye toda la 
nobleza,
magnificencia y majestad que son el ornamento y el. honor de la 
República. Más como
advertí que Rafael estaba cansado y no sabía si le placería 
ser contradicho, pues
ya había reprendido a otros por este motivo diciéndoles 
que temían pasar por
necios si no hablaban nada que pudieran refutar, alabé yo 
su discurso y las
instituciones utópicas, y, tomándole de la mano, llevéle a 
cenar, diciendo que
en otra ocasión tendríamos espacio de examinar estas 
materias y de hablar
largamente acerca de ellas. ¡Plegue a Dios que esto suceda 
pronto!
Entre tanto, como no
puedo dar mi asentimiento a todo lo que dijo Rafael, que es 
sin duda hombre de
gran saber y experiencia y muy conocedor de las cosas 
humanas, confesaré
que más deseo que espero ver en nuestras ciudades muchas 
cosas de las que hay
en la República de Utopía.
Así acaba la plática
de la tarde de Rafael Hytlodeo acerca de las leyes e 
instituciones de la
Isla de Utopía.